CORRER POR LOS TEJADOS - Helena Ramos

Mamá, ¿de quién es el mar?
De nadie, Toñito.
¿Y el cielo?
De nadie... de todos.
¿Y la playa?
—De tu papá.
Es muy grande... ¿Por qué no la regalamos por pedacitos, como la torta de mi cumpleaños?
Leocadia sonrió. Sus pies descalzos hollando la arena... conchas, piedrecitas... Un mundo inmenso pero íntimo. Repartir esta belleza como un enorme queque... ¡ay! Este niño... qué ocurrencia la suya. Lindo, lindo, con sus ricitos rubios... Un calor delicioso le halagaba el cuerpo debajo del vestido de lino blanco. ¿Cómo se llamaba aquello? ¿Felicidad? Siempre llevaba con la cabeza erguida todo lo que le tocaba en suerte, hasta el nombre, Inmaculada Leocadia de la Cruz Edwards Prado; la rodeaban desde el nacimiento cosas sólidas, a prueba del tiempo y del cambio, y aprendió a creer que lo innegable era lo correcto, aunque reconocía para sí que su destino era mucho más venturoso que el de su madre, una señora de la que no se podía decir, susurrar o siquiera imaginar algo excepto comete il faut. La sola presencia de don Abelardo, a quien sus vástagos nunca decían 'papá' y menos, 'papito' sino father o pére, imponía las reglas imposibles de contravenir, y ella fue una hija ejemplar y cuando el doctor Gustavo Sanvito la pidió en matrimonio, una novia perfecta.
No en vano decían que Gustavo y Leocadia fueron hechos el uno para el otro: ambos inclinados a la armonía y el orden, aun cuando él apreciaba más la primera y ella, el segundo. La vida con un marido amoroso y deferente resultó muy grata, más allá de la simple conveniencia. Leocadia se dio cuenta fácilmente de que Gustavo no era una persona apropiada para amasar fortuna, pero bien sabía administrar la que ya tenía entre manos, gracias al esfuerzo de sus ascendientes más vigorosos. Por cierto, trabajaba mucho, quizá demasiado... pero en su familia los hombres hacían lo mismo, ella ya llevaba adentro la aceptación y no le molestaba -ver a su esposo sólo durante el desayuno y la cena. La noche era otra cosa... ¡ay!
Después de dar a luz a tres hermosas niñas, Leocadia Edwards de Sanvito tuvo un hijo varón, lozano y robusto. Envuelta en oleadas de encaje color isabel, con el bebé en brazos, se acercó al espejo y advirtió que su belleza, augusta y un tanto fría, había alcanzado la plétora... la pincelada final. Y así permaneció, en el apogeo de satisfacción, por varios años. Nada tenía por qué cambiar.
Todavía sonriendo, Leocadia llevó a Toñito de la mano hacia unos árboles, sembrados a propósito para el descanso de los veraneantes. Arrimada al tronco afelpado, en la mera sombra, les esperaba la canasta con la merienda. Ya acomodado en una manta con dibujos geométricos en rojo, verde y amarillo, Antonio vio a un niño andrajoso que lo miraba desde el ramaje, o más bien miraba, con una fijeza golosa, la empanada que él estaba comiendo.
Lo más justo y natural sería regalarle una, en la canastilla había suficientes para compartir, pero Antonio sabía que a mamá no iba a caerle bien aquel chiquillo morenito, ella le daría de comer, pero luego le ordenaría largarse, y esa beneficencia inclemente sobrevino tan triste que él no se atrevía a hacer nada, hasta que rompió a llorar, hipando y ahogándose con los mocos. Leocadia recogió al hijo, la canasta y la manta, dejando caer la empanada mordida sobre la arena, y salió corriendo hacia la casa. Antonio todavía pudo ver cómo el muchachito salía de su escondite con deslizante rapidez de una lagartija y se llevaba el trofeo.
Pasó el día lánguido, con fiebre. Leocadia, soplándole la frente sudorosa, le oyó repetir: "El niñito, la empanada... no está bien...", pero lo atribuyó todo al relleno mal preparado y a los gérmenes.
Después aquel malestar se convirtió en una dolencia habitual, intermitente, como la malaria o el reumatismo. Ataques de embarazosa amargura le acometían cada vez que veía a un indigente. Acostumbraba tener siempre listas unas monedas para la limosna, pero si se le agotaban, era capaz de entregar un billete grande, con una urgencia que le abochornaba porque intuía que en ella había poca generosidad y mucho apuro.
Desde temprano renunció a los intentos de ser comprendido; se escudaba de las desavenencias detrás de la intachable cortesía o de una ironía tan acrisolada que las más veces pasaba desapercibida. Sólo uno de sus primos, Jorge, solía replicarle con una mesurada sonrisa de complicidad.
Hubiera sido difícil determinar si fue Antonio quien escogió la carrera de Jurisprudencia, o al revés. Aparte —y muy aparte, a buen recaudo— de la tradición, estaba el deseo de equilibrar lo legal con lo justo. En la universidad, nadie como él para cuestionar el orden imperante apelando a la propia Ley, sin alzar la voz ni alterar el gesto.
Asistente asiduo a toda clase de reuniones, donde a veces desentonaba por sus modales, ropa y vocabulario, escuchaba arengas y consignas más opuestas con la paciencia de quien aguarda lo indefectible.
Ocurrió en un cuartucho lleno de gente y de humo de tabaco, que no le agradaba; a ella tampoco, ya que estaba abanicándose con un cuaderno y se levantó exclamando: "¡Uf! Necesito respirar de vez en cuando". De paso le dirigió la palabra a él: "Parece que usted es otra víctima de la intoxicación, ¿por qué no
intentamos salvarnos juntos?" Mirar a sus ojos verdes era como escuchar el canto de todas las mares resumido en una caracola.
En el balcón la noche les encendió sus luces. Guardaron cómodo silencio que ella deshizo con resolución, como apartando del camino unas ramas de largas hojas plateadas. "Me llamo María Rivera, estudio Trabajo Social. Sé que usted es Antonio Sanvito, dicen que su lógica es aún más impecable que sus corbatas y si eso es cierto, ha de ser una maravilla." Se echaron a reír, regresaron juntos a la pieza y cuando media hora después ella se dispuso a partir, se ofreció para llevarla a casa. Contestó que sí, y también dijo sí cuando Antonio la invitó al teatro.
Todo fue muy rápido, pero sin prisa. Hubo encantamiento de pestañas, sonrisas y manos calientes. Él sentía que la ropa le quedaba muy ajustada, como si volviera a crecer milagrosamente, y que el linde entre la realidad y la utopía se tornaba cada vez más alterable. Al lado de María los enamoramientos anteriores, causantes de modestos insomnios y de poemas que jamás han superado la fase de borrador, aparecieron demarcados en su justa dimensión, y las aventuras sexuales se redujeron a un aprendizaje apenas llevadero. Quería a María como amiga, amante y esposa —la santísima trinidad, por primera vez reunida en un ramillete sin incertidumbres— pero comprendía que un noviazgo formal significaría encarar de una vez por todas la alteridad, que hasta entonces no le había ocasionado mayores problemas sólo porque no pasaba de tolerables extravagancias, muy menores mirándolas bien. Un amor de retos, en un terreno adverso... Pero renunciar, aunque fuese por hidalguía, sería traicionarlo todo, rendirse.
—Te amo y quiero que nos casemos pronto.
—Acepto; acepto. Te amo, confío en ti. Sé en qué estás pensando, no temas por mí. Repite: por mi buena voluntad, por el mandato del corazón, bajo cualquier estrella, hasta que la muerte nos separe... ¡Llave y candado a mis palabras! Estamos casados, Antonio. Ya, puedes besar a la novia. Y ahora... vamos a alguna parte donde haya viento, hierba y árboles...
Se perdieron en el parque de San Cristóbal, que muy a propósito se había convertido en bosque, y se besaron con empeño de principiantes. Él trató de ser cauto y casi lo consiguió, pero en María no había recelos ni artificios, sino un deseo tan tenaz que Antonio pudo amarla con una libertad jamás pensada —presentida, sí— desabrochándole la blusa, el sostén, arrugando sin consideración la dócil falda, deslizando a lo largo de las piernas morenas las bragas de seda, sorbiendo con todo el cuerpo las caricias audaces y neófitas de una mano pequeña, briosa, amada, tan amada... En brevísimo zigzag, se preguntó si María era virgen, postergando luego la pregunta, el vislumbre y el precepto.
—¿Sabes por qué te has enamorado de mí? —Porque eres tú.
—Y porque necesitabas a alguien con quien correr por los tejados. Yo, igual. Antonio, ¿para qué te pusieron Antonio? Pedro eres y sobre esta roca edificaré mi Iglesia...
Anunció el compromiso a la familia con absoluta naturalidad que no admitía reparos: un hecho consumado, punto. La primera visita oficial transcurrió en paz, la altivez minuciosamente dosificada de doña Leocadia no perturbó los ánimos. Todos los comentarios, asombros y hasta lágrimas de ciertas señoritas trastornadas por el desacato acabaron por astillarse contra la decidida calma de los novios.
Después de la graduación de Antonio hicieron pública la fecha de boda, fijada unos meses antes. Los trajes, la ceremonia y la fiesta estuvieron inmejorables. María invitó sólo a sus amistades más cercanas, que no eran pocas, pero se disolvieron de manera plausible entre la concurrencia. Al regresar de un corto viaje a Italia —un regalo de don Gustavo aceptado sin remilgos y timbrado con un campante beso— los recién casados se instalaron en un apartamento, demasiado sencillo para un Sanvito Edwards, según la opinión de la gente, pero comprado a plazo con el dinero de Antonio y María.
Al inicio la obstinada pareja mantenía con los clanes familiares excelentes relaciones diplomáticas, que luego se hicieron más distantes y se congelaron bajo cero a partir del año 70. Cuando visitaban a los padres de Antonio, la política era un tema desterrado por mutuo acuerdo.
Él sereno, ella impaciente, ambos firmes, creyentes.
—Es imprudente nacionalizar las compañías norteamericanas sin indemnizarlas.
—Compañero Presidente dijo que durante más de quince años estaban obteniendo ganancias muy por encima de un diez por ciento anual con que se contentan en su propio territorio. Anaconda llegaba a 21 por ciento y Kennecot, a casi un 53, es un nivel escandaloso, ¿verdad? No tienen derecho a nada.
—Aun así será un mal precedente. Los gringos aceptarían una indemnización simbólica. No necesitamos enemigos, que ya hay suficientes. Les estamos regalando un pretexto...
—¿Crees que no encontrarían otro? —La euforia es peligrosa.
Un perro te muerde si le tienes miedo.
Ojalá se tratara de perros.
Dos años después María se acordó de la conversación y, entrelazando las manos debajo de la nuca con un ademán de compelida impasibilidad, sentenció: "Tenías razón". Ella a menudo retornaba sin preámbulo a las conversas de antes, como si el pasado y el presente fueran un solo caudal, y Antonio, con su memoria acuciosa, adiestrada en retener artículos, nombres y fechas, contestaba a las inesperadas réplicas con el rigor de un tenista, acertando siete veces de cada diez. "Nos apresuramos en todo —infinitesimales pausas horadando la sólida dicción de catedrática— y ahora estamos en una guerra de medias verdades. Ya nadie sabe dónde termina el sabotaje y empieza la escasez estructural provocada por el crecimiento de la demanda.
El mercado negro es una fiera sin bozal. Protestas, bombas, la clase media está asustada. No podemos detenernos, no podemos retroceder..."
Despertó al sentir las manos de María, heladas, asidas a sus hombros con insólita violencia.
—Tuve un sueño, no puedo esperar hasta que sea de mañana. Salimos a la calle, hacía sol, mucho sol, la gente caminando, saludándonos, pero estaban muertos, sonreían y estaban muertos, ¡eran tantos! Y tú también, me tomaste de la mano y te sabía muerto.
Es la tensión...
—No, es más que eso. Algo grave va a suceder, ¿estamos listos para enfrentarlo?
—¿Crees...?
—No sé qué es... pero está aquí...
Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. Una oscuridad diáfana, cordial, sedosa alumbró el dormitorio.
Huele a medianoche, ¡qué belleza! Quiero que el sábado vayamos al mar, todos, el tiempo no importa, tendrás que dejar tus papeles por dos días y yo dejaré los míos. Trato hecho, ¿verdad? Aunque haya terremoto, iremos al mar.
Por cierto, no hubo terremoto y han ido al mar. Pocos días después, María estrenó un traje color cereza, que la enmarcaba con un resplandor floreciente. Pareciera que alguien conspirase para que tuvieran sólo buenos recuerdos de aquellos meses desbocados, hasta que la realidad del golpe se impuso tangible como un ropero.
Sí existían alternativas decorosas: pedir asilo político o acogerse a la protección paterna, ni siquiera tendría que darse cuenta con quién el doctor Gustavo Sanvito negociaría, de seguro en términos muy concienzudos, la suerte de su hijo y nuera. Sinembargo, había algo más potente que el infalible alegato de supervivencia. Un frío profundo le estrujó la columna. Algún día se abrirán las grandes alamedas... Pero ¿solas, por arte de magia? ¿Qué manos, qué corazones, qué muertes van a abrirlas?
Los niños se quedarán con los abuelos, ¿estás de acuerdo?
—Claro. ¿Y nosotros? Ya no vamos a correr por los tejados, sino sobre el hierro candente.
—No me he preparado para héroe o mártir, pero menos, para desertor. Ellos cuentan con nuestro miedo, ésta es la estrategia.
Voy a despertar a Luis y Ernesto. Duele, ¿verdad? ¿Está pasando realmente? ¿Aquí, ahora?
Los esperaré abajo. Salir durante el toque de queda es arriesgado, pero no sabemos cuándo lo van a quitar. Si vienen ahora y se llevan también a los chicos...
María levantó el puño cerrado, conminando las tinieblas. Desde siempre pródiga en llantos y carcajadas, no volvió a llorar más y su nueva risa era sedienta, breve, dura.
Cuando Antonio trataba de definir para sí la clandestinidad, apenas conseguía fijar unas imágenes desunidas: nombres que no eran suyos, el latir vertiginoso del corazón con sólo oír el traqueteo de un coche acercándose, cartas que enviaban una vez al mes a su familia... y una fiera llama recóndita que le daba sentido a esta existencia imposible.
Lo detuvieron en la calle, a las tres de la tarde, y las miradas esquivas de los transeúntes le tocaron el rostro, como ralos suspiros de una lluvia mortecina. "Sanvito Edwards... con la cédula de identidad falsa... Te estábamos esperando."
Lo que sé sabías sabíamos sólo que tú no nadie quiénes nadie sigue vamos nadie
—¿Por qué? ¿Por qué están haciendo eso?
—Aquí preguntamos nosotros, no tú. Habla, o te va a salir pesado.
Ni siquiera la rabia venía a ampararlo, y las únicas palabras que todavía encontraba, entre gritos y sangre que le inundaba la garganta y los pulmones magullados, eran unos ¿por qué? ¿porqué? ¿por qué?
Si pudiera reírse, de buena gana se reiría de sus aprehensores porque creían que él era valiente. Hubiese querido explicarles que no se trataba de valentía sino de algo tan elemental como compartir una empanada y... El verde iba, iba disolviéndose en remansos de silencio y viento marino.
Otra vez sin tocar el plato. Tienes que comer o te vas a debilitar.
—No puedo tragar... me duele respirar. Mejor repartan mi ración.
—Sanvito, ¡al interrogatorio!
Tengan consideración, él apenas camina y lo vuelven a sacar.

María soñó con una luz gris lengüeteando desmañada una ciudad sin árboles ni perros. Crecía, creció.

******************************
HELENA RAMOS
(9 de enero de 1960, cuidad de Yaroslavl, Federación de Rusia). Poeta, narradora, periodista y crítica literaria. Es máster en Periodismo por la Universidad Estatal de Leningrado, ahora San Petersburgo. Está ejerciendo esta profesión desde hace 29 años. Vive en Nicaragua desde 1987. A inicios de los 90 se convirtió al español. Empezó a publicar sus escritos literarios en 1994. En 1997 su poema "Desolvidándose" obtuvo el primer lugar en el ramo de poesía del II Certamen Centroamericano de Literatura Femenina, convocado por el Consejo para la Cultura y el Arte de El Salvador. La obra ganadora vio la luz en la Memoria de II Certamen Centroamericano de Literatura Femenina/Poesía y Cuento (San Salvador: Imprenta Ful2lic, 1997). Ha publicado el poemario Río de sangre será mi nombre (Managua: Fondo Editorial CIRA, 2003); en 2006 su libro Polychromos (Managua: Asociación Nicaragüense de Escritoras, 2006) obtuvo el Premio Único del Concurso Nacional de Poesía Escrita por Mujeres Mariana Sansón. Su narrativa permanece inédita. Forma parte del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE) y del Capítulo nicaragüense del PEN Internacional; es integrante cofundadora de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (Anide), creada en 2000.
************************************
Tomado del libro: "Una Narrativa Flotante. Mujeres Cuentistas Nicaragüenses". 
Ed. Amerrisque 2007.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares