—Mamá, ¿de quién es el mar?
—De nadie, Toñito.
—¿Y el cielo?
—De nadie... de
todos.
—¿Y la playa?
—De tu papá.
—Es muy grande... ¿Por qué no la
regalamos por pedacitos, como la torta
de mi cumpleaños?
Leocadia sonrió. Sus pies descalzos hollando la
arena... conchas,
piedrecitas... Un mundo inmenso pero íntimo. Repartir esta belleza como un enorme
queque... ¡ay! Este niño... qué ocurrencia la suya. Lindo, lindo, con sus ricitos
rubios... Un calor
delicioso le halagaba el cuerpo debajo del vestido de lino blanco. ¿Cómo se llamaba aquello?
¿Felicidad? Siempre llevaba con la cabeza erguida todo lo que le tocaba en suerte, hasta el nombre, Inmaculada Leocadia de la
Cruz Edwards Prado; la rodeaban
desde el nacimiento cosas sólidas, a prueba del tiempo y del cambio, y aprendió a creer que lo
innegable era lo correcto,
aunque reconocía para sí que su destino era mucho más venturoso que el de su madre, una
señora de la que no se podía decir, susurrar o siquiera imaginar algo excepto comete il faut. La sola presencia de don Abelardo,
a quien sus vástagos nunca decían 'papá' y menos, 'papito' sino father o pére, imponía las reglas imposibles de contravenir,
y ella fue una hija ejemplar y cuando el doctor Gustavo Sanvito la pidió en matrimonio, una novia perfecta.
No en vano decían que Gustavo y
Leocadia fueron hechos el uno para el otro: ambos inclinados a la armonía y el orden, aun cuando él apreciaba más la primera
y ella, el segundo. La vida con un marido amoroso y deferente resultó muy
grata, más allá de la simple
conveniencia. Leocadia se dio cuenta fácilmente de que Gustavo no era una
persona apropiada para amasar fortuna, pero bien sabía administrar la que ya tenía entre
manos, gracias al esfuerzo de
sus ascendientes más vigorosos. Por cierto, trabajaba mucho, quizá demasiado... pero en
su familia los hombres hacían lo mismo, ella ya llevaba adentro la aceptación y no le molestaba -ver a su esposo sólo durante el desayuno y la cena. La
noche era otra cosa...
¡ay!
Después de dar a luz a tres
hermosas niñas, Leocadia Edwards de Sanvito tuvo un hijo varón, lozano y robusto.
Envuelta en oleadas de
encaje color isabel, con el bebé en brazos, se acercó al espejo y advirtió que su
belleza, augusta y un tanto fría, había alcanzado la plétora... la pincelada final. Y así
permaneció, en el apogeo de
satisfacción, por varios años. Nada tenía por qué cambiar.
Todavía sonriendo, Leocadia llevó
a Toñito de la mano hacia unos árboles, sembrados a propósito para el descanso de los veraneantes.
Arrimada al tronco afelpado, en la mera sombra, les esperaba la canasta con la merienda. Ya
acomodado en una manta
con dibujos geométricos en rojo, verde y amarillo, Antonio vio a un niño andrajoso
que lo miraba desde el ramaje, o más bien miraba, con una fijeza golosa, la empanada que él estaba
comiendo.
Lo más justo y natural sería regalarle una, en la
canastilla había suficientes
para compartir, pero Antonio sabía que a mamá no iba a caerle bien aquel chiquillo morenito, ella
le daría de comer, pero luego le
ordenaría largarse, y esa beneficencia inclemente sobrevino tan triste que él
no se atrevía a hacer nada, hasta que rompió a llorar, hipando y ahogándose con los mocos.
Leocadia recogió al
hijo, la canasta y la manta, dejando caer la empanada mordida sobre la arena, y salió
corriendo hacia la casa. Antonio todavía pudo ver cómo el muchachito salía de su
escondite con deslizante
rapidez de una lagartija y se llevaba el trofeo.
Pasó el día lánguido, con fiebre.
Leocadia, soplándole la frente
sudorosa, le oyó repetir: "El niñito, la empanada... no está bien...", pero lo atribuyó
todo al relleno mal preparado y a los gérmenes.
Después aquel malestar se
convirtió en una dolencia habitual, intermitente, como la malaria o el reumatismo. Ataques de embarazosa amargura le
acometían cada vez que veía a un indigente. Acostumbraba tener siempre listas
unas monedas para la limosna,
pero si se le agotaban, era capaz de entregar un billete grande, con una urgencia que le
abochornaba porque intuía que en ella había poca generosidad y mucho apuro.
Desde temprano renunció a los
intentos de ser comprendido; se escudaba de las desavenencias detrás de la intachable cortesía o de una ironía tan
acrisolada que las más veces pasaba desapercibida. Sólo uno de sus primos, Jorge, solía
replicarle con una
mesurada sonrisa de complicidad.
Hubiera sido difícil determinar si
fue Antonio quien escogió la carrera de Jurisprudencia, o al revés. Aparte —y muy aparte, a buen recaudo— de la tradición,
estaba el deseo de equilibrar lo legal con
lo justo. En la universidad, nadie como él para cuestionar el orden imperante apelando a la propia Ley, sin alzar la voz ni alterar el gesto.
Asistente asiduo a toda clase de
reuniones, donde a veces desentonaba
por sus modales, ropa y vocabulario, escuchaba arengas y consignas más opuestas con la paciencia
de quien aguarda lo
indefectible.
Ocurrió en un cuartucho lleno de gente y de humo de
tabaco, que no le
agradaba; a ella tampoco, ya que estaba abanicándose con un cuaderno y se levantó
exclamando: "¡Uf! Necesito respirar de vez en cuando". De paso le dirigió la
palabra a él: "Parece
que usted es otra víctima de la intoxicación, ¿por qué no
intentamos salvarnos juntos?"
Mirar a sus ojos verdes era como escuchar el canto de todas las mares resumido en una
caracola.
En el balcón la noche les encendió
sus luces. Guardaron cómodo
silencio que ella deshizo con resolución, como apartando del camino unas ramas de largas
hojas plateadas. "Me llamo María Rivera, estudio Trabajo Social. Sé que usted es
Antonio Sanvito, dicen que su lógica es
aún más impecable que sus corbatas y si eso
es cierto, ha de ser una maravilla." Se echaron a reír, regresaron juntos a la pieza y cuando
media hora después ella se dispuso a
partir, se ofreció para llevarla a casa. Contestó que sí, y también dijo sí
cuando Antonio la invitó al teatro.
Todo fue muy rápido, pero sin
prisa. Hubo encantamiento de pestañas, sonrisas y manos calientes. Él sentía que la ropa le quedaba
muy ajustada, como si volviera a crecer milagrosamente, y que el linde entre la realidad y
la utopía se tornaba cada vez más alterable. Al lado de María los enamoramientos anteriores, causantes de modestos insomnios y
de poemas que jamás han superado la
fase de borrador, aparecieron demarcados en su justa dimensión, y las aventuras
sexuales se redujeron a un aprendizaje apenas llevadero. Quería a María como amiga, amante y
esposa —la
santísima trinidad, por primera vez reunida en un ramillete sin incertidumbres— pero
comprendía que un noviazgo formal significaría encarar de una vez por todas la
alteridad, que hasta entonces no
le había ocasionado mayores problemas sólo porque no pasaba de tolerables
extravagancias, muy menores mirándolas bien. Un amor de retos, en un terreno adverso... Pero
renunciar, aunque fuese
por hidalguía, sería traicionarlo todo, rendirse.
—Te amo y quiero que nos casemos pronto.
—Acepto; acepto. Te amo, confío en ti. Sé en qué estás
pensando, no
temas por mí. Repite: por mi buena voluntad, por el mandato del corazón, bajo cualquier estrella,
hasta que la muerte nos
separe... ¡Llave y candado a mis palabras! Estamos casados, Antonio. Ya, puedes besar
a la novia. Y ahora... vamos a alguna parte donde haya viento, hierba y árboles...
Se perdieron en el parque de San
Cristóbal, que muy a propósito
se había convertido en bosque, y se besaron con empeño de principiantes. Él trató de ser cauto y
casi lo consiguió,
pero en María no había recelos ni artificios, sino un deseo tan tenaz que Antonio pudo
amarla con una libertad jamás pensada —presentida, sí— desabrochándole la blusa, el sostén, arrugando sin consideración la
dócil falda, deslizando a lo largo de las piernas morenas las bragas de seda, sorbiendo
con todo el cuerpo las
caricias audaces y neófitas de una mano pequeña, briosa, amada, tan amada... En brevísimo zigzag,
se preguntó si María era
virgen, postergando luego la pregunta, el vislumbre y el precepto.
—¿Sabes por qué te has enamorado de mí? —Porque eres
tú.
—Y porque necesitabas a alguien
con quien correr por los tejados. Yo,
igual. Antonio, ¿para qué te pusieron Antonio? Pedro eres y sobre esta roca edificaré mi
Iglesia...
Anunció el compromiso a la familia
con absoluta naturalidad que no admitía reparos: un hecho consumado, punto. La
primera visita oficial transcurrió en paz,
la altivez minuciosamente dosificada de doña
Leocadia no perturbó los ánimos. Todos los
comentarios, asombros y hasta lágrimas de ciertas señoritas trastornadas por el desacato acabaron por
astillarse contra la decidida calma
de los novios.
Después de la graduación de Antonio hicieron pública
la fecha de
boda, fijada unos meses antes. Los trajes, la ceremonia y la fiesta estuvieron inmejorables. María invitó sólo
a sus amistades más cercanas, que no eran
pocas, pero se disolvieron de manera
plausible entre la concurrencia. Al regresar de un corto viaje a Italia —un regalo de don Gustavo
aceptado sin remilgos y timbrado con
un campante beso— los recién casados se
instalaron en un apartamento, demasiado sencillo para un Sanvito Edwards, según la opinión de la gente,
pero comprado a plazo con el dinero
de Antonio y María.
Al inicio la obstinada pareja
mantenía con los clanes familiares
excelentes relaciones diplomáticas, que luego se hicieron más distantes y se congelaron bajo cero
a partir del año 70. Cuando
visitaban a los padres de Antonio, la política era un tema desterrado por mutuo acuerdo.
Él sereno, ella impaciente, ambos firmes,
creyentes.
—Es imprudente nacionalizar las
compañías norteamericanas sin indemnizarlas.
—Compañero Presidente dijo que
durante más de quince años estaban
obteniendo ganancias muy por encima de un diez por ciento anual con que se
contentan en su propio territorio. Anaconda llegaba a 21 por ciento y Kennecot, a casi un
53, es un nivel
escandaloso, ¿verdad? No tienen derecho a nada.
—Aun así será un mal precedente.
Los gringos aceptarían una
indemnización simbólica. No necesitamos enemigos, que ya hay suficientes. Les estamos
regalando un pretexto...
—¿Crees que no encontrarían otro? —La euforia
es peligrosa.
—Un perro te muerde si le tienes
miedo.
—Ojalá se tratara de perros.
Dos años después María se acordó de la conversación y,
entrelazando
las manos debajo de la nuca con un ademán de compelida impasibilidad, sentenció: "Tenías razón". Ella a menudo retornaba sin preámbulo a las conversas de
antes, como si el pasado y el presente
fueran un solo caudal, y Antonio, con su
memoria acuciosa, adiestrada en retener artículos, nombres y fechas, contestaba a las inesperadas réplicas con
el rigor de un tenista, acertando
siete veces de cada diez. "Nos apresuramos en todo —infinitesimales
pausas horadando la sólida dicción de
catedrática— y ahora estamos en una guerra de medias verdades. Ya nadie sabe dónde termina el sabotaje
y empieza la escasez estructural
provocada por el crecimiento de la demanda.
El mercado negro es una fiera sin
bozal. Protestas, bombas, la clase media está asustada. No podemos detenernos, no podemos retroceder..."
Despertó al sentir las manos de
María, heladas, asidas a sus hombros con insólita violencia.
—Tuve un sueño, no puedo esperar
hasta que sea de mañana. Salimos a la
calle, hacía sol, mucho sol, la gente caminando, saludándonos, pero estaban muertos, sonreían y
estaban muertos, ¡eran tantos!
Y tú también, me tomaste de la mano y te sabía muerto.
—Es la
tensión...
—No, es más que eso. Algo grave va a suceder, ¿estamos listos para
enfrentarlo?
—¿Crees...?
—No sé qué es... pero está aquí...
Se acercó a la ventana y descorrió
las cortinas. Una oscuridad diáfana, cordial, sedosa alumbró el dormitorio.
—Huele a medianoche, ¡qué belleza! Quiero que el sábado
vayamos al
mar, todos, el tiempo no importa, tendrás que dejar tus papeles por dos días y yo dejaré los míos. Trato
hecho, ¿verdad? Aunque haya terremoto,
iremos al mar.
Por cierto, no hubo terremoto y
han ido al mar. Pocos días después, María estrenó un traje color cereza, que la enmarcaba con un resplandor floreciente.
Pareciera que alguien conspirase para que tuvieran sólo buenos recuerdos de aquellos
meses desbocados,
hasta que la realidad del golpe se impuso tangible como un ropero.
Sí
existían alternativas decorosas: pedir asilo político o acogerse a la protección paterna, ni siquiera tendría que darse cuenta con quién el doctor Gustavo Sanvito
negociaría, de seguro en términos
muy concienzudos, la suerte de su hijo y nuera. Sinembargo, había algo más potente que el infalible
alegato de supervivencia. Un frío
profundo le estrujó la columna. Algún día se abrirán las grandes alamedas... Pero ¿solas, por arte de magia? ¿Qué manos, qué corazones, qué muertes van a
abrirlas?
—Los niños se quedarán con los
abuelos, ¿estás de acuerdo?
—Claro. ¿Y nosotros? Ya no vamos a correr por los tejados, sino sobre el hierro candente.
—No me he preparado para héroe o mártir, pero menos, para desertor. Ellos cuentan con
nuestro miedo, ésta es la estrategia.
—Voy a despertar a Luis y Ernesto.
Duele, ¿verdad? ¿Está pasando
realmente? ¿Aquí, ahora?
—Los esperaré abajo. Salir durante el toque de queda es
arriesgado,
pero no sabemos cuándo lo van a quitar. Si vienen ahora y se llevan también a
los chicos...
María levantó el puño cerrado, conminando
las tinieblas. Desde
siempre pródiga en llantos y carcajadas, no volvió a llorar más y su nueva risa era sedienta,
breve, dura.
Cuando Antonio trataba de definir
para sí la clandestinidad, apenas conseguía fijar unas imágenes desunidas: nombres que no eran suyos, el latir
vertiginoso del corazón con sólo oír el traqueteo de un coche acercándose, cartas que enviaban
una vez al mes a su
familia... y una fiera llama recóndita que le daba sentido a esta existencia
imposible.
Lo detuvieron en la calle, a las
tres de la tarde, y las miradas esquivas de los transeúntes le tocaron el rostro, como
ralos suspiros de
una lluvia mortecina. "Sanvito Edwards... con la cédula de identidad
falsa... Te estábamos esperando."
Lo que sé sabías sabíamos sólo que
tú no nadie quiénes nadie sigue vamos nadie
—¿Por qué?
¿Por qué están haciendo eso?
—Aquí preguntamos nosotros, no tú.
Habla, o te va a salir pesado.
Ni siquiera la rabia venía a
ampararlo, y las únicas palabras que todavía encontraba, entre gritos y sangre que le
inundaba la garganta y
los pulmones magullados, eran unos ¿por qué? ¿porqué? ¿por qué?
Si pudiera reírse, de buena gana
se reiría de sus aprehensores porque creían que él era valiente. Hubiese querido explicarles que no se trataba de valentía sino
de algo tan elemental como compartir una empanada y... El verde iba, iba disolviéndose en remansos de silencio y viento
marino.
—Otra vez sin tocar el plato.
Tienes que comer o te vas a debilitar.
—No puedo tragar... me duele respirar. Mejor repartan mi ración.
—Sanvito, ¡al interrogatorio!
—Tengan consideración, él apenas
camina y lo vuelven a sacar.
María soñó
con una luz gris lengüeteando desmañada una ciudad sin árboles ni perros. Crecía, creció.
******************************
HELENA RAMOS
(9 de enero de 1960, cuidad de Yaroslavl, Federación de Rusia). Poeta, narradora, periodista y crítica literaria. Es máster en Periodismo por la Universidad Estatal de Leningrado, ahora San Petersburgo. Está ejerciendo esta profesión desde hace 29 años. Vive en Nicaragua desde 1987. A inicios de los 90 se convirtió al español. Empezó a publicar sus escritos literarios en 1994. En 1997 su poema "Desolvidándose" obtuvo el primer lugar en el ramo de poesía del II Certamen Centroamericano de Literatura Femenina, convocado por el Consejo para la Cultura y el Arte de El Salvador. La obra ganadora vio la luz en la Memoria de II Certamen Centroamericano de Literatura Femenina/Poesía y Cuento (San Salvador: Imprenta Ful2lic, 1997). Ha publicado el poemario Río de sangre será mi nombre (Managua: Fondo Editorial CIRA, 2003); en 2006 su libro Polychromos (Managua: Asociación Nicaragüense de Escritoras, 2006) obtuvo el Premio Único del Concurso Nacional de Poesía Escrita por Mujeres Mariana Sansón. Su narrativa permanece inédita. Forma parte del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE) y del Capítulo nicaragüense del PEN Internacional; es integrante cofundadora de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (Anide), creada en 2000.
******************************
HELENA RAMOS
(9 de enero de 1960, cuidad de Yaroslavl, Federación de Rusia). Poeta, narradora, periodista y crítica literaria. Es máster en Periodismo por la Universidad Estatal de Leningrado, ahora San Petersburgo. Está ejerciendo esta profesión desde hace 29 años. Vive en Nicaragua desde 1987. A inicios de los 90 se convirtió al español. Empezó a publicar sus escritos literarios en 1994. En 1997 su poema "Desolvidándose" obtuvo el primer lugar en el ramo de poesía del II Certamen Centroamericano de Literatura Femenina, convocado por el Consejo para la Cultura y el Arte de El Salvador. La obra ganadora vio la luz en la Memoria de II Certamen Centroamericano de Literatura Femenina/Poesía y Cuento (San Salvador: Imprenta Ful2lic, 1997). Ha publicado el poemario Río de sangre será mi nombre (Managua: Fondo Editorial CIRA, 2003); en 2006 su libro Polychromos (Managua: Asociación Nicaragüense de Escritoras, 2006) obtuvo el Premio Único del Concurso Nacional de Poesía Escrita por Mujeres Mariana Sansón. Su narrativa permanece inédita. Forma parte del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE) y del Capítulo nicaragüense del PEN Internacional; es integrante cofundadora de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (Anide), creada en 2000.
************************************
Tomado del libro: "Una Narrativa Flotante. Mujeres Cuentistas Nicaragüenses".
Ed. Amerrisque 2007.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.