Dirección desconocida y Otros Cuentos - Horacio Peña

Después del fin

A veces pienso que debería distraerme un poco más, abrir la puerta, cerrarla con un gran golpe y lanzarme al aire libre, a los parques y jardines, como lo hacía antes y como aquel otro, derribar los sombreros que van sobre la cabeza de los sorprendidos paseantes y luego besar a la primera muchacha que encuentre, invitarla a un café, un bar, provocarla, obligarla, seducirla a hacer el amor conmigo, irme, irnos bajo la sombra de los árboles para meternos luego en uno de esos hotelitos que conozco o he conocido tan bien.
Pienso que tengo que regresar a ese mundo que abandoné y que ya es tiempo de mi resurrección, no después de tres días, sino después de un tiempo que tengo olvidado, que es como la eternidad. Necesito volver a esa resurrección gloriosa, alegre, con mi cuerpo nuevo, transparente, y decir adiós a los hombres que se asoman a las ventanas, a las mujeres que cuelgan la ropa, a las parejas que se acuestan o recuestan sobre las paredes, sobre ellas mismas, abrazadas, perdidos el uno en el otro, un solo cuerpo, sobre todo en esta primavera que yo he vivido tantas veces, irme a los parques y ver a los niños en el sol tirando barcos de papel en los estanques, a los vendedores de mil y una fantasías con sus globos multicolores, con sus sorpresas de toda clase, como los mercaderes de feria.
Pero cierta noche llegué a mi cuarto y aquí me quedé, envuelto en mi mismo, rodeado de recuerdos. De noche.
La primera vez que me llamaron por teléfono di una excusa para no ver a esa persona, ahora no recuerdo exactamente qué dije, pero luego tuve que inventar muchas otras con el objeto de no ver a nadie, de no oír a nadie. Inventaba excusas. Tenía un inmenso catálogo de ellas, hasta que se cansaron de mis mentiras, los que estaban más allá de los teléfonos, o los que me enviaban cartas, notas para salir con ellos, a una cena, un concierto, una exposición de pinturas o de cualquier otra cosa, se cansaron de mis mentiras, o comprendieron el juego, no, no era un juego, era una realidad, no quería ver a nadie, sencillamente deseaba quedarme en mi cuarto viendo mis libros, oyendo música, la lluvia, o asomándome a la ventana a través’ de las gruesas, espesas cortinas oscuras, levantándolas un poco para que no me vieran los que pasaban debajo. Así era todo de simple, de sencillo.
Cuando se dieron cuenta de eso, las llamadas se hicieron menos frecuentes, hasta que ya nunca volví a sobresaltarme, a crisparme los nervios, a hacérseme un nudo en el estómago, la garganta, corno a uno que van a fusilar o llevan a través de los corredores y corredores donde lo espera la silla eléctrica. Ese nudo, ese escalofrío en todo el cuerpo que yo sentía cuando sonaba el teléfono, la voz en ese hilo, ese alambre negro que parecía no terminar nunca, ese alambre que caía del teléfono de la mesita antigua, que se enroscaba y daba vueltas, que parecía correr por todo el cuarto y bajar luego a las calles y perderse por todas las calles y todas las avenidas, un alambre negro, interminable, que siempre me ha parecido sólido, duro, lo suficientemente bueno y fuerte para colgar a todos los hombres.
Hubiera podido arrancarlo desde el comienzo y así haberme ahorrado toda esa tensión nerviosa, angustiosa, ese crispar de los puños que me producía ese odioso repiquetear y ese sudor frío que me invadía, que llenaba todo el cuarto, y no habría tenido que fingir la voz haciéndome el enfermo, el que estaba comprometido con otra gente. Pero yo tenía ese teléfono sobre la pequeña mesa con patas de león, sobre un mantelito blanco, liso, sin ningún adorno ni encaje. Lo mantenía ahí pensando que alguna vez se me pasaría ese estado de ánimo, ese sol negro y que entonces iba a desear oír palabras y comenzaría a marcar números, cualquier número, a hablar con la primera persona que me saliera más allá del hilo negro y aunque me dijera:
—Número equivocado—, no me importaría, porque tendría lista una respuesta.
—No estoy equivocado, disculpe señor, amable señora, no estoy equivocado, mire, verá, yo he estado encerrado tanto tiempo sin ver a nadie, sin conversar con nadie, usted verá, yo creía que el mundo llegaba a su fin, de alguna manera, la muerte por agua o por el fuego, hay mil maneras de que el mundo llegue a su fin, lo hagamos explotar. Usted no se imagina las mil maneras de cómo podemos hacerlo explota.
Y la voz:
—Pero sí, ya lo hemos hecho explotar.
Entonces yo volvería a marcar otro número, comenzaría de nuevo mi historia.
—No, no cuelgue, escuche por favor. Yo me encerré cierta noche en mi cuarto, pensé que todas las cosas llegaban a su fin y que lo mejor era esperar su venida en mi cuarto, pensé que ya no se vería más el sol, la luna, las estrellas, pensé que todo los envenenaba: el aire, el agua. Pero ahora quiero salir.
—Está loco, querer salir cuando todos queremos entrar. Porque hemos sido sorprendidos cuando queríamos arreglar nuestros asuntos, estábamos arriba del tejado y bajamos a la casa, estábamos en el campo y quisimos regresar a tornar el manto. No salga del cuarto.
Pero yo volvería a marcar, darle vueltas a las rueditas del teléfono, viendo cómo pasarían los números, con mi dedo haciendo contacto con ellos.
—Número equivocado.
—No, no, espere, acabo de salir de una larga noche, comienzo a ver el cielo, a sentir la vida entrando en mi sangre.
—¿Qué vida, qué sangre? Sólo hay el fuego de la muerte, quédese donde está, no salga a la calle, todo es una inmensa destrucción.
Pero corrió el tiempo y no he tenido necesidad de usar el teléfono, ni de marcar ningún número y la mesita sigue ahí, con sus patas de león, un león ya envejecido, como yo, y ahí está el hilo, arrancado, porque no hay nada que esperar.
Ahora sólo escucho el viento, el mar, la lluvia, la noche.

Septiembre 1974

El banquete

En aquel tiempo se reunieron en el Palacio de los Congresos, delegados de los países más ricos del mundo para discutir el problema del hambre. Afuera del enorme palacio se agolpaba la miseria. Hubo pequeños obstáculos que retrasaron el congreso: se discutió si se usaba papel blanco o celeste, si las mesas serían cuadradas, redondas o semicirculares. Y todas estas discusiones en medio de enormes viandas llevadas por presurosos camareros y presurosas camareras, que entraban y salían por las veinte puertas que daban a la sala del congreso.
En realidad, los delegados estaban hambrientos aun antes de comenzar el debate. Pero después de estas pequeñas diferencias que amargaron el estado de ánimo de algunos representantes, aunque no su apetito, al contrario, éste parecía volverse más insaciable con las contrariedades y discusiones, se llegó a un acuerdo. Afuera, el ojo vidrioso, la boca reseca. El amarillo de la muerte.
Durante horas y horas, días y días, la palabra encendida y elocuente de los oradores trazó brillantes planes para acabar con el hambre, mientras en las gigantescas cocinas palaciegas expertos mayordomos traídos especialmente para esta ocasión, preparaban el banquete que a diario, tres veces al día, se servía a los hambrientos representantes.
El olor de las extrañas especies y exóticas comidas salía de las cocinas invadiendo la sala del congreso para descender a las plazas en donde se agolpaba la miseria, el hombre con el ojo vidrioso y el estómago vacío. El amarillo de la muerte.
En la cocina real, el mayordomo jefe tenía enormes problemas para satisfacer el gusto de los exigentes delegados. Era imprescindible la medida exacta, la correcta proporción. La carne que salía de los humeantes hornos no debía estar ni muy asada ni muy suave, y debía conservar cierto sabor y olor sanguinolento, ya que todos los delegados estaban de acuerdo en que esa era la mejor carne, de lo contrario podía estropearse el estómago, perderse el apetito para la próxima comida. El vino, ni muy frío ni muy caliente, sino que conservara ese ambiente fresco que reinaba en el palacio. Esa fue la recomendación que el nervioso mayordomo dio a sus camareros. Afuera el cuerpo se desplomaba, caía como hoja de otoño.
Durante horas y horas, días y días, la humanidad hambrienta permaneció bajo las ventanas esperando una resolución. Sin moverse, porque el movimiento era perder energías. No mover ni un brazo, ni una mano, ni un dedo. No mover nada.
Salía el olor de la comida, del pan tierno recién horneado, del vino que acababa de abrirse, de la fruta que momentos antes se había cortado y mezclado con leche y miel.
Ahora el cuerpo quemaba su propio cuerpo, quemaba sus nervios, células, quemaba sus tejidos, un cuerpo hambriento devorándose a si mismo por el hambre.
En los corredores del palacio las bellas pinturas enmarcadas, el deslumbrante colorido de los banquetes, de los señores ricamente ataviados con sus damas de honor, de los pajes llevando sobre sus cabezas las preciosas canastillas llenas de los dones, de los milagros de la tierra, de la abundancia que gozaba el señor. Y las largas interminables mesas que parecían salirse de los cuadros. Y los vestidos del rey y de la reina cubiertos de oro y las fiestas y la música que llenaban los numerosos cuadros del palacio. Y allá lejos, en la pintura, en las luces y sombras de la pintura, observando la fiesta, el banquete, el pueblo trabajando, llenando las bodegas y los graneros del rey y de los reyes, el pueblo que se veía también bajo la ventana de Epulón, agolpado a lo lejos, mirando los frutos que él, el pueblo, había sacado de la tierra, pero que eran del rey y de los reyes. El rostro hambriento que se agrandaba, que se acercaba más y más, que se aproximaba a las mesas del banquete, que era incontenible, que invadía los patios y los pasillos del palacio sin que nadie pudiera detenerlo, que invadía los cuartos y la sala principal donde se veía al rey y a los cortesanos, el pueblo que arrancaba al rey, y a los reyes, a los cortesanos, lo que el rey y los cortesanos habían arrancado al pueblo, del pueblo, el pueblo que salía del cuadro, de la pintura y de las pinturas, y devoraba el banquete y devoraba también a los que estaban sentados en el banquete. El pueblo saciando su hambre, el pueblo, al fin, sentado al banquete, el pueblo hambriento que no terminaba de subir por los pasillos, las escaleras, que no estaba más bajo la ventana, sino que se había sentado al banquete.

Noviembre 15, 1974

GERONCIO ENTRE MYLENE Y SUSAN

Susan George me ha recordado enormemente a Mylene Demongeot, y no es que Susan George deje de ser por eso Susan George, o que le reste algo el parecerse a Mylene Demongeot, o que Mylene Demongeot sea menos bella por parecerse a Susan George, sino que más bien cada una es más bella por parecerse precisamente la una a la otra, esto es: Susan George se parece a Mylene Dcmongeot y Mylene Demongeot se parece a Susan George y mientras más se parece Susan George a Mylene Demongeot y más se parece Mylene Demongeot a Susan George, más bella es Mylene Dcmongeot y más bella es Susan George.
Porque las dos tienen algo o mucho en común que hace que viendo a la una se recuerde a la otra, Susan George nos recuerda a Mylene Demongeot y Mylene Demongeot nos recuerda siempre a Susan George, aunque cada una tiene lo suyo, que es bastante, pero las cosas que tiene Susan George me recuerdan las cosas de Mylene Demongeot, de modo que cada vez que se ven los pechitos de Susan George se recuerdan los pechitos de Mylene Demongeot cuando ésta era joven, lo cual no quiere decir que con el tiempo se haya convertido en alguna harpía romana, con los pechos caídos y fofos, puesto que Mylene Demongeot tiene para rato todavía y sus pechitos seguirán erguidos y enhiestos y desafiantes corno los de Susan George y supongo que cualquiera que las conozca pensará lo mismo, que Susan George se parece a Mylene Demongeot, c incluso dirá que son como dos gotas de agua, una expresión que sólo usa la gente sin imaginación, porque aunque se parecen, son muy distintas, y aunque las nalguitas de Susan George son enormemente parecidas a las nalguitas de Mylene Demongeot, son distintas, porque en la variedad está la belleza, o la belleza está en la variedad, como decía Santo Tomás y cada par de nalguitas, las de Mylene Demongeot y las de Susan George, son únicas en el mundo, pero se parecen, las de Susan George se parecen a las de Mylene Demongeot, como la naricita de Susan George se parece y nos recuerda nostálgicamente la naricita levantada de Mylene Demongeot y en fin todo de la una nos recuerda todo de la otra. Toda Susan George trae un aire de toda Mylene Demongeot, pero cada una tiene lo suyo que la diferencia de la otra y la hace ser ella misma y no la otra, esto es, todas las cosas de Susan George son de Susan George y todas las cosas de Mylene Demongeot son de Mylene Demongeot.
Y aunque parecidas por más de un aspecto, son inconfundibles. La sonrisa de Mylene Demongeot tiene algo especial, como algo especial tiene la sonrisa de Susan George, sobre todo cuando Susan George ríe o se sonríe de una manera pícara, porque entonces es cuando más nos recuerda la sonrisa pícara de Mylene Demongeot, aunque la una sea francesa y la otra inglesa, porque esa misma diferencia acentúa el parecido de Mylene Demongeot con Susan George que no dejan de ser en ningún momento ellas mismas, esto es, Susan George es en cada momento y en cada instante, que quiere decir toda la vida, toda una vida, Susan George, con todo lo que ello significa, una tradición que va desde Chaucer, y desde antes de Chaucer, pasando por Shakespeare y Ben Johnson, sin olvidar a Carlitos Chaplin, y todo lo que es o más bien fue, el imperio británico, como Mylene Demongeot representa una tradición que va o iría desde la Canción de Rolando, y desde antes de la Canción de Rolando, hasta Francoise Villón, sin olvidar a los Lumiére, para encontrarnos con el Sena o con la Torre de Eifel, o con Charles Degaulle, pero eso mismo que podría diferenciarlas las acerca más la una a la otra, las aproxima y cuando Susan George se ve en un espejo debe mirarse como Mylene Demongeot y cuando Mylene Demongeot se asoma al espejo, las Venus frente al espejo, Ticiano y toda la escuela veneciana, debe mirarse como Susan George, aunque tal vez jamás se hayan visto, lo cual es muy probable, pero improbable, que Susan George haya visto a Mylene Demongeot y que Mylene Demongeot haya visto a Susan George, no en persona, pero tal vez en alguna de las películas en que han trabajado, y entonces Mylene Demongeot haya dicho al ver a Susan George, Susan George se parece a Mylene Demongeot, y cuando Susan George haya o hubiera visto a Mylene Demongeot haya o hubiera dicho, Mylene Demongeot se parece a Susan George.
Cada una de ellas orgullosa de lo que tenían, tienen o dejarán de tener, que es mucho, pero que hacían y hacen las delicias de los que las conocieron o conocen a Mylene Demongeot o a Susan George.
Por supuesto que Susan George me recuerda a Mylene Demongeot cuando Mylene Demongeot tenía la misma edad que Susan George, como Mylene Demongeot me recordaría a Susan George si Susan George tuviera la edad de Mylene Demongeot ahora, y Mylene Demongeot la edad de Susan George, como Susan George me recordará siempre a Mylene Demongeot a medida que pase el tiempo, que no las diferenciará, sino que al contrario, hará que Susan George se parezca más a Mylene Demongeot, que es parecerse la una a la otra, que es parecerse a la belleza que pasa y no se detiene, que es recordarnos a la vejez.
A Mylene Demongeot la vi por primera vez, si mal no recuerdo, en una película donde hacía de deliciosa pirata o había sido robada o secuestrada por unos piratas y era demoníacamente bella y doriengrayanamente joven, ni más ni menos como debe ser y aparecerse el diablo a los cenobitas, Simeón el Estilista y San Jerónimo. Mylene Demongeot que ya comenzaba a ser una “vedette,” no una buena actriz, pero a quién le importaba que fuera o no una buena actriz, cuando Mylene Demongeot mostraba siempre lo que tenía, esas cosas que nos recuerdan las cosas que también muestra Susan George. Ahí estaba Mylene Demongeot con su vestidito corto, de pantaloncitos bien ceñidos, lo que se llama ahora “hot pants,” pantaloncitos calientes.
No recuerdo el nombre de la película, porque uno se vuelve viejo y va perdiendo los nombres de las cosas, sólo recuerdo a Mylene Demongeot como una alta alba alada garza francesa, como es Susan George, alta alba alada garza inglesa, como lo era la garza alada alba alta de la francesa Mylene Dcmongeot, que por aquel tiempo llenaba y satisfacía los sueños eróticos de algún muchacho solitario de la misma manera que Susan George debe llenar y rebasar los sueños eróticos de algún muchacho escondido en alguna de las butacas de un cine, como Mylene Demongeot rebasaba todo lo que pudiera pedirse cuando Mylene Demongeot era joven, aunque todavía sigue siéndolo, como lo prueba una de sus más recientes películas que he visto hace poco, joven, pero no tanto, sino más bien una mujer madura, pero que el maquillaje y todos los trucos de la cámara hacen que nos recuerde precisamente a Susan George, como si Mylene Demongeot tuviera los mismos años de Susan George, lo que no es cierto, pero así es el cine, una fábrica de sueños y a veces de pesadillas.
Las dos haciendo el jardín de las delicias, Mylene Demongeot haciendo lo que hace ahora Susan George, un inacable jardín de las delicias para todos los espectadores, desde los ocho a los ochenta años, ¡ah! Geroncio, Geroncio. Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín y no es mía el alba de oro.
Mylene Demongeot andando sobre la cubierta del barco pirata, cimbreándose, y todos los jóvenes tristes de aquel entonces, embobados, como contemplan los jóvenes tristes de ahora el cuerpo cimbreante de Susan George que siempre se asocia al cuerpo de Mylene Demongeot.
Porque todos los jóvenes tristes amábamos a Mylene Demongeot y es aquí donde Susan George me causa un gran dolor y una gran alegría, porque la alegría va con el dolor, como decían los filósofos griegos, que también ellos se veían rodeados de las Mylene Demongeot y de las Susan George de su tiempo, cuando iban a los mercados o al ágora o a cualquier parte, Mylene Demongeot y Susan George, impidiéndoles el filosofar, y a ellos al fin de cuentas, poco les importaba, porque filosofaban entonces sobre la belleza de Susan George y de Mylene Demongeot, que es filosofar sobre la vida y la muerte y la belleza que pasa, que se desliza como agua entre los dedos, el maravilloso cuerpo de Mylene Demongeot y Susan George que los hacían filosofar sobre las profundas cosas de la vida, más que si hubieran estado mirando el cielo, aunque mirar el cuerpo de Susan George y Mylene Demongeot era en cierto modo mirar el cielo, otra clase de cielo, el cielo de los discípulos de Alá, pero que los filósofos griegos tomaban como texto y pretexto para filosofar de las cosas efímeras de la vida, como la vida misma y la belleza misma, la belleza que se marchita de Susan George y que ya se ha casi marchitado de Mylene Demongeot. Los filósofos griegos, cenobitas, señalando a alguna harpía griega y señalando a sus discípulos los cimbreantes y cimbreados cuerpos de Mylene Demongeot y Susan George y comparando la inútil belleza de los cuerpos.
La juventud de Susan George que es la juventud que fue de Mylene Demongeot, que es recordarla juventud del mundo, la juventud de Mylene Demongeot que es ahora la juventud de Susan George, que me recuerda mi propia juventud, la juventud de Geroncio, Geroncio, ¿fue juventud la mía? Cuando quiero llorar, no lloro, y a .veces lloro sin querer. Cuando Mylene Demongeot era una bambina deliciosa, una ragazza insuperable, sólo comparable con la ragazza y bambina de Susan George, cuando Geroncio era joven también, como la Mylene Demongeot de ayer, como la Susan George de hoy. Yo era tímido como un niño, ella, naturalmente fue, para mi amor hecho de armiño, Herodías y Salomé.
La belleza de Mylene Demongeot que me recuerda, nos recuerda lo que será la belleza de Susan George, esto es, una belleza pasajera, de paso, que no es como la belleza de Ofelia o la belleza de las Madonnas o la belleza de la canción del antiguo marinero o de La Alondra, o la belleza de “Invitación al Viaje” o la belleza del poema de Ronsard que es diferente a la belleza que canta el poema de Ronsard. La belleza de Mylene Demongeot y de Susan George que no es ninguna de esa clase de belleza sino la belleza de Susan George y la belleza de Mylene Demongeot y no esa otra belleza que no envejece, sino que ve envejecer al mundo, lo cual no quiere decir en ningún momento que la belleza de Susan George y de Mylene Demongeot sea menos radiante, pero sí que después de cierto tiempo sólo se vuelve a recordar cuando aparece alguien que hace surgir la belleza de Mylene Demongeot que nos recuerda lo que será la belleza de Susan George.
Y ahora que tengo frente a mi a Susan George, que siempre veo o trato de ver en alguna de sus películas, en todas sus películas, me viene como un torrente la juventud y la belleza de Mylene Demongeot, la juventud de Geroncio, que ya había olvidado, perdido en alguna butaca de un cine de tercera o cuarta clase, esperando ávido que terminaran las escenas para ver levantarse, Venus de la radiante espuma, a Mylene Demongeot, como se espera a que en medio de la oscuridad venga el rostro, el cuerpo de Susan George, en ese haz de luz que sale de la cabina cinematográfica y nos haga soñar en la juventud perdida. Porque la vejez estaba sentada al lado de la butaca y sobre la butaca donde se sentaba Geroncio para ver a Mylene Demongeot, sentada ahora en la butaca o sobre la butaca donde uno se acomoda para ver a Susan George, que será a medida que pase el tiempo, más parecida a Mylene Demongeot, serán más parecidas, Mylene Demongeot y Susan George, a alguna vieja harpía romana o griega. La vejez que se me ha aparecido de pronto, como un ladrón.
Envejezco, envejezco, ¿llevaré enrollados los pantalones? ¿me peinaré el pelo hacia atrás? No creo que Mylene o Susan canten para mí, sino que Susan George canta para Mylene Demongeot y Mylene Demongeot canta para Susan George. Su propia canción cada una, pero que es la canción de la otra. Susan George cantándose a ella misma: Juventud divino tesoro, ‘ya te vas para no volver!
Y Mylene Demongeot cantándose su propia canción: Juventud, divino tesoro ‘te fuiste para no volver! Pero que es la canción de las dos ellas: la canción para Susan George y la canción para Mylene Demongeot.
Todas las bellas muchachas que’ conocí, han envejecido. Y yo con ellas, Geroncio. Geroncio. Geroncio.

Enero de 1976

Como en un paisaje chino

Dando vueltas en el cuarto con la toalla enrollada a la cintura le pareció ligeramente ridículo. Movía el brazo sin que se oyera casi el tintineo del hielo. Se llevaba el vaso a la boca con un deleite enfermizo, eso pensaba ella, luego lo ponía sobre la mesa y echaba un poco de hielo con la mano, esas manos que hacía pocos momentos estuvieran sobre ella: precisas, sin equivocarse nunca. A veces se sentaba en el sillón comprado en una de esas llamadas promociones de venta que no eran por supuesto ninguna promoción, sólo una manera de deshacerse de la mercadería vieja o pasada de moda, vendida al mismo precio o más cara todavía, a pesar del descuento, una promoción que siempre daba ganancias, una hábil publicidad que engañaba a todos, que los obligaba a comprar, que convertía en pequeños títeres a los ilusos compradores. Promociones anunciadas a toda una página en los periódicos y a las cuales él y ella eran tan aficionados, no porque tuvieran especial interés en alguna cosa, que necesitaran algo determinado para la casa, sino por simple curiosidad o pasar el tiempo. Leían y releían páginas y páginas o bien los suplementos que de vez en cuando las casas comerciales metían en los periódicos. Se pasaban horas y horas hojeándolos, haciendo planes para ir el sábado por la tarde.
En realidad todo era una distracción, porque nunca o casi nunca compraban nada. Ella iba para ver gente, más que mirar las cosas, le gustaba observar esa multitud frenética que entraba por todas las puertas, puertas giratorias que se abrían como barajas de naipes, una multitud ansiosa de poseer, dominada por el afán de tener, no lo esencial, sino lo secundario, con un afán de llenarse de aquello que luego arrinconarían, que después de unos días sería inútil. Una multitud que se abalanzaba sobre las cosas, que coleccionaba cosas, que soñaba cosas, una multitud cosificada en sus sentimientos, un afán de comprar, de tener, la compra a plazos, un gran invento para terminar con la vida y la tranquilidad de los compradores, la vida vendida, hipotecada para siempre, pagando esa venta a plazos de cosas innecesarias, cosas que después de unos momentos perdían su brillo, como esas personas enormemente superficiales que llegaban a su casa en las fiestas. Una sociedad sin sentido, hueca, vacía. Una sociedad cosa.
Pero esa vez él se entusiasmó con el sillón de cuero, reclinable, de un color café opaco, un gran sillón que necesitó cuatro hombres para bajarlo y meterlo en la casa, una cosa que no era imprescindible, que podían pasarse sin ella, pero que se compró, tal vez para romper la rutina de esa ida de compras ficticias o para dar .una especie de satisfacción a la muchacha que siempre los atendía. Tal vez se compró para ver algo diferente y romper la monotonía de la misma posición del comedor, asientos, cuadros, cortinas, todo de primera calidad, pero monótono, un sillón que rompiera, al menos momentáneamente, ese trazado metódico del dormitorio, la sala, pero que luego entraría a formar parte de la casa como si hubiera estado ahí desde del comienzo de la eternidad, algo que no es imprescindible, que no se necesita realmente, pero que es bueno que esté a mano, como ella misma que formaba parte del dormitorio, los muebles, los cuadros, ese sillón reclinable, como el dormir y despertarse junto a él. Todo en el lugar preciso, ordenado con esa mente numérica que él tenía de los espacios y la gente, con esa idea exasperante del orden y la nitidez que la llevaba a una rutina casi histérica. Nada de romper moldes, sino los días sucediéndose con una frialdad matemática, interponiéndose los unos a los otros, traslapándose unos con otros sin saber realmente cuando terminaba el viejo y comenzaba el nuevo día. Arrellanado en su sillón podía ver ahora más claramente cómo se había engordado cómo se descuidaba con una gordura que lo avejentaba, y apenas tenía treinta y cuatro años. En los últimos meses su peso aumentó terriblemente, abundante comida y tragos, aunque siempre seguía preocupándose por los vestidos, por llevar una buena corbata, de última moda, de las que había en esas “boutiques” que ahora proliferaban como la miseria y el hambre que se veía alrededor de esas mismas, elegantes, relucientes vitrinas, preocupándose porque el color de la camisa hiciera juego con el pantalón, en eso no se descuidaba, al contrario, con esa ridícula gordura procuraba parecer o aparecer más joven usando colores chillantes, alegres decía él, colores que a ella le parecían de mal gusto, pero no opinaba, no comentaba, porque él creía conseguir con eso la edad que realmente tenia.
No se quejaba, era lo que podía llamarse una familia feliz. Tres niños en el mejor colegio, un número ideal como afirmaban sus amigas, pero el último vino a pesar de las precauciones y las píldoras, “muy, muy charming”, como los llamaba la inglesa, la esposa del hombre que trabajaba en la embajada. Una casa en el mar y otra en este reparto, uno de los más recientes y distinguidos, con sus amplios jardines y piscina, con el campo de tenis y las fiestas por la noche, los sábados, donde siempre iban y donde él estaba en condiciones de conocer más gente, nuevas amistades que significaban o podían significar más contratos.
Un lugar anunciado como un paraíso en la tierra. Abierto al cielo y al sol, a la luz. Y ese folleto que les llegó por correo, todo bien diseñado, con colores y los titulares y las letras y los interiores y los exteriores, todo perfectamente distribuido, los espacios viéndose tan perfectamente repartidos que la horrorizaban, el terror a una fría perfección, un plano donde se dibujaba hasta el último detalle: la sala, el comedor, el cuarto de estar, el pequeño lugar para la televisión, los pasillos, dónde podía y debía ponerse todo, fríamente calculado, deshumanizadamente calculado, que no dejaba lugar a la imaginación, a la libertad de elegir, de escoger, de ser, de cambiar las cosas, con el dormitorio diseñado y donde debía ponerse la cama, sólo faltaba, pensó, sólo se les olvidó poner cómo y cuándo debía hacerse el amor.
Pero ellos no compraron la casa, sino el terreno, bien podían hacerlo y él mismo, mejor dicho, su compañía de ingenieros y arquitectos la construyó. Pero ella siempre permanecía ahí, disponiendo cómo todo quedara mejor, una casa no muy grande, pero sí que le diera la sensación de ser ella misma, donde se sintiera como un ser humano, un lugar donde pudiera entrar y salir libremente, no aprisionada, una casa como ella quería, no lujosa ni con patios y traspatios y cuartos de toda clase, no una mansión, a pesar de que él quería hacer la mejor casa del reparto.
Les iba muy bien, con la situación económica notablemente mejorada, y no es que alguna vez hubieran estado mal, pasado hambre o dificultades, nada de eso conocían, sino que ahora con todos los repartos que se levantaban y las nuevas residencias se le ofrecía más trabajo que nunca y la compañía creciendo, hasta tenía tres ingenieros más, no, cinco, como él la corregía siempre en las fiestas y reuniones. Y ese largo viaje, una segunda luna de miel con fechas que siempre se posponían porque luego surgía un nuevo contrato, otro negocio que no se arriesgaba a perder, una segunda luna de miel después de ocho años de casados, pero un cliente que llegaba a última hora, una llamada por teléfono que desbarataba los planes y hacer cálculos de pérdidas y ganancias, un largo viaje con los niños, y ella asentía, aprobaba, porque mejor esperar las vacaciones del colegio, eso decía él. Una vieja y gastada excusa que nadie la creía.
No, no se quejaba, no existían problemas económicos, nunca existieron. Ahí siempre los padres de él, ayudándolo, presentándole posibles clientes, una familia con conexiones en todas partes, con amigos poderosos, influyentes, que le facilitaban conseguir licitaciones y contratos de toda clase.
Pero sin embargo, esa vaciedad, esa insatisfacción de siempre, ese afán de su marido de hacer más dinero, contratos, acciones que había que comprar o vender, trasformar la empresa, agradarla, transformar la firma, el negocio, la compañía. Invertir, invertir, invertir.
Pero él era un buen amante, sobre todo antes que aumentara de peso y tuviera esas libras de más, tal vez un poco más mecánico, ella conocía de antemano las horas y los días, o bien cuándo comenzaba a decir ciertas cosas, ciertas insinuaciones, como un disco rayado, metódico hasta en eso, no la sorpresa del amor, pero así y todo, un buen amante. Esa insatisfacción que no lograba hacerla completamente feliz, que la arrojaba al vacío, como esos cielos que aparecían en los paisajes de los pintores chinos, unos cielos inmensos, donde ella se veía flotando sin rumbo. Perdida en el espacio, nuevo Ícaro quemándose las alas en un fuego inútil, flotando a la deriva. Tal vez por eso se entregaba de nuevo a cierta vida que le gustaba antes de conocerlo, pero que luego comenzó a olvidar, una vida que trataba de recobrar ahora, que la llenaba en parte, que la distraía, que la hacía sentirse más feliz, o al menos distinta, diferente, menos abandonada.
Empezaba a ir a exposiciones, sobre todo a esas galerías abiertas recientemente, iba sola o acompañada de alguna amiga dejada ella también por las acciones o la firma de un contrato. Recorriendo esas galerías donde la gente le parecía irreal, con luces demasiado fuertes, demasiado vibrantes, que se proyectaban contra las paredes, y sobre el suelo, las gigantescas figuras, fantasmales, como ella misma que trataba *de encontrar un centro, un punto de apoyo. Las galerías con esas luces que daban sobre los cuadros y los iluminaban, iluminando los rojos, amarillos, azules, pero también se veían colores grises, llenos de negro, ocre, cuadros abstractos que se comentaban, alababan, como si cada uno fuera un experto, hombres y mujeres dando opiniones que a ella le parecían absurdas, que se movían con un vaso en la mano o se agrupaban ante el fotógrafo con una idiota sonrisa para la nota de mañana en los periódicos y en las no menos absurdas noticias para la televisión, todo ridículo, ligeramente ridículo, como ese hombre con la toalla enrollada a la cintura que ahora se levantaba de nuevo para llenar el vaso y echarle hielo y comenzar esa ceremonia de la mezcla del hielo con algún licor de esas innumerables botellas, tomándolas con la mano, mirándolas, volteándolas, hasta que por fin se decidía por alguna y regresaba a su sillón, sonriente.
Una reunión con mujeres de su mundo, que llegaban a mirarse las unas a las otras, mirarse sus vestidos, sus peinados, pero que no les interesaba la pintura, los paisajes, ni mucho menos esos niños cadavéricos, hambrientos que parecían salidos, saltar de un tiempo que ya no existiera. Mujeres sucias, demacradas, con el vientre abultado por la enfermedad o por algún niño que ya venía en el vientre, oh clemente, oh piadosa, oh dulce, prolongando la miseria, niños cadavéricos que no eran simples cuadros, sino una realidad, que podía verse aquí mismo, a la salida de esa exposición elegante, olorosa, porque esa puerta de la galería dividía dos mundos, pero al abrirse mostraba el otro y la llevaba a esos barrios por los cuales pasaba rápidamente, sin detenerse.
Esas galerías donde ella se perdía, un cocktail-party para hacer negocios o comenzar o continuar alguna infidelidad, el hombre o la mujer, ella nunca lo haría, pensó, no por todo eso que le enseñaron las monjas, sino porque le parecía ridícula esa escaramuza y esos rostros de imbéciles que ponían los hombres tratando de aparecer inteligentes o apasionados, donde el fingimiento era total. Pensó, si no me resultaran tan imbéciles, con esas sus caras de grandes señores, me acostara con alguno de ellos, o con cualquiera, si el encuentro se realizara de manera natural, un encuentro previsto desde el inicio del tiempo y de la noche, y se terminara sabiendo que así tenía que ser, sin fingimientos. Pero todo era un teatro y los actores representaban torpemente su papel.
Y los pintores asustados, con su larga melena, riéndose con las señoras, dando explicaciones a las señoras y señores, explicaciones que nada tenían que ver con la pintura ni con la vida, solamente deseosos de vender algún cuadro o conseguir algún encargo, tratando de imitar a sus posibles compradores, imitándolos en sus gestos y vestidos, con esas anchísimas corbatas y pantalones, camisas amarillas y sacos rojos, personajes de cuentos para niños, porque esa era la moda y se pintaba a la moda, niños grandes, sin ninguna madurez y sin el encanto de la niñez, unos pequeños monstruos, la ciudad y sus habitantes, las galerías y los pintores, viviendo no la vida, sino la moda, pintando lo que estaba de moda, pintaban para vender, para congraciarse con los compradores, no pintaban para la eternidad, como dicen que contestó Miguel Ángel a uno de los papas, o tal vez no fue Miguel Ángel, pero en todo caso un hombre que tenía puestos los ojos en la eternidad.
Pero había unos que pintaban, a pesar de todo, como ellos querían y lo que ellos querían, pero muy pocos, la ley de la oferta y la demanda aquí y en todas partes, como las casas que construía la compañía de su marido, casas uniformes, sin vida, un poco asustados los pintores y compradores, los unos con sus aires de genios incomprendidos y los otros con sus actitudes y aires de mecenas, nada más, pero no con la magnificencia o inteligencia de los antiguos mecenas.
Y a la larga, todos provincianos, como lo era ella, su marido, todos los grandes señores y todas las grandes señoras, provincianos, a pesar de que la ciudad había crecido, pero con ese olor que nada ni nadie se los podía quitar, como la sangre en las manos de Macbeth, que ni con todo el agua y aroma del mundo se quitaba, que se detectaba de lejos, con ese olorcito pueblerino, con una mentalidad de pueblo, de barrio, a pesar de todo ese ambiente, a pesar de las galerías, las “boutiques”, los restaurantes, los centros de diversión, los hoteles y moteles que llenaban la ciudad y las carreteras de la ciudad, seguían siendo pueblerinos, ella, su marido, todas las familias llamadas importantes, a pesar de sus apellidos y fortunas, porque el buen gusto y esa distinguida elegancia y nobleza de la vida no la daban los grandes apellidos ni las insólitas fortunas, esa gente orgullosa, preocupada por desenterrar las raíces de sus árboles genealógicos, descendientes de reyes y de santos, según decían, pero con su inconfundible aldeismo, de pueblón, de monte. Provincianos, pensó.
Toda la ciudad, todo el país, un pequeño pueblo, un pueblito donde todos trataban de aparentar, de ser algo que no eran, de jugar a una vida que no era la suya, ella misma tratando de aparecer como una mujer más feliz de lo que realmente era, aunque no negaba que podía cambiarse. Provincianos en esos cocktail-party, a pesar de vestirse a la última moda: la melena, los colores chillantes, imitadores de un mundo que habían visto en las revistas, en la sección de la gente famosa por sus extravagancias y escándalos, pero aquí, una extravagancia y unos escándalos sin imaginación, reducidos a la vulgaridad, danzando alrededor de mesas llenas de toda clase de comida, en medio de los jardines. Provincianos disfrazados, campesinos.
Y ella no tenía nada contra los campesinos, ni siquiera pensó, contra esta gente, sino que sencillamente le repugnaba la falsificación de la vida. Ella amaba a esos campesinos, esos hombres y mujeres que pintara Brueghel, campesinos que había conocido y convivido con ellos, que amaban la vida, alegres, tristes, celebrando nacimientos y llorando a sus muertos, bodas al aire libre, entierros al aire libre, emborrachándose, la naturaleza en todas partes: el río, la montaña, la aldea llena entonces de aire puro, de vida, donde cada uno era él mismo, campesinos que había conocido, campesina ella misma, su madre, toda su familia, pero que luego por una de esas causas, por eso que sucede, uno no guía los hilos de la muerte, mucho menos los de la vida, todo cambió: el sacrificio porque estudiara en la ciudad, un buen colegio de monjas, y luego ese afortunado matrimonio, ella, una especie de Cenicienta. Aunque a veces se sentía un poco de compasión, de lastima.
No, no tenía nada contra los campesinos, contra la gente sencilla que vivía en el hambre y la miseria y la ignorancia, sometidos a un poder ciego, y no idealizaba la vida del campo porque la conocía y sabía lo que era. No la romantizaba, no creía en el inocente salvaje, y la descansada vida del que huye del mundanal ruido era una mentira más. Aquí y en todas partes, la lucha por sobrevivir. Pero en el campo la gente no ocultaba lo que era, ni su ignorancia ni sus odios. No refinaban su maldad, y eso era toda la diferencia.
Esas reuniones que más o menos frecuentemente se daban en su casa: la terminación de un viejo negocio o el comienzo de uno nuevo. Planes, diseños, dibujos, un constructor de paredes, techos, muros, pasillos, cuartos, muros, muros, muros, piedras sin ninguna vida, no la piedra sobre la cual nace y se construye el espíritu, sino la piedra donde hay soledad, aislamiento del hombre y la mujer y los hijos, aislamiento en que viven todos los demás hombres y todas las demás mujeres, casas que empujan hacia el descontento, no acogedoras, donde los niños se reunieran a contar cuentos o donde el padre narrara lo sucedido durante el día, hombres y mujeres alrededor del fuego como era al comienzo de la historia. Un constructor de casas sin amor, eso era su marido y todos los que estaban en el negocio de los repartos, en el negocio de “construir la nueva ciudad”, según decían ellos, una ciudad inhóspita, insípida, desordenada. Unas casas cuyo valor era más alto que la misma vida y la misma muerte de los que permanecían aprisionados entre paredes.
Eso levantaban, una ciudad horriblemente uniformada, sin imaginación, una ciudad de casas sin sentido, una ciudad para ellos, los ricos, repartos para ricos, porque los barrios seguían ahí, miserables, un cinturón de miseria, cinturones de miseria que rodeaban a esos repartos, a esa gente que no se quería ver, ni sentir, ni oír, ni oler.
“Este es el tiempo de hacer dinero”, “el tiempo de la abundancia”, repetía su marido. Un hombre de éxito, y tan joven, más que eso que los periódicos llamaban “un ejecutivo”, “un hombre de empresas.”
Con la toalla enrollada a la cintura le parecía ligeramente ridículo, casi le daban ganas de reírse. Si se pusiera a dieta, o visitara algún gimnasio o practicara en el cuarto que tenía en la casa especialmente para eso, un cuarto con una serie de aparatos para rebajar de peso, unos ejercicios que comenzó con un gran entusiasmo pero que luego abandonó porque lo aburrían o no había tiempo. Si visitara el gimnasio del reparto. Pero también eso terminó.
Ridículo con esa toalla enrollada a la cintura, con esa gordura que él se palmoteaba haciendo chistes, mientras afirmaba que todo hombre de empresas debía tener una gordura, porque era signo de bienestar económico, de importancia, como lo era también dejarse un bigote a lo Pancho Villa, y fumar esos enormes puros que le llevaban de obsequio sus empleados o que él mandaba a pedir especialmente, un humo que llenaba toda la oficina cuando lo llegaba a visitar algunas veces, paseándose con su puro en las reuniones y ese cuidado especial que era una de sus características, tomarse fotos con los más importantes de las fiesta, para la infaltable fotografía del día siguiente, o la nota social por cualquier cosas que hiciera: un donativo, un viaje de fin de semana, porque así era el mundo de los negocios.
Estas galerías llenas de humo, con sus cuadros chillantes, y las discotecas con su ruido insoportable y la gente danzando convulsivamente, gente llenando las carreteras, los supermercados, sobre todo el día anterior a una fiesta. Los interminables estantes con sus latas, con su potería, con sus botellas desechables, “no lo lave, bótelo”, todo desechable, como las personas que eran utilizadas y después de cierto tiempo se tirabanesos pasillos con sus estantes alineados, donde no se podía caminar, tropezando unos con otros, sin sentido, perdidos en los pasillos, extraviados en un mundo que comenzaba a construirse, a destruirse, pensó, hombres y mujeres que llenaban un mundo que había perdido su sentido de ser, una ciudad que era un laberinto sin salida. Y Teseo muerto, muerto Teseo y Ariadna aquí, entrando por corredores, pasillos, callejones, carreteras, puertas giratorias, ventanas, Ariadna aquí en medio de la multitud y Teseo muerto.
Y ella se veía flotando en el espacio, como en esos paisajes chinos en donde el cielo no tenía ningún limité, sólo el infinito, ella, quemándose las alas, quemándose el corazón en un fuego inútil que se apagaba, flotando sin dirección, corno esta gente que se apretujaba en las galerías, que le derramaban más de una vez el vaso sobre el vestido, y riéndose, y riéndose, excusándose, perdidos, sin ningún rumbo, y ella, como en un paisaje chino, más sola que nunca, sin rumbo, teniéndose un poco de lástima ahora, sin destino ni meta, como esta ciudad que crecía hacia su desesperación. Y Teseo muerto.

Marzo 1976

Zhaslahlla

Cuando niño su padre prometió llevarlo. Toda la gente iba. Algunos tardaban días, otros semanas y otros en fin, años. Otros llegaban sin moverse del sitio donde nacieron, pero todos hacían el viaje. Solos o formando inteiminables caravanas, en carretas con tolda o sin tolda, a lomo de camello o de mula, se adentraban en el desierto, en su espejismo de rostros y seres queridos, o sobre las ruinas, habitadas ya sólo por el lince y el chacal. A través de los mares y los ríos de agua solidificadas, no blancas, sino azufrosas, casi negras, la gente se dirigía a ese lugar milagroso lleno de prodigios.
Se recobraba la juventud ahí o parecía recobrarse, porque los que volvían eran como más jóvenes y bellos, emergían de las aguas, cuando las aguas eran azules y la espuma blanca. Renacían. Los enfermos mejoraban y los tristes, al regresar, mostraban una sonrisa que no se les conocía.
Pero nunca pudo ir. Padre y madre murieron como habían muerto muchos, de ese polvo fino cargado de una fuerza aniquiladora, cuando los pulmones de los hombres se convirtieron en aletas inútiles, inmóviles, de piedra, y funcionaban con dificultad o no funcionaban del todo, sin respirar aire, sino ese polvito dorado que llevaba el viento y que rugía sobre las cabezas formando extrañas figuras en el cielo o lo que se podía ver de los cielos abiertos, y era como un viento que sollozara, que hablara.
Una vez le preguntó a su madre qué ruta había que seguir para llegar, y ella contestó:
—En línea recta— pero no quedó satisfecho, quiso saber más.
—¿Y en qué dirección?
—No importa la dirección. Se comienza a caminar en línea recta y al final se lo puede contemplar, ahí, abajo. Luego hay que descender.
Era un sitio de peregrinaje, algo sagrado. Siempre le intrigó ese nombre que le recordaba un santuario hindú, o tal vez un templo budista, o una palabra mágica que se pronuncia al frotar la lámpara para que salga el genio: Zhaslahlla
A medida que corrían los años aumentaba su curiosidad. Los relatos de los viajeros lo describían como una especie de paraje encantado, un paraíso que se recobraba o que nunca se perdió. Ríos, pájaros, todo era verde. No era grande, pero lo rodeaban montañas, era un lugar montañoso o un pueblo cercado de montañas y en el centro esa maravilla que jamás terminaban de describir, que se alzaba ante los ojos como un cohete que se remontara y luego explotara en el aire, como esos fuegos de bengala que suben hasta el cielo y estallan en mil colores.
Pero algunos lo recordaban como ese hongo luminoso que se levantó y destrozó la noche, las estrellas. Un hongo luminoso que encegueció y oscureció todo, y los había obligado a volver al comienzo de las cosas. Y todavía podía verse su forma en el cielo, una forma gigantesca, ya diluida, que parecía abarcar el Todo y la Nada, lo que permanecía abajo y lo que flotaba arriba, cubriendo el Infinito y el Absurdo.
Ahí, en el centro, mientras los recién llegados se acercaban con una gran religiosidad, un sentimiento que era de miedo, temor, surgía esa maravilla, ese último milagro que no terminaba de morir. Algunos permanecían una semana, otros varios meses, y había quien se quedaba para no regresar. Otros en cambio sólo llegaban por unas pocas horas, pero cualquier tiempo era suficiente para que se realizara la metamorfosis: la juventud revestía el cuerpo: la alegría, los ojos.
Le preocupaba sobre todo que el lugar desapareciera de pronto, y más que el lugar, lo que existía en él, eso que brotaba del centro del pueblo, y que no pudiera verlo, temía que se disolviera en el aire, que se perdiera en la bruma que rodeaba a la pequeña aldea, o se secara convirtiéndose en una momia, con los pies, los brazos, la cabeza envuelta en un sudario blanco o amarillo.
Circulaban toda clase de leyendas. Ya desde niño pasaban de boca en boca, o de lo que fue alguna vez una boca, con labios, una boca que hubiera servido para hablar, cantar, adorar, o besar. La leyenda que más lo atemorizaba sugería que cuando comenzara a salir la sangre, todo terminaría, la vida sobre la tierra o lo que llamaban vida sobre la tierra, esos pequeños seres reptantes, con sus pulmones pisciformes, sería una muerte implacable, lenta, y nadie podría detenerla, la sangre blanca continuaría saliendo, blanquizca, lechosa, deslizándose, y subiendo las montañas, convirtiendo todo en un mar blanco y pegajoso, y la sangre iría luego a las ciudades o lo que restaba de las ciudades, y cubriría todo, una corriente pegajosa, viscosa. La leyenda añadía que luego los hombres, o lo que se asemejaba a los hombres, se convertirían en eso que acababa de morir, y de acuerdo con las buenas o malas acciones realizadas a través de las interminables muelles y resurrecciones, serían más grandes o más pequeños que eso glorioso, esplendente, como resucitado de su sepulcro.
Hacía miles de años, de muchas lunas, eso que ahora sólo se podía ver en este lugar mítico, encantado, existía en todas partes, en cualquier sitio, eso relataban las viejas, gigantescas piedras sobre las cuales se grabó la historia, viejas estelas con figuras fantasiosas, fantásticas, que recordaban eso allá lejos, enormes piedras negras, blancas, todas cubiertas de signos, líneas, espirales, círculos, hombrecillos de rodillas. Las piedras afirmaban que antes era común verlos en los caminos, en las plazas, moviéndose lentamente y que cuando el viento pasaba entre ellos, como si el viento fuera un dios, se oía una música maravillosa que volvía felices a los hombres.
Sobre las piedras, sobre algunos muros en pie, como frescos, como centinelas del ocaso, podían verse esos dibujos que una mano vacilante trazara en un instante desesperado, en un intento de recobrar la eternidad, ese infinito que se perdió en medio de una luz hirviente, hirviendo, se los veía como cohetes que explotaran, como una luz que revienta en añicos, y una explosión de miles y miles de soles que se abrieran y cayeran sobre la tierra dormida, una explosión que invadió los trece cielos y los nueve infiernos.
Pero luego comenzaron a desaparecer, a ser destruidos. En las piedras también se grabó eso. Hacía miles de años, cuando el agua era todavía azul y la espuma blanca y centellante. Los signos hablaban sobre la destrucción a que fueron sometidos, se los podía ver tendidos en el suelo, como cadáveres después de una batalla, o como cuerpos que se deslizaban sobre grandes tablas hacia el crematorio, alineados, y esas inmensas máquinas, eso le parecían’ a él, cercenándolos, arrancándolos con todo y tierra y dejándolos caer sobre otras máquinas, que los llevaban a otras máquinas, que daban a otras máquinas movidas por otras máquinas, movidas por el hombre, todavía calientes, chorreando sudor y sangre y tierra fresca, un olor a tierra fresca, a cuerpo oloroso. Había en el aire toda clase de aromas, toda clase de colores y formas, eran como los cuerpos de los hombres, no parecían pensar o sentir, sino que realmente sentían y pensaban, realmente eran los cuerpos de los hombres, con los brazos levantados, como orando, o brazos que rodeaban amorosamente la cintura, miles de eso que ahora sólo se podía ver en este lugar prodigioso, en Zhaslahlla, un santuario al que iban sin que importara el peligro de los desiertos, los mares o las ruinas, sin importar el peligro del asalto o de la transformación en estatuas, porque se tenía que ir, algo así como la Fuente de la Juventud, o El Dorado, algo milagroso que devolvía la vida, algo en que la gente creía, como creyó en el Santo Grial. O lo que se llamó alguna vez La Meca, hacía de eso ya mucho tiempo, cuando había gaviotas, cuando la gente creía, porque luego abandonó todo eso y se dio a la fábula, no creyeron ni en los dioses ni en los hombres, nadie creía ya en nada. Pero ahora sólo existían las pocas cosas que se arrastraban sobre el suelo, que levantaban la cabeza para ver esto que emergía día y noche, noche y día, a cualquier hora, en el lejano pueblo.
Tal vez comenzó con el humo de las maquinas que invadía las carreteras despidiendo esa costra que se incrustaba en ellos cubriendo los poros, impidiéndoles respirar, una costra que se extendía por todo el cuerpo ocasionando la muerte por asfixia, una costra cada día más gruesa, pegándose a ellos, envolviéndolos con vueltas y más vueltas, como en un sudario. Una costra que era como esas manchas de aceite que se extendían sobre las aguas aniquilando, los animales que vivían en ellas, o que se esparcía por todo el cuerpo, de arriba abajo y de abajo arriba, por la cabeza, los brazos, los ojos, sin dejar lugar libre para respirar.
El paisaje era bello entonces, así se lo contó su padre que se lo contó su padre que se lo contó su abuelo o el abuelo del abuelo y así de generación en generación, porque él sólo los conocía sobre los grabados de las piedras.
Al marchar por la carretera se los podía ver uno tras otro, pasaban ante los ojos a una velocidad asombrosa, parecían moverse, realmente se movían, explicaba su padre.
Iban el uno tras el otro, todos detrás de uno y cuando se inclinaban se saludaban los unos a los otros y todos saludaban al viajero que pasaba vertiginosamente delante de ellos. El viajero sembrando muerte, porque despedía ese humo que formaba la costra que se pegaba sin soltarlos nunca más. Primero murieron ellos y luego murieron los hombres.
Y se inclinaban, devolvían bien por mal, se balanceaban y parecían decir “Adiós”, realmente se inclinaban y decían “Adiós” o “Buenos días”, cuando los hombres se dirigían a sus trabajos y luego al regresar, ahí los esperaban a lo largo de las carreteras, cuando el rostro volvía cansado y opaco, y los ojos sin brillo, ahí se los podía contemplar, saludando con sus largas cabelleras movidas por el viento y soltaban de esas cabelleras pájaros y dioses, o dioses-pájaros, y movían sus largos brazos y hablaban como en un susurro, pero claramente: “Buenas noches, espero que haya tenido un buen día.”
Y ellos daban felicidad y alegría cuando se adentraba por los caminos. Eran vigilantes, genios protectores. Nunca hacían mal a nadie, sino que eran fieles amigos que protegían cuando uno cansado, se arrimaba a su sombra, a su cuerpo.
Todos iban hacia ellos: los niños, los enamorados y los viejos, los niños jugaban a su alrededor, saltaban dando vueltas o bien ascendían entre sus poderosos, amigables brazos, allá arriba, y los niños entonaban canciones tomados de la mano al girar y revolotear. Los enamorados se sentaban bajo su mirada y se oía el rumor circulando en lo alto, más allá del cielo, cuando pasaba el viento, una canción, un rumor de amor y los enamorados dejaban sus nombres y dos corazones atravesados por una flecha. Y los hombres jóvenes escribían poemas y canciones y los viejos llevaban algo para leer bajo la verdosa, verde, verdeante mirada.
Y todos se acercaban con confianza para tocarlos y separarse luego un poco para verlos mejor, para que el prodigio se realizara, se acercaban con fe, y amor. Pero esta gente o que parecía gente, que fue alguna vez gente, llegaba con un sentimiento de culpa por todos sus antepasados, por el mal que hicieron todos sus antepasados, un mal que se trasmitía de generación en generación, los antepasados que destruyeron todo lo bello y lo inocente que existía sobre la tierra, convertida en un mundo seco, vacío, desolado, con sus enormes ruinas de hierro, cemento, concreto, cristales, todo retorcido, retorciéndose, un mundo helado, como el mismo sol que se mostraba más que nunca cercano a la tierra, que casi se podía tocar con, la mano, pero un sol blanco, frío. La culpa en el corazón de todos estos seres que se arrastraban sobre su vientre estéril, escamoso, sin esperanza de que nunca más naciera algo o alguien de esas entrañas, ninguna señal que anunciara al que debía venir: ni el elefante ni la estrella.
Después de la muerte de todos ellos se trató de construir algo parecido, pero nunca se logró, nada era semejante a ellos, ni mucho menos, porque a pesar de todo el tecnicismo no se lograba dar la vida, los sacaban por millones de las fábricas, pero no servían para nada y sólo duraban unas pocas horas, porque eran artificiales, de plástico, celuloide, cartón, papel, paja, pum pías, artificiales como la gente que los fabricaba y desconocido, el miedo a la leyenda, porque mientras se acercaba sobre el aire le pareció ver esa leche pegajosa que comenzaba a salir.

Octubre 1977

Dirección desconocida

No, ya no vive aquí —contestó la mujer. El viejo sacó un lápiz de la bolsa de la camisa y comenzó a escribir algo en un sobre crema, apoyó más el lápiz y al ver que no escribía se lo llevó a la boca, como sacándole punta, dejando más libre, al descubierto, la punta del lápiz. Mientras escupía en el suelo, llenó de saliva la punta y con mano nerviosa, ahora apoyándose contra la pared, garabateó: —Dirección desconocida.
El viejo dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras, el ascensor no funcionaba desde hacía una semana, mientras la mujer, unos sesenta años, regordeta, cara pecosa, baja, el pelo corto, oía los pasos pesados, llenos de cansancio y de tiempo que se perdían en medio de los ruidos y los gritos de la gente que subía las escaleras llevando toda clase de paquetes.
Cerró la puerta y lentamente se encaminó a la ventana, al balconcito de la sala que daba a la calle y vio desde lo alto al viejo que eludía el tráfico, al viejo detenido en medio de los carros agarrándose con una de las manos la gorra desteñida, un poco deshilachada, para que no se la llevara el viento, mientras su bolsón se bamboleaba, el bolsón lleno de cartas, el bolsón rojo en la parte delantera y amarillo en la otra cara y que ostentaba sobre lo rojo las letras blancas que anunciaban con orgullo: Correos Nacionales.
De mensajero de los dioses, a mensajero de los hombres, transformado ahora por una cruel metamorfosis en un viejo desgarbado y tosigoso. Probablemente el viejo nunca pensaba en sus divinos antecesores, en esos mensajeros alados enviados por las divinidades a otras divinidades o a los hombres, en medio del sueño, anunciando guerras, hambres, devastaciones, casi siempre portadores de malas noticias, demasiado trabajo tenía él con cruzarse la calle, un camión que casi lo atropella y el chofer saca la cabeza, le grita algo y el viejo aturdido corre ahora hacia el otro lado mientras todos los carros tocan la bocina y la gente se detiene a hacer comentarios al verlo en medio de los carros que casi pasan sobre él, riéndose la gente o lamentándose que todavía se tenga que trabajar a esa edad para no irse a morir en uno de esos asquerosos asilos para ancianos. Mueve su cuerpo, lo saca de esas olas turbulentas, y llega sano y salvo, pero respirando miedo, a la otra orilla.
La mujer se separa de la ventana y comienza a recordar a ese hombre que vino a esta casa familiar convertida en pensión por la necesidad de tener un poco más de dinero.
Al hombre le calculó unos treinta años, recortándose exactamente en el centro del marco de la puerta, con una nariz griega, como esos rostros que ella había visto en los museos cuando era niña y la maestra la llevaba a ella y a toda la clase, los viernes por la mañana, al museo donde había de todo. Y el folleto que se daba a los visitantes, un folleto que mostraba en la portada las ruinas de una ciudad: columnas, piedras, muros, y a lo lejos, una estatua sin brazos o lo que quedaba de los brazos, como en actitud de volar o de correr hacia algo, una estatua que parecía también estrechar a alguien. Y luego las salas con las esculturas, corazas, espadas, mantos, coronas, lámparas funerarias, máscaras de reyes, de héroes, monedas, el museo donde entraba deslumbrada, niña entonces, un museo que le parecía un laberinto, con sus salas, rotondas, pasillos, fuentes, y el guardián o los guardianes, paseándose, mezclándose con los visitantes y luego con timbre o un golpear de manos anunciando que se iba a cerrar y que todos debían de salir.
Y ese enorme cuadro de la mujer rodeada de bocas abiertas, gestos de dolor o de asombro, la mujer profiriendo la maldición contra el hombre casi desnudo, semidesnudo, que se veía en la esquina del cuadro, la maldición de andar errante, de llamarse Nadie o Ninguno, el rostro de ese hombre en la esquina del cuadro, con los ojos angustiados mientras la profetisa repetía la maldición, ese rostro en la pintura que en estos momentos le volvía a la memoria, mientras contemplaba a este hombre en medio del marco de la puerta con su corbata gris, camisa blanca, manga larga, con las mangas arremangadas hasta el codo, que dejaban ver unos brazos delgados, morenos y pequeñas venas, abierto el cuello de la camisa, sin saco, en la mitad de ese verano que había sido uno de los más calurosos y agobiantes, porque el hombre había venido en el verano, y era como estar en el desierto o en un pequeña iglesia donde hubiera candelas con sus llamas rojizas, amarillas, creando una atmósfera sofocante en toda la iglesia.
Y ese hombre le trajo, agolpándose en su memoria, la niñez perdida, esa niñez en la que nunca pensaba, sino sólo ahora, ante este hombre que parecía salir de una de las salas del museo, una de esas bellas estatuas, o esos perfiles que recordaba haber visto en las monedas, arrancado, salido de alguna antigua moneda o medalla.
No, no tocó el timbre. Primero creyó oír unos pequeños golpes en la puerta, pero veía un programa de televisión y pensó que tal vez era su imaginación, luego los golpes fueron más rápidos, más seguidos y persistentes, pero no por eso más fuertes, cuatro cinco seis, con suavidad, como alguien que no tuviera prisa, apagó la televisión, se oyó el clic y la imagen se iluminó más que nunca por un instante para luego esfumarse, disgregarse en millones y millones de imágenes y dejar sólo el color gris de la pantalla.
Fue hacia la puerta y antes de abrirla levantó la mirilla, una mirilla redonda, metálica, que dejaba al descubierto ese ojo como de vidrio que le permitía ver sin ser vista, y pudo mirar por primera vez el rostro del hombre que se pasaba un pañuelo sobre la cara y bajaba el rostro hacia el suelo.
Ella entre abrió la puerta dejándola asegurada con la cadena colgante.
—Leí en el periódico que había un cuarto, quizá todavía esté sin ocupar. Llamé por teléfono pero nadie contestó.
Levantó el brazo señalando el número y la letra de la puerta. Siempre la cadena colgando, uniendo las dos puertas, sólo un espacio de luz, de aire, a través del cual ella podía ver y oír al hombre.
—¿Aquí es, no es así?
Ella alzó la cabeza y vio el rostro del hombre, y notó que llevaba enrollado un periódico bajo el brazo, sosteniendo con el otro una valija pequeña, vieja, una valija de color café oscuro que ya mostraba un poco el color desvaído, el asa o mango un poco flojo, una valija con las esquinas ya gastadas, unas esquinas de metal con manchas sarrosas.
La puso en el suelo y notó que era liviana, fácil de manejar, pensó que con toda seguridad no contenía nada o casi nada, gente que no venía a quedarse por mucho tiempo, gente de paso, y quiso poner una expresión indiferente ante el hombre, pero no pudo. Se dio cuenta que la valija, aunque vieja y gastada, no presentaba ninguna de esas calcomanías que suele poner la gente en sus maletas para indicar, una vanidad más, los países que se han visitado. La del hombre era sobria, desnudada de todo lo que pudiera indicar algo sobre el hombre, de dónde venía o para dónde iba.
Desenrolló el periódico y le mostró la página de anuncios clasificados. Dentro de un cuadro marcado en rojo, con trozos anchos y profundos, como alguien que hubiera pasado el lápiz sobre el mismo lugar una y otra vez, se veía, en letras mayúsculas ALQUILERES, con letra negra, fuerte, y luego en letras más pequeñas, en cursiva, el nombre de la mujer y el dé su esposo ofreciendo una habitación a precio moderado con teléfono, baño, en una vecindad tranquila, una casa honorable donde usted se sentirá como en familia. Y al terminar el anuncio, en letra negrita: No se permiten visitas después de las once de la noche.
Entonces ella levantó la cadenita de la puerta.
—Sólo nos queda un cuarto.
—¿Puedo verlo?
Lo llevó a lo largo del pasillo de la casa. En el pasillo una mesa, sin nada y encima de la mesa, colgado, un espejo. Era el único adorno que se podía ver: la mesa y el espejo que reflejaba la otra pared y que pareció cobrar un poco de vida cuando ellos pasaron y sus caras quedaron por un momento en la superficie fría, lisa, y luego desaparecer.
Lo condujo al cuarto cercano a la cocina, el que estaba en una esquina, y desde el cual podía verse, desde arriba, un callejón, un tope, tarros de basura, cajones viejos, vacíos o medio llenos de cosas inservibles que la gente iba a depositar al callejón.
El cuarto quedaba cerca del teléfono y del baño. Era el cuarto más pequeño y más barato, no muy confortable, pero de todos modos era el único que estaba libre y se lo hubiera dado a cualquier otro que hubiera venido. No le hizo ninguna injusticia al hombre.
Caminó hacia el centro del cuarto, el techo no era muy alto y el hombre podía fácilmente tocar el techo con sólo alzar el brazo, dio una media vuelta, no con el cuerpo, sino con los ojos. La valija junto a él, se quedó sin decir nada y pensó que tal vez no le gustaba.
—Lo tomo.
No hizo ningún comentario, no preguntó cuándo estaría libre otro cuarto más confortable, más grande, no pidió que le rebajara el precio, como era la costumbre de todos los que llegaban. No se quejó de la falta de luz, ni habló sobre el ruido que haría el teléfono o el inconveniente de tener el baño cerca con todos los otros huéspedes pasando cerca del cuarto.
No dijo nada de esto y ella se prometió que en cuanto quedara otro cuarto libre se lo daría, por el mismo precio, aunque el otro fuera más grande. Tal vez el hombre deseaba más tarde mudarse a otra habitación, tal vez era tímido para decirlo o tal vez realmente no le importaba dónde estuviera. De todos modos permaneció ahí todo el tiempo.
Encendió la televisión. Volvió a hacer las cosas de costumbre: limpiar los muebles, hacer las camas, preparar la cocina.
Nunca supo qué hacía este hombre en la ciudad, de qué vivía. Pero el pago lo entregaba siempre el día señalado sin que jamás recordara que se hubiera atrasado, al contrario, algunas veces daba dinero por adelantado. Nunca le conoció amigos o amigas. Una voz lo llamaba por teléfono, sobre todo a eso de las cuatro de la tarde, cuando ya no había nadie en la pensión.
Uña voz de mujer lo llamaba. Comenzó a llamarlo como al tercer día y ella se preguntaba si no sería alguna antigua conocida. Lo llamaba dos o tres veces por semana, y luego el sábado. No podía decir la edad de la mujer. La voz era dulce y cuando lo llamaba, ella ponía el teléfono sobre la mesita y se dirigía al cuarto de él o más bien casi se volteaba hacia la puerta y golpeaba
—Lo llaman por teléfono— o simplemente “El teléfono” y lo oía levantarse, mover la silla, detenerse un momento antes de abrir la puerta, tal vez se ponía la camisa, pensaba, o se vestía con su bata de noche de color rojo oscuro, con rayas negras a lo largo de la bata, rayas que lo hacían aparecer más alto, y el hombre ya era alto, y salía pasándose la mano sobre la cabeza como poniendo en orden sus pensamientos, o como arreglándose el pelo.
—Sí, soy yo.
Y ella desaparecía„ aunque algunas veces se detenía pretendiendo arreglar o limpiar la alfombra, o desarrugarla, o moviendo el espejo de la pared, como si estuviera fuera de lugar y ella lo enderezaba, todo para intentar oír algo, pero no lograba comprender nada o casi nada, tal vez algo así como una dirección: un bar, una calle, la salida de un metro, un lugar de cita seguramente. Con movimientos pausados, como moviéndose en un sueño, así era el hombre, recortándose, sin embargo, bien nítido, en los pasillos, en los marcos de las puertas.
En algunas ocasiones creía que estaba fuera y más bien permanecía en el cuarto, escribiendo o leyendo. Una gran cantidad de libros en todas partes: el suelo, la cama, apilados en forma de pirámides sobre un estante que había comprado. Libros, postales con reproducciones de pinturas.
Un inquilino que nunca le dio problemas, sólo el problema de la curiosidad, de saber quién era, lo que hacía realmente en esta ciudad, una curiosidad que nunca terminó y que ahora que se había ido, crecía con una ausencia que animaba los pasillos, el ascensor, las escaleras, lo veía sonriéndose, con una sonrisa triste.
—Es un hombre triste— le decía su esposo para ella era más bien calmo, sereno, extraño, bello en medio de sus libros, reproducciones de pinturas, le parecía que nadie más existía en la pensión, sólo este hombre extraño que nunca supo de dónde era y que de habérselo preguntado no se lo hubiera dicho, hubiera dado cualquier excusa, contestado con algo totalmente distinto, como reaccionaba siempre que no quería hablar de sí mismo.
Distinto a todos los demás huéspedes. Dando una sensación o impresión de abandono, o quizá más bien de un hombre que espera algo, que está de paso y lo sabe.
¿Dónde estaría ahora, haciendo qué cosas, en medio de qué gente, caminando por qué plazas, avenidas, cruzando qué puentes, parques? ¿Dónde, a dónde?
Siempre que descendía del metro y comenzaba a recorrer el pasillo para llegar a la salida, podía verla, ahí estaba vendiendo el boleto del metro y dando una explicación a alguien que no sabía la conexión, diciéndole dónde era el trasbordo, alguien extraviado entre esas miles de entradas y salidas, perdido en la muchedumbre, un rostro flotando en el espacio, empujado por la gente que entraba y salía de los carros del metro, que bajaba y subía las escaleras con el rostro escondido detrás del periódico, mañana lo esconderían bajo la tierra.
Todo un mundo que se arremolinaba en las paredes, de los pasillos, de esos túneles, esperando ese metro que aparecía desde la oscuridad, ese metro que se esperaba en el andén, que se lo sentía venir antes de que llegara como dicen que sienten los animales la venida de un terremoto antes de que ocurra, ese ruido que hacía el metro, todo el andén vibrando, la vibración de los rieles que se extendía, se trasmitía por todos los pasillos y los andenes, el metro que emergía como la muerte, haciendo su entrada triunfal, Carontes en su barca de hierro y de acero y el movimiento casi inconsciente de la gente moviéndose como el mar, inconscientes todos ellos, aproximándose al borde del andén, al borde del abismo, para estar más cerca de la entrada y la máquina del metro, su rostro cuadrado o redondo, sin forma realmente, con ojos, boca, resoplando para luego irse apaciguando, entrando, con su aparición triunfal, la muerte, para irse a detener en el otro extremo del andén y luego esas voces en los altoparlantes
—Dejen salir, dejen salir.
Y esa otra ola de gente, la que salía o ansiaba salir, empujándose, abriéndose paso, abriéndose camino a codazos en medio de esos que ya subían, que ya deseaban estar en alguna otra parte.
Le parecía que ya conocía a esa gente, pero en verdad esos rostros le recordaban otros rostros, los hombres y mujeres de otros países en donde había vivido antes, siempre los mismos rostros: angustiados, tristes, tal vez una anciana sonriente, un niño sonriente.
Rostro impasibles impenetrables, fríos, desprovistos de emociones, eso le dijeron más de una vez, que tenía un rostro impenetrable, frío, eso le había dicho alguna muchacha que había conocido, con la que había salido y se había acostado en un hotel barato que ahora recordaba.
Un hotelito de esas calles estrechas, donde las aceras .y los balcones están tan cerca los unos de los otros que la gente se habla de ventana a ventana, unos hotelitos que son para eso, para los extranjeros, para que los hombres que vagaban como él en la multitud tuvieran un breve encuentro. Y la muchacha riéndose, tomándole de la mano, ayudándolo a subir las es caleras o haciendo que le ayudaba, todo un juego, el juego del amor, comenzando a hacerse ya el amor en el recodo de la escalera o en el ascensor.
Mujeres encontradas al acaso y en el ocaso, en los cafés, en las terrazas, cerca de una vieja iglesia, cuando comenzaba la noche, ella y él envueltos en el frío del invierno. Esos bares donde iban los hombres solitarios como él, y la muchacha acercándose, iniciando una conversación.
—¿Me puede invitar a tomar algo?
Y la muchacha pidiendo luego un poco de dinero para sacar el abrigo del lugar y llamando un taxi, perdiéndose en las avenidas hasta llegar a la casa de ella. Y la ansiedad, la muchacha parecía no terminar nunca de desnudarse, y él dejando sobre ella todo el peso de su soledad.
Recuerda los radios, la roconola, los putales, la cerveza medio fría que se saca de un cajón de hielo y las botellas de aserrín, y la muchacha que necesita un poco de dinero para poner el disco de moda y los chillidos del cantante y el putal que se va poblando de gente hasta que todas las muchachas están “ocupadas” y no hay ninguna “libre” y la burocracia de los escritorios, los empleados de los bancos, de las oficinas, que salían buscando una cerveza, una mujer para desahogar en ella todo el peso y la rutina de la semana.
Recuerda la nieve que cae, el bar con gente que habla otro idioma y el intento, el esfuerzo por encontrar la palabra que es como encontrarse con uno mismo, con un mundo nuevo.
Las mesas blancas y las sillas blancas, con un parasol rojo o verde, las terrazas, la gente que pasa entre las sillas, saludándose. A veces él inicia la conversación:
—¿Está sola? ¿Puedo invitarla a tomar algo?
Ahí estaba siempre la muchacha, sonriente, dando direcciones al viajero impaciente, nervioso.
La primera vez que tomó el metro fue a un enorme mapa que estaba en la pared, un mapa electrónico surcado por todas esas líneas azules que eran las arterias de ese cuerpo, de ese corazón que se llama la ciudad, rutas que iban a todos los lugares.
La ciudad le pareció enorme, porque esas líneas salían de un centro y luego irradiaban a todas partes, líneas que iban a su destino sin efectuar ningún cambio, pasando a través de muchas estaciones y líneas curvas, sinuosas, que daban miles de vueltas antes de llegar a su destino.
Recordaba el enorme mapa con su multitud de luces y la ruta o las rutas que seguía el metro a lo largo de todas esas líneas. Varias veces apretó el botón y automáticamente el mapa se vio cruzado, surcado por muchas líneas, como cuando los fuegos artificiales estallan en el cielo en todas las direcciones, así era cuando apretaba el botón.
En algunas ocasiones se formaba una línea recta que parecía conducirlo sin demora, otras, al presionar el botón, surgían líneas quebradas, como en zig-zag, como ese juego para niños donde hay una infinidad de puntos sobre una página blanca y el niño tiene que ir trazando de punto a punto líneas que le descubrirán un castillo, un rostro de la hada madrina, Caperucita Roja, el lobo, así eran estos puntos del mapa que al unirse con las líneas de la ruta del metro construían como constelaciones: la Osa Mayor, la Vía Láctea, la Cruz del Sur.
Después de cerciorarse más de una vez sobre el mapa cuál era la mejor ruta, bajó las escaleras para comprar el boleto, así fue que vio a la muchacha, o mejor dicho, oyó su voz saliendo de la ventanilla de la caseta que la ocultaba y sólo le permitía ver su pelo rubio. Sólo podía oír su voz, una voz dulce, eso fue lo que le llamó la atención, una voz suave, sin prisa. La muchacha había dicho:
—No, no hay necesidad de trasbordo, el metro va directo. Se baja en la: sexta parada.
Y le había dado el nombre de la estación.
Ahora él iba viendo por la ventanilla los nombres de las paradas del metro, las iba contando mentalmente, no en ese idioma extranjero, sino en su propio idioma, para estar más seguro de no equivocarse, temeroso de pasarla y de verse luego perdido. Iba contando las estaciones. Todo pasaba vertiginosamente ante sus ojos, como dicen que en el momento de morir, en ese instante de morir, pasa la vida de uno delante de sus ojos, en un segundo que son todas las vidas, así de rápido pasaban las estaciones. El metro dentro de los túneles.
Y veía sobre los andenes a unos hombres y mujeres vestidos de azul llevando en sus manos un objeto alargado, luminoso, que movían como dando indicaciones, un código de luces y de gestos, movimientos que daban indicaciones al maquinista, como esos hombres y mujeres en las grandes pistas de los aeropuertos que movían esos mismos objetos luminoso, redondos, largos, que parecían extensiones de sus brazos y que los hombres y mujeres agitaban como astas de molinos para indicar al piloto del avión las maniobras que debían hacerse para despegar o aterrizar. Así eran estos hombres y mujeres haciendo señales en los andenes.
Cuando el metro se detuvo en la cuarta estación se puso más atento, dos paradas más.
El carro donde iba estaba casi vacío. Sólo una pareja de ancianos. El metro se detuvo y entonces distinguió claramente sobre la pared del andén, el nombre de la estación que estaba esperando. Las puertas se abrieron y prácticamente saltó del carro con miedo de no tener el tiempo suficiente, con temor de que el metro no parara o él no dispusiera de la rapidez necesaria para salir.
El metro arrancó y se quedó en el andén mientras los hombres vestidos de azul lo miraban, probablemente ya sabían quién era el extranjero, el vacilante. Había dos salidas y dudó en escoger, se encaminó a una de ellas, pero vio que el rótulo no era el de su calle, debía ser la salida opuesta. Se encaminó lentamente de un extremo a otro y miró el nombre de la calle que buscaba.
En realidad lo único que deseaba era ver la ciudad. Le gustaba levantarse siempre muy de mañana. Siempre que venía a una ciudad lo primero que hacía al día siguiente era levantarse muy de mañana y comenzar a recorrer las calles, las avenidas, a meterse en todos los rincones y recovecos.
Había conocido ciudades, ciudades que perdieron su nombre, restos de ciudades, sepultadas en el olvido, cenizas, tierra, escombros, y luego las ciudades que se construían en el mundo nuevo o nuevo mundo: de vidrio, porcelana, hierro, cemento. Las ciudades cambiaban, pero no los hombres que vivían en ellas. Siempre la angustia en los rostros. Iban a su trabajo, descendían por los ascensores, caminaban por los pasillos de los hoteles, salían o entraban por las puertas giratorias, abrían cerraban puertas, entraban y salían de los teatros, de los cines, tiendas.
Le gustaba viajar pidiendo ayuda en la carretera. Le gustaba ponerse en el camino, levantar su brazo, indicar la dirección, cualquier dirección era buena para él. Este era el mejor medio de conocer a la gente. Estar junto a ellos y conversar. Detenía carros y camiones y preguntaba si podían llevarlo. Así podía hablar con la gente.
—Me encanta tener la experiencia de lo desconocido, comenzaba diciendo, a uno le suceden tantas cosas cuando viaja, uno se vuelve más humano con los viajes y con la gente que encuentra. He aprendido mucho, ahora comprendo cosas que antes me eran difíciles de aceptar. Su país es muy bello, quisiera vivir siempre aquí, pero yo amo los viajes, soy una especie de Ulises, usted sabe, el que anduvo errante más de diez años de isla en isla.
Se recuerda una vez junto al río, se ve de rodillas bebiendo el agua del río. Se levanta y se reclina sobre el árbol. En el azul un ave blanca le llama la atención, le parece suspendida en el espacio como si el tiempo se hubiera detenido, una lámpara ardiendo en el altar del sacrificio, con el tiempo en suspenso, como si el séptimo sello se hubiera abierto y se hubiera hecho un gran silencio así en el cielo como en la tierra.
Se ve agacharse y tomar una piedra. La sopesa y la tira al aire y la deja caer sobre la palma de la mano y cierra con fuerza la mano sintiendo las punzantes aristas y abre la mano y tira de nuevo la piedra al aire sopesándola siempre, tirándola al aire y dejándola caer y cerrando la mano. Se ve guardar la piedra y alejarse del río. Comienza a caminar, el ave sigue ahí, inmóvil.
Se levantó temprano y se bañó lentamente, como deseando que el agua hubiera podido llevarse su lamento, el pesar de lo que pudo haber sido y no fue. Lo que todos esperaban de él. Su propio sueño de juventud. Escogió entre sus viejas corbatas aun sabiendo que sería la corbata ploma con triángulos azul y rojo que le había regalado una muchacha. Olvidado ahora el nombre de la muchacha, del país.
Lo primero que había visto al bajar fue al muchacho que ponía las botellas de leche en las puertas de los apartamentos. Las llevaba colgadas del hombro, en una caja, y las botellas al chocar las unas contra las otras hacían un ruido agudo, que se extendía y acrecentaba. Era el único ruido que se oía a esa hora en el edificio. El muchacho la sacaba con sumo cuidado y las ponía lentamente en el quicio de la puerta. Se agachaba junto a las puertas y luego subía al otro piso. Un ritual de todos los días. Eso fue lo primero que vio al salir.
Subió las escaleras del metro y se encontró de pronto en la luz del día. Se encontró al comienzo de una calle con árboles, de casas con cercas de verjas de hierro. Una cabina telefónica. Vio un quiosco de periódicos desplegados sobre las columnas y paredes del quiosco, incluso, había un periódico todo abierto, pegado a un árbol. Se acercó para leer los titulares: LAS EXPLOSIONES AMENAZAN EL MEDIO AMBIENTE • EL HAMBRE ES UN PELIGRO PARA LA PAZ MUNDIAL • CONTINUA LA GUERRA: MILES DE MUERTOS • LA POLICIA DESCUBRE NIDOS DE TERRORISTAS.
Penetró en el sector de las tiendas lujosas, los elegantes vestidos de noche, las mujeres desde las enormes vitrinas, viéndolo. Ese color marfil, cetrino, ceniciento, que intentaba reproducir inútilmente el color de la vida, una perfección anormal, no como la carne del hombre con manchas, arrugas, sombras, la carne y el color cambiante de la carne por la sangre que corre por todo el cuerpo.
Ahora caminaba por las calles famosas, las que había visto en las revistas y en las guías turistas, las calles que aparecían en los afiches de las agencias de viajes o adornando las oficinas de las compañías aéreas.
Recuerda su país, los buses cargados de gente, subiéndose, bajándose, capacidad cuarenta pasajeros y van noventa, cien, la gente con sus sacos de frijoles, maíz, con sus animales, sus gallinas que’ se encaraman sobre el techo del bus, amarrándoles las patas y tirándolas hacia arriba, un país completamente sub desarrollado o en vías de salir del subdesarrollo o tal vez algo más o algo menos que eso y “avise su parada una cuadra antes de llegar” y la gente que grita haciéndose una bocina con las manos y abriéndose paso a codazos.
Recuerda la única avenida de su ciudad en donde todo el mundo se conoce, se abraza y se llama de acera a acera con el nombre o ‘el apodo. La esquina del banco donde todo el mundo se reúne por la tarde para ver salir a las muchachas y el viento del lago levantando las faldas de las muchachas, la esquina donde todos los rostros son familiares y donde siempre puede hallarse a alguien para conversar o pasar el tiempo.
Aquí son las grandes avenidas resplandecientes, la ciudad más iluminada del mundo como se anuncia en las guías de turismo, y se es un desconocido en medio de la multitud. Pero a él le gustaba todo eso, un hombre de traje gris que trataba de hablar todas las lenguas y conocer todas las patrias, él, que no tenía ninguna.
Caminó toda la mañana y sintió ganas de tomar algo, de entrar en un bar. En una esquina descubrió un café que tenía en la marquesina el nombre de un pájaro mítico y entró, por las ventanas del café podía ver pasar a la gente. Mesas pequeñas, redondas. Una mujer gorda, inmensa, sostiene cuatro o cinco enormes vasos de cervezas en una mano y se abre camino donde los clientes. Un hombre fuma su pipa. La mujer regresa detrás del mostrador, sirve más cerveza, quita la espuma con la mano, o tal vez la sopla, sale por la puertecita del mostrador y sirve de nuevo. Unos hombres juegan a las cartas, otros a los dados. Todo esto le recuerda algo que leyó en una antología comprada en un puesto de libros viejos o libros de viejo. Un poema sobre un café cerca de un muelle, en un puerto, ha olvidado quién lo escribió, pero recuerda el poema letra a letra:
En el café
los hombres entran
asediados por la noche
y por el viento frío.
Miran hacia la puerta cuando alguien llega.
El que viene
va al encuentro de los otros
y se abrazan.
Tú,
apartado, solitario,
los ves, los amas y temes por ellos.
Juegan a las cartas:
aquí está el arquero y el barquero.
Tiran los dados:
los dados cargados
y ellos no lo saben.
Hablan de su vida y de sus cosas
en una lengua extraña que tú comprendes.
Afuera
Nos espera la muerte
Regresa ya de noche a la pensión por la misma ruta que tomó en la mañana. La muchacha sigue ahí, en la caseta. Le ha visto por un momento el rostro, los ojos, y piensa que ella le ha sonreído. De todos modos, él mostró una sonrisa, un gesto amable. Amoroso, tal vez.
Cuando sube la última grada, ya para salir a su calle, todo comienza a serle familiar: el hombre con su venta de revistas, la sastrería donde iría días después para hacerse un sweater con cuello marinero, el estudio fotográfico, la farmacia. Todo le pareció más familiar y se sintió menos aislado, menos solo.
Desde la ciudad donde nació la muchacha le había mandado una tarjeta postal. La muchacha le había hablado mucho de los monumentos, una ciudad amurallada, y quiso visitarla.
Había salido varias veces con la muchacha. No había podido evitar el encuentro. Siempre le pasaba eso. Conocía a una muchacha y aun sabiendo que todo era inútil, que luego tenía que partir, irse, siempre salía con ella.
Desde principio fue honesto. Le dijo que estaba de paso, que no permanecería mucho tiempo en la ciudad. Le dijo a la muchacha que le gustaba mucho, que si quería ella podían salir juntos. Ella había aceptado el trato, no puso ninguna condición, sabía el juego y lo aceptaba, tal vez ella pensó en una lejana posibilidad de que él no se fuera, de que se quedara con ella, de que él terminara su exilio, su destierro, su afán de conocer otros países y otras gentes, de que él dejara de ser un extraño para los demás y para sí mismo.
Un riesgo que ella aceptó. Que ella sabía. Tal vez pensó que con el tiempo lo haría perder esa sensación de ser un extranjero en todas partes, un extraño siempre, aun en medio de aquellos que lo amaban.
Cuando regresó fue un encuentro breve, casi no dijeron palabra. Ella intentó por momentos de retenerlo.
—¿Por qué irte? Le pregunta. ¿Por qué andar de lugar en lugar? ¿Qué buscas?
No tenía nada que decir a la muchacha. ¿Qué excusa dar?
—Piénsalo bien antes de irte —dice ella.
Pero esa fue la última vez que vio a la muchacha, se separaron y él bajó las escaleras. Se abrieron las puertas del metro y fueron pasando las estaciones, se fueron perdiendo las calles empinadas, estrechas, que iban hacia arriba, se perdieron los pequeños cafés, desaparecieron las calles que culebreaban hasta llegar a lo alto de esa iglesia toda blanca donde tanto le gustaba ir, donde subía jadeante, pero alegre, con una alegría que él sabía que no volvería a conocer. Fueron pasando las estaciones, vio los asientos de los carros del metro y los rótulos: RESERVADOS PARA LOS MUTILADOS DE GUERRA Y LOS ANCIANOS, vio pasar las estaciones con los nombres de lugares famosos donde se habían perdido o ganado batallas, donde se había escrito una nueva historia.
El metro que dejaba atrás todo su pasado.
Un lugar de cita donde él la esperaba. Almorzar juntos al aire libre, irse al campo durante un fin de semana. Salir del teatro, del cine, como jóvenes amantes. Se empinaba ella para llegar a los labios de él que la sostenía por la cintura, se iban por las alamedas en la tarde de primavera. Caminaban abrazados, tomados de la mano, bajo las arboledas. Viviendo su amor de cada día, y siempre ella temerosa, sabiendo que un día despertaría sola, otra vez.
Un anochecer junto al río, mirando el cielo, él le habló de todas esas constelaciones que se formaban sobre el mapa eléctrico: la Osa Mayor, la Vía Láctea, la Cruz del Sur y ella se lo imaginó formando todos esos caminos y rutas, bajando escaleras, vacilante ante las salidas.
Siempre que alguien preguntaba una dirección ella levantaba la cabeza esperando verlo. Pero nunca regresó. Nunca.

Mayo-Agosto, 1998

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