DESDE EL INICIO HASTA EL FINAL: LA TRAVESÍA CUENTISTA DE DARÍO
Yo caminaba por este mundo con el alma virgen de toda ilusión.
Era un niño que ni siquiera sospechaba existiera el amor.
Oía a mis compañeros contar sus conquistas amorosas, pero jamás prestaba
impresión a lo que decían y no comprendía nada.
Nunca mi corazón había palpitado amorosamente. Jamás mujer alguna había
conmovido mi corazón, y mi existencia se deslizaba suavemente como cristalino
arroyuelo en verde y florida pradera, sin que ninguna contrariedad viniera a
turbar la tranquilidad de que gozaba.
Mi dicha se cifraba en el cariño de mi madre; cariño desinteresado, puro
como el amor divino.
¡Ah, no hay amor que pueda semejarse al amor de una madre!
Yo quería a mi madre y pensaba que ése era el único amor que existía.
Los días, los meses, los años transcurrían y mi vida siempre era feliz, y
ninguna decepción venía a trastornar la paz de mi espíritu.
Todo me sonreía: todo era placer y ventura en torno mío.
Así pasaba el tiempo y cumplí quince años.
Una noche tuve un sueño. Sueño que tengo grabado en el corazón, y cuyo
recuerdo jamás he podido apartarlo de mi mente.
Soñé que me encontraba en un hermoso campo. El sol iba a ocultarse en el
horizonte, y la hora del crepúsculo vespertino se acercaba.
Por doquiera se veían frondosos árboles de verde ramaje, que parecía
envidiaban su último adiós al astro que desaparecía.
Las flores inclinaban su corola tristes y melancólicas.
Allá a lo lejos, detrás de un pintoresco matorral, se oía el dulce susurrar
de una fuente apacible, en cuyas límpidas aguas se reflejaban mil pintadas
flores que se alzaban en su orilla y que parecía se contemplaban orgullosas de
su hermosura.
Todo allí era tranquilo y sereno. Todo estaba risueño.
Yo me hallaba recostado en un árbol, admirando la naturaleza y recordando
las inocentes pláticas que cuando niño había sostenido con mi madre, en las que
ella con un lenguaje sencillo y convincente, con el lenguaje de la virtud y de
la fe, me hacía comprender los grandes beneficios que constantemente recibimos
del Omnipotente, cuando vi aparecer de entre un bosquecillo de palmeras una
mujer encantadora.
Era una joven hermosa.
Sus formas eran bellísimas.
Sus ojos negros y relucientes, semejaban dos luceros.
Su cabellera larga y negra caía sobre sus blancas espaldas formando gruesos
brillantes tirabuzones, haciendo realzar más su color alabastrino.
Su boca pequeña y de labios de carmín guardaba dentro unos dientes de
perla.
Yo quedé estático al verla.
Ella llegóse junto a mí y púsome una mano sobre la frente.
A su contacto me estremecí. Sentí en mi corazón una cosa inexplicable. Me
parecía que mi rostro abrasaba.
Estuvo mirándome un momento y después con una voz armoniosa, voz de hadas,
voz de ángel, me dijo:
—¡Ernesto!...
Un temblor nervioso agitó todo mi cuerpo al oír su voz. ¿Cómo sabía mi
nombre? ¿Quién se lo había dicho? Yo no podía explicarme nada de esto. Ella
continuó.
—Ernesto, ¿has sentido alguna vez dentro de tu pecho el fuego misterioso del
amor? ¿Tu corazón ha palpitado por alguna mujer?
Yo la miraba con arrobamiento y no pude contestar; la voz expiró en la
garganta y por más esfuerzos que hacía no me fue posible hablar.
—Contestadme, prosiguió ella, decidme una palabra siquiera. ¿Has amado
alguna vez?
Hice otro nuevo esfuerzo y por fin articulé una palabra.
—¿Qué es el amor?, dije.
—¡El amor! ¡Ah! no hay quien pueda explicar el amor. Es necesario sentirlo
para saber lo que es. Es necesario haber experimentado en el corazón su
influencia para adivinarlo. El amor es unas veces un fuego que nos abrasa el
corazón, que nos quema las entrañas, pero que sin embargo nos agrada; otras un
bálsamo reparador que nos anima y nos eleva a las regiones ideales mostrándonos
en el porvenir mil halagüeñas esperanzas. El amor es una mezcla de dolor y de
placer; pero en ese dolor hay un algo dulce y en ese placer nada de amargo. El
amor es una necesidad del alma; es el alma misma.
Al pronunciar estas palabras su rostro había adquirido una belleza
angelical. Sus ojos eran más brillantes aún y despedían rayos que penetraban en
mi corazón y me hacían despertar sensaciones desconocidas hasta entonces para
mí.
Miróme nuevamente y yo extasiado ante su hermosura, subyugado por su
belleza, iba a echarme a sus plantas para decirle que en ese momento empezaba a
sentir todo lo que había dicho, que amaba por la primera vez de mi vida, cuando
ella lanzó un gritó y se alejó apresuradamente yendo a perderse en el
bosquecillo de palmeras de donde la había visto salir momentos antes.
El sol ya se había ocultado completamente, y la noche extendía sus negras
alas sobre el mundo.
La luna se levantaba majestuosa en Oriente y su luz venía a iluminar mi
frente.
Yo quise seguir a la joven, pero al dar un paso caí al suelo, y al caer me encontré
con la cabeza entre las almohadas, mientras que un rayo de sol que penetraba en
la ventana hería mis pupilas, haciéndome comprender toda la realidad.
¡Todo había sido una alucinación de mi fantasía!
Esta fue la primera impresión que recibí y nunca se ha borrado de mi
corazón.
Desde entonces yo camino por este mundo en busca de la mujer de mi sueño y
aún no la he encontrado. Esta es la causa por la que me ves, amigo Jaime,
siempre triste y sombrío. Pero yo no desespero; ha de llegar un día en que se
presentará ante mi paso. Ese día será el más feliz de mi vida: más feliz que
aquellos que pasaba al lado de mi madre y en medio de la inocencia.
Esta fue la relación que una vez me hizo mi amigo Ernesto y yo la publico
hoy, seguro de que no disgustará a las simpáticas lectoras ni a los bondadosos
lectores de El Ensayo.
JAIME JIL*
*Uno de los seudónimo de Rubén Darío para suscribir sus colaboraciones a El
Ensayo
A LAS ORILLAS DEL RHIN
A las orillas del Rhin, bajo el brumoso cielo de Alemania, existen aún las
ruinas de un viejo castillo feudal. Unas cuantas paredes grietosas han quedado
de los macizos torreones; ahí está el foso también cerrado, y aún se advierten
vestigios de la ventana por donde salió la linda Marta de los ojos azules.
¡Ah!, ésta es una historia muy bonita. Estáme atenta, Adela, tú que eres
tan amiga de los cuentos preciosos; sobre todo de aquellos en que resplandece
el amor y refrescan el espíritu con la dulzura de sus encantos.
El blasón del caballero Armando luce una mano de hierro y un castillo en
campo de azur; la razón de esto es que, andando de caza el rey Othón cabalgando
en un briosísimo potro, desbocósele la caballería y en carrera veloz llevólo
hasta la orilla de un precipicio, y habría seguramente perecido el monarca si
el brazo nervudo del caballero Armando, que a buena sazón cercano se
encontraba, no le da apoyo dominando al bruto y sacando al poderoso señor del
peligro de una muerte segura.
Es, pues, el caballero Armando la flor de los valientes y la nata de los
nobles mancebos de su país. Joven aún, se ha ajustado la armadura y ha empuñado
la lanza y se ha arrojado a reñidísimos combates. Bello es su rostro delicado
al par que varonil; y a esa envidiable gallardía reúne un corazón de fuego y
una inteligencia singular. Que es de verle, sobre los lomos de su caballo,
fuerte como un roble y airoso y elegante con la lanza en la cuja y el escudo en
el brazo siniestro, mientras que el corcel, crespando las espesas crines,
caracolea como orgulloso de la carga que lleva, que tan preciada es.
Presea de la corte de Othón es la garrida Marta, ante cuya belleza rinden
tributos de admiración todos los que llegan a mirarla. En su cabellera, rubia
como la aurora, dejan los amorcillos exquisitas gracias prendidas de los
bucles; en sus azules ojos chispean llamas misteriosas que denuncian la hoguera
de un corazón ardiente; en sus mejillas hicieron consorcio las rosas y los
jazmines, y de su boca, clavel entreabierto, manan deliciosos aromas y palabras
de miel…
Su padre, viejo de setenta años, es uno de los que componen el Consejo de
doce ancianos que deliberan en el palacio de Othón. Grande es la influencia que
este antiguo ejerce en el ánimo del rey; y siempre su palabra fue oída con
respeto por todos, que al par de su experiencia se levantaba su sabiduría.
Había dado muerte en tiempos pasados, y en duelo terrible, a un noble germano
con quien rivalidades especiales le pusieron en discordia. Este noble germano
que sucumbió en lucha con el padre de Marta, éralo del caballero Armando.
La linda Marta vió una vez en la corte al caballero Armando y quedó
prendada de su gallardía. El mancebo por su parte, al contemplar las singulares
gracias de la hermosa, adamado quedó de la altiva rica fembra.
Cayóse del pecho de la dama una flor que prendida llevaba, y, viéndola el
caballero, corre, toma la flor, y en un arrebato y locura incomprensibles la
besa antes de ponerla en manos de su elevada dueña. Toda ruborosa y confundida,
Marta no se dió cuenta de aquel percance y, bajando los ojos, las tintas de la
flor de granada tiñeron su faz. Arrugó el entrecejo el anciano padre de la
doncella y lanzó al joven una mirada terrible. Al día siguiente Marta había
desaparecido de la corte. El viejo se la había llevado a un castillo que tenía
en un feudo de las riberas del Rhin.
Desesperado el caballero Armando no se daba un punto de descanso y por
todas partes inquiría el paradero de su dulce amor. Llegóse a las gradas del
trono del soberano y le dijo así:
—Señor, vos sois poderoso y conocéis mí afecto para vos; he defendido
vuestros reinos, os he servido como bueno y creo merecer vuestras gracias y
tener derecho a demandaros favores. Habéis de saber, señor, que yo amo a la
hija del matador de mi padre, ella me ama también, porque, aunque sus labios no
me lo han dicho, sus ojos no me han mentido. Pero su padre se opone a esta
pasión; y con la más ligera muestra que de mi amor he dado a la doncella, y que
él ha visto, hásela llevado no se sabe dónde para que a mis miradas esté
escondida. Haced, señor, que el duro acero de la voluntad del anciano se doble
al peso de vuestra palabra; y si lograseis darme la posesión de mi amada,
imaginaros cómo sería para vos mi gratitud, que soy, no lo dudéis, el más fiel
de todos vuestros numerosísimos vasallos.
Larga pieza estuvo el rey silencioso y pensativo, después de escuchar el
discurso de Armando; pero, rompiendo la valla de su silencio, respondió al
joven de esta manera:
—Yo os aseguro ¡oh valiente y noble caballero! que es empresa difícil el
domeñar los sentimientos de ese anciano funesto para vos. Yo propio le hablaré,
y si mi poderío no alcanza a doblegar su firmeza, abandonad el seguimiento de
vuestro propósito. Mil mujeres hermosas son gala de mi corte; escoged entre
todas una que os haga olvidar a la que os ha tomado esclavo de sus bellezas;
pues juzgo inquebrantable la resolución del primer anciano de mi Consejo.
Desconsolado se retiró el caballero Armando, y el rey meditabundo quedóse
en su trono.
Al día siguiente volvió el joven donde Othón; y éste, pesaroso, le dijo que
la voluntad inquebrantable del viejo era impedir de todos modos el amor de
Armando y de su hija. Armando aparejó su caballería, y sin rumbo lanzó su
corcel a todo escape, hiriéndole los ijares con las agudas espuelas.
En un castillo que en su barbacana ostenta el blasón del dueño cuyo es, hay
una ventana que da al río caudaloso, y a la que se asoma la linda Marta,
cautiva de su padre, a llorar todas las tardes su perdido amor, cuando el sol
pinta de vivos colores la nieve que corona las altas montañas, y refleja sus
opacas luces en la corriente ancha del Rhin. Apoyada en el alféizar, brota
lágrimas la dolorida enamorada y piensa en el caballero que le robó el corazón,
interrumpida sólo por el ruido de las barcas de los pescadores que al son del
remo echan sus redes a la luz de la tarde. En una muy apacible, estaba la
doncella triste mirando las aguas y derramando lloro, cuando diole un vuelco el
corazón al ver aparecer entre los árboles de la opuesta orilla un caballero
armado de todas armas, al parecer errante y a la ventura, que al mirar en la
ventana a la bella joven dió muestras del más vivo gusto, y alzándose la visera
que le cubría el rostro, lanzó un grito de intenso placer. Poco faltó para que
presa de un desmayo se viese Marta, pues reconoció en aquel caballero al gentil
y valeroso Armando. Fuese éste a la choza cercana de un pescador y pidióle
hospedaje, que le fue concedido; y a los últimos rayos del sol, escribió con la
punta de un puñal en la corteza de un árbol ciertas palabras. Ajustó a una
flecha la corteza en que había escrito, y poniendo en comba el arco, lanzó el
hierro, que fue a clavarse en la madera de la ventana. Una mano blanca y
delicada tomó la flecha, y unos ojos azules y húmedos leyeron en la corteza
algo que era un anuncio de libertad.
Más de la medianoche sería cuando de la choza del pescador en que estaba el
caballero Armando salieron dos personas; se dirigieron a una barca, y ya en
ella, moviendo los remos silenciosamente, surcaron las aguas del río, y
llegaron hasta tocar el grueso y mojado paredón de la fortaleza feudal.
Irguióse uno de los que iban en la barca y dió un silbido que imitó el de un
pájaro. Inmediatamente se abrió la ventana del castillo, y a lo largo del muro
se extendió una escala de seda; por ella subió el que había silbado y después
bajó con una carga preciosa que depositó en la embarcación.
—¡Armando!
—¡Marta!
Se oyó el ruido de un beso; y, siguiendo la corriente del caudaloso Rhin,
se deslizó la barca ligera y silenciosa.
Ya comprenderás, Adela, que los tres que van a merced de las aguas no son
otros que el caballero Armando, la linda Marta y el pescador.
Poco después de la fuga de los amantes, turbó el silencio del castillo una
algazara espantosa; los halconeros enanos y rechonchos gritaban, los siervos de
la mesnada corrían de un lugar a otro, y el guardián del recinto, viejo
escudero del padre de Marta, buscando por todas partes a la doncella, repartía
a todos ellos sendos golpes.
Viendo que no se hallaba en el castillo, y habiendo advertido en la ventana
la escala de seda, mandó echar embarcaciones al río; y él y todos los guardias
de las torres se lanzaron en persecución del raptor y de la dama.
La aurora rubicunda empezaba a abrir sus párpados sonrosados y a enseñar el
encanto de su lindo rostro, y a vestir de luz la copa de los altos pinos de los
bosques. ¡Allá va el esquife de los amantes! Boga, boga, remero, que a lo lejos
se distinguen unas barcas, y quizá son perseguidores de los enamorados.
En dulce coloquio embriagador y radiantes de pasión iban Marta y Armando el
caballero, cuando se miraron de pronto rodeados de las gentes del castillo que
en su busca iban.
—¡Teneos! —gritó el celoso guardián alzando un venablo y apuntando al
caballero.
—¡Boga! ¡Boga, remero! —decía aquél apretando contra su pecho a la hermosa
joven, que, toda asustada, temblaba como una hoja al soplo del viento.
Lanzó el hierro el guardián furioso contra el valiente joven, con gran
fuerza; mas resbalando por la fina coraza del armado caballero, fue a clavarse
en el blanco seno de la linda Marta.
Un grito de horror salió de todos los pechos.
De la roja herida brotó un chorro purpúreo; y pálida y moribunda,
abrazándose al mancebo, sólo pudo decir la desgraciada doncella:
—¡Amor mío!...
Ciego, loco y arrebatado, el joven Armando la estrechó fuertemente, le dió
un beso en la boca y díjole así:
—Ya que nuestro amor no pudo ser en la tierra, yo te seguiré para que sea
en el cielo.
Después la alzó en sus brazos y se precipitó con ella en el río. Las aguas
tranquilas recibieron a los amantes, se tiñeron de sangre, luego... no se vió
nada más.
Algún tiempo después murió el anciano padre de Marta encerrado en su
castillo; y los trovadores hallaron buen asunto en el suceso para cantar
baladas a las lindas mujeres.
Sólo quedan ruinosos vestigios de la feudal mansión; y el recuerdo de
aquellos hechos corre de boca en boca entre los habitantes de la brumosa
Germania.
Éste es, graciosa Adela, el cuento que te había ofrecido; vago y nebuloso
como las orillas del Rhin.
BOUQUET
La linda Stela, en la frescura de sus quince abriles, pícara y risueña,
huelga por el jardín acompañada de una caterva bulliciosa.
Se oye entre las verduras y los follajes trisca y algazara. Querubines de
tres, de cuatro, de cinco años, chillan, aturden y cortan ramos florecidos.
Suena en el jardín como un tropel de mariposas o una alegre bandada de
gorriones.
De pronto se dispersan. Cada chiquilla busca su regazo. Stela da a cada
cual un dulce y una caricia; besa a su madre, y luego viene a mostrarme, toda
encendida y agitada, el manojo de flores que ha cogido.
Sentada cerca de mí, tiene en las faldas una confusión de pétalos y de
hojas. Allí hay un pedazo de iris hecho trizas. Es una muchedumbre de colores y
una dulce mezcla de perfumes.
Aquella falda es una primavera.
Stela, flor viva, tiene en los labios una rosa diminuta. La púrpura de la
rosa se avergüenza de la sangre de la boca.
Por fin me dijo:
—Y bien, amigo mío, usted me ha ofrecido acompañarme en mi revista de
flores. Cumpla usted. Aquí hay muchas; son preciosas. ¿Qué me dice de esta
azucena? ¡Vaya! ¡Sirva usted de algo!
Empezamos por esa reina, la rosa. ¡Viejo Aquiles Tacio! Bien dices que si
Jove hubiera de elegir un soberano de las flores, ella sería la preferida, como
hermosura de las plantas, honra del campo y ojo de Flora.
Hela aquí. Sus pétalos aterciopelados tienen la forma del ala de un
amorcillo. En los banquetes de los antiguos griegos, esos pétalos se mezclaban
en las ánforas con el vino. ¡Aquí Anacreonte, el dulce cantor de la vejez
alegre! Ámbar de los labios, la dice, gozo de las almas. Las Gracias la
prefieren, y se adornan con ella en el tiempo del amor. Venus y las Musas la
buscan por valiosa y por garrida. La rosa es como la luz en las mesas. De rosa
son hechos los brazos de las ninfas y los dedos de la aurora. A Venus, la
llaman los poetas rósea.
Luego, el origen de la reina de las flores.
Cuando Venus nació en las espumas, cuando Minerva salió del cerebro del
padre de los dioses, Cibeles hizo brotar el rosal primitivo.
Además ¡oh Stela! has de convencerte de que es ella la mejor urna del
rocío, la mejor copa del pájaro y la rival más orgullosa de tus mejillas
rosadas.
Esa que has apartado y que tanto te gusta vino de Bengala, lugar de sueños,
de perlas, de ojos ardientes y de tigres formidables. De allí fue traída a Europa
por el muy noble lord Mac-Artenny, un gran señor amigo de las flores —como tú y
como yo.
Junto a la rosa has puesto a la hortensia, que se diría recortada de un
trozo de seda, y cuyo color se asemeja al que tienes en las yemas de tus dedos
de ninfa.
La hortensia lleva el nombre de la hija de aquella pobre emperatriz
Josefina, por razón de que esta gran señora tuvo la primera flor de tal especie
que hubo en Francia.
La hortensia es hoy europea, por obra del mismo lord galante de la rosa de
Bengala.
Ahí está el lirio, blanco, casi pálido: ¡graciosa flor de la pureza!
Los bienaventurados, ante el fuego divino que emerge el trono de Dios,
están extáticos, con su corona de luceros y su rama de lirio.
Es la melancólica flor de las noches de luna. ¡Dícese, Stela, que hay
pájaros románticos que en las calladas arboledas cantan amores misteriosos de
estrellas y de lirios!...
¡Está aquí la no-me-olvides!
Flor triste, amiga, que es cantada en las lieder alemanas.
Es una vieja y enternecedora leyenda.
Ella y él, amada y amado, van por la orilla de un río, llenos de ilusiones
y de dicha.
De pronto, ella ve una flor a la ribera, y la desea. Él va, y al cortarla,
resbala y se hunde en la corriente. Se siente morir, pero logra arrojar la flor
a su querida, y exclama: —¡No me olvides!
Ahí las lieder.
Es el dulce vergiss mich nicht de los rubios alemanes.
Déjame colocar enseguida la azucena. De su cáliz parece que exhala el
aliento de Flora.
¡Flor santa y antigua! La Biblia está sembrada de azucenas. El Cantar de
los cantares tiene su aroma halagador.
Se me figura que ella era la reina del Paraíso. En la puerta del Edén, debe
de haberse respirado fragancia de azucenas.
Suiza tiene la ribera de sus lagos bordada de tan preciadas flores. Es la
tierra donde más abundan.
Aquí la camelia ¡oh, Margarita! blanca y bella y avara de perfume.
Está su cuna allá en Oriente, en las tierras de China. Nació junto al
melati perfumado. Sus pétalos son inodoros. Es la flor de aquella pobre María
Duplessys, que murió de muerte, y que se apellidó La dama de las camelias.
A principios de este siglo un viejo religioso predicaba el Evangelio en
China. Por santidad y ciencia, aquel sacerdote era querido y respetado. Pudo
internarse en incultas regiones desconocidas. Allí predicó su doctrina y ensanchó
su ciencia. Allí descubrió la camelia, flor que ha perpetuado su nombre.
El religioso se llamaba el reverendo Padre Camelin.
¿También azahares?
Es la flor de la castidad. Es la corona de las vírgenes desposadas. Hay una
bendición divina en la frente que luce esa guirnalda de las felices bodas.
La santa dicha del hogar recibe a sus favorecidos en el dintel de su templo
con una sonrisa del cielo y un ramo de azahares.
Debes gustar de las lilas, Stela. Tienen algo de apacible, con su leve
color morado y su agradable aroma, casi enervador.
Las lilas son de Persia, el lejano país de los cuentos de hadas.
Su nombre viene del persa lilang, que significa azulado.
Fue llevada la bella flor a Turquía, y allí se llamó lilae.
En tiempo del rey cristianísimo Luis decimocuarto, Noite, su embajador,
llevó a Francia la lila.
¡Es una dulce y simpática flor!
Veo que me miras entre celosa y extrañada, por haber echado en olvido a tu
preferida.
Deja, deja de celos y de temores; que, en verdad te digo, niña hermosa,
desdeñaría todas las rosas y azucenas del mundo por una sola violeta.
Pon a un lado, pues, todas las otras flores, y hablemos de esta amada
poderosa.
Bajo su tupido manto de hojas, la besa el aire a escondidas. Ella tiembla,
se oculta, y el aire, y la mariposa, y el rayo de sol, se cuelan por ramajes y
verdores y la acarician en secreto.
Al primer rumoreo de la aurora, al primer vagido del amanecer, la violeta
púdica y sencilla da al viento que pasa su perfume de flor virgen, su
contingente de vida en el despertamiento universal.
Hay una flor que la ama.
El pensamiento es el donoso enamorado de la violeta.
Si está lejos, le envía su aroma; si cerca, confunde sus ramas con las de
ella.
Y luego, amiga mía, juntas van ¡flores del amor y del recuerdo! en el ojal
de la levita, frescas y nuevas, acabadas de cortar, o van secas, entre las
hojas santinadas del devocionario que abren blancas y finas manos, y leen ojos
azules como los de Minerva, o negros y ardientes, Stela, ¡como esos ojos con
que me miras!...
CARTA DEL PAÍS AZUL
Paisajes de un cerebro
¡Amigo mío! Recibí tus recuerdos, y estreché tu mano de lejos, y vi tu
rostro alegre, tu mirada sedienta, tus narices voluptuosas que se hartan hoy de
perfume de campo y de jardín, de hoja verde y salvaje que se estruja al paso, o
de pomposa genciana en su macetero florido. ¡Salud!
Ayer vagué por el país azul. Canté a una niña; visité a un artista; oré,
oré como un creyente en un templo, yo el escéptico; y yo, yo mismo, he visto a
un ángel rosado que desde su altar lleno de oro, me saludaba con las alas. Por
último, ¡una aventura! Vamos por partes.
¡Canté a una niña!
La niña era rubia, esto es, dulce. Tú sabes que la cabellera de mis hadas
es áurea, que amo el amarillo brillante de las auroras, y que ojos azules y
labios sonrosados tienen en mi lira dos cuerdas. Luego, su inocencia. Tenía una
sonrisa castísima y bella, un encanto inmenso. Imagínate una vestal impúber,
toda radiante de candidez, con sangre virginal que le convierte en rosas las
mejillas.
Hablaba como quien arrulla, y su acento de niña, a veces melancólico y
tristemente suave, tenía blandos y divinos ritornelos. Si se tornase flor, la
buscaría entre los lirios; y entre éstos elegiría el que tuviera dorados los
pétalos, o el cáliz azul. Cuando la vi, hablaba con un ave; y como que el ave
le comprendía, porque tendía el ala y abría el pico, cual si quisiera beber la
voz armónica. Canté a esa niña.
Visité a un artista, a un gran artista que, como Mirón su discóbolo, ha
creado su jugador de chueca. Al penetrar en el taller de este escultor,
parecíame vivir la vida antigua; y recibía, como murmurada por labios de
mármol, una salutación en la áurea lengua jónica que hablan las diosas de
brazos desnudos y de pechos erectos.
En las paredes reían con su risa muda las máscaras, y se destacaban los
relieves, los medallones con cabezas de serenos ojos sin pupilas, los frisos
cincelados, imitaciones de Fidias, hasta con los descascaramientos que son como
el roce de los siglos, las metopas donde blanden los centauros musculosos sus lanzas;
y los esponjados y curvos atamos, en pulidos capiteles de columnas corintias.
Luego, por todas partes estatuas; el desnudo olímpico de la Venus de Milo y el
desnudo sensual de la de Médicis, carnoso y decadente; figuras escultóricas
brotadas al soplo de las grandes inspiraciones; unas soberbias, acabadas,
liricamente erguidas como en una apoteosis, otras modeladas en la greda húmeda,
o cubiertas de paños mojados, o ya en el bloque desbastado, en su forma
primera, tosca y enigmática; o en el eterno bronce de carne morena, como hechas
para la inmortalidad y animadas por una llama de gloria. El escultor estaba
allí, entre todo aquello, augusto, creador, con el orgullo de su traje lleno de
yeso y de sus dedos que amasaban el barro. Al estrechar su mano, estaba yo tan
orgulloso como si me tocase un semidiós.
El escultor es un poeta que hace un poema de una roca. Su verso chorrea en
el horno, lava encendida, o surge inmaculado en el bloque de venas azulejas,
que se arranca de la mina.
De una cantera evoca y crea cien dioses. Y con su cincel destroza las
angulosidades de la piedra bronca y forma el seno de Afrodita o el torso del
padre Apolo. Al salir del taller, parecióme que abandonaba un templo.
Noche. Vagando al azar, di conmigo en una iglesia. Entré con desparpajo;
mas desde el quicio ya tenía el sombrero en la mano, y la memoria de los
sentidos me llenaba y todo yo estaba conmovido. Aún resonaban los formidables y
sublimes trémoles del órgano. La nave hervía. Había una gran muchedumbre de
mantos negros; y en el grupo extendido de los hombres, rizos rubios de niño,
cabezas blancas y calvas; y sobre aquella quietud del templo, flotaba el humo
aromado, que de entre las ascuas de los incensarios de oro emergía, como una
batista sutil y desplegada que arrugaba el aire; y un soplo de oración pasaba
por los labios y conmovía las almas.
Apareció en el púlpito un fraile joven, que lucía lo azul de su cabeza
rapada, en la rueda negra y crespa de su cerquillo. Pálido, con su semblante
ascético, la capucha caída, las manos blancas juntas en el gran crucifijo de
marfil que le colgaba por el pecho, la cabeza levantada, comenzó a decir su
sermón como si cantara un himno. Era una máxima mística, un principio religioso
sacado del santo Jerónimo: Si alguno viene a mí, y no olvida a sus padres,
mujer e hijos y hermanos, y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo; y el
que se aborrece a sí mismo en este mundo, para una vida eterna se guarda. Había
en sus palabras llanto y trueno; y sus manos al abrirse sobre la muchedumbre parecían
derramar relámpagos. Entonces, al ver al predicador, la ancha y relumbrosa
nave, el altar florecido de luz, los cirios goteando sus estalactitas de cera;
y al respirar el olor santo del templo, y al ver tanta gente arrodillada, doblé
mis hinojos y pensé en mis primeros años: la abuela, con su cofia blanca y su
rostro arrugado y su camándula de gordos misterios; la catedral de mi ciudad,
donde yo aprendí a creer; las naves resonantes, la custodia adamantina, y el
ángel de la guarda, a quien yo sentía cerca de mí, con su calor divino,
recitando las oraciones que me enseñaba mi madre. Y entonces oré. ¡Ore, como
cuando niño juntaba las manos pequeñuelas!
Salí a respirar el aire dulce, a sentir su halago alegre, entre los álamos
erguidos, bañados de plata por la luna llena que irradiaba en el firmamento,
tal como una moneda argentina sobre una ancha pizarra azulada llena de clavos
de oro. El asceta había desaparecido de mí: quedaba el pagano. Tú sabes que me
place contemplar el firmamento para olvidarme de las podredumbres de aquí
abajo. Con esto creo que no ofendo a nadie. Además, los astros me suelen
inspirar himnos, y los hombres, yambos. Prefiero los primeros. Amo la belleza,
gusto
desnudo; de las ninfas de los bosques, blancas y gallardas; de Venus en su
con. y de Diana, la virgen cazadora de carne divina, que va entre su tropa de
g. con el arco en comba, a la pista de un ciervo o de un jabalí. Sí, soy pa:
Adorador de los viejos dioses, y ciudadano de los viejos tiempos. Yo me in
ante Júpiter porque tiene el rayo y el águila; canto a Citerea porque está
desnuda y protege el beso de dos bocas que se buscan; y amo a Pan porque, como
yo, es aficionado a la música y a los sonoros ditirambos, junto a los
riachuelos armoniosos, donde triscan las náyades, la cadera sobre la linfa, el
busto al aire, todas sonrosadas al beso fecundo y ardiente del gran sol. En
cuanto a las mujeres, las amo por sus ojos que ponen luz en el alma de los
hombres; por sus líneas curvas, por sus fuertes aromas de violetas y por sus bocas
que parecen rosas. Otros busquen las alcobas vedadas, los lechos prohibidos y
adúlteros, los amores fáciles; yo me arrodillo ante la virgen que es un alba, o
una paloma, como ante una azucena sagrada, paradisíaca. ¡Oh, el amor de las
torcaces! En la aurora alegre se saludan con un arrullo que se asemeja al
preludio de una lira. Están en dos ramas distintas y Céfiro lleva la música
trémula de sus gargantas. Después, cuando el cenit llueve oro, se juntan las
alas y los picos, y el nido es un tálamo bajo el cielo profundo y sublime, que
envía a los alados amantes su tierna mirada azul.
Pues bien, en un banco de la Alameda me senté a respirar la brisa fresca,
saturada de vida y de salud, cuando vi pasar una mujer pálida, como si fuera
hecha de rayos de luna. Iba recatada con manto negro. La seguí. Me miró fija
cuando estuve cerca, y ¡oh, amigo mío! he visto realizado mi ideal, mi sueño,
la mujer intangible, becqueriana, la que puede inspirar rimas con sólo sonreír,
aquella que cuando dormimos se nos aparece vestida de blanco, y nos hace sentir
una palpitación honda que estremece corazón y cerebro a un propio tiempo. Pasó,
pasó huyente, rápida, misteriosa. No me queda de ella sino un recuerdo; más no
te miento si te digo que estuve en aquel instante enamorado; y que cuando bajó
sobre mí el soplo de la media noche, me sentí con deseos de escribirte esta
carta, del divino país azul por donde vago, carta que parece estar impregnada
de aroma de ilusión; loca e ingenua, alegre y triste, doliente y brumosa; y con
sabor a ajenjo, licor que como tú sabes tiene en su verde cristal el ópalo y el
sueño.
EL AÑO QUE VIENE SIEMPRE ES AZUL
«El año que viene siempre es azul». Así dije en una de las semanas
anteriores, y no habría creído que mi frase fuera la causa de una dulce confidencia
de mujer.
El año que viene suele ser gris, lectoras, y para vosotras escribo esta
demostración de ello. Sencillamente, una historia referida por una asidua amiga
de El Heraldo, historia melancólica quizá, seguramente verdadera, y que bien
pudiera ser la motivadora de una serie de sonetos, escrita por cualquier
nervioso que conozca el ritmo y la prosodia y sea un poco soñador. La historia
es ésta.
Había una vez una niña rubia, que muy fácilmente hubiera nacido paloma o
lirio, por causa de una dulce humedad que hacía los ojos adorables y una
blancura pálida que hacía su frente casi luminosa y paradisíaca.
Cuando esta niña destrenzaba sus cabellos, el sol empapaba de luz las
hebras, y cuando se asomaba a la ventana, que daba al jardín, las abejas confundían
sus labios con una fresca centifolia.
Tanta hermosura habría provocado la factura de gruesos cuadernillos de
madrigales; pero el padre, hombre sesudo, tenía la excelente idea de no dejar
acercarse a su hija a los poetas.
Llegó el tiempo de la primavera en el primer año en que la hermosa niña
vestía de largo. Por primera vez pensó al ver el azul del cielo, una tarde
misteriosa, en que sus oídos escucharían con placer un amoroso ritornelo y en
que no está de más un bozo de seda y oro sobre un labio sonrosado.
Después de la primavera con sus revelaciones ardientes llegó el verano,
todo calor, despertando los gérmenes, poniendo oro en las espigas, caldeando la
tierra con su incendio.
La niña había encontrado el bozo rubio sobre una boca roja; pero no en el
salón, en la gran capital, sino a la orilla del mar inmenso, lleno de ondas
pérfidas como las mujeres, según Shakespeare, en el puerto donde por la ley del
verano llegó la niña que empezaba a despertar a la vida de los deseos amorosos,
con los anhelos de una adolescencia en flor.
Tiempo. Los amantes —no os extrañéis, lectoras, ¡y qué os habéis de
extrañar!— se comprendieron en un día en que una misma vibración de luz hirió
sus pupilas. Una mirada —y esto es lugar común en asuntos de amor— es una
declaración.
¡Oh, se amaron mucho! Él era joven, virgen el alma como ella. Fue aquello
una sublime confidencia mutua, un desgarramiento de los velos íntimos del alma,
un «yo te amo» pronunciado por dos bocas en silencio, pero cuyo eco resonó en
los dos pechos a la vez.
Se hablaban de lejos con flores. Lengua perfumada y místicamente deliciosa.
Una azucena sobre el seno de ella era un mensaje; un botón de rosa en el ojal
de la levita de él, era un juramento.
El viento del mar, propicio a los enamorados, les favorecía llevando los
suspiros de uno y otro. La naturaleza y el sueño tienen ciertos mensajeros para
los corazones que se aman. Un ave puede muy bien llevar un verso, y a Puck,
hecho mariposa, le es permitido entregar, sin ruido ni deslumbramiento, un beso
de un amado a una amada, o viceversa.
Aquellos amores de lejos fueron profundísimos. En el alma de él había un
sol y en la de ella un alba.
Pero el verano partía.
El viejo invierno, con la cabellera blanca de nieve, anunciaba su llegada.
La niña debía partir a la ciudad, al salón donde aparecería por primera vez
a los ojos de todos, señorita hecha, con crujidor traje de raso, de esos en que
ríe la luz.
Y partió. Pero llevando consigo —¡caso casi increíble!— toda la inefable
ilusión que le había llenado el alma en su despertamiento.
El quedó en la vida de la esperanza, agitado, conmovido y soñando en el año
venidero.
— ¡El año que viene siempre es azul! —pensaría.
La hermosura encontró admiración en la gran capital. Su mano fue solicitada
por muchos pretendientes. Pero aquel corazón de mujer fiel y rara tenía su
compañero aquí, junto al gran Océano, donde sopla un viento salado y hay ondas
pérfidas, como las mujeres, según el poeta inglés.
Y pensaba —¡ella también!— en la dicha del año que viene, del año azul.
Pero Dios dispone unas tristezas tan hondas, que hacen meditar en su infinito
amor de abuelo para con los hombres, a veces incomprensible. La dulce niña se
volvió tísica.
De su opulencia, en medio de riqueza y lujo, de sedas, oro y mármol, se la
llevó la muerte, como quien arranca una flor de un macetero.
¡La pálida estrella! Aquel encanto se hundió en la sepultura, y la corona
de azahares y el velo blanco fueron para la tierra.
La lectora de El Heraldo que me ha referido esta historia fue confidente de
la muerta enamorada.
Le reveló su amor al morir y cerró los ojos para siempre, pensando en el
amado, que era casi un adolescente, con su sedoso bozo y su primera pasión. Y
la narradora agregó:
—¡Oh! Ese joven es hoy un escéptico y un corazón de hielo. El año que vino
fue para él negro.
—¡Sí, pero para ella siempre fue azul. Voló a ser rosa celeste, alma
sagrada, donde debe de existir el ensueño como realidad, la poesía como
lenguaje y como luz el amor!
ARTE Y HIELO
Imagináosle en medio de su taller, el soberbio escultor, en aquella ciudad
soberbia. Todo el mundo podía verle alto, flaco, anguloso, con su blusa
amarilla a flores rojas, y su gorro ladeado, entre tantas blancas desnudeces,
héroes de bronce, hieráticos gestos y misteriosas sonrisas de mármol. Junto a una
máscara barbuda, un pie de ninfa o un seno de bacante, y frente a un medallón
moderno, la barriga de un Baco, o los ojos sin pupilas de una divinidad
olímpica.
Imagináosle orgulloso, vanidoso, febril, ¡pujante!
Imagináosle esclavo de sus nervios, víctima de su carne ardiente y de su
ansiar profundo, padre de una bella y gallarda generación inmóvil, que le
rodeaba y le inspiraba, y pobre como una rata.
¡Imagináosle así!
Villanieve era un lugar hermoso —inútil, inútil, ¡no le busquéis en el
mapa!—donde las mujeres eran todas como diosas, erguidas, reales, avasallantes
y también glaciales. Muy blancas, muy blancas, como cinceladas en témpanos, y
con labios muy rojos que rara vez sonreían. Gustaban de las pedrerías y de los
trajes opulentos; y cuando iban por la calle, al ver sus ademanes candentes,
sus cabezas rectas y sus pompas, se diría el desfile de una procesión de
emperatrices.
En Villanieve estaba el escultor, grande y digno de gloria; y estaba ahí,
porque al hombre, como al hongo, no le pide Dios elección de patria. Y en
Villanieve nadie sabía lo que era el taller del escultor, ¡aunque muchos le
veían!
Un día el artista tuvo un momento de lucidez, y viendo que el pan le
faltaba que el taller estaba lleno de divinidades, envió a una de tantas a
buscar pan a la calle.
Diana salió y, con ser casta diva, produjo un ¡oh! de espanto en la
ciudad.
¿Y era posible que el desnudo fuese un culto especial del arte?
¡Qué! Y esa curva saliente de un brazo, y esa redondez del hombro y ese
vientre, ¿no son una profanación? Y luego:
—¡Dentro! ¡Dentro! ¡Al taller de donde ha salido!
Y Diana volvió al taller con las manos vacías.
El escultor se puso a meditar en su necesidad.
¡Buena idea! ¡Buena idea!, pensó.
Y corrió a una plaza pública donde concurrían las más lindas mujeres y los
hombres mejor peinados, que conocen el último perfume de moda; y ciertos viejos
gordos que parecen canónigos y ciertos viejos flacos que cuando andan parece
que bailan un minué. Todos con los zapatos puntiagudos y brillantes y un mirar
de ¿qué se me da a mí? bastante inefable.
Llegóse al pedestal de una estatua y comenzó:
—Señores: yo soy fulano de tal, escultor orgulloso, pero muy pobre. Tengo
Venus desnudas o vestidas.
Os advertiré que yo amo el desnudo. Mis Apolos no os desagradarán, porque
tienen una crin crespa y luminosa de leones sublimes y en las manos una
crispatura que parece que hace gemir el instrumento mágico y divino. Mis Dianas
son castas, aunque os pese. Además, sus caderas son blandas colinas por donde
desciende Amor, y su aire, cinegético. Hay un Néstor de bronce y un Moisés tan
augusto como el miguelangelino. Os haré Susanas bíblicas como Hebes
mitológicas, y a Hércules con su maza y a Sansón con su mandíbula de asno.
Curva o recta, la línea viril o femenina se destacará de mis figuras, y habrá
en las venas de mis dioses blancos, icor, y en el metal moreno pondrá sangre mi
cincel.
Para vosotras, mujeres queridas, haré sátiros y sirenas, que serán la joya
de vuestros tocadores.
Y para vosotros, hombres pomposos, tengo bustos de guerreros, torsos de
discóbolos y amazonas desnudas que desjarretan panteras.
Tengo muchas cosas más; pero os advierto que también necesito vivir. He
dicho.
Era el día siguiente:
—Deseo —decía una emperatriz de las más pulcras, en su salón regio, a uno
de sus adoradores, que le cubría las manos de besos—, deseo que vayáis a
traerme algo de lo más digno de mí, al taller de ese escultor famoso.
Decíalo con una vocecita acariciante y prometedora y no había sino obedecer
el mandato de la amada adorable. El caballero galante —que en esos momentos se
enorgullecía de estrenar unos cuellos muy altos llegados por el último vapor—
despidióse con una genuflexión y una frase inglesa. ¡Oh! ¡Admirable, así, así!
Y saliendo a la calle se dirigió al taller.
Cuando el artista vio aparecer en su morada el gran cuello y los zapatos
puntiagudos y sintió el aire impregnado de opopónax, dijo para su coleto: Es un
hecho que he encontrado ya la protección de los admiradores del arte verdadero,
que son los pudientes. Los palacios se llenarán de mis obras, mi generación de
dioses y héroes va a sentir el aire libre a plena luz, y un viento de gloria
llevará mi nombre, y tendré para el pan de todos los días con mi trabajo.
—Aquí hay de todo —exclamó—: escoged.
El enamorado empezó a pasar revista de toda aquella agrupación de
maravillas artísticas, y desde el comienzo frunció el ceño con aire de
descontentadizo, pero también de inteligente. No, no, esas ninfas necesitan una
pampanilla; esas redondeces son una exageración; ese guerrero formidable que
levanta su maza, ¿no tiene los pies anquilosados? Los músculos rotan; no deben
ser así; el gesto es horrible; ¡a esa cabellera salvaje le falta pulimento!
Aquel Mercurio, Dios mío, ¿y su hoja de parra? ¿Para qué diablos labra usted
esas indecencias?
Y el artista estupefacto miraba aquel homo sapiens de Linneo, que tenía un
monocle en la cuenca del ojo derecho, y que lanzando una mirada de asombro
burlesco, y tomando la puerta, le dijo con el aire de quien inventa la
cuadratura del círculo:
—Pero, hombre de Dios, ¿está usted en su juicio?
¡Desencanto!
Y el inteligente, para satisfacer a la caprichosa adoradora, entró a un
almacén de importaciones parisienses, donde compró un gran reloj de chimenea
que
tenía el mérito de representar un árbol con un nido de paloma, donde, a
cada media hora, aleteaba ese animalito, hecho de madera, haciendo ¡cuú, cuú!
Y era uno de esos días amargos que sólo conocen los artistas pobres, días
en que falta el pan, ¡mientras se derrochan las ilusiones y las esperanzas! La
última estaba para perder el escultor, y hubiera destruido, a golpes del cincel
que les había dado la vida, todas sus creaciones espléndidas, cuando llamaron a
su puerta. Entró con la cabeza alta y el aire dominador, como uno de tantos
reyes burgueses que viven podridos en sus millones.
El escultor se adelantó atentamente.
—Señor —le dijo—, os conozco y os doy las gracias porque os dignáis honrar
este taller. Estoy a vuestras órdenes. Ved aquí estatuas, medallas, metopas,
cariátides, grifos y telamones. Mirad ese Laocoonte que espanta, y aquella
Venus que avasalla. ¿Necesitáis acaso una Minerva para vuestra biblioteca? Aquí
tenéis a la Atenea que admira. ¿Venís en busca de adornos para vuestros
jardines? Contemplad ese sátiro con su descarada risa lasciva y sus pezuñas de
cabra. ¿Os place esta gran taza donde he cincelado la metamorfosis acteónica?
Ahí está la virgen diosa cazadora como si estuviese viva, inmaculada y blanca.
La estatua del viejo Anacreonte está ante vuestros ojos. Toca una lira.
¿Gustáis de ese fauno sonriente que se muestra lleno de gallardía? ¿Qué
deseáis? Podéis mandar y quedaréis satisfecho...
—Caballero —respondió el visitante, como si no hubiese oído media palabra—,
tengo muy buenos potros árabes, ingleses y normandos. Mis cuadras son excelentes.
Ahí hay bestias de todas las razas conocidas, y el edificio es de muchísimo
costo. Os he oído recomendar como hábil en la estatuaria, y vengo a encargaros
para la portada una buena cabeza de caballo. Hasta la vista.
¡Ira, espanto!... Pero un sileno calmó al artista hablándole con sus labios
de mármol les de su pedestal.
¡maestro! No te arredres: hazle su busto...
EL HUMO DE LA PIPA
Acabamos de comer.
Lejos del salón donde sonaban cuchicheos fugaces, palabras cristalinas
—habría damas—, yo estaba en el gabinete de mi amigo Franklin, hombre joven que
piensa mucho, y tiene los ojos soñadores y las palabras amables.
El champaña dorado me había puesto alegría en la lengua y luz en la cabeza.
Reclinado en un sillón, pensaba en cosas lejanas y dulces que uno desea tocar.
Era un desvanecimiento auroral, y yo era feliz, con mis ojos entrecerrados.
De pronto, colgada de la pared vi una de esas pipas delgadas, que gustan a
ciertos aficionados, suficientemente larga, para sentarle bien a una cabeza de
turco, y suficientemente corta para satisfacer a un estudiante alemán.
Cargóla mi amigo, la acerqué a mis labios.
¡En aquellos momentos me sentía un bajá!
Arrojé al aire fresco la primera bocanada de humo.
¡Oh, mi Oriente deseado, por quien sufro la nostalgia de lo desconocido!
Pasó él a mi vista, entre aquella opacidad nebulosa que flotaba delante de
mí como un velo sutil que envolviese un espíritu. Era una mujer muy blanca que
sonreía con labios venusinos y sangrientos como una rosa roja. Eran unos
tapices negros y amarillos, y una esclava etíope que repicaba una pandereta, y
una esclava circasiana que danzaba descalza, levantando los brazos con
indolencia. Y érase un gran viejo hermoso como un Abrahán, con un traje rosa,
opulento y crujidor, y un turbante blanco, y una barba espesa, más blanca
todavía, que le descendía hasta cerca de la cintura.
El viejo pasó, el baile concluyó.
Solos la mujer de labios sangrientos y yo, ella me cantaba en su lengua
arábiga unas como melopeas desfallecientes, y tejía cordones de seda. ¡Oh! Nos
amábamos, con inmenso fuego, en tanto que un león de crines de oro, echado
cerca, miraba pensativo la lluvia del sol que caía en un patio enlosado de
mármol donde había rosales y manzanos.
Y deshizo el viento la primera bocanada de humo, desapareciendo en tal
instante un negro gigantesco que me traía, cálida y olorosa, una taza de café.
Arrojé la segunda bocanada.
Frío. El Rhin, bajo un cielo opaco. Venían ecos de la selva, y con el ruido
del agua formaban para mis oídos extrañas y misteriosas melodías que concluían
casi al empezar, fragmentos de strausses locos, fugas wagnerianas, o tristes
acordes del divino Chopin. Allá arriba apareció la luna, pálida y amortiguada.
Se besaron en el aire dos suspiros del pino y de la palmera. Yo sentía mucho amor
y andaba en busca de una ilusión que se me había perdido. De lo negro del
bosque vinieron a mí unos enanos que tenían caperuzas encarnadas y en las
cinturas pendientes unos cuernos de marfil. Tú que andas en busca de una
ilusión —me dijeron—, ¿quieres verla por un momento?
Y los seguí a una gruta de donde emergía una luz alba y un olor de violeta.
Y allí vi a mi ilusión. Era melancólica y rubia. Su larga cabellera, como un
manto de reina.
Delgada y vestida de blanco, y esbelta y luminosa la deseada, tenía de la
visión y del ensueño. Sonreía, y su sonrisa hacía pensar en puros y
paradisíacos besos.
Tras ella, la mujer adorable, creí percibir dos alas como las de los
arcángeles bíblicos.
La hablé y brotaron de mi lengua versos desconocidos y encantadores que
salían solos y enamorados del alma.
Ella se adelantaba tendiéndome sus brazos.
—¡Oh —le dije—, por fin te he encontrado y ya nunca me dejarás! Nuestros
labios se iban a confundir, pero la bocanada se extinguió perdiéndose ante mi
vista la figura ideal y el tropel de enanos que soplaban sus cuernos en la
fuga.
La tercera bocanada, plomiza y con amontonamiento de cúmulus, vino a quedar
casi fija frente a mis ojos.
Era un lago lleno de islas bajo el cielo tropical. Sobre el agua azul había
garzas blancas, y de las islas verdes se levantaba al fuego del sol como una
tumultuosa y embriagante confusión de perfumes salvajes.
En una barca nueva iba yo bogando camino de una de las islas, y una mujer
morena, cerca, muy cerca de mí. Y en sus ojos todas las promesas, y en sus
labios todos los ardores, y en su boca todas las mieles. Su aroma, como de
azucena viva; y ella cantaba como una niña alocada, al son del remo que iba
partiendo las olas y chorreando espumas que plateaba el día. Arribamos a la
isla, y los pájaros al vernos se pusieron a gritar a coro: «¡Qué felicidad!
¡Qué felicidad!» Pasamos cerca de un arroyo y también exclamó con voz
argentina: «¡Qué felicidad!» Yo cortaba flores rústicas a la mujer morena, y
con el ardor de las caricias las flores se marchitaban presto, diciendo también
ellas: «¡Qué felicidad!» Y todo se disolvió con la tercera bocanada, como en un
telón de silforama.
En la cuarta vi un gran laurel, todo reverdecido y frondoso, y en el laurel
un arpa que sonaba sola. Sus notas pusieron estremecimiento en mi ser, porque
con su voz armónica decía el arpa: «¡Gloria, gloria!»
Sobre el arpa había un clarín de bronce que sonaba con el estruendo de la
voz de todos los hombres al unísono, y debajo del arpa tenía nido una paloma
blanca. Alrededor del árbol y cerca de su pie, había un zarzal lleno de espinas
agudísimas, y en las espinas sangre de los que se habían acercado al gran
laurel. Vi a muchos que delante de mí luchaban destrozándose, y cuando alguno,
tras tantas bregas y martirios, lograba acercarse y gozar de aquella sagrada
sombra, sonaba el clarín a los cuatro vientos.
Y a la gigantesca clarinada, llegaban a revolar sobre la cumbre del laurel
todas las águilas de los contornos.
Entonces quise llegar yo también. Lancéme a buscar el abrigo de aquellas
ramas. Oía voces que me decían: «¡Ven!», mientras que iban quedando en las
zarzas y abrojos mis carnes desgarradas. Desangrado, débil, abatido, pero
siempre pensando en la esperanza, juntaba todos mis esfuerzos por desprenderme
de aquellos horribles tormentos, cuando se deshizo la cuarta bocanada de humo.
Lancé la quinta. Era la primavera. Yo vagaba por una selva maravillosa,
cuando de pronto vi que sobre el césped estaban bajo el ancho cielo azul todas
las hadas reunidas en conciliábulo. Presidía la madrina Mab. ¡Qué de
hermosuras! ¡Cuántas frentes coronadas por una estrella! ¡Y yo profanaba con
mis miradas tan secreta y escondida reunión! Cuando me notaron, cada cual
propuso un castigo. Una dijo: —Dejémosle ciego. Otra: —Tornémosle de piedra.
—Que se convierta en árbol. —Conduzcámosle al reino de los monos. —Sea azotado
doscientos años en un subterráneo por un esclavo negro. —Sufra la suerte del
príncipe Camaralzamán. —Pongámosle prisionero en el fondo del mar...
Yo esperaba la tremenda hora del fallo decisivo. ¿Qué suerte me tocaría?
Casi todas las hadas habían dado su opinión. Faltaban tan solamente el hada
Fatalidad y la reina Mab.
¡Oh, la terrible hada Fatalidad! Es la más cruel de todas, porque entre
tantas bellezas, ella es arrugada, gibosa, bizca, coja, espantosa.
Se adelantó riendo con risa horrible. Todas las hadas le temen un poco. Es
formidable. —No —dijo—, nada de lo que habéis dicho vale la pena. Esos
sufrimientos son pocos, porque con todos ellos puede llegar a ser amado. ¿No
sabéis la historia de la princesa que se prendó locamente de un pájaro, y la
del príncipe que adoró una estatua de mármol y hielo? Sea condenado, pues, a no
ser amado nunca, y a caminar en carrera rápida el camino del amor, sin
detenerse jamás. El hada Fatalidad se impuso. Quedé condenado, y fuéronse todas
agitando sus varitas argentinas. Mab se compadeció de mí. Para que sufras menos
me dijo— toma este amuleto en que está grabada por un genio la gran
palabra. Leí: Eiperana.
Entonces comenzó a cumplirse la sentencia. Un látigo de oro me hostigaba, y
una voz me decía: —¡Anda! y sentía mucho amor, mucho amor, y no podía detenerme
a calmar esa sed. Todo el bosque me hablaba. —Yo soy amada
me decía una palmera estremeciendo sus hojas. —Soy amada —me decía una
tórtola en su nido. —Soy amado —cantaba el ruiseñor. —Soy amado —rugía el
tigre. Y todos los animales de la tierra y todos los peces del mar y todas los
pájaros del aire repetían en coro a mis oídos: —¡Soy amado! Y la misma gran
madre, la tierra fecunda y morena, me decía temblando bajo el beso del sol:
—¡Yo soy amada! Corría, volaba, y siempre con la insaciable sed. Y sonaba
hiriendo la áurea huasca y repetía: —¡Anda! la siniestra voz. Y pasé por las
ciudades. Y oía ruido de besos y suspiros. Todos, desde los ancianos a los
niños, exclamaban: —¡Soy amado! Y las desposadas me mostraban. desde lejos sus
ramos de azahares.
Y yo gritaba: —¡Tengo sed! Y el mundo era sordo.
Tan sólo me reanimaba llevando a mis labios mi frío amuleto.
Y seguí, seguí...
La quinta bocanada se la había deshecho el viento.
Flotó la sexta.
Volví a sentir el látigo y la misma voz. ¡Anduve!
Lancé la séptima. Vi un hoyo negro cavado en la tierra, y dentro un ataúd.
Una risa perlada y lejana de mujer me hizo abrir los ojos. La pipa se había
apagado.
LA NOVELA DE UNO DE TANTOS
Ayer tarde, mientras sentado en el balcón leía yo un periódico, tocaron a
mi puerta. Era un hombre pálido y enfermo, apoyado en un bastón, con el traje
raído y de mala tela. Con una voz débil me dirigió el saludo. Yo soy como el
santo de la capa, que le dió la mitad al pobre; y no me alabo. He tenido entre
mis triunfales días de oro, algunas horas negras, y por eso veo en toda
amargura algo que pone en mi alma el ansia de aliviar; y en toda pobreza, algo
que me anima a dar un pedazo de mi pan a la boca del necesitado; y en toda
desesperanza una fortaleza íntima que me obliga a derrochar mi tesoro de
consuelos.
(Y en un paréntesis te pregunto a ti, joven y renuente soñador, ¿no es
cierto que más de una vez has sentido —en una mañana opaca en que tu espíritu
estaba lóbrego—, no has sentido, digo, como que se te abría el cielo en alegría
inmensa, ofreciéndote una promesa de felicidad cuando has sacado la única
moneda de la bolsa de tu chaleco, para dejarla en la mano del mendigo ciego o
de la viejita limosnera?)
Parecía el infeliz hombre un viejo, en sus veintiocho años viriles,
molidos, aplastados por la maza de la enfermedad. Canijo, apenado, como el que
va a solicitar un favor que casi humilla, estrujaba su sombrero usado, contra
sus flacos fémures que resaltaban debajo de la funda del pantalón. Empezaba con
palabras bajas una conversación cortada y sin objeto. Que esto, que lo otro,
que lo de más allá; que éramos del mismo lugar, que había nacido en mi tierra
caliente: que tenía un libro de versos míos, ¿adónde vamos a parar?; que yo
debía conocer y recordar a un mi compañero de colegio, muchachón que usaba en
el recreo, porque era rico en aquellos tiempos pasados, un gorro de terciopelo
rojo que era envidia de todos los chicos: en fin, el hijo de aquel francés que
era vicecónsul, el hijo del gordo monsieur Rigot.
¡Que no lo había de recordar! Ya lo creo que lo recordaba. ¡Como que
abríamos los colegiales internos tamaña boca cuando llegaban a traerle en
tiempo de vacaciones, en un grande y hermoso carruaje! ¡Como que nos tiraba de
las orejas y nos veía muy por sobre el hombro el crecido y soberbio Juan
Martín, el hijo de monsieur Rigot! ¡Como que en la mesa era él quien se comía
el mejor pan, y gozaba de un poquillo de vino y era tratado, en fin, a cuerpo
de príncipe! ¡Que no le había de recordar! Había hecho época en mi ciudad de
bautizo, porque el vicecónsul no escatimó nada para esplendores, fiestas y
bullas. Lo habían criado al chico con mimos y gustos en la casa lujosa del
gabacho; había tenido el primer velocípedo, trajes europeos, vistosos y finos,
juguetes regios. Y ¡oh, Juan Martín! cuando se dignaba jugar con nosotros,
sacaba de su bolsillo para mirar la hora, su pequeño reloj de oro brillante.
Esta es la historia de tantos muchachos a quienes Dios trae al mundo en
carroza de plata para llevárselos en andas toscas.
Aquel chiquillo vió pasar sus años en boato y grandeza. Ya púber, siempre
amado de su padre, el buen francés, y de su madre, una santa mujer que le
perdonaba todas sus picardigüelas, se acostumbró a la vida loca y agitada
de caballerito moderno; gastar a troche y moche, vestir bien, tener queridas
lindas; si son carne de tablas, mejor; jugar; y allá el viejo que dejará la
herencia.
Mucho tiempo pasé sin ver a Juan Martín después de aquellos días de
colegio. Cuando aún sonaba su nombre, por razón de sus buenos caballos y las
innumerables botellas de cerveza que consumía, yo no era su amigo. ¡Qué lo iba
a ser! Él había estado en Europa, hablaba alemán. Se relacionaba únicamente con
los dependientes rubios de las casas extranjeras y usaba monoclo. Adelante;
adelante. Como el buen vicecónsul era un bolonio, el mejor día se lo llevó el
diablo. El señorito, por medio de su loca vanidad, de su fatal imprudencia, y
con el «chivo» y con el bacarat, hizo que el tío Rigot se declarase en quiebra.
¡Pobre y excelente vicecónsul Rigot! Pero no tanto. Porque después que vendió
sus dos haciendas y se repartieron el gran almacén los acreedores, pensó en
francés lo siguiente: «Soy una bestia al dejar que este haragán botarate me
ponga nada menos que en la calle. Justo es que, puesto que él me ha arruinado,
me ayude a recobrar algo de mi pérdida». Y le dijo a Juan Martinito en claro
español: «O te rompo el alma a palos, o te vas al país vecino, donde hay
universidad, a hacerte una profesión». El mozo optó por lo último.
Ahora, siga la narración el hombre pálido y miserable que estaba ayer
delante de mí.
Llegué aquí, señor, y comencé mis estudios. Mis padres, a pesar de su mala
fortuna, me señalaron una buena pensión. Vivía en una casa de huéspedes. Al
principio hice todo lo que pude por estudiar; pero esta maldita cabeza se
resistía. Luego, acostumbrado a mi vida de antes, tenía la nostalgia de mis
días borrascosos y opulentos. ¡Eh! Un día dije: ¡pecho al agua! y volví a las
andadas. Aquí no me veía mi padre. En las clases me hice de muchos amigos, y en
los restaurantes aumentó la lista de ellos. Se sucedían las borracheras y los
desvelos. En mis estudios no adelantaba nada. Pero estaba satisfecho; y mis
amigos me ayudaban a desparramar mi pensión a los cuatro vientos. Pasó un año,
dos, tres, cuatro. De repente dió vuelta rápida la rueda de mi fortuna. En un
mismo año murieron mi padre y mi madre. Quedé como quien dice, en el arroyo,
sin encontrar ni un árbol en que ahorcarme. ¿Qué sabía yo? Nada. Hasta el
alemán se me había olvidado. Mis compañeros de orgía me fueron dejando poco a
poco. Pero yo no dejaba de frecuentar ni las cantinas ni ciertas casas..., ¿me
entiende usted? Vicioso, humillado, una mañana, tras varias noches de placer
abyecto, sentí un dolorcito en la garganta; y luego, señor, y luego vino esta
espantosa enfermedad que me taladró los huesos y me emponzoñó la sangre. Viví
por un tiempo en un barrio lejano, casi, y sin casi, de limosna. En un
cuartucho sucio y sobre una tabla, me retorcía por el dolor, sin que nadie me
diese el más pequeño consuelo. Una vecina anciana tuvo un día compasión de mí,
y con remedios caseros me puso en estado de levantarme y salir a la calle,
roto, desgreñado, infame; casi con el impulso de tender la mano para pedir al
que pase medio real!
He visto a algunos de mis amigos de café... ¡No me han conocido! Uno me dió
un peso y no quiso tocar mi mano por miedo del contagio. Supe que estaba usted
aquí, y he venido a rogarle que haga por mí lo que pueda. No me es posible ya
ni caminar. Voy a morir pronto. Me hace falta un pedazo de tierra para
tenderme.
¡Oh, perdona, pobre diablo, perdona, harapo humano, que te muestre a la luz
del sol con tu amargo espanto; pero los que tenemos por ley servir al mundo con
nuestro pensamiento, debemos escudriñar, buscar el mal y sacar el ejemplo de su
escondido agujero, con el pico de la pluma! El escritor deleita, pero también
señala el daño. Se muestra el azul, la alegría, la primavera llena de rosas, el
amor; pero se grita: ¡cuidado!, al señalar, el borde del abismo.
Lee tú mi cuento, joven bullicioso que estás con el diario en la cama, sin
levantarte aún, a las once del día. Lee estos renglones si eres rico, y si
pobre y estudiante, y esperanza de tus padres, léelos dos veces y ponte a
pensar en el enigma de la esfinge implacable.
Allá va, flacucho y derrengado, con su corrupta carne, allá va apoyado en
su bastón, anciano de veintiocho años, ruin y miserable; allá va Juan
Martinito, en viaje para la tumba, camino del hospital.
FEBEA
Febea es la pantera de Nerón.
Suavemente doméstica, como un enorme gato real, se echa cerca del César
neurótico, que le acaricia con su mano delicada y viciosa de andrógino
corrompido.
Bosteza, y muestra la flexible y húmeda lengua entre la doble fila de sus
dientes, de sus dientes finos y blancos. Come carne humana, y está acostumbrada
a ver a cada instante, en la mansión del siniestro semidiós de la Roma
decadente, tres cosas rojas: la sangre, la púrpura y las rosas.
Un día, lleva a su presencia Nerón a Leticia, nívea y joven virgen de una
familia cristiana. Leticia tenía el más lindo rostro de quince años, las más
adorables manos rosadas y pequeñas; ojos de una divina mirada azul; el cuerpo
de un efebo que estuviese para transformarse en mujer —digno de un triunfante
coro de exámetros, en una metamórfosis del poeta Ovidio.
Nerón tuvo un capricho por aquella mujer: deseó poseerla por medio de su
arte, de su música y de su poesía. Muda, inconmovible, serena en su casta
blancura, la doncella oyó el canto del formidable «imperator» que se acompañaba
con la lira; y cuando él, el artista del trono, hubo concluido su canto erótico
y bien rimado según las reglas de su maestro Séneca, advirtió que su cautiva,
la virgen de su deseo caprichoso, permanecía muda y cándida, como un lirio,
como una púdica vestal de mármol.
Entonces el César, lleno de despecho, llamó a Febea y le señaló la víctima
de su venganza. La fuerte y soberbia pantera llegó, esperezándose, mostrando las
uñas brillantes y filosas, abriendo en un bostezo despacioso sus anchas fauces,
moviendo de un lado a otro la cola sedosa y rápida.
Y sucedió que dijo la bestia:
—Oh, Emperador admirable y potente. Tu voluntad es la de un inmortal; tu
aspecto se asemeja al de Júpiter, tu frente está ceñida con el laurel glorioso;
pero permite que hoy te haga saber dos cosas: que nunca mis zarpas se moverán
contra una mujer que como ésta derrama resplandores como una estrella, y que
tus versos, dáctilos y pirriquios te han resultado detestables.
EL ÁRBOL DEL REY DAVID
Un día —apenas había el viento del cielo inflado en el mar infinito las
velas de oro del bajel de la aurora— David, anciano, descendió por las gradas
de su alcázar, entre leones de mármol, sonriente, augusto, apoyado en el hombro
de rosa de la sunamita, la rubia Abisag, que desde hacía dos noches, con su
cándida y suprema virginidad, calentaba el lecho real del soberano poeta.
Sadoc, el sacerdote, que se dirigía al templo, se preguntó: ¿Adónde irá el
amado señor?
Adonías, el ambicioso, de lejos, tras una arboleda, frunció el ceño, al ver
al rey y a la niña, al frescor del día, encaminarse a un campo cercano, donde
abundaban los lirios, las azucenas y las rosas.
Natán, profeta, que también les divisó, inclinóse profundamente, y bendijo
a Jehová, extendiendo los brazos de un modo sacerdotal.
Reihí, Semeí y Banaías, hijo de Joíada, se postraron y dijeron:
—¡Gloria al ungido; luz y paz al sagrado pastor!
David y Abisag penetraron a un soto, que pudiera ser un jardín, y en donde
se oían arrullos de palomas, bajo los boscajes.
Era la victoria de la primavera. La tierra y el cielo se juntaban en una
dulce y luminosa unión. Arriba el sol, esplendoroso y triunfal; abajo el
despertamiento del mundo, la melodiosa fronda, el perfume, los himnos del
bosque, las algaradas jocundas de los pájaros, la diana universal, la gloriosa
armonía de la naturaleza.
Abisag tenía la mirada fija en los ojos de su señor. ¿Meditaba quizá en
algún salmo, el omnipotente príncipe del arpa? Se detuvieron.
Luego, penetró David al fondo de un boscaje, y retornó con una rama en la
diestra.
—10h, mi sunamita! —exclamó—. Plantemos hoy, bajo la mirada del eterno
Dios, el árbol del infinito bien, cuya flor es la rosa mística del amor
inmortal, al par que el lirio de la fuerza vencedora y sublime. Nosotros le
sembramos; tú, la inmaculada esposa del profeta viejo; yo, el que triunfé de
Goliat con mi honda, de Saúl con mi canto y de la muerte con tu juventud.
Abisag le escuchaba como en un sueño, como en un éxtasis amorosamente
místico; y el resplandor del día naciente confundía el oro de la cabellera de
la virgen con la plata copiosa y luenga de la barba blanca.
Plantaron aquella rama, que llegó a ser un árbol frondoso y centenario.
Tiempos después, en días del rey Herodes, el carpintero José, hijo de
Jacob, hijo de Mathán, hijo de Eleazar, hijo de Eliud, hijo de Akim, yendo un
día al campo, cortó del árbol del santo rey lírico la vara que floreció en el
templo, cuando los desposorios con María, la estrella, la perla de Dios, la
madre de Jesús, el Cristo.
FUGITIVA
Pálida como un cirio, como una rosa enferma. Tiene el cabello oscuro, los
ojos con azuladas ojeras, las señales de una labor agitada, y el desencanto de
muchas ilusiones ya idas... ¡Pobre niña!
Emma se llama. Se casó con el tenor de la compañía, siendo muy joven. La
dedicaron a las tablas, cuando su pubertad florecía en el triunfo de una aurora
espléndida. Comenzó de comparsa; y recibió los besos falsos de los amantes
fingidos de la comedia. ¿Amaba a su marido? No lo sabía ella misma. Reyertas
continuas, rivalidades inexplicables de las que pintaría Daudet; la lucha por
la vida, en un campo áspero y mentiroso, el campo donde florecen las guirnaldas
de una noche, y la flor de la gloria fugitiva; horas amargas, quizá
semiborradas por momentos de locas fiestas; el primer hijo, el primer desengaño
artístico; ¡el principe de los cuentos de oro, que nunca llegó!; y en resumen,
la perspectiva de una senda azarosa, sin el miraje de un porvenir sonriente.
A veces está meditabunda. En la noche de la representación es reina,
princesa, delfín o hada. Pero bajo el bermellón está la palidez y la
melancolía. El espectador ve las formas admirables y firmes, los rizos, el seno
que se levanta en armoniosa curva; lo que no advierte es la constante
preocupación, el pensamiento fijo, la tristeza de la mujer bajo el disfraz de
la actriz.
Será dichosa un minuto, completamente feliz un segundo. Pero la
desesperanza está en el fondo de esa delicada y dulce alma. ¡Pobrecita! ¿En qué
sueña? No lo podría yo decir. Su aspecto engañaría al mejor observador. ¿Piensa
en el país ignorado a donde irá mañana; en la contrata probable; en el pan de
los hijos? Ya la mariposa del amor, al aliento de Psiquis, no visitará ese
lirio lánguido; ya el príncipe de los cuentos de oro no vendrá; ¡ella está, al
menos, segura de que no vendrá! 1
¡Oh, tú, llama casi extinguida, pájaro perdido en el enorme bosque humano!
¡Te irás muy lejos, pasarás como una visión rápida; y no sabrás nunca que has
tenido cerca a un soñador que ha pensado en ti y ha escrito una página a tu
memoria, quizá enamorado de esa palidez de cera, de esa melancolía, de ese
encanto de tu rostro enfermizo, de ti en fin, paloma del país de Bohemia, que
no sabes a cuál de los cuatro vientos del cielo tenderás tus alas, el día que
viene!
ROJO
—¿Pero es que excusáis a Palanteau, después de una crueldad semejante?
—exclamaron casi todos los que se hallaban en la redacción, dirigiéndose
asombrados al director Lemonnier, que paseaba victoriosamente su cuerpo
flaubertiano y hacía tronar su voz de bronce.
—¡Sí, señores! —respondió. Y cruzándose de brazos con majestad—: Palanteau
no merece la guillotina. Quizá la casa de salud... Es cierto que ha avanzado
hasta el crimen; que ha dado motivo a largas crónicas y reportazgos de
sensación; que el asesinato que ha cometido es el más sangriento y terrible de
este año; que entre los crímenes pasionales... Pero escuchadme. ¡Vosotros no
estáis al tanto de cómo ha ido hasta allí ese desgraciado!
Se sentó en un sillón; puso los codos sobre las rodillas y continuó:
—Yo le conocí mucho, casi desde niño. Ese pintor de talento, hoy perdido
para el arte y cuyo nombre está deshonrado, nació en la tierra de Provenza, con
lo cual veis si tendrá mucho sol en la cabeza. Desde muy temprana edad quedó
huérfano, y comenzó una vida errante y a la ventura. Pero tenía buenos
instintos y pensó en no ser un inútil. Sentía allá dentro el hormigueo del
arte. En los paisajes de la Crau, en la extensión de la Camargue, bajo el soplo
sonoro del mistral, el muchacho fue alimentando su sueño... ¡Sí!, él sería
«alguien»; quería que su nombre sonara, como el del buen señor Roumanille, el
de los versos...
Estuvo en Arles, de aprendiz de músico; estuvo en Avignon sirviendo en la
casa de un cura; estuvo en Marsella, de aprendiz de impresor... Y ved, allí
fue, en Marsella, a la orilla del mar, en tarde cálida y dorada, donde él
sintió por primera vez el impulso de su vocación; la luz se le reveló, y desde
ese día quiso ¡ya veis si lo consiguió! ser uno de nuestros grandes pintores:
él mismo me lo ha contado después. Privaciones, sufrimientos, luchas. Por fin,
vino a París: hizo la gran batalla. Casi llegó a desesperar; pero un día cayóle
en gracia al viejo Meissonier. Este le ayudó, le hizo célebre. Y desde entonces
comenzó la boga de esas telitas finas, originales, brillantes; de esos
paisajitos preciosos que llevan su firma. Palanteau había hecho carrera. Pero
no era rico, ni podía serlo, porque en pleno París, le gustaba mucho viajar por
el país de Bohemia... ¡Pobre muchacho! ¿Amó? No lo sé. Creo que tuvo su
pasioncilla desgraciada. Poco a poco fue volviéndose taciturno. París le hizo
palidecer, le hizo olvidar su hermosa risa meridional, le enflaqueció. A veces
me parecía que Palanteau no tenía todos los tornillos del cerebro en su lugar,
y me preguntaba ¿será un détraqué? Él sufría y su sufrimiento se le revelaba en
el rostro. Entonces procuraba aliviarse con la musa verde y con seguir las
huellas de los pies pequeños que taconean por el asfalto. Yo le decía cuando le
encontraba: —¡Cásate, Palanteau, y serás dichoso! Y era en ese solo instante
cuando él reía como un buen provenzal... ¡Pobre muchacho! Entre tanto, supe que
cometía ciertas extravagancias. Desafió a un periodista que criticaba a Wagner;
dejó de pintar por largo tiempo; insultó en público a Bouguereau; se hizo
boulangista; ¡el demonio! Y un buen mediodía se me aparece en mi casa y me
saluda con esta frase:
—¡Me caso!
—¡Loado sea Dios, Palanteau! Ya serás hombre formal. ¿Y con quién te casas?
Me contó la cosa. Era una joven de buena familia, honrada, pobre, excelente
para el ménage, o como él decía: «muy mujercita de la casa». Él quería tener
quien lo mimara, le sufriera sus caprichos, le zurciese los calcetines, le
amarrase el pañuelo al cuello sobre el gabán en las noches de frío; en fin,
quien le comprendiese y le amara.
—Quiero algo como la buena Lorraine de su amigo Banville —decía.
—¡Bravo, Palanteau! Piensa usted con juicio, con talento. Deme usted esa
mano.
Se fue. En esos días tuvo el pobre ataques epilépticos. A poco, se casó, y
partió a Bélgica. Ahora vais a conocer el proceso de esa vida triste que hoy ha
concluido en la más espantosa tragedia.
En la familia de Palanteau ha habido locos, hombres de gran ingenio,
suicidas e histéricas. ¡Eso, eso! ¿Comprendéis? Las admirables acuarelas, los
retratos que emulaban a Carolus Durand, las telas admiradas que han hecho tanto
ruido en el Salón, todo eso era, amigos míos, producto de un talento que tenía
por compañero el más tremendo estado morboso. ¿Conocéis los estudios de
medicina penal que se han hecho en Italia?. Yo estoy con Lombroso, con Garofalo
y con nuestro Richet. Y además, es un hecho que el talento y la locura están
íntimamente ligados; pues aunque, a propósito de la pérdida intelectual de
nuestro querido Maupassant, ha habido quienes nieguen la exactitud de esta
afirmación, la experiencia manifiesta lo contrario. Nacen los infelices
mártires, según la frase medical, progenerados. Luego el medio, las
circunstancias, las contrariedades, los abusos genésicos o alcohólicos; las
fuertes impresiones... ¡Llega un momento en que el arpa de los nervios siente
en sus cuerdas una mano infernal que comienza una sinfonía macabra! Se ponen
ejemplos de hombres ilustres que no han tenido encima la garra de la neurosis:
Galileo, Goethe, Voltaire, Descartes, Chateaubriand, Lamartine, Lesseps,
Chevreul, Víctor Hugo. Pero ¡ah!, delante de ellos pasa el desfile de los
precitos: Ezequiel, Nerón —caso de patología histórica—, Dante, Colón, Rousseau,
Pascal, Hégésippe Moreau, Baudelaire, Comte, Villemain, Nerval,
Prévost-Paradol, Luis de Baviera, el rey ideal; Montanus, Schumann, Harrington,
Ampére, Hoffmann, Swiff, Schopenhauer, Newton, el Tasso, Malebranche, Byron,
Donizetti, Paul Verlaine, Rollinat... ¡Dios mío! Es una lista inacabable. Pues
bien, Palanteau pertenece a esa familia maldita, es miembro atávico de una
generación de condenados...
Se puso de pie; alzó el brazo derecho; prosiguió:
—Esas puñaladas no ha sido él quien las ha dado: ha sido el horrible ananke
de su existencia. ¿Sabéis cuál fue la causa de todo? El choque de dos
caracteres. Madame Palanteau era honrada, pura, pero fría y dura como el
hierro. El triste pintor necesitaba una hermana de caridad. Era un grand enfant
enfermo, a propósito para una clinica; y ya conocéis cómo hay que tratar a esa
clase de desequilibrados. Lombroso, al hablar de María Bashkirtseff, señala
como síntomas o, más bien, como fundamentos de la locura moral, la extrañeza de
carácter, la falta de afectos, la megalomanía, la inmensa vanidad: todo eso lo
tenía Palanteau. Excéntrico, apasionado, raro, vibrante; así era. Y todo ese
temperamento, todo ese estado morboso, todo ese delicado y espantoso cristal,
chocaba con aquella femenilidad férrea y helada, incomprensible y hosca.
¿Se amaban? Sí. Y allí está lo más atroz de la historia. Choque tras
choque, llegó la catástrofe. Un día, amándose mucho, estando ambos en un suave
ensueño de futura dicha, dice él de pronto —era una tarde áurea y tibia:
—¡Mira, qué bella nube violeta!
—No es violeta, —respondió ella dulcemente.
—¡Sí! —arguyó él, como avergonzado, poniéndose purpúreo.
—No —volvió ella a responder sonriendo. Entonces, Palanteau, transfigurado,
alocado, acercóse más a su adorada mujercita y le lanzó en pleno rostro esta
palabra:
—¡Estúpida!
¡Ah!, veo que estáis de acuerdo conmigo, por la lástima que se os pinta en
la cara. ¡Pobre muchacho! Esa fue la primera vez. Palanteau lloró, pidió
perdón, se creyó infamado, perdido, y fue presa de su aterrador nerviosismo. La
segunda vez... —¡oh!, ella no comprende nada; cruel por ignorancia, vengadora
de imposibles agravios, encendía más aquella negra hoguera— a la segunda vez
fué ante un crucifijo. Él poseía, como todos los soñadores, el espíritu y el
ansia del misterio. El pintor de las blancas anadyomenas desnudas se sentía
atraído por el madero de Cristo; el artista pagano, se estremecía al contemplar
la divina medialuna que de la frente de Diana rodó hasta los pies de María. Al
inclinarse ante la cruz, vió que se reían de él; y allí, en presencia de la
santa escultura del martirio, con la sangre agolpada y los nervios vibrantes,
¡alzó la mano y dió una bofetada! Un minuto, un segundo después, ¡cayó de
hinojos llorando y se llamó canalla!
Eso pasó hace algún tiempo. ¡La tercera vez, amigos, la tercera vez fué la
siniestra y fúnebre tragedia! No es el caso del Posdnicheff de Tolstoi, el caso
imaginado por «un enfermo preso de delirio místico»; tampoco es el de Lantier.
Volará mi palabra; ya es tarde; seré conciso. La tercera vez, él había llegado
al mayor grado de exaltación en que puede templarse el cordaje de la neurosis;
veíalo todo con desesperación, y casi con un desvarío completamente patológico.
Y la desgraciada sin saberlo —¡porque, yo os lo juro que no lo sabía!—atizaba
momento por momento aquel horno fulminante. Ya no era lo de las veces primeras;
sino que, juzgándole maligno en vez de desequilibrado o lleno de turbación,
procuró herir la más peligrosa de las sensitivas.
Fue en una crisis. El día estaba cálido, pesado. Palanteau se paseaba en su
taller. Una modelo acababa de desvestirse e iba a tomar la posición, cuando...
—¡sí, tal como os lo cuento!—, cuando se abrió la puerta y apareció «ella».
Increpóle... El artista callaba. Injurióle... El artista callaba. Desprecióle...
—¿Sí? —rugió el epiléptico—. La crisis llegó a su colmo. —¡No, no más! Sólo
falta que me engañes...
—¡Quizá! —exclamó ella, para herirle, con un rictus felino.
Y alli fué, señores, cuando Palanteau dió el salto de que tanto se ha
hablado, descolgó el arma, y ciego, completamente inconsciente, ¡apuñaló a su
mujer! Creo que no se le absolverá.
La justicia anda a gatas en el mundo. Para mí, en vez de entregárselo a
Monsieur de París, deben llevárselo a mi amigo Charcot. ¡Pobre muchacho! En
todo caso, él será más feliz con que le corten el pescuezo. Buenas tardes.
¿POR QUÉ?
—¡Oh, señor!, el mundo anda muy mal. La sociedad se desquicia. El siglo que
viene verá la mayor de las revoluciones que han ensangrentado la tierra. ¿El
pez grande se come al chico? Sea; pero pronto tendremos el desquite. El
pauperismo reina, y el trabajador lleva sobre sus hombros la montaña de una
maldición. Nada vale ya sino el oro miserable. La gente desheredada es el
rebaño eterno para el eterno matadero. ¿No ve usted tanto ricachón con la
camisa como si fuese de porcelana, y tanta señorita estirada envuelta en seda y
encaje? Entre tanto las hijas de los pobres desde los catorce años tienen que
ser prostitutas. Son del primero que las compra. Los bandidos están
posesionados de los bancos y de los almacenes. Los talleres son el martirio de
la honradez; no se pagan sino los salarios que se les antoja a los magnates, y
mientras el infeliz logra comer su pan duro, en los palacios y casas ricas los
dichosos se atracan con trufas y faisanes. Cada carruaje que pasa por las
calles va apretando bajo sus ruedas el corazón del pobre. Esos señoritos que
parecen grullas, esos rentistas cacoquimios y esos cosecheros ventrudos son los
ruines martirizadores. Yo quisiera una tempestad de sangre; yo quisiera que
sonara ya la hora de la rehabilitación, de la justicia social. ¿No se le llama
democracia a esa quisicosa política que cantan los poetas y alaban los
oradores? Pues, maldita sea esa democracia. Eso no es democracia, sino baldón y
ruina. El infeliz sufre la lluvia de plagas; el rico goza. La prensa, siempre
venal y corrompida, no canta sino el invariable salmo del oro. Los escritores
son los violines que tocan los grandes potentados. Al pueblo no se le hace
caso. Y el pueblo está enfangado y pudriéndose por culpa de los de arriba: en
el hombre el crimen y el alcoholismo; en la mujer, así la madre, así la hija y
así la manta que las cobija. ¡Conque calcule usted! El centavo que se logra,
¿para qué debe ser sino para el aguardiente? Los patrones son ásperos con los
que les sirven. Los patrones, en la ciudad y en el campo, son tiranos. Aquí le
aprietan a uno el cuello; en el campo insultan al jornalero, le escatiman el
jornal, le dan a comer lodo y por remate le violan a sus hijas. Todo anda de esta
manera. Yo no sé cómo no ha reventado ya la mina que amenaza al mundo, porque
ya debía haber reventado. En todas partes arde la misma fiebre. El espíritu de
las clases bajas se encarnará en un implacable y futuro vengador. La onda de
abajo derrocará la masa de arriba. La Commune, la Internacional, el nihilismo,
eso es poco; ¡falta la enorme y vencedora coalición! Todas las tiranías se
vendrán al suelo: la tiranía política, la tiranía económica, la tiranía
religiosa. Porque el cura es también aliado de los verdugos del pueblo. Él
canta su tedeum y reza su paternoster, más por el millonario que por el
desgraciado. Pero los anuncios del cataclismo están ya ‘a la vista de la
humanidad y la humanidad no los ve; lo que verá bien será el espanto y el
horror del día de la ira. No habrá fuerza que pueda contener el torrente de la
fatal venganza. Habrá que cantar una nueva marsellesa que como los clarines de
Jericó destruya la morada de los infames. El incendio alumbrará las ruinas. El
cuchillo popular cortará cuellos y vientres odiados; las mujeres del populacho
arrancarán a puños los cabellos rubios de las vírgenes orgullosas; la pata del
hombre descalzo manchará la alfombra del opulento; se romperán las estatuas de
los bandidos que oprimieron a los humildes; y el cielo verá con temerosa
alegría, entre el estruendo de la catástrofe redentora, el castigo de los
altivos malhechores, la venganza suprema y terrible de la miseria borracha!
—¿Pero quién eres tú? ¿Por qué gritas así?
—Yo me llamo Juan Lanas y no tengo un centavo.
LA RESURRECCIÓN DE LA ROSA
Amigo Pasapera, voy a contarle un cuento. Un hombre tenía una rosa; era una
rosa que le había brotado del corazón. ¡Imagínese usted si la vería como un
tesoro, si la cuidaría con afecto, si sería para él adorable y valiosa la
tierna y querida flor! ¡Prodigios de Dios! La rosa era también como un pájaro;
garlaba dulcemente, y en veces, su perfume era tan inefable y conmovedor, como
si fuese la emanación mágica y dulce de una estrella que tuviera aroma.
Un día, el ángel Azrael pasó por la casa del hombre feliz, y fijó sus
pupilas en la flor. La pobrecita tembló, y comenzó a palidecer y estar triste,
porque el ángel Azrael es el pálido e implacable mensajero de la muerte. La
flor desfalleciente, ya casi sin aliento y sin vida, llenó de angustia al que
en ella miraba su dicha. El hombre se volvió hacia el buen Dios y le dijo:
—Señor, ¿para qué me quieres quitar la flor que me diste?
Y brilló en sus ojos una lágrima.
Conmovióse el bondadoso Padre, por virtud de la lágrima paternal, y dijo
estas palabras:
—Azrael, deja vivir esa rosa. Toma, si quieres, cualquiera de las de mi
jardín azul.
La rosa recobró el encanto de la vida. Y ese día, un astrónomo vió desde su
observatorio que se apagaba una estrella en el cielo.
UN SERMÓN
El 1° de enero de 1900, llegué muy temprano a Roma, y lo primero que hice
fue correr a la basílica de San Pedro a prepararme un lugar para oír el sermón
que debía predicar en lengua española un agustino de quien se esperaba gran
cosa según los periódicos. ¡Ay de mí! Creí llegar muy a buen tiempo y he ahí
que me encuentro poblada de fieles la sagrada nave. Gentes de todos lugares, y
principalmente peregrinos de España, Portugal y América, habían madrugado para
ir a colocarse lo más cerca posible del orador religioso. Luché, forcejeé; por
fin logré colocarme victoriosamente. Grandes cirios ardían en los altares. El
altar mayor resplandecía de oro y de luz, con sus soberbias columnas
salomónicas. Toda la inmensa basílica estaba llena de un esplendoroso triunfo. De
cuando en cuando potentes y profundos estallidos de órganos hacían vibrar de
harmonía el ambiente oloroso a incienso. El gran púlpito se levantaba soberbio
y monumental, aguardando el momento de que en él resonase la palabra del
sacerdote. Pasó d tiempo.
Como un leve murmullo se esparció entre todos los fieles, cuando llegó el
ansiado instante. Apareció el agustino, calada la capucha, con los brazos
cruzados. De su cintura ceñida, al extremo de un rosario de gruesas cuentas
colgaba santocristo de hierro. Arrodillóse enfrente del altar y permaneció como
un minuto en oración. Después, despacioso, grave, solemne, subió las gradas de
la cátedra. Descubrió su cabeza grande, con una bruñida calva de marfil, entre
un cerquillo de cabellos canos. Era el fraile de talla más baja que alta, de
ojos grandes y relampagueantes. Al pasar, vi su frente un tanto arrugada, y en
su afeitado rostro las huellas del más riguroso ascetismo. Alzó la mirada a lo
alto. Sobre su frente la paloma mística extendía sus alas. Diríase que el Santo
Espíritu inspirador, el que envió a los apóstoles al celeste fuego, se cernía
en el augusto y sacro recinto; que la lengua del fraile recibía en su anhelo de
suprema purificación una hostia paradisíaca, en que le infundía el don de
elocuencia y fortaleza el divino Paráclito. Fray Pablo de la Anunciación —así
el nombre— comenzó a hablar.
Dijo las palabras latinas con voz apagada. Después, después no podéis
imaginaros nada igual. Pensad en un himno colosal cuya primera soberana
harmonía comenzase con el fíat del Génesis y acabase con el sublime espanto del
Apocalipsis y apenas os acercaréis a lo que de aquella boca brotó conmoviendo y
asombrando. Eran Moisés y su pueblo delante del Sinaí; era la palabra de Jehová
en el más imponente de los levíticos; era el estruendo vasto de los escuadrones
bíblicos; las visiones de los profetas ancianos y las arengas de los jóvenes
formidables; eran Saúl endemoniado y el lírico David calmándole a son de harpa;
Absalón y su cabellera; los reyes todos y sus triunfos y pompas; y tras el
pasmo de las Crónicas, el Dolor en el estercolero, Job el gemebundo. Después el
salmo florido o terrible pasaba junto al proverbio sabio, y el cántico luego,
todo manzana y rosa y mirra, de donde hizo volar el orador una bandada de palomas.
¡Truenos fueron con los profetas! Terriblemente visionario con Isaías, con
Jeremías lloró; le poseyó el «deus» de Ezequiel; Daniel le dió su fuerza; Oseas
su símbolo amargo; Amón, el pastor de Tecua, su amenaza; Sofonías su clamor
violento; Aggeo su advertencia, Zacarías su sueño y Malaquías sus «cargas»
isaiáticas. Mas nada como cuando apareció la figura de Jesús, el Cristo,
brillando con su poesía dulce y altísima sobre toda la antigua grandeza
bíblica. La palabra de fray Pablo modulaba, cantaba, vibraba, confundía,
armonizaba, volaba, subía, descendía, petrificaba, deleitaba, acariciaba,
anonadaba, y en espiral incomparable, se remontaba, kalófónica y extrahumana,
hasta la cúpula en donde los clarines de plata saludan al Vicario de Cristo en
las excelsas victorias pontificales. Mateo surgió a nuestra vista; Marcos se
nos apareció; Lucas hablónos del Maestro; el «predilecto» nos poseyó; y después
que el gran San Pablo nos hizo temblar con su invencible prestigio, fue Juan el
que nos condujo a su Patmos aterrador y visionario; Juan, por la lengua de
aquel religioso sublime, ¡el primero de cuantos han predicado la religión del
Mártir de Judea que padeció bajo el imperio de Augusto! Rayo de unción fue la
frase cuando pintó los hechos de los mártires, las vidas legendarias de los
anacoretas; las cavernas de los hombres pálidos cuyos pies lamía la lengua de
los leones del desierto; Pablo el ermitaño, Jerónimo, Pacomio, Hilarión,
Antonio; y los mil predicadores y los innumerables cristianos que murieron en
las hogueras de los paganos crueles; y entre ellos, como uses cándidos de
candidez celeste e intacta, las blancas vírgenes, cuya carne de nieve consumían
las llamas o despedazaban las fieras, y cuya sangre regada en el circo
fertilizaba los rosales angélicos en donde florecen las estrellas del Paraíso.
El orador acabó su sermón: «La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con
vosotros». Amén.
Al salir, todavía sintiendo en mí la mágica influencia de aquel grandioso
fraile, pregunté a un periodista francés, que había ido a la iglesia a tomar
apuntes:
—¿Quién es ese prodigio? ¿De dónde viene este admirable chrysóstomo?
—Como debéis saber, hoy ha predicado su primer sermón —me dijo—.
Tiene cerca de setenta años. Es español. Se llama fray Pablo de la
Anunciación.
Es uno de los genios del siglo pasado. En el mundo se llamaba Emilio
Castelar.
SOR FILOMELA
—¡Ya está hecho, por todos los diablos! —rugió el obeso empresario,
dirigiéndose a la mesita de mármol en que el pobre tenorio ahogaba su amargura
en la onda de ópalo de un vaso de ajenjo.
El empresario —ese famoso Krau, ¿no conocéis la celebridad de su soberbia
nariz, un verdadero dije de coral ornado de rubio alcohólico?—, el empresario
pidió el suyo con poca agua. Luego secó el sudor de su frente, y dando un
puñetazo que hizo temblar la bandeja y los vasos, soltó la lengua.
—¿Sabes, Barlet? Estuve en toda la ceremonia: lo he presenciado todo. Si he
de decirte la verdad, fue una cosa conmovedora... No somos hecho de fierro...
Contóle lo que había visto. A la linda niña, la joya de su troupe, tomar el
velo, sepultar su belleza en el monasterio, profesar, con su vestido oscuro de
religiosa, h vela de cera en la mano blanca. Después los comentarios de la
gente. 1«Una cómica, monjal... A otro perro con ese hueso...». Barlet, el
enamorado, veía a lo alto y bebía a pequeños sorbos.
Eglantina Charmat, mimada del público parisiense, había sido contratada
para una tournée por los países de América. Bella, suavemente bella, tenía una
voz de ruiseñor. Un cronista la bautizó en una ocasión con el lírico nombre de
Filomela. Tenía los cabellos un tanto oscuros, y cuando se le desataban en las
escenas agitadas, hacía con gracia propia, para recogérselos, el mismo
encantador movimiento de la Reichenberg. Entró en el teatro por la pasión del
arte. Hija de un comerciante bordelés que la adoraba y la mimaba, un buen día,
el excelente señor, después del tiempo de Conservatorio, la condujo él mismo al
estreno. Timida y adorable, obtuvo una victoria espléndida. ¿Quién no recuerda
la locura que despertó en todos, cuando la vimos arrullar, incomparable Mignón:
Connais-tu le pays oú fleurit
foranger...?
Festejada por nababs y castas pudo, raro temperamento, extraña alma,
conservarse virtuosa, en medio de las ondas de escándalo y lujuria que a la continua
pasan sobre todo eso que lleva la gráfica y casta designación de carne de
tablas. Siguió en una carrera de gloria y provecho. Su nombre se hizo popular.
Las noches de representación, la aguardaba su madre para conducirla a la casa.
Su reputación se conservaba intacta. Jamás el Gil Blas se ocupó de ella con
reticencias o alusiones que indicasen algo vedado: nadie sabía que la aplaudida
Eglantina favoreciese a ningún feliz adorador, siquiera con la tierna flor de
una promesa, de ama esperanza.
¡Almita angelical encerrada en la más tentadora estatua de rosado mármol!
Era ella una soñadora del divino país de la armonía. ¿Amor? Sí, sentía el
impulso del amor. Su sangre virginal y ardiente le inundaba el rostro con
fuego. Pero el príncipe de su sueño no había llegado, y en espera de él,
desdeña con impasibilidad las galanterías fútiles de bastidores y las misivas
estúpidas los cresos golosos. Allá en el fondo de su alma le cantaba un pájaro
invisible canción, vaga como un anhelo de juventud, delicada como un fresco
ramillete de flores nuevas. Y cuando era ella la que cantaba, ponía en su voz
el trino del ave de su alma: y así era como una musa, como la encarnación de un
ideal soñado y entrevisto, y de sus labios diminutos y rojos, caían, a gotas
armónicas, trémulos cristalinos, arpegios florecidos de melodía, las amables
músicas de los grandes maestros, a los cuales ella agregaba la delicia de su
íntimo tesoro. Juntaba también a sus delectaciones de artista profundos
arrobamientos místicos. Era devota...
—Pero no estáis escribiendo eso de una cómica?
...Era devota. No cantaba nunca sin encomendarse a la virgencita de la
cabecera de su cama, una virgencita de primera comunión. Y con la misma voz
suya con que conmovía a los públicos y ponía el estremecimiento de su fuerza
mágica sobre palcos y plateas interpretando a la variada sinfonía de los amores
profanos, lanzaba en los coros de ciertas iglesias la sagrada lluvia sonora de
las notas de la música religiosa, interpretando tan bien los deliquios del
infinito amor divino; y así su espíritu, que vagaba entre las rosas terrenales
como una mariposa de virtud, iba a cortar con las vírgenes del paraíso las
margaritas celestes que perfuman los senderos de luz por donde yerran, poseídos
de la felicidad eterna, las inmortales almas de los bienaventurados. Ella
cantaba entonces con todo su corazón, haciendo vibrar su voz de ruiseñor en
medio de la tempestad gloriosa del órgano; y su lengua se regocijaba con las
alabanzas a la Reina María Santísima y al dulce Príncipe Jesús.
Un día, empero, llegó el amado de su ensueño, el cual era su primo y se
llamaba el capitán Pablo. Entonces comenzó el idilio. El viejo bordelés lo
aprobaba todo, y el señor capitán pudo vanagloriarse de haberse desflorado con
un beso triunfante la casta frente de lys de la primaveral Eglantina. Ella
fabricó inmediatamente dos castillos en el aire, con el poder de su gentil
cabecita: primero, aceptaría la contrata que desde hacía tiempo le proponía el
obeso y conocido Krau, para un tournée en América; segundo, a su vuelta, ya
rica, se casaría.
Concertada la boda, Eglantina firmó la célebre contrata, con gran
contentamiento de Krau, que en el día del arreglo presentó más opulenta y
encendida su formidable nariz... ¡Qué negocio! ¡Qué viaje triunfal! Y en la imaginación
veía caer el diluvio de oro de Río, de Buenos Aires, de Santiago, de México, de
Nueva York, de La Habana.
También firmó contrato Barlet, ese tenorcito que, a pesar de su buena voz,
tiene la desgracia de ser muy antipático, por gastar en su persona demasiados
cosméticos y brillantinas. Y Barlet ¡por todos los diablos! se enamoró de la
diva. Ella, a pesar de las insinuaciones de Krau en favor del tenor, pagaba su
pasión con las más crueles burlas, ¿Burlas en el amor? Mal hecho. En los buenos
días de la Provenza del siglo XIII, habría merecido versos severos del poeta
lírico Fabre d’Uzès y la marquesa de Mallespines la habría condenado, por su
crueldad, a dar por lo menos un beso en público al desventurado y malferido
adorador. Eglantina llevaba en su corazón la imagen del capitán. Por la noche,
al acostarse, rezaba por él, le encomendaba en sus oraciones y le enviaba su
amor con. el pensamiento.
...El primer castillo aéreo comenzaba a solidificarse. En Río de Janeiro
ganó la diva crecidas sumas. El día de su beneficio recogió una cestilla de
diamantes.
El emperador don Pedro, le envió un imperial solitario. En Montevideo, en
Buenos Aires, en Lima, fue para la deliciosa Mignón la inacabable fiesta de las
flores y del oro. Entre tanto, Barlet desafinaba de amor; y más de una vez se
inició en su contra la más estupenda silba. Pasaron meses. En vísperas de
regresar, Krau recibió propuestas excelentes de Santiago de Chile, y se
encaminó para ah con su compañía. Eglantina estaba radiante de gozo. Pronto volvería
a Francia, y entonces...
Más un día, después de leer una carta de París, al concluir la temporada
del Municipal, la diva se quedó pálida, pálida... Allá, en la tierra de la
porcelana y del opio, en el horrible Tonkín, había muerto el capitán. El segundo
castillo aéreo se había venido al suelo, rompiendo en su fracaso la ilusión más
amada de la triste almita angelical. Esa noche había que hacer Mignón, la
querida obra favorita, tenía que cantar Eglantina con su áurea voz
arrebatadora:
Connais-tu le pays oú fkurit
l’oranger...?
Y cantó, y nunca ¡ay!, con mayor encanto y ternura. En sus labios temblaba
h balada lánguida de la despedida, el gemido de todas las tristezas, la cántiga
doliente de todas las desesperanzas... Y en el fondo de su ser, ella, la rosa
de París, sabía que no tenía ya amores e ilusiones en la tierra, y que
solamente hallaría consuelo en la Reina María Santa y en el dulce Príncipe
Jesús.
Santiago estaba asombrado. La prensa hacía comentarios. El viejo bordelés,
croe había acompañado a su hija, lloraba preparando sus baúles... ¡Adiós, mi
amena Eglantina!
Y en el coro del monasterio estaba de fiesta el órgano; porque sus notas
latan a acompañar la música argentina de la garganta de la monja... Un ruiseñor
en el convento; ¡una verdadera Sor Filomela!
Y ahora, caballeros, os pido que no sonriáis delante de la verdad.
ESTA ERA UNA REINA...
¿Gloriana? Quizás. O tal vez Viriana, o todas ellas, y a la cabeza de la
tropa, Mab, fueron madrinas suyas.
Se llama Amelia, nombre que como oís, sienta bien a una princesa. Está en
Madrid triunfando con su belleza, la reina gentil que se casó por amor con un
príncipe rubio, la reina Amelia de Portugal. Jamás ha hecho el torno de la
gracia un cuello a que mejor sienten las perlas y los luminosos diamantes reales;
y rara vez se ha visto cuerpo más a propósito para el manto. Además, esta linda
señora es lo que se llama «una reina simpática». Yo he estado buscando esta
madrugada dos o tres rimas líricas que, a la manera romántica de mi amigo
Duplessis, ensalzaran a la regia beldad; pero Mariano de Cavia, periodista
endiablado, me ha sacado de mi ensueño cortesano esta mañana, que ha gritado
desde los balcones de El Liberal. ¡Viva la reina barbiana! Eso es: esta dama,
alta de cuerpo, de rango y de hermosura, encanta, sobre todo porque es muy
mujer, porque tiene una cara de cielo y porque al verla mirar y sonreír, se
olvida uno de los heráldicos uses y de las coronas de oro, ante la flor de
juventud que se presenta perfumada por una divina primavera; flor que arranca a
los labios un despropósito andaluz: el viva de Cavia, la capa al suelo, o: ¡Me
la comería! Anoche, en verdad, no daban tantos deseos de comerla, sino de besar
su pequeña diestra de marfil rosado, cuando después de subir la escalera del
palacio real, entre lacayos estirados, en un cuadro de féerie, se hallaba uno
en los incomparables salones, y sonaban las palmadas de etiqueta, y se abría
calle entre la aristocrática muchedumbre, y venían juntas la Regente, doña
Cristina, erguida, majestuosa, y, risueño el precioso rostro, la reina Amelia,
una reina de cuento azul, propia para prometida del príncipe de Trebizonda, o
del príncipe de Camaralzamán; y para hacerle la genuflexión, y el marqués feliz
darle el beso correcto en la mano que ella tiende, haciendo la gran merced. En
vez de Camaralzamán venía el marido dichoso, D. Carlos, a quien a pesar del
sport y de sus frescos veintinueve años se le ha agrandado un poco la barriga.
La Orleans gusta de hablar lengua española. Así, saluda en ese idioma al viejo
general conocido, a las nobles ricas hembras a quienes su coronada amiga le
presenta. Camina como una diosa, como una diosa joven y gallarda. El patuit dea
la denunciaría en todos lugares. Los ojos son los que aquí en España se llaman
gachones; húmedos y dulces, pero siempre majestuosos.
Pero, ¿y el pajecillo? ¿Y el enano que se echa cerca de ella como un alegre
perro? ¿Y la madrina del carro alado y de la estrella en la frente?
Las que venían tras ella, como sacadas de los cuentos, eran condesas
regordetas, sofocándose, no dando paz al abanico; las damas de honor entradas
en años, con su andar de pato ésta, algo miope aquélla, brazos gordos, sedas y
terciopelos; esmeraldas y brillantes. El rey de los hidalgos portugueses, menos
simpático que su padre don Luis, el literato, saluda con marcialidad a un lado
y otro. Y han pasado las majestades, ya se ve, sobre todas las cabezas, allá
lejos, en el extremo del salón de porcelana, la estrella de diamantes que
tiembla en la diadema de la augusta Amelia de Portugal.
Alguien —¿quién ha de ser?, ¡un amigo poeta!— se acerca a mi lado y evoca
en mi memoria la figura de Ruy Blas.
Y a propósito: los diarios dan esta mañana la noticia de que el rey ha
cazado ayer en el Prado diez perdices.
PRELUDIO DE PRIMAVERA
La otra noche, cuando concluimos de comer —era en una noble y amable
morada—, las damas se dirigieron al salón. En el comedor se encendieron los
cigarros. Un elocuente diputado parafraseaba una peregrina ocurrencia de
Tolstoi; un poeta silencioso meditaba, apretado en su ulster. La política atizó
sus fuegos. En tanto, yo entablé conversación con una rosa pálida que entre las
flores de la mesa mostraba sus hojas anémicas, brotadas en la aristocracia de
las estufas.
—Rosa argentina —le dije—, ¿acaso no estás contenta con la llegada de la
primavera? —Ah —exclamó—, ¿no sabéis que apenas viviré algunas horas más una
vida que ha sido alentada con calores artificiales? ¡Oh erudición! —me
interrumpió la rosa conmovida. Después, continuó con la melodía delicada de su
voz floral—: En verdad que, como dijo un rimador de Italia, la primavera es la
juventud del año...
—¡Oh, erudición! —interrumpí, en desquite—. Y la juventud es la primavera
de la vida. Es la fiesta del campo, la sinfonía primaveral celebra las caricias
de los pájaros; en los jardines hace la niña sus ramos, y su rostro es la mejor
rosa de los parterres floridos; el trino vuela alegre por el aire azul, y Mab,
muy de mañana, hace un paseo entre los claveles y las azucenas diciendo con su
lindo acento: ¡Buenos días, señoritas! ¡Muy buenos días, caballeros! Ya veréis
a las porteñas, cuando, dejando sus vestidos de invierno, sus pieles y sus
manguitos, vayan con sus trajes claros y alegres, a hacer reinar sus ojos, en
la dulce agonía de la tarde, al desfile lujoso de Palermo. Los gorriones,
parlanchines y petulantes, narran en los árboles, a voz en cuello, mil
historias famosas. Por las noches, en más de un palacio elegante habrá luces,
sonrisas y danzas.
La rosa hacía ondular su blanda vocecita, conociéndose innegablemente su deseo
de imitar a Sarah Bernhardt.
—Y bien —prorrumpí—, y tu diminuta alma aromal —puesto que yo sé como tú la
inmortalidad del alma de las flores—, ¿en dónde estará la primavera próxima?
—Dios nos deja la elección del paraíso. Yo he elegido el mío; unos labios
rojos que quizá hayas contemplado alguna vez con inefable deleite. ¡Oh
—concluyó—, felices las rosas humanas!
—¿Por qué?
—Porque pueden gozar de un sol eterno: el amor. ¡Para los corazones que
aman, la primavera dura todo el año!
CÁTEDRA Y TRIBUNA
Cátedra. —Entro con Dios y enseño. Va mi aliento sobre las
multitudes.
Tribuna. —Mi aliento viene del hombre y se agita sobre los pueblos.
Cátedra. —¡Oh cedro!
Tribuna. —¡Oh palma, oh, lauro!
Cátedra. —Soy la lengua del Santo Espíritu, soy el fuego parlante, soy el
verbo combustivo, soy el único intermedio entre la inmensidad divina y la
espiritualidad humana.
Tribuna. —Yo tengo de divina lo que tú me has dado, ¡oh, Libertad! El
trueno tribunicio atraviesa las nubes populares y su eco profundo y vencedor es
el clarín que anuncia el carro de los victoriosos que sojuzgan las Naciones.
Cátedra. —Yo soy la voz que brota bajo las tiaras. Yo soy la infalibilidad
pontificia; yo soy Pedro el divino pescador y León delante de Atila. Yo broto
de una altura que está sobre todas las alturas humanas. Mi soberanía teológica
empieza en el fuego blanco de la custodia invisible que jamás podrá contemplar
ojo de hombre sin caer quien la mire como cae el cuerpo muerto.
Tribuna. —¡Oh águila!
Cátedra. —¡Oh paloma!
Tribuna. —¿Y Cicerón?
Cátedra. —¿Y Ambrosio y Crisóstomo y Agustín?
Tribuna. —A la púrpura de los soles orientales se esperezan los tigres de
los imperios y los reales leones.
Cátedra. —Sobre los blancos manteles eucarísticos están los corderos en
cuyo balido suena la armonía de David.
Tribuna. —¡Fanfarria, vibra!
Cátedra. —¡Salterio, canta!
Tribuna. —¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!
Cátedra. —¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!
Tribuna. —Diré la verdad. Desde el principio del mundo, yo soy el órgano de
la colectividad humana. Míos son los gobiernos, míos los triunfos cívicos, míos
desde los antiguos himnos con que se celebraban las degollaciones de los
ejércitos enemigos, hasta ese monstruoso y sonoro estruendo que se llama la
Marsellesa. Esdras hizo brillar mi relámpago delante de Saúl; Moisés, delante
del faraón memorable. Víctor Hugo profetizó cuando yo, bajo sus plantas, fui
una isla. Antes Pablo fué mío.
Cátedra. —Mío fué Juan, que tuvo también su isla. En su vuelo aquilino
sobrepujó todas las tempestades, y su lenguaje fué un celeste y profundo
lenguaje de visión. La divinidad, cuando concede el don de la palabra
dominadora y ese especial don crisostómico que junta la miel con la fuerza,
hace que mis manos lancen esos rayos.
Tribuna. —¡Alma inmensa del mundo! Yo soy la que predica la victoria del
derecho, la sagrada fuerza de la ley. Yo soy quien hace llevar a tu altar los
trofeos pomposos y los estandartes llenos de sangre de las batallas. Yo hago
mover a un mismo tiempo y por un mismo impulso la espada del César y la
guillotina de la revolución. Y quemo y purifico la boca del poeta con las
brasas que quedan de los tronos incendiados.
Cátedra. —Yo con los carbones de Ezequiel.
PALIMPSESTO (I)
Cuando Longinos salió huyendo con la lanza en la mano, después de haber
herido el costado de Nuestro Señor Jesús, era la triste hora del Calvario, la
hora en que empezaba la sagrada agonía.
Sobre el árido monte las tres cruces proyectaban su sombra. La muchedumbre
que había concurrido a presenciar el sacrificio iba camino de la ciudad.
Cristo, sublime y solitario, martirizado lirio de divino amor, estaba pálido y
sangriento en su madero.
Cerca de los pies atravesados, Magdalena, desmelenada y amante, se apretaba
la cabeza con las manos. María daba su gemido maternal. Stabat mater dolorosa!
Después, la tarde fugitiva anunciaba la llegada del negro carro de la
noche. Jerusalén temblaba en la luz al suave soplo crepuscular.
La carrera de Longinos era rápida, y en la punta de la lanza que llevaba en
su diestra brillaba algo como la sangre luminosa de un astro.
El ciego había recobrado el goce del sol.
El agua santa de la santa herida había lavado en esta alma toda la tiniebla
que impedía el triunfo de la luz.
A la puerta de la casa del que había sido ciego, un grande arcángel estaba
con las alas abiertas y los brazos en alto.
¡Oh, Longinos, Longinos! Tu lanza desde aquel día será un inmenso bien
humano. El alma que ella hiera sufrirá el celeste contagio de la fe.
Por ella oirá el trueno Saulo y será casto Parsifal.
En la misma hora en que en Haceldama se ahorcó Judas, floreció idealmente
la lanza de Longinos.
Ambas figuras han quedado eternas a los ojos de los hombres. ¿Quién
preferirá la cuerda del traidor al arma de la gracia?
LA MISS
Al subir a la cubierta, lo primero que escuché fue un suave grito
tembloroso, un =tico gutural:
—¡Ohoou!¡Ohoou!
—¿Qué le pasa a miss Mary? —pensé.
Miss Mary me hacía señas y movía la linda cabeza rubia, como presa de una
mensa desolación. Me llegué a la borda, cerca de ella, y por la dirección de
sus miradas comprendí la causa de sus extrañas agitaciones. En un bote, cerca
de mino de los grandes lanchones carboneros, como hasta seis negrillos
armaban una chillona algazara, desnudos, completamente desnudos, riendo, moviéndose,
sesteando como micos. Brillaba opaco por la bruma gris el sol de África. Se
¡Izaban entoldadas de nubes oscuras las áridas islas. San Antonio, a lo lejos,
casi fumada sobre el fondo del cielo, la roca del faro con su torre y su
bandera. San Vicente, rocallosa, ingrata, con la curva de su bahía; sus costas
de tierra volcánica, sus alturas infecundas, llenas de jorobas y de picos del
color del hierro viejo. La población de triste aspecto con sus techos de madera
y de tejas rojas. Una cañonera portuguesa, cerca de nuestro barco, se
balanceaba levemente al amor del aire marino, y un vapor de la Veloce echaba el
ancla no lejos, un vapor de casco blanco sobre el que hormigueaban cabezas de
emigrantes italianos.
—Mister, musiú, señó! Los negrillos desnudos estiraban los brazos hacía los
Insajeros, mostraban los dientes, hablaban con modos bárbaros, palabras en
inglés, en español, en portugués; y uno de ellos, casi ya en la pubertad, un
verdadero macaco, era el que más llamaba la atención por sus contorsiones y gritos
delante de mi amiga la espantada miss. Aquellos animalitos pedían peniques, los
pertiques que les arrojan siempre los viajeros y que ellos atrapan en el agua,
nadando con la agilidad de las anguilas; pero los pedían en el traje adámico de
sus hermanos los monos, y el pudor inglés, vibrando conmovido, hacía sus
trémulas implosiones, por boca de aquella tierna hija de la ciudad de
Southampton. Tantas rieron las manifestaciones de su extraña pena, que yo, con
la mirada, tan solamente con la mirada, le dije todas estas cosas: «Ofelia,
vete a un convento. “Getthee to a nunnery”».
No es el santo, el divino pudor ese tuyo, tan quisquilloso. El pudor
tiembla en silencio, o protesta con las rosas de las castas mejillas. Jamás ha
pronunciado la palabra shocking En sus manos lleva al altar de la Virtud
blancos lirios, gemelos de aquellos que llevó Gabriel el Arcángel a la
inmaculada esposa del viejo carpintero José, cuando la saludó:
—«Llena eres de gracia».
Las almas pudorosas no sienten ofensa alguna delante de las obras naturales
y a la vista de la desnudez inocente.
Eva, nuestra inmemorial abuela, no advirtió la vergüenza de su cuerpo sino
.después de haber escuchado a Lucifer.
Esos escrúpulos tuyos, señorita de Inglaterra, hacen pensar en que miras el
misterio del mundo a través de los cristales del pecado.
Para que el pudor sienta las flechas que se le lanzan, es preciso que por
algún lado esté ya hendida su coraza de celeste nieve.
Preciso es también que el espectáculo que contemplan los ojos tengan en sí
germen de culpa o fondo de maldad. ¿Quién es el inmundo fauno que puede sentir
otra cosa que la emoción sagrada de la belleza al mirar la armoniosa v soberana
desnudez de la Venus de Milo? ¿Acaso pensó el admirable San Buenaventura en
emponzoñar de concupiscencia las almas, al recomendar la lectura de los poetas
paganos? ¿Quién se atreve a colocar la hoja de parra a los querubines de los
cuadros o a los niños dioses de los nacimientos? Los libros primitivos santos
nombran cosas y hechos con palabras que hoy son tenidas por impuras v
pecaminosas. Y Ester y Ruth han visto, como tú, coros de niños desnudos,
seguramente no tan negros ni tan feos como estos africanitos, y no han gritado,
linda rubia: ¡Ohoou! Lo que hiere el pudor son las invenciones infernalmente
hermosas del incansable príncipe Satán, son aquellos bailes, aquellas
desnudeces, aquellas exhibiciones incendiarias, maldecidas por Agustín,
condenadas por Pablo, anatematizadas por Jerónimo, por las hornillas de los
escritores justos y por la palabra de la Santa Madre Iglesia. El desnudo
condenado por la castidad no es el de la virginal Diana, ni el de Sebastián
lleno de flechas; es el desnudo de Salomé la danzarina, o el de la señorita
Niní Patte en-l’air, profesora de coreografía v de otras cosas.
Por lo demás, arroja unos cuantos peniques a esos pobres simios, que tienen
tan rojas y blancas risas, y deja de leer ese libro de Catulle Mendés, que he
visto en tus manos ayer por la tarde...
Fuimos tres pasajeros a tierra, y miss Mary con nosotros. Recorrimos juntos
el pueblo, rodeados de negritas finas y risueñas, que pregonaban sus collares
de conchas y sus corales nuevos. Vimos el perfil lejano de la cabeza de la
gigantesca estatua labrada en un monte a golpes de siglo por la naturaleza. Y
en todo este tiempo no volví a escuchar la voz de la inglesa en su onomatopeya
conocida: —Ohoou!—, que había quedado fija en mi memoria.
Era un tipo gentil de sajona. Tenía fresco y rosado el rostro, seda dorada
en el cabello, sangre viva y dulce en los labios, cuello de paloma, busto rico,
caderas con las curvas de una lira, y coronada la euritmia de su bello edificio
con una pícara gorra de jockey. En su conversación tenía inocencias de novicia
y ocurrencias de colegiala. Contóme —¿por qué tanta franqueza en tan poco
tiempo de amistad?—, contóme una rara historia de noviazgo, en las poéticas
islas de Wigh pintóme al novio, gallardo y principal, un poco millonario, y
otro poco noble. Díjome que acababa de salir de un colegio de religiosas.
Hablábame blandamente, mirándome con sus ojos azules, y como un pájaro
encantador del país británico, cantaba con rítmicas inflexiones, en lengua
inglesa.
A tal punto había femenil atracción en la miss, que fui sintiendo por ella
cierto naciente cariño, deseo de pronunciarle con la boca otro discurso que el
que le había enderezado con los ojos. En medio del mar, ya cuando habíamos
dejado la región de África, más de una vez, al claro de la luna, que argentaba
las olas y envolvía en alba luz el barco, nos recitamos versos arrulladores y
musicales, de enamorados poetas favoritos. Ella también, en voz baja, daba al
aire de la noche sollozos de romanza, quejas de Schubert y alguna amable risa
de Xanrof. Deliciosa viajera, ángel que iba de duelo, según me decía, para Río
de Janeiro, a casa de un señor, su tío, pastor protestante.
Allá iba, ya lejos, en la rada de Río, sobre un vaporcito, la hechicera y
cándida Mary, y se despedía de mí agitando, como un ala columbina, su pañuelo,
el pañuelito blanco de los adioses.
—¡Gracias a Dios! —rugió cerca de mí un viejo y calvo pasajero inglés—,
gracias a Dios, que ya deja el barco esa plaga.
—¿Esa qué? —exclamé asustado.
—Pues no ha sabido usted —repuso— que desde el capitán abajo, durante toda
la travesía...
No le dejé concluir. ¡Mi dulce Ofelia!
Y recordando sus húmedos ojos azules, sus sonrisas y el libro de Catulle
Mendés no hallé palabra mejor para expresar mi asombro, que la onomatopeya
gutural de su pudor inglés ante los desnudos negrillos africanos:
—Ohoou!
ÉSTE ES EL CUENTO DE LA SONRISA DE LA PRINCESA DIAMANTINA
Cerca de su padre, el viejo emperador de la barba de nieve, está
Diamantina, la princesa menor, el día de la fiesta triunfal. Está junto con sus
dos hermanas. La una viste de rosado, como una rosa primaveral; la otra de
brocado azul, y por su espalda se amontona un crespo resplandor de oro.
Diamantina viste toda de blanco; y es ella, así, blanca como un maravilloso
alabastro, ornado de plata v nieve; tan solamente en su rostro de virgen, como
un diminuto pájaro de carmín que tuviese las alas tendidas, su boca, en flor,
llena de miel ideal, está aguardando la divina abeja del país azul.
Delante de la regia familia que resplandece en el trono como una
constelación de poder y de grandeza, en el trono purpurado sobre el cual tiende
sus alas un águila y abre sus fauces un león, desfilan los altos dignatarios y
guerreros. los hombres nobles de la corte, que al pasar hacen la reverencia.
Poco a poco. uno por uno, pausadamente pasan. Frente al monarca se detienen
cortos instantes, en tanto que un alto ujier galoneado dice los méritos y
glorias en sonora v vibrante voz. El emperador y sus hijas escuchan impasibles,
y de cuando en cuando turban el solemne silencio, roces de hierros, crujidos de
armaduras.
Dice el ujier:
Este es el príncipe Rogerio, que fue grande en Trebizonda y en Bizancio. Su
aspecto es el de un efebo, pues apenas ha salido de la adolescencia; mas su
valor es semejante al del griego Aquiles. Sus armas ostentan un roble y una
paloma; porque teniendo la fuerza, adora la gracia y el amor. Un día en tierra
de Oriente...
El anciano imperial acaricia su barba argentina con su mano enguantada de
acero, y mira a Rogerio, que, delicado y gentil como un San Jorge, se inclina,
con la diestra en el puño de la espada, y con exquisita arrogancia cortesana.
Dice el ujier:
Éste es Aleón el marqués. La Galia le ha admirado vencedor, rigiendo con
riendas de seda su caballo negro. Es Aleón el mago, un Epífanes, un protegido
de los portentosos y desconocidos genios. Dícese que conoce yerbas que le hacen
invisible, y que posee una bocina labrada en un diente de hidra, cuyo ruido
pone espanto en el alma y eriza los cabellos de los más bravos. Tiene los ojos
negros y la palabra sonora. En las luchas pronuncia el nombre de nuestro
emperador, y nunca ha sido vencido ni herido. En su castillo ondea siempre una
bandera negra.
Aleón, semejante a los leones de los ardientes desiertos, pasa. La princesa
mayor, vestida de rosado, clava en él una rápida y ardiente mirada.
Dice el ujier:
Éste es Pentauro, vigoroso como el invencible Heracles. Con sus manos de
bronce, en el furor de las batallas, ha abollado el escudo de famosos
guerreros. Usa larga la cabellera, que hace temblar heroica y rudamente como
una fiera melena. Ninguno corre como él al encuentro de los enemigos y bajo la
tempestad. Su brazo descoyunta, y parece estar nutrido por las mamas henchidas
de una diosa yámbica y marcial. Trasciende a bestia montaraz.
La princesa del traje azul no deja de contemplar al caballero tremendo que
con paso brusco atraviesa el recinto. Sobre su casco enorme se alza un grueso
penacho de crin.
Del grupo de los que desfilan se desprende un joven rubio, cuya barba
nazarena parece formada de un luminoso toisón. Su armadura es de plata. Sobre
su cabeza encorva el cuello y tiende las alas olímpicas un cisne de plata.
Dice el Ujier:
—Éste es Heliodoro el Poeta.
Ve el concurso temblar un instante a la princesa menor, a la princesa
Diamantina. Una alba se enciende en el blanco rostro de la niña vestida de
brocado blanco, blanca como un maravilloso alabastro. Y el diminuto pájaro de
carmín que tiene las alas tendidas, al llegar una abeja del país azul a la boca
en flor llena de miel ideal, enarca las alas encendidas por una sonrisa,
dejando ver un suave resplandor de perlas...
EL NACIMIENTO DE LA COL
En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron
creadas, y antes de que Eva fuese tentada por la serpiente, el maligno espíritu
se acercó a la más linda rosa nueva en el momento en que ella tendía, a la
caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios.
—Eres bella.
—Lo soy —dijo la rosa.
—Bella y feliz —prosiguió el diablo—. Tienes el color, la gracia y el
aroma. Pero...
—¿Pero?...
—No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Esos, a más
de ser frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen
bajo sus ramas. Rosa, ser bella es poco...
La rosa entonces —tentada como después lo sería la mujer— deseó la
utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura.
Pasó el buen Dios después del alba siguiente.
—Padre —dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza—,
¿queréis hacerme útil?
—Sea, hija mía —contestó el Señor, sonriendo.
Y entonces vió el mundo la primera col.
EN LA BATALLA DE LAS FLORES
Anteayer por la tarde vi salir de lo de Odette a un apuesto y rubio
caballero que a primera vista se me antojó un príncipe sajón de incógnito; pero
al verle andar, yo no tuve ninguna duda: incessu patiut..., y como iba a subir
a una preciosa victoria, dirigíme a él más que de prisa:
—Señor..., ¿seréis vos acaso?... (Cerca, ya pude reconocer su cabellera
luminosa, bajo el sombrero de verano; los ojos celestes, el olímpico talante.)
—Sí —me dijo sonriendo—, soy yo. He entrado a buscar un clavel blanco, de
una especie exquisita para el ojal; pues según sé, es la flor que hoy se usa en
Londres, por idea del Príncipe de Gales. Pero voy de prisa. Si gustáis
acompañarme, iremos a Palermo, donde la fiesta debe haber ya comenzado.
Subimos al elegante vehículo, arrastrado por dos preciosos potros, y regido
por un cochero rubicundo, todos tres ingleses.
Apolo —pues no era otro el caballero rubio— me ofreció un rico cigarrillo,
y empezó a hablarme de esta manera:
—Desde hace mucho tiempo dicen por allí que los dioses nos hemos ido para
siempre. ¡Qué mentira! Cierto es que el Cristo nos hizo padecer un gran
descalabro. El judío Enrique Heine, que tanto nos conocía, contó una vez
nuestra derrota; y un amigo suyo, millonario de rimas, aseguró que nos habíamos
declarado en huelga. La verdad es que si dejamos el Olimpo, no hemos abandonado
la Tierra. ¡Tiene tantos encantos, para los mismos dioses! Unos hemos tenido
buena suerte; otros muy mala: no he sido yo de los más afortunados. Con la lira
debajo del brazo he recorrido casi todo el mundo. Cuando no pude vivir en
Atenas me fui a París; allí he luchado mucho tiempo, sin poder hacer gran cosa.
¡Con deciros que he sido, en la misma capital del arte, fámulo y mandadero de
un bibliopola decadente! Me decidí a venir a América, a probar fortuna, y un
buen día desembarqué en la Ensenada, en calidad de inmigrante. Me resolví a no
hacer un solo verso, y en efecto: soy ya rico, y estanciero.
—Pero, señor, ¿y vuestros hijos los poetas?
—Primeramente se han olvidado de mí casi todos. Las antiguas musas se
quejan porque han sido sustituidas por otras modernas y terribles. La
artificialidad sustituye a lo que antes se llamaba la inspiración. Erato se
nombra ahora Morfina. Y en una incomprensible Babel, se hablan todas las
lenguas, menos la que yo enseñé antaño a mis favorecidos. Por otra parte,
cuando yo no tengo un solo templo, Mercurio y Clito impera. Los que vos llamáis
poetas se ocupan ya demasiado de la vida práctica. Sé de quien ha dejado un
soneto sin el terceto último, por ir a averiguar en la Bolsa un asunto de tanto
por ciento.
—Pero: ¿a vos no os hace falta —le dije—, la tiranía dulce de la rima?
—Aquí inter nos —respondióme—, he de confesar que no he dejado de ocuparme
en mi viejo oficio. En ciertas horas, cuando el bullicio de los negocios se
calma y mis cuentas quedan en orden, dejo este disfraz de hombre moderno, y voy
a hacer algunas estrofas en compañía de los silfos de la noche y de los cisnes,
de los estanques. Paso por la casa de Guido y Spano, y me complazco en dejar mi
divino soplo en su hermosa cabeza argentada de viejo león jovial. Visito a
Oyuela y le reprendo porque a muchos días no labra el alabastro de sus versos;
y en la casa de Obligado renuevo en el alma del poeta el fuego de la hoguera
lírica. Después, otras visitas. Y, por último, la que más quiero; las que hago
a los cuartuchos destartalados de los poetas pobres, a las miserables covachas
de los infelices inspirados, de los desconocidos, de los que no han sentido
nunca una sola caricia de la fama. Aquellos cuyo nombre no resuena, ni resonará
jamás en la bocina de oro de la alada divinidad; pero que me llaman, y me son
fieles, envueltos en el velo azul de los ensueños.
En cuanto a mi lira, la tengo guardada en un espléndido estuche; y de
cuando en cuando me doy el placer de acariciar sus cuerdas.
—¿Os habréis vuelto, acaso dilettante?
Suelo, en mi calidad de sportsman, recitar en los salones, y aparentar que
soy un elegante aficionado a la poesía; más de un álbum y más de dos abanicos
conservan algunas rimas que he procurado hacer resonar de la manera más
decadente que me ha sido posible; porque, según parece, ello está de moda.
Ahora, con la fiesta de la primavera he sentido en mí la necesidad del canto, y
me ha sido preciso andar con los ojos bajos para que la gente no se fije en la
llama sagrada que debe iluminar mi faz. ¿No comprendéis que si se supiese quién
soy, vendría muy a menos?
—En verdad, tenéis razón en sentiros inspirado con la victoria de las
flores ilustres: Palermo es hoy el campo pagano y bello donde se celebra, como
en los buenos días antiguos, la pomposa beldad de Flora:
Dic, quibus in terris
inscripti nomina regum
nascantur flores...
Habíamos llegado a Palermo al eco del latín de Virgilio. La fiesta había
comenzado. Banderas y flores; trofeos perfumados; derroche de pétalos y de
aromas. El amor y la galantería se hacían la guerra amable del corso floral.
¿Apolo había comenzado a recitar? No lo sé; pero al pasar entre los
carruajes de donde esa rosa que se llama la porteña, encarnaba la más dulce de
las primaveras, en medio del ir y venir de los ramilletes, oí una voz que decía
así:
—El poeta ha cantado el génesis de las flores. Cómo nació la gladiola, el
laurel divino, el jacinto, el mirto amoroso, y semejante a la carne de la
mujer, la rosa cruel, Herodías en flor del claro jardín...; y la blancura
sollozante del lirio, que rodando sobre mares de suspiros, que ella despierta a
través del incienso azul de los horizontes pálidos, sube, en un ensueño, hacia
la luna que llora.
Luego, tras una pausa:
—La rosa, como una emperatriz, arrastró su manto de púrpura. La aurora, el
día de sus bodas, regaló un collar de diamantes a la flor porfirogénita. El
lirio es Parsifal. Pasa, con su vestido blanco, el cándido caballero de la
castidad. Los pensamientos son doctores que llevan con dignidad su traje
episcopal; y cuando el amor o el recuerdo les consagran, tal como los
metropolitanos y los abades en las basílicas y monasterios, hallan ellos su
tumba en los libros de horas y en los eucologios. El tulipán, esplendoroso como
un Buckingham, se pavonea con la aureola de su lujo. Las violetas conventuales,
como un coro de novicias, rezan un padre nuestro por el alma de Ofelia. Sobre
un palanquín y bajo un parasol de seda viene la crisantema, medio dormida en un
vapor de opio, soñando con su país nippón: en tanto que el loto azul se alza
hieráticamente, como buscando la mano de los dioses. Los asfódelos feudales y
las alegres lilas, consultan su horóscopo con el astrólogo heliotropo; y las
blancas bohemias llamadas margaritas dicen la buena ventura a los enamorados.
Las campánulas, desde sus campanarios verdes, tocan a vísperas o anuncian bodas
o funerales, mientras las camelias cantan entre pétalos un aire de la Traviata.
¿Quién se acerca al eco de la voz de Mignón? El azahar epitalámico y adorable...
Se interrumpió el monólogo.
En un elegantísimo carruaje se erguía una dama joven y gallarda, que por su
hermosura mereciera ser coronada reina del corso. Apolo se arrancó el clavel de
la solapa y lo arrojó a la beldad. Esto sucedía frente al palco de la prensa,
donde la batalla estaba en su mayor agitación.
Después seguí escuchando:
—La batalla de las flores ¿qué es junto a la batalla de las miradas? Los
suspiros no luchan porque son los enviados de las mutuas súplicas.
En un corso como éste, las flores suelen llevar malos mensajes, y suelen
ser mentirosas. He visto a un caballero enviar un ramillete al cual había
confiado esta frase: «Yo te amo», cuando en su corazón todo el fuego amoroso es
ya pura ceniza. Una niña gentil y vivaz ha encargado a cuatro azahares la misma
respuesta... Y una rosa se ha puesto más roja de lo que era al llevar tan
extraña declaración.
¡Tiempo feliz de los trajes claros, de los tules y de los sombreros de
paja! ¡Horas amables sobre los terrazos, y en los claros de luna; horas en que
en los parques y jardines celebran las flores sus walpurgis y sus misas azules!
En tanto que la primavera traiga siempre la eterna carta de amor; en tanto que
las mejillas de las mujeres sean tan frescas como los centifolias; en tanto que
la gran naturaleza junte su soplo fecundo en el ardiente efluvio de los
corazones, los dioses no nos iremos; permaneceremos siempre en la tierra y
habrá besos y versos, y un Olimpo ideal levantará su cima coronada de luz
incomparable sobre los edificios que el culto de la materia haga alzar a la
mano del hombre.
Cuando en el palacio Hume nos separamos, el dios estaba de excelente humor
y con muy buen apetito. Me dijo un verso de Horacio y una máxima del general
Mansilla. No me dió su dirección; y partió con un paso tan veloz como si fuese
persiguiendo a Dafne.
LAS RAZONES DE ASHAVERO
En un país cuyo nombre no recuerdo, y que probablemente no aparece en
ninguna de las cartas geográficas conocidas, quisieron los habitantes darse la
mejor forma de gobierno. Fueron tan cuerdos que, para mejor obrar, aunque había
en el país muchos sabios ancianos y políticos ilustres, se dirigieron a
consultar con un poeta, el cual les contestó:
—No obstante de que estoy gravemente ocupado, pues tengo entre manos el
epitalamio de un jazmín, la salutación a una ninfa y un epigrama para la
estatua de un silvano, pensaré y os aconsejaré lo que debéis hacer. Pero os
pido el plazo de tres días para daros mi respuesta.
Y como era ese poeta más poeta que el rey Salomón, hablaba y comprendía la
lengua de los astros, de las plantas, de los animales y de todos los seres de
la naturaleza. Fuese, pues, el primer día al campo, meditando en cuál sería la
mejor forma de gobierno. Bajo un frondoso roble halló echado a un león, como
Carlomagno bajo el pino de la gesta.
—Señor rey —le dijo—, bien sé que vuestra majestad pudiera ser una especie
de don Pedro de Braganza con melena, ¿querría decirme cuál es para un pueblo la
mejor forma de gobierno?
—Ingrato —le contestó el león—. ¡Nunca pensé que, desde que Platón os
arrojó cruelmente de su república, pudieseis poner en duda las ventajas de la
monarquía, vosotros, los poetas! Sin la pompa de las grandezas reales no
tendríais para realzar vuestros versos ni púrpura, ni oro, ni armiño. A menos
que prefirieseis el rojo de la sangre de las revoluciones, el dublé
constitucional, y el blanco de la pechera de la camisa del señor Carnot, por
ejemplo. El trinado Numen ha prohibido que se pronuncie la palabra «democracia»
en su imperio. La república es burguesa; y alguien ha hecho observar que la
democracia huele mal. Monsieur Thiers por su sequedad pondría en fuga a todas
las abejas del Himeto. El honorable Jorge Washington o el honorable Abraham
Lincoln sólo pueden ser cantados propiamente por un espléndido salvaje como Walt
Whitman. Víctor Hugo, que tanto halagó esa inmensa y terrible hidra que se
llama pueblo, ha sido, sin embargo, el espíritu más aristocrático de este
siglo. Por lo que a mí toca os diré que los pueblos más felices son aquellos
que son respetuosos con la tradición; y que desde que existe el mundo, no hay
nada que dé mayor majestad a las florestas que el rugido de los leones. Así,
pues, ya conocéis mi opinión: monarquía absoluta.
A poco rato encontró el poeta pensativo, un tigre, sobre los huesos de un
buey, cuya carne acababa de engullirse.
—Yo —dijo el tigre—, os aconsejo la dictadura militar. Se agazapa uno sobre
la rama de un árbol o tras una abrupta peña; cuando pasa un tropel de búfalos
libres, o un rebaño de carneros, se grita ¡viva la Libertad! y se cae sobre la
más rica presa, empleando lo mejor que sea posible los dientes y las uñas.
A poco vino un cuervo y se puso a despilfarrar la osamenta que había dejado
el felino.
—A mí me gusta la República —exclamó—, y sobre todo la República Americana,
porque es la que nos da mayor número de cadáveres en los campos de batalla.
Esos festines son tan frecuentes que para nosotros no hay nada mejor, a no ser
las carnicerías de las tribus bárbaras. Y a fe de «Maître Corbeau», que digo
palabra de verdad.
Del ramaje de un laurel dijo una paloma, interrogada por el poeta:
—Yo soy teocrática. Encarnado en mi cuerpo, el Santo Espíritu desciende
sobre el Pontífice que es sumo sacerdote y tres veces rey, bajo la luz de Dios.
El pueblo más feliz sería aquel que tuviese por guía y cabeza, como en tiempos
bíblicos, al mismo Creador de todas las cosas.
La zorra contestó:
Mi querido señor, si el pueblo elige un presidente habrá hecho muy bien. Y
si proclama y corona a un monarca, merecerá mis aplausos. Tened la bondad de
dar mis mejores saludos a uno u otro; y, decidle que si se me envía una gallina
gorda el día de la fiesta la aceptaré con gusto y me la comeré con plumas y
todo.
Una abeja contestó:
—Nosotros en una ocasión quisimos derrocar a la reina del enjambre, que es
algo así como la Reina Victoria, pues debéis de saber que una colmena se parece
mucho a la Inglaterra de hoy en su forma gubernativa. Pero diónos tan mal
resultado el solo intento, que toda la miel de esa cosecha nos salió
inservible. Otrosí, que tuvimos un aumento de zánganos y pasamos el rato peor
de toda nuestra vida.
Desde esa vez resolvimos ser cuerdas: nuestro alvéolo es siempre sexangular
y nuestro jefe una hembra.
¡Viva la república!—gritó un gorrión, picando las frutas del árbol en que
estaba—. ¡Ciudadanos del bosque, atención! ¡Pido la palabra! ¿Es posible que
desde el día de la creación estéis sujetos a la más abominable tiranía?
¡Animales! La hora ha llegado; el progreso os señala el derrotero que debéis
seguir. Yo vengo de las ciudades que habitan los bípedos pensantes, y allí he
visto las ventajas del sufragio universal y del parlamentarismo. Yo conozco un
receptáculo que se llama urna electoral y puedo disertar sobre el habeas
corpus. ¿Quién de vosotros negará las ventajas del self government y del home-rule?
Los leones y las águilas son sujetos que deben desaparecer. ¡Abajo las águilas!
¡Especie de pajarraco, ve! Proclamemos la república de los Estados Unidos de la
montaña y del aire, proclamemos la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Establezcamos el gobierno propio, del animal y por el animal. Yo, vamos al
decir, puedo ser elegido mañana primer magistrado; lo propio que el respetable
señor oso, o el distinguido señor zorro. ¡Por de pronto, a las armas! ¡Guerra,
guerra, guerra! y después habrá paz.
—Poeta —dijo el águila—, ¿has escuchado a ese demagogo? Yo soy monárquica,
¿y cómo no, siendo reina, y habiendo siempre acompañado a los coronados
conquistadores como César y Bonaparte? He visto la grandeza de los imperios de
Roma y de Francia. Mi efigie está en las armas de Rusia y del grande mperio de
los alemanes. Ave Caesa; es mi mejor salutación.
A lo cual objetó el poeta que, como el ave de Júpiter, si hablaba latín en
la nena del yankee, era para exclamar: E pluribus unum.
—La mejor forma de gobierno —dijo el buey—, es aquella que no imponga el
yugo ni la mutilación.
Y el gorila:
—¿Forma de gobierno? Ninguna. Aconsejad a ese pueblo que vuelva al seno de
la naturaleza; que abandone eso que llama civilización y retroceda a la
primitiva vida salvaje, en la cual creo poder encontrar la verdadera libertad.
Yo, en cuanto a mí, protesto de la calumnia de Darwin, pues no encuentro bueno
nada de lo que hace y piensa el animal humano.
El segundo día el poeta oyó otras opiniones.
La rosa. —Nosotros no sabemos de política nada más que lo que murmura don
Diego de noche y el girasol de día. Yo, emperatriz, tengo mi corte, mis
esplendores y mis poetas que me celebran. Admiro tanto a Nerón como a Luis XIV.
Amo este hermoso apellido: Pompadour. No tengo más opinión que ésta: la Belleza
está sobre todo.
La flor de lis. —¡Paso a S. M. Cristianísima!
El olivo. —Francamente, yo os aconsejo la república. Una buena república,
he allí el ideal. Más también he de deciros que en la mayor parte de vuestros
países republicanos no hay año en que no me dejen sin ramas, para adornar con
ellas el templo de la paz... después de la guerra anual.
El café. —Hágase la comparación entre los millones de quintales que se
exportaban en el Brasil en tiempo de Don Pedro, y los que hoy se exportan; y el
resultado será mi respuesta.
La caña de azúcar. —Os aconsejo la república, y os pido trabajéis por la
libertad de Cuba.
El clavel. —¿Y el general Boulanger?
El pensamiento. —Según el traje que visto, según el color que tengo, así es
mi opinión.
El maíz. —República.
La fresa. —Monarquía.
Por la noche consultó el poeta a las estrellas, entre las cuales existe la
más luminosa de las jerarquías. Venus dijo lo mismo que la rosa.
Marte reconoció la autocracia del Sol; tan solamente turbaba la majestad de
los profundos cielos la fugitiva demagogia de los aerolitos.
Al tercer día dirigióse a la ciudad a dar su respuesta a los habitantes; y
en el camino iba pensando en cuál de todas aquellas distintas opiniones que
había escuchado estaría más en razón y sería más a propósito para hacer la
felicidad de un pueblo.
De repente vió venir un viejo encorvado como un arco, que tenía largas
barbas, semejantes a un chorro de nieve, y sobre los blancos bigotes una curva
nariz semítica, parecida a un perico rojo que quisiera picarle la boca.
—!Ashavero! —exclamó el poeta.
El anciano que venía de prisa, apoyado en un grueso bastón, se detuvo. Y al
explicar el poeta el caso en que se encontraba, comenzó a decir Ashavero de la
manera siguiente:
—Sabes que es verdad conocida que el diablo no sabe tanto por diablo cuanto
por viejo. Yo no soy el diablo y he de entrar algún día al reino de Dios; mas
he vivido tanto que mi experiencia es mayor que el caudal de agua del océano.
¡Así también es de amarga! Mas he de decirte que en lo que respecta al modo
mejor de regirlas naciones, no sabría con toda exactitud señalarte éste o el
otro. Porque desde que recorro la tierra he visto los mismos males en
repúblicas, imperios y reinados, cuando los hombres que han estado en el trono,
o en el poder por elección del pueblo, no se han guiado por principios sanos de
justicia y de bien. He visto reyes buenos, como padres de sus súbditos y
presidentes que han sido para el Estado suma de todas las plagas. El lugar
común de que cada pueblo tiene el gobierno que merece, no dejará siempre de
hacer meditar. Cierto es que cuando Atila pasa, los pueblos tiemblan como
pobres rebaños de corderos. Viene a veces Harún-al-Raschid, a veces Luis XI.
Repúblicas hay muchas, desde la de Platón hasta la de Boulanger, y desde la de
Venecia hasta la de Haití... El pueblo tiene mucho de niño y de mujer. Un día
amará la monarquía por la corona de oro; otro día adorará la república por el
gorro colorado.
Los hombres se abren el vientre y se destrozan el cerebro a bayonetazos y
balazos; hoy colocan en una silla superior a alguien que dirija los asuntos
comunes. A poco se le hace descender y se coloca a otro, por el mismo
procedimiento O se realizan ceremonias de engaños y simulacros de democracias,
y se lleva en triunfo al elegido a son de tambores y clarines pacíficos. En
verdad te digo que la humanidad no sabe lo que hace. Advierte en la naturaleza
el orden y la justicia de la eterna y divina inteligencia. No así en las obras
de los humanos, donde la razón que les ilumina parece que les hiciese caer cada
día en un abismo nuevo. Por eso debo decirte que no está en la forma de
gobierno la felicidad de un país, antes bien en la elección de aquellos que
dirijan sus destinos, sean jefes republicanos o majestades de derecho divino.
Más habló el judío viejo, con palabras que ya parecían de Salomón, ya de
Pero Grullo. Y tal fue su elocuencia en los asuntos políticos del mundo, que el
poeta repitió punto por punto sus largas oraciones delante los ciudadanos
congregados que aguardaban su respuesta.
No bien había acabado de hablar alzóse en torno suyo una tempestad de
protestas y de gritos. Un ciudadano rojo que había leído libros de los clásicos
griegos púsole sobre la frente una corona de rosas, después de lo cual aquellas
gentes tan discretas que consultaban sus asuntos públicos con un maestro de
poesía le echaron del lugar, con grande algazara, entre la sonrisa de las
flores, el escándalo de los pájaros, y el asombro de las teorías
resplandecientes que recorren el azul de los astros.
RESPECTO A HORACIO
Papiro
...Fijos los ojos en un voluminoso rollo, abstraído por la lectura, a la
sombra del árbol, no se dio cuenta el dueño de la quinta —hasta que un ruido de
voces se escuchó muy cerca— de que llegaban sus convidados. Cuatro hermosos esclavos
iban delanteros, llevando la litera en que el noble Mecenas se dignaba acudir a
la cita del poeta. Atrás se escuchaban el venir de la alegre concurrencia; la
risa de Lidia, alegre y victoriosa, era un anuncio de júbilo en la fiesta. La
voz de Aristio Fusco, franca y cordial, vibraba al par de la de Elio Lamia, el
gran enamorado, famoso por sus escándalos. Y no eran superados sino por la de
Albio Tíbulo que, comentando un sucedido, pregonaba a plena garganta la
veleidad de la mujer romana.
Bajo una viña se detuvieron todas las literas y, a una sola voz, todas las
bocas saludaron al dueño de la casa, que se dirigió sonriente, alzando los
brazos, satisfecho, complacido, aceptando el honor:
—¡Buen día, Horacio!
Horacio repartía sus saludos, y hacía señas a esclavos y servidores; sobre
todo a su esclava preferida, que, cerca de él, tenía ya lista una ánfora de
Grecia, llena de vino, y sonreía...
Cuando las copas estuvieron llenas de exquisito vino de Sabina, el
caballero Arecio, que con Augusto el emperador privaba, como era notorio, dijo
discretas razones en honor del poeta, y celebró el sublime culto de las musas
que dan la dicha del alma y la felicidad incomparable de los verdes laureles.
Recordó también al César que, protegiendo a los maestros líricos, cumplía un
celeste designio, y se hacía merecedor de los más encendidos himnos y más
cordiales elogios. Todas las voces, todas las manifestaciones de aplauso fueron
para el favorito. Solamente Ligurino, mancebo rubio que agitaba, como una
soberbia melena, el oro de su tesoro capilar, haciendo una mueca ligera alzó la
copa y se mostró arrogante y desdeñoso. Reíase no muy discretamente de las
palabras pronunciadas por el amigo imperial y, mirando de soslayo, satirizaba
al anfitrión.
Quintilio Varo, tímidamente, con los labios entreabiertos, habla de Solón y
de Arquesilao, diciendo que han sido buenos amadores del vino. Líber debe ser
el Dios preferido.
—¡Bebe! —exclama Horacio—. Los que a Catón acusan, no tienen el justo
conocimiento de la vida.
Una carcajada de cristal se escucha, y es Lidia que agita con la diestra un
ramo de rosas y muestra entre el rojo cerco de su risa la pícara blancura de
sus dientes.
—Amo el vino —dice— lo propio que la boca de Telefo. Es gran placer mío la
música de los exámetros de Flacco y me gozo en deshojar esta flor en nombre de
Venus, mi reina.
Ligurino, semejante a un efebo, dice:
—Opino como la hermosa —y su rostro se empurpura, sobre su cuerpo delicado
y equívoco.
Mirtala tiene clavados los ojos en Horacio. Mirtala, la altiva liberta,
que, no lejos, está meditabunda, apoyada la barba en la mano. Crispo Salustio
se hace oír dama en alabanza de quien tan cordialmente hospeda.
—No hay aquí —dice— las grandes riquezas de Creso, ni las copas de oro en
que beben los varones a quienes la suerte ha colocado sobre tronos y pingües
preeminencias; no apuramos cécubo principal, ni jugo de parras egregias; más la
casa del poeta trasciende al dulce perfume de la amistad leal, protegida por el
amable aliento de las musas.
Todos los circunstantes dirigen su mirada hacia el lírico que ha empezado a
hablar acompasando sus palabras en suaves movimientos de cabeza, que hacen
temblar sobre su frente la corona de mirto fresco que no ha poco tejiera el
esclavo favorito. Dice el poeta su amor tranquilo por la naturaleza; canta la
leche fresca, el vino nuevo, las flores de la primavera, las mejillas de las
muchachas y la ligera gracia de los tirsos. Recuerda fraternalmente a Propercio
y a Virgilio, saluda el nombre glorioso de Augusto y tiende su diestra hacia su
amigo Mecenas, que le escucha bondadoso y sonriente. Parafrasea a Epicuro y
enciende una hermosa antorcha de poesía en el alegre templo de Anacreonte.
Desgrana dáctilos como uvas; deshoja espondeos como rosas; presenta al caballo
Pegaso alado y piafante, mascando el suave freno tiburtino. Elogia una ánfora
del tiempo del cónsul Manlio, ánfora llena de licor, ánfora que la puedo
describir, puesto que la estoy mirando: Alrededor de la panza tiene figurada
una viña copiosa; bajo la viña el gran Baco en su florida juventud y rodeado de
ménades y de tigres, cuyas fauces se humedecen con la dulzura que les impone la
majestad del numen; cerca está la figura de Sileno, que ríe viendo danzar un
coro de faunos, los cuales levantan sobre sus cabezas sortijas de caireles y
pámpanos recién cortados.
Cuando Horacio, después de un largo rato de discurso, ha sido abrazado por
Mecenas y por Fusco, y halagado con sonrisas por el coro de sus lindas amigas,
yo me he retirado a la arboleda en donde el poeta hace siempre su paseo
favorito.
Yo, Lucio Galo, que sufro bajo el orgullo de los patricios, escribo esta
página confesando un mal hecho, que he llevado a término premeditadamente, pues
lo he pensado desde el día primero en que he puesto mis pies en el suelo de
esta villa. Amo a Filis la esclava de Jantias, el Foceo. He sufrido hondas
amarguras, ásperas tristezas. He bebido el vinagre de los celos, he visto los
besos de Jantias a Filis y me he mordido los puños abrumado en mi esclavitud y
lleno de desesperación, puesto que ella me ha dado su alma. Convencido de que
Horacio atiza la pasión del más odiado de los rivales, he ido, ahora mismo, a
cortar con un hacha el tronco del más pesado árbol de la arboleda, para que si
la suerte me ayuda, Horacio quede aplastado como un ratón bajo una piedra.
Yo, Lucio Galo, un lustro después de haber escrito lo anterior, confieso
que no me arrepiento de lo intentado. Filis era indigna de mi cariño, es
cierto. El árbol no dio muerte al vate ilustre y él ha dejado al mundo los
lindos versos que empiezan así: Ille et nefasto te posiut die...
CUENTO DE NOCHEBUENA
El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es
decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e
incontable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias,
distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía
exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así
servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o
vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre
de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en
sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la Comunidad
conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como
bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un
celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto
llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día
inolvidable—había bendecido al hermano, primero, abrazándole en seguida y por
último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que
en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez
y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un
himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía,
con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el
sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los
campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia
ellos:
— ¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso...
Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una
frente noble de ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una
ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más
bondadosa de las sonrisas.
Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...;
pero, ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una
aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de
la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas,
y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien
Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio
monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos
misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos que
acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos.
Fué, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dió
una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería
paciente y filosófica:
—¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda
la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se
encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la tierra. No se
veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía
semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y fué el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave,
advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de
siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia
al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa
estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él,
enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de
antorcha. Dióle gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en
otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir
adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal:
—Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido
señalado para un premio portentoso.
No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de
exquisitas aromas. Y vió venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por
la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente
ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio
como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo
una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con
perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en
donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del
zodíaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de
cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro
semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con
una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto
viejo, y hubiérase dicho de él con sólo mirarle, ser el monarca de un país
misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y
llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de
diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El
tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle
un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio
príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un
elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey
Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien,
lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados
magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo
pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios
recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su
aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño
un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras
doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso,
de marfiles y de diamantes...
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos,
dijo al niño que sonreía:
—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede.
¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué
perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo
lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos
las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas;
y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos
diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto es tanto
que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro
de ángeles sobre el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora
del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los
cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los
frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué
desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea?
Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria
de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar
su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don
armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia,
sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga
tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía
resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus
trompetas excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida
incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del
milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba
desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado
por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo
después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto,
enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.
CAIN
(Fragmento de novela)
Al salir de la rotisserie el general hablaba con entusiasmo de Alvaro
Blanco, entre sus camaradas cariñosamente: Caín. Ese entusiasmo, sincero y
generoso, ponía como una aureola alrededor de su hermosa cabeza, su gallarda y
conocida cabeza sobre la cual inclinaba su sombrero de felpa clara. A cada uno
de sus elogios, aprobaba Portel, el novelista, con una convencida inclinación.
Todo el mundo había oído hablar del pintor argentino recién llegado y de su
cuadro «La manzana» medallado en el último salón de París y al cual Armand
Silvestre había dedicado —honra para la América del Sur— uno de los clisés
anuales de su «Desnudo». Y quién no sabía las luchas honrosas y bravas de ese
mozo que había partido de Buenos Aires, nada menos que a París —¡a la conquista
de París!— sin más apoyo que su talento ni más esperanza que la buena voluntad
de la suerte. Allá le habían visto muchos de sus compatriotas, padecer
tristezas...
¡Miserias! quiere usted decir —interrumpió la voz delgada de Portel—.
Apenas dos amigos tuvo que lo consolaron y alentaron en aquella Babilonia, dos
argentinos compañeros de talento, suyos: Fachinosi, ese intelectual, pintor y
escritor que tanto hace por el arte entre nosotros y Sorivo, otro noble y
franco artista en cuerpo y alma. Ellos asistieron a muchas de sus amargas
bregas y también a más de un envidiable triunfo. Y a propósito, dijo el
general, no se olvide usted de recordarles, si los ve hoy, el almuerzo en mi
casa. Veremos el cuadro premiado de Álvaro Blanco. Llegaban en esto a la Plaza
Victoria. Se despidieron; Rojas marchó a la redacción de su diario. El general
se fue acompañado del joven diplomático. Portel, con las manos metidas en los
bolsillos del sobretodo, se defendía armado de un invencible silencio, de las
preguntas del insoportable Arturito. ¿Y esa parisina? ¿Había visto a la
parisina? ¿Parisina era esposa legítima del pintor? Decían que ella era muy
bella; una rubia encantadora, una parisiense de París... ¿Cuándo la
presentaría? ¿Es celoso Alvaro Blanco? Y con los ojos, con los gestos, con la
inflexión de sus palabras, daba a entender cómo él, Arturito, el de la
bailarina de marras, el de la escena del hipódromo, era el terrible maligno un
pillín como lo llamaba López del Oso.
Al día siguiente no faltó uno solo de los invitados al almuerzo del
general. Un almuerzo digno del anfitrión, el cual, no injustamente, llevaba la
fama de ser uno de los más correctos y espléndidos «dueños de casa» de toda la
capital. Ya los habanos encendidos, los concurrentes se habían dividido en
diversos grupos En uno de ellos vibraba la voz de Portel, en discusión con otro
escritor: Rojas. Y el arte: el arte, decía, debe ser al mismo tiempo, deleite y
enseñanza: Utile Dulci. Vea usted de qué sirve hoy el arte. Y señalaba con el
dedo un telegrama de Londres en «La Nación».
Está ya reducido casi, clarineó más fuertemente, a una mala palabra. Los
filisteos de antaño, los antes llamados burgueses, eran una vaga sombra en
comparación de los psicófobos furiosos de última hora. ¡Oh!, los sublombrosos y
los vice-nordaus. Miren cómo se han echado a vuelo las campanas del escándalo.
Todo momento se aprovecha. Ha bastado la indecente mascarada de ese cabotín
inglés indisgestado Petronio para que los eternos imbéciles hayan encontrado
coyuntura excelente para vaciar sobre la faz del arte sus más abominables secreciones.
El arte puro necesita de Dios mismo, dijo el extranjero. Se ha apartado de Dios
y recibe el artista su pena. ¿Saben, señores, lo que dice en uno de sus libros
Ernesto Hello? El arte, en cierta medida y en cierto modo, es la fuerza que
hace estallar la tapa del subterráneo en que nos ahogamos. ¡Y bien!, se ha
preferido el aplastamiento del subterráneo; y ése ha sido el triunfo de la
sombra... Los que tienen la culpa de todo, interrumpió, son esos llamados
parnasianos o, lo que es lo mismo, los simbolistas, vamos a decir, los
decadentes...
Alvaro Blanco martirizaba sus manos nerviosamente. En esto se adelantó el
general: Señores y amigos: el cuadro espera. Se dirigieron al salón contiguo.
Silencio primero; luego gestos inteligentes, miradas recíprocas, de aprobación,
de concesión. Allá un poco lejos, el extranjero apretaba el brazo de Alvaro
Blanco. «¡Esto sí, querido amigo, esto sí que es arte!». Había visto poco a
poco, había despertado a una bella visión, había comprendido el cuadro. «La
Eva» de Alvaro Blanco se revestía de la magnificencia de su símbolo; el árbol
crecía y se llenaba de supremos encantos; surgía, se transparentaba el alma del
artista, traducida en la música prodigiosa del color. «Yo soy, —decía la mujer
en su silencio— su canción de pura y elocuente luz. Yo soy la manzana única del
árbol. En mí se encierra la ciencia del bien y del mal, el gozo supremo, la
suma dicha. Conozco la palabra de la serpiente, y al salir del costado del
primer hombre dejé encantado su corazón. Yo soy reina del corazón del hombre.
Bajo el ramaje verde y frondoso del árbol, entre las recién nacidas manzanas,
soy la más dulce y la más tentadora. No hay miel comparable a la de mis labios
y mi lengua. “Mel et lac sub lingua”. No hay perfume como mi perfume. Yo fui la
tentadora y la vencedora».
El extranjero penetraba en el símbolo y escuchaba la canción. Imaginábase
la gloria paradisíaca en la mañana de la naturaleza, al alba del mundo, en el
primer sol; el primer rocío hace temblar su nota de diamante sobre las primeras
flores, un aire de sutilísima fragancia pasa sobre el gran buey de ojos
misteriosos, sobre los buches cantantes de los amorosos pájaros, sobre el león
real, sobre las liras de los árboles, sobre las vírgenes intactas, puras y
rosadas rosas. Y hay en el jardín de la Gracia un lugar donde la vida y la luz
y el aroma y la armonía parece que se juntasen, en el árbol frondoso, en el
sagrado seno del Paraíso. En el árbol, sonrosadas como mejillas, rojas como
bocas, redondas y firmes como pechos, están en el esplendor de su nacimiento
las prohibidas manzanas. En la inocencia de su nacimiento tienen aún como
impresa la huella de la mano divina que las modelara, la misma mano que modeló
la maravilla femenina. Son de fina y sedosa piel, como la inmaculada piel de
Eva, son rosadas como el rostro maravilloso de Eva; con ligero velo de raso,
temblantes, culminantes, fascinantes, como los senos impolutos de Eva.
Los apretones de mano se sucedieron. Las exclamaciones, las conclusiones,
las epifonemas de pasión americanista...
—¡Vea usted lo que es América! —y el extranjero sonriendo y mirando al
pintor—: —Sí, América, la América de don Andrés Bello y de don José Joaquín de
Olmedo... —y las manos de Álvaro Blanco, en el potro. Y el diplomático
americano vaciando su saco de banalidades. Felizmente, al estallar una de las
tiradas de Caín, la conversación cambió de tema. Álvaro Blanco había quedado en
narrar cómo había conocido al modelo de su cuadro. La manzana vive, había dicho
el general: todas las diosas de mármol y las mujeres de los lienzos han vivido,
como las creaciones de los poetas. El pintor hablaba, locuaz. En verdad, había
visto en el transcurso de su vida, en el laberinto de sus conocimientos, en sus
viajes, aquí, allá, en carne y hueso, muchos tipos y figuras que la imaginación
y el ensueño han hecho nacer. No iría su opinión hasta afirmarles que,
siguiendo al más escandaloso de los estetas, la Naturaleza copie al Arte; pero
había mirado, naturales y vivos, a Hamlet, a Otello, a la Fuente de Ingres, a
la Venus de Milo, al Hermafrodita del Louvre, a los Tres Mosqueteros, a Mimi
Pinsón, a Salambó, a Cuasimodo, a Ofelia, a Dea.
Recordaba perfectamente que Hamlet vivía en un burgo de Alemania; su
inteligencia era lo suficiente para el ayudante de un panadero; pero al ver su
faz, gestos y miradas, hubiérase creído, a cada paso, saldría de sus labios la
imprecación: «Ángeles y ministros de luz», o el grito: «¡Un ratón!». A Otello
lo había tratado a bordo de un buque francés, entre Nueva York y el Havre;
viajaba con una Desdémona obesa y prosaica que solia cantar romanzas en el
piano; a la Fuente
Jeune oh! si jeune avec sa blancheur enfatine.
Debout contre le roc la Naiade argentine...
la había visto vestida, era una bella campesina, fresca y rosada,
fuertemente virginal,-a punto de que en su inocente y cándido marfil se podían
estrellar todos los aceros y los oros de las Conquistas.
La Venus de Milo era yanqui y tarareaba trozos del Mikado y Canciones de
Norte América, acompañándose con un banjo. El Hermafrodita era la hija de un
Pastor Protestante, con su cuerpo andrógino, su faz enigmática, su cabellera
tersa y bella.
Athos, Portos y Aramís eran tres estudiantes; no les faltaban ni los
mostachos, ni el alma mosquetera. Habían seguido a Mimi Pinsón por las calles
de París, la misma Mimi Pinsón del verso, la misma, ¡Lauderirette!, con los
mismos cabellos rubios... Salambó era una corista de un teatro de segundo
orden, sus ojos, sus brazos se sabían a Flaubert de memoria; y en su aposento,
la serpiente que se enrollaba a su cuerpo desnudo, blanco y admirable, era una
boa comprada en un almacén de reventa. Cuasimodo era portero de un ministro.
Ofelia, prostituta en Buenos Aires. Dea, un número de hospital. Cada uno de
esos tipos era tal, que cada artista creador lo habría reconocido. En cuanto a
la Manzana, sí, ciertamente, existía en carne y hueso. Habíala conocido en una
isla cercana a Buenos Aires, a donde solía él ir a tomar apuntes; lugar de
preciosos paisajes, en donde el río presentaba, como en ninguna parte, la inapreciable
gama de sus colores. Era «La Manzana» una muchacha de padres de Italia, fresca
y linda, con sus catorce años, catorce que parecían dieciocho. Había sido para
él ¿por qué no confesarlo? Una curiosa página de su novela de amor. Un
amorcillo sano y puro, casi inexplicable. El Arte entraba por medio y sus
jóvenes años y sus ilusiones en flor. Todavía no le había enseñado la Serpiente
con sus ásperas lecciones, con los engaños, con las falsías, con las traiciones
de la gata de Nietzsche, ni una sola artimaña, ni perversidad. Era bueno y casi
niño. Así pudo acariciar entonces la buena y casi primitiva ilusión. Ella
también lo amó a su manera. Al mirarle sonreírse trayendo a su imaginación la
figura de las Gracielas y Betinas; alegres y discretas tarantelas, delante del
ojo aprobador de los viejos, al compás de los cantos y panderetas; citas sin
malicia a la orilla del río, bajo una viña en flor; la moza rústica y sana, que
ríe a plenos dientes y guarda intangible su ramito de azahar; la Mascotta,
guardadora de pavos, conocida de los carneros y deseada de los mozos de
labranza; una rosa, o mejor, una fruta campesina. Una fruta, por eso le había
llamado la Manzana, porque era semejante a esa hermosa y sabrosa y olorosa
fruta. Manzana brotada al amor de una buena tierra, acariciada tan solamente
por los rayos del sol del cielo y las alas del aire, una Manzana intacta, en la
cual los pájaros no habían ensayado su pico, ni se habían posado las abejas, ni
las mariposas; una fruta doncella, sin vínculo, una fruta, en fin, para que
fijase en ella sus ojos la Tentadora e hiciese brotar el agua de la gula en la
boca de Adán. Íbala a ver todos los días; plantaba el caballete en el mismo
puesto que ella alegraba. Al acercarse a la casita, sentía su risa, como una
música silvestre. Comparáis a menudo la risa de las damas galantes a perlas que
caen en copas o ánforas de plata, oro o cristal; de la risa de la Manzana
hubiera podido decirse que era como si en los siete carrillos de la flauta de
Pan se divirtiesen siete céfiros distintos, produciendo amores locos, cada cual
su nota melodiosa; o que era una risa de fuente; o una risa como si fuese la
risa de Cidalisa, Galatea o Cloe.
Reía cortando flores, como en los versos, u ordeñando su vaca predilecta,
una gran vaca roja cuyos cuernos simétricos y enormes formaban en el fondo de
azul del cielo los dos brazos de una antigua lira. Ordeñaba cantando; pasaba
sobre ella un soplo perfumado de bucólica; la leche espumaba bajo sus dedos
rosados que apretaban, ágil y vigorosamente, las ubres; u ordeñaba
silenciosamente, mirando al pintor de tanto en tanto, y cuando el vaso estaba
ya lleno de leche, llevábaselo clavando en los suyos sus dos grandes y amantes
y puros ojos pueriles. En cambio, él cortaba las mejores flores, hacía un ramo
y se lo ofrecía a la vaquera de la Finojosa, como si lo hubiera ofrecido a la
más gentil princesa del mundo. Pasaba un día y otro y como él no renovase su
ramillete, ella no se quitaba del corpiño las flores secas. Aquel rostro...
Díjole un día que iba a hacer su retrato. Accedió con el consentimiento de los
padres. Vistió su mejor saya y recogióse el cabello, tal como había visto a la
maestra de escuela del pueblo. Hízole el pintor que se deshiciese tocado
semejante, a lo que accedió ella entre confusa y enojada. Rosada estaba la
Manzana y con el cabello en desorden la pintó así. A medida que iba él pintando
quería ella ver la pintura. Costábale que se estuviese quieta: a sus fingidas
impaciencias y enojos contestaba ella con las fugas de la flauta de sus risas.
Cuando concluyó el boceto, su contento fue grande, llegó toda la familia,
miraban la pintura, miraban la Manzana. Esa noche fue cuando, fiel a la
tradición romántica, un ruiseñor cantó cerca de la niña virgen un aria divina y
sencilla, un suave witornello» de amor. El Romeo artista habló a la
Julieta campesina el idioma de un pasable flirt lirico; Julieta conservó su
papel de Manzana y Romeo fue Tántalo. Mas ¡oh! Manzana llena de savia de la
tierra, su olor era despertador de ardientes ansias; Manzana del jardín de las
Hespérides; Manzana de las que solicita la Sulamita; tentadora y misteriosa y
sublime fruta que impregna la Biblia con su perfume.
Al salir el extranjero iba meditando en una página de Ruisbroek, el
Admirable. Recordaba la traducción de Otello en el capítulo VII de los siete
dones: Au milieu du paradis Dieu a planté l’arbre de la vie, et de la science
du bien et du mal..., etc., y la explicación del simbolismo. Subió la escalera
del hotel y antes de dirigirse a su departamento, recordó la consulta cuasi
teológica que le había hecho Caín v tocó la puerta de Parisina.
—¿Parisina?
—¡Adelante!
Se oyó la argentina y dulce voz.
VOZ DE LEJOS
¿Por qué las hagiografías tienen sus olvidados, como las profanas historias
de los hombres políticos del siglo? A estos olvidados pertenecen Santa Judith
de Arimatea y San Félix Romano. Apenas en las inéditas apuntaciones de un
anciano monje del monte Athos hallase un esbozo de sus vidas y narrase cómo
padecieron el martirio, bajo el poder del cruel emperador Tiberio, 20 años
después de J. C.
Cayo Félix Apiano, era de noble familia. Habíale dotado la naturaleza de un
aspecto hermoso y gallardo. En sus primeros años de Roma, cuando aún señalaba
su distinción la franja de púrpura de su pretexta, habíale consagrado Casia,
madre suya, al dios Apolo.
Su gusto por la armonía era extremado. Tocaba instrumentos músicos y
frecuentaba a poetas de renombre entonces, por cuya relación entró en el amor
de las musas. Pero al mismo tiempo, las costumbres paganas presentaron a su
alma juvenil el atractivo de los placeres, e inclináronle a gozar de la vida,
coronado de flores. Así pasaba la existencia en canto y fiestas, mimado por las
gracias y preferido por las cortesanas. Viajó después a diversos países, no
tanto por el deseo de dar a su espíritu de poetas y a sus ojos deseosos el
regalo de paisajes nuevos, sino para deleitarse con amores nuevos, mirar
femeninos ojos nuevos, besar bocas nuevas. Su vida habíase hecho famosa por sus
excesos. Poseíale el demonio de las concupiscencias. Su padre, un día, cansado
de sus escándalos, envióle por algún tiempo a Judea, recomendado a la
vigilancia, al afecto y buen consejo del pretor.
En Arimatea, cerca de Jerusalén, había nacido Judith, hija de José. Su
familia era de buen nombre en la ciudad de su nacimiento. La niña, desde su
infancia, apareció dotada de singular vivacidad y hermosura. Su voz alegraba la
casa de sus padres y en sus ojos ardía una llama extraña. Creció y dio su aroma
de mujer, como una roja rosa loca. Su sangre era como de rosa roja. Su corazón
era de virgen loca. Poseíala el demonio de las concupiscencias. Un día, al paso
de una caravana de mercaderes, Judith desapareció. El viejo padre lloró sobre
su infamia.
Judith era la realización de un perturbado ensueño de belleza; belleza en
que hubiese intervenido la mano de Satanás, maravilloso y terrible cincelador
de simulacros de pecado. Esa belleza especial y cuyo íntimo encanto produce una
a modo de delectación dolorosa en el sensitivo que cae bajo su influjo, la tuvo
la otra Judith que degolló al guerrero Holofernes; Herodías, centifolia cruel
de los Tetrarcas; Salomé, cuya danza de serpiente hizo caer la santa cabeza del
bautizador de Dios, pues todas las hembras humanas que nacen con ese don de
satánica beldad, gustan de la sangre, se regocijan con las extrañas penas, se
encienden de placer ante el espectáculo de los martirios.
Ellas son trasunto de aquella visión del evangelista Juan, la cual tenía,
sobre su cabeza, escrita la palabra Misterium.
Son la abominación hechicera y atractiva: son la condenación. Judith de
Arimatea pudo tener por nombre Pecada.
En una taberna del burgo de Betania, diviértense unos cuantos mercaderes de
granos y soldados de las guardias pretorianas. Varias prostitutas sirven el
vino, y luego, al son de los instrumentos, danzan. Entre todas llévase la palma
María, mujer de cabellos de oro apellidada Magdalena y Judith, mujer de
cabellos negros, de Arimatea.
Ambas poseen en la hermosura de sus cuerpos setenta veces siete encantos,
pues son el habitáculo de siete espíritus del mal.
Ambas tienen en las miradas de sus ojos caricias húmedas, promesas
candentes; en sus cabellos, ungüentos despertadores del deseo; en sus labios,
sonrisas que son un llamamiento al combate carnal. María es lánguidamente
apasionada; Judith más fogosa y violenta; María se inclina como una gallarda
palma; Judith, en su paso serpentino, hace danzar sus ojos, sus senos, sus
brazos, su vientre, como si en ella se contuviese toda la inicial primavera de
la sangre.
Félix ha mirado a la danzarina y arde en su ser la llama del deseo.
Júntanse las voluntades por un gesto indicador.
Tiempo después. Betania. Un huerto. Sol. Flores.
Félix. —Amada, es un bello día.
Judith. —Es un bello y dulce día, amado mío.
Félix. —Tenemos manzanas en los árboles. Jamás he visto más alegre a los
pájaros.
Judith. —Jamás las mariposas han sido para mí más lindas, ni mejores
mensajeras de buena nuevas.
Félix. —Un beso...
Judith. —Un beso.
Félix. —Ciertamente, oh, Judith, la felicidad puede encontrarse sobre la tierra.
He aquí cómo nosotros la hemos encontrado. Yo, fatigado de las delicias
pasajeras, te he escogido como a la ola en que mi nave arrojó el anda. Tú eras
la depositaria de mi corazón.
Judith. —Tú me elegiste.
Félix. —Yo te elegí, oh, poderosa mujer. Te conocí cuando dependías de un
mercader de Roma. Nuestros espíritus se comprendieron. Nuestras miradas se
dijeron nuestros secretos. Tú eres la esperada de mi alma y de mi cuerpo.
Judith. —Yo me sentí arrastrada por tu fuerza incomprensible.
Félix. —Y he aquí que tú contienes el misterio supremo del placer. Tú has
hecho vibrar como nunca el arpa de mi vida, desde el primer instante en que tus
besos me incendiaron.
Judith. —Sé amar.
Félix. —¿Nada más? Sabes matar. Juntas la caricia con el dolor. Adoras los
oscuros misterios. Llevas tus leones de amor, jugando y saltando, hasta el
borde del precipicio de la tumba.
Judith. —Sé amar.
(Exeunt.)
Voz de la boca de sombra. —Sembrad rosas y manzanos. Gozad de los goces de
la lujuria, juntaos como el jugo de la mandrágora y la sangre de la zarza. Sois
predestinados para el mal y para el placer, pues uno no es sin otro.
Judas Iscariote. —Félix, hermano de mis buenas horas, voy a morir. Estoy al
caer al fondo de un precipicio. Juntos hemos recorrido las tabernas alegres,
juntos hemos visto las hermosas mujeres. Yo, cerca del maestro, he creído
encontrar la felicidad y la dicha. He sido nombrado guardián del tesoro de mis
hermanos. Una sombra vaga me ha impulsado siempre a tirar los dados. Esa sombra
vaga me ha impulsado siempre a tirar los dados y a seguir con los ojos de mi
alma la visión de una riqueza fácil y probable. Soy un tempestuoso pecador
entre gentes tranquilas y buenas.
Ayer me has visto en compañía de aquellos pescadores. Aquellos pescadores
eran mis compañeros. Él era aquel nazareno de ojos incomprensibles de soberana
y dulce majestad.
Más he aquí que he perdido todo el tesoro a los dados. Todo el tesoro está
en poder del centurión que conmigo tiró ayer los dados. Hoy jugué lo último que
tenía, ¡oh, Félix!, treinta dineros cayeron en mis manos como treinta brasas.
Jugué y perdí, querido compañero de tabernas. Mientras no tenga construido un
muro eterno delante de mis ojos, no dejaré de contemplar una faz triste que me
mira. Yo soy el que viene a decirte adiós. No mires en mí sino al elegido de la
suerte, o más bien a la víctima de la fatalidad del mal. Tengo una cuerda para
mi pescuezo. Cuenta mañana que el cuerpo que cuelga en Hacéldama es el de quien
se ahorcó porque el juego le arrancó hasta el último pedazo de piel. Yo no soy,
oh, Félix, sino por necesidad, suicida. Vendí un cordero por salvarme. He
perdido el precio del cordero, y mi existencia no me pertenece ya. Cuenta
mañana esto a tus hijos.
La hija de Jairo. —Judith, yo vengo a ti, pues has sido la amiga de mi
infancia. No contemples ahora como antes las pupilas de mis ojos. No mires los
dos puntos negros que hay en el centro de las pupilas de mis ojos. Porque si
tal miraras, oh, Judith, caerías en el sepulcro.
Yo he visto, después del tiempo en que hemos hecho juntas ramos de rosas,
en mis años juveniles, cuando estaba en Arimatea, el sol del cielo frente a
frente. Más después no he de decirte lo que he visto. Cuando miraba el primero
quedaba en mi vida la impresión sombría, la huella de su potente luz, como un
halo extraño. La impresión que hoy ha quedado en mi alma, en los ojos de mi
alma no me lo preguntes, Judith, hermana mía.
Judith. —¿Has mirado acaso el sol original del amor?
La hija de Jairo. —La muerte.
(Exeunt.)
Longinos. —Yo soy el ciego, que miró por la virtud del agua y de la sangre.
Ambos son los humores en que el supremo misterio se recrea: ¡oh, agua del
corazón mar; sangre del corazón del hombre!
Todo se ha cumplido. Es la hora ya en que Cristo ha muerto. El Cristo ha
partido desconsolado del mundo. Los hombres no le comprendieron como las
tinieblas. Porque los hombres están llenos de tinieblas, dijo el profeta. Mas
he aquí, que la resurrección anuncia el triunfo del divino símbolo.
José. —No te conozco, pobre mujer. Vengo de lejos. Nada hay en mi bolsillo.
Es ya tarde. Voy a descansar después de un trabajo tal, que mi alma de anciano
está contenta cual si fuese el alma de mi infancia. No puedo darte limosna.
Judith. —¡Padre!
José. —¿Padre? No te conozco, pobre mujer.
Judith. —Dígante lo que yo no puedo decirte, mi cabello despeinado y mis
ojos rojos de llanto.
Voz de la boca de sombre. —He aquí, oh, José de Arimatea, que esa pobre
mujer desgarrada es tu hija. Ella ha pecado y ha emblanquecido tus cabellos con
deshonra; más un día llegó en que la amiga de María Magdalena y la amante de
Félix, oyera la voz del maestro celeste, y su corazón fue conmovido como todo
corazón cuando se le hiere en su más sensible fibra de amor. Y la pecadora
miserable se levantó en busca de su salvación. Y su cabellera perfumada de
ungüentos, desdeñó las flores.
Y fue el día viernes, el último día viernes en que la tierra tembló y se
rasgó el velo del templo. Y tú, oh, José de Arimatea, que has tenido un refugio
de piedra para el cuerpo del Salvador, tuviste unos ojos que eran carne de tu
carne, ojos femeninos y filiales, junto a los de las tres Marías y de Juan,
cerca de las cruces del suplicio, y la gracia penetró en el espíritu de la
pecadora, como un puñal de luz sacrosanta, y el señor perdonó a la hija de José
de Arimatea, como había perdonado a María Magdalena.
José. —Pues que así pecó, perdónela Dios como a María la Magdalena. Borre
la bendición del Padre de luz la maldición del padre de carne.
Camino del desierto, van dos túnicas de pelo de camello. Cuatro pies se
despedazan sus sandalias, contra las piedras del camino. Van dos elegidos de
Dios que antes eran pecadores, a predicar la fe de Cristo, que no ha mucho
tiempo finé crucificado en Judea por el pretor Pilatos. Uno, es Félix de Roma,
que va camino del Circo de los leones.
Otro es Judith de Arimatea, que va camino del Circo de los leones.
Ambos han padecido, hecho penitencia por veinte años. Son seres del Señor.
Su paso es santo.
El poeta. —Yo digo la palabra que encarna mi pensamiento y mi sentimiento.
La doy al mundo como Dios me la da. No busco que el Público me entienda. Quiero
hablar para las orejas de los elegidos. El pueblo se junta con los aristos. A
ellos mi ser, la música intencional de mi lengua.
PALIMPSESTO (II)
Ciento veintinueve años habían pasado después de que Valeriano y Decio,
crueles emperadores, mostraron la bárbara furia de sus persecuciones
sacrificando a los hijos de Cristo; y sucedió que un día de claro azul cerca de
un arroyo en la Tebaida, se encontraron frente a frente un sátiro y un
centauro.
(La existencia de estos dos seres está comprobada con testimonios de santos
y sabios.)
Ambos iban sedientos bajo el claro del cielo, y apagaron su sed: el
centauro cogiendo el agua en el hueco de la mano; el sátiro, inclinándose sobre
la linfa hasta sorberla.
Después hablaron de esta manera:
—No ha mucho —dijo el primero—, viniendo por el lado del Norte, he visto a
un ser divino, quizá Júpiter mismo, bajo el disfraz de un bello anciano.
Sus ojos eran penetrantes y poderosos, su gran barba blanca le caía a la
cintura; caminaba despaciosamente, apoyado en un tosco bordón. Al verme, se
dirigió hacia mí, hizo un signo extraño con la diestra y sentíle tan grande
como si pudiese enviar a voluntad el rayo del Olimpo. No de otro modo quedé que
si tuviese ante la mirada mía al padre de los dioses. Hablóme en una lengua
extraña, que, no obstante, comprendí. Buscaba una senda por mí ignorada, pero
que sin saber cómo pude indicarle, obedeciendo a raro o desconocido poder.
Tal miedo sentí, que antes de que Júpiter siguiera su camino, corrí
locamente por la vasta llanura, vientre a tierra y cabellera al aire.
—!Ah! —exclamó el sátiro—. ¿Tú ignoras acaso que una aurora nueva abre ya
las puertas del Oriente, y que los dioses todos han caído delante de otro Dios
más fuerte y más grande? El anciano que tú has visto no era Júpiter, no es
ningún ser olímpico. Es un enviado del Dios nuevo.
Esta mañana al salir el sol, estábamos en el monte cercano de los que aún
quedan del antes inmenso ejército caprípedo.
Hemos clamado a los cuatro vientos llamando a Pan, y apenas el eco ha
respondido a nuestra voz. Nuestras zampoñas no suenan ya como en los pasados
días; y a través de las hojas y ramajes no hemos visto una sola ninfa de rosa y
mármol vivos como las que eran antes nuestro encanto. La muerte nos persigue.
Todos hemos tendido nuestros brazos velludos y hemos inclinado nuestras pobres
testas cornudas pidiendo amparo al que se anuncia como único Dios inmortal.
Yo también he visto a ese anciano de la barba blanca, delante del cual has
sentido el influjo de un desconocido poder. Ha pocas horas, en el vecino valle,
encontréle apoyado de un bordón murmurando plegarias, vestido de una áspera
tela, ceñidos los riñones con una cuerda. Te juro que era más hermoso que
Hornero, que hablaba con los dioses y tenía también larga barba de nieve.
Yo tenía en mis manos a la sazón miel y dátiles. Ofrecíle y gustó de ellos
como un mortal. Hablóme, y le comprendí sin saber su lenguaje. Quiso saber
quién era yo, y díjele que enviado de mis compañeros en busca del gran Dios, y
rogábale intercediese por nosotros.
Lloró de gozo el anciano, y sobre todas sus palabras y gemidos resonaba en
mis oídos con armonía arcana esta palabra: ¡Cristo! Después levantó sus
imprecaciones sobre Alejandría; y yo también como tú, temeroso, huí tan
rápidamente como pueden ayudarme mis patas de cabra.
Entonces el centauro sintió caer por su rostro lágrimas copiosas. Lloró por
el viejo paganismo muerto; pero también, lleno de una fe recién nacida, lloró
conmovido al aparecimiento de una nueva luz.
Y mientras sus lágrimas caían sobre la tierra negra y fecunda, en la cueva
de Pablo el ermitaño se saludaban en Cristo dos cabelleras blancas, dos barbas
canas, dos almas señaladas por el Señor. Y como Antonio refiriese al solitario
su encuentro con los dos monstruos, y de qué manera llegase a su retiro del
yermo, díjole el primero de los eremitas:
—En verdad, hermano, que ambos tendrán su premio; la mitad de ellos
pertenece a las bestias, de las cuales cuida Dios solo; la otra mitad es del
hombre, y la justicia eterna la premia o la castiga.
He aquí que la siringa, la flauta pagana, crecerá y aparecerá más tarde en
los tubos de los órganos de las basílicas, por premio al sátiro que buscó a
Dios; pues el centauro ha llorado mitad por los dioses antiguos de Grecia y
mitad por la nueva fe, sentenciado será a correr mientras viva sobre el haz de
la tierra, hasta que dé un salto portentoso y, en virtud de sus lágrimas,
ascienda al cielo azul para quedar para siempre luminoso en la maravilla de las
constelaciones.
HISTORIA DE UN 25 DE MAYO
Patria, carmen et amor...
Es la víspera del día argentino.
Parisina salta muy temprano del lecho; ríe, canta como un pájaro, va y
viene; vuelca el polvo de arroz; charla y se viste de modo que queda linda como
una princesa; sacude mi pereza soñolienta; heme ya despabilado; estoy listo; me
abotona los guantes; al salir de la casa me pregunta, alegre y fresca:
—Raúl, ¿recuerdas los versos de Mendés sobre el 14 de julio?
—¿Cómo no los he de recordar? Son una música de estrofas, una bandada de
rimas, un orfeón de consonantes, con que el amor y la alegría celebran también
el día de la patria francesa. Así nosotros, ¡oh, Parisina!, Parisina parisiense
y argentina, celebraremos también la fiesta del sol de mayo. Es el glorioso sol
que vieron brillar aquellos viejos augustos, aquellos jóvenes bizarros,
aquellos batalladores que primero pensaron en esta tierra, que la libertad era
una bella cosa. Es el sol hermoso del amor también, pues da luz jovial de la
primavera, el hogar de las rosas, el fuego acariciador y fecundador de la
tierra en el mejor tiempo del año.
¿En dónde celebraríamos ese gran día sonoro de músicas y florecido de
banderas? ¿Iríamos, como los enamorados de Francia van a los dulces recodos del
Sena, con nuestra cesta del lunch, con nuestro vino, a gozar solos, en un
rincón del bosque de Palermo, o en la isla risueña que besa el arroyo de
Maciel? ¿O a recorrer las calles de nuestra gran Buenos Aires, hirvientes de
muchedumbre vestida de fiesta, a oír las fanfarrias que pasan, a mirar la Plaza
de Mayo y su vieja pirámide?
En vacilaciones estamos, en la gran avenida. Parisina exclama:
—¡Mira qué jinete de penacho blanco!
Un vigilante viene en su caballo, casqueado, ornado el casco de largas y
blancas crines. Tras él se adelanta una gran masa humana con banderas y
estandartes, al sonar de himnos y marchas: son los italianos.
Son los italianos que saludan a este pueblo de América que con ellos
fraterniza, que les da sol y albergue, y tierra y trabajo, y apretón de manos y
abrazos cuando se nombra el triunfante Garibaldi, o cuando se padece en
Abbi-Garima.
La masa humana se adelanta: los balcones se constelan de ojos de mujeres;
las manos blancas riegan flores, los hombres aplauden.
—¡Viva la República Argentina! ¡Viva Italia!
Parisina me dice con voz armoniosa:
—Escucha: ¿qué es la patria? ¿Es el lugar en donde se nace? ¿El lugar en
donde se vive? ¿Es el cielo y el suelo y la hierba y la flor que conoció la
infancia? Te diré, querido mío, que al son de los himnos yo tengo todas las
patrias. Como esos italianos son argentinos ahora, yo, parisiense, soy ahora
argentina e italiana. ¿Por qué? Por la influencia del entusiasmo y por el amor
de este hermoso sol que alumbra en el continente un tan espléndido país; y sobre
todo, porque apoyada
en tu brazo, jamás he visto pasar más jubilosas horas: la patria está en
donde somos felices!
—Por eso —le contesto—, pequeño y adorable pájaro cosmopolita, parece que
hoy te hubieses adornado como la ciudad y que estuvieses preparada para
celebrar el día de mañana, más encantadora y bella que nunca. Sobre la gracia
de oro de tus cabellos, tu lindo sombrero se ha posado como una gran mariposa:.
tus ojos están iluminados de alegría; tu voz suena como la más perfecta de las
músicas, tienes tus mejillas de gala, tu andar de los días grandes; y estás
cariñosa gentil, como si hubieses concedido asueto a todos tus cuotidianos
relámpagos nerviosos...
Y he aquí que un grupo de franceses en la calle de Florida, al pasar la
gente italiana, alza una bandera de Italia y clama por la unión de la gente
latina.
Y, mi filósofa rubia, las cosas de la política son obra de los gordos y
calvos senadores. Los pueblos no entienden el mundo como los gobiernos. Sobre
una calzada de Crispis pasa la fraternidad de la patria de Dante y la patria de
Hugo...
Y como la filosofía para Parisina es mucho mejor con helados de fresa, nos
sentamos a una de las mesitas bulevarderas, en donde mi amiga bella pudo gustar
a un tiempo mismo su helado de fresas y su filosofía.
Al día siguiente, henos listos para la partida de campo. Ella prepara la
cesta, del mismo modo que allá en París para ir a Bougival. Como en Bougival
tendremos en un rinconcito florido, conocido de muy pocos, a la orilla del Río
de la Plata, juventud, pollo, fiambre, pastel de hígado, vino delicioso y amor
ardiente.
Yo me reharé un alma de estudiante; Parisina olvidará que admira a
Botticelli y se encarnará más o menos en Mimi Pinsón. Y subimos al coche de
alquiler, v vamos camino de nuestro rinconcito, mientras a lo lejos una música
nos anuncia que los mortales están oyendo el grito sagrado.
Allá, a las orillas del río, el mantel sobre las hierbas húmedas soporta la
riqueza de la cesta. Somos tres, con la soledad. El aire liviano nos roza con
su raso invisible. Un olor de campo nuevo nos llega de lo hondo del boscaje; el
río, inmenso y grisáceo, dice cosas en voz muy baja.
Un vuelo de pájaro sobre nuestras cabezas; Parisina canta una canción y yo
destapo una botella de vino rojo. Un pollo frío jamás ha encontrado dos tan
preciosos apetitos.
Ella tiene con los dedos su pata de pollo, con la gracia con que asiría un
bouquet. Devora como una niña. En el único vaso del pic-nic, está contento y
toca llamada el vino de Francia.
¡Oh, próceres, oh, bravo caballero San Martín!, ¡oh, severos padres de la
patria argentina, férreos capitanes!, ¡oh, Belgrano, oh, Rivadavia!, y tú, ¡oh,
joven y egregio Moreno!, debéis estar contentos cuando al par de los cañonazos
del ejército, de las marchas marciales, de las ceremonias ciudadanas, de los
épicos estandartes, recibís el ramillete de la égloga, la celebración que os
hace la juventud y el amor. Vuestras glorias pasan sobre nuestras frentes, como
una cabalgata de walkirias, mientras los ojos de Parisina brillan en sus dulces
aguas de diamantes azules; al par de nuestros clarines canta esta pícara y
alegre calandria de oro, que me pica el corazón como una cereza... A los
truenos de la artillería, contestará una
salva de besos. Y al par de los discursos oficiales y de las arengas
patrióticas, esos encendidos labios femeninos dirán versos de amados poetas,
rondeles sonoros y sonetos galantes; y nos vendrá de lo invisible como un
aliento para vivir la vida y gozar de los años primaverales, en esta vasta
tierra ubérrima, en que se ha de vaciar la urna de las razas.
Parisina se arregla el cabello; vuelve a posarse en esa áurea gracia la
gran mariposa del sombrero; en mi cerebro trabaja como un gnomo el espíritu del
verso, alistándome un almacén de rimas que luego han de brotar en sus rítmicas
teorías, en honra de la patria universal de las almas y del hogar inmenso de
los corazones.
Y la joven rubia, cuya encantadora y simbólica persona pone en mí un goce
de ensueños y una visión de amor, quita un botón de rosa del ramo de su
corpiño, y gozosa y triunfante, me condecora.
LA PESCA
Yo había visto a mis pies la destrozada cabeza de ciervo en que las cuerdas
amadas habían sabido decir mis sueños armoniosos y mis dulces esperanzas, a los
vientos errantes. No tenía ya más instrumento —¡caja de mi música íntima, lira
mía rota bajo la tempestad, en el naufragio!
Mi pobre barca estaba hecha pedazos; apenas» a la orilla del amargo mar, se
balanceaba, triste ruina de mi adorada ilusión; y la red estaba rota, deshecha
como la lira...
(La esposa había salido a buscar al pescador, dejando encendido el hogar en
la cabaña; y mecía al niño dormido en sus brazos, al vuelo de la brisa de la
noche.)
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —grité al océano negro, lleno de cóleras hondas y
misteriosas–. Los dioses son injustos y terribles; ¿qué mal hacían al mundo mi
lira hecha de la testa de un ciervo, y mi barca pequeña y ligera, y mi red
conocida y querida de los tritones y de las sirenas?
(–¡Eh! –grita la mujer con el niño en los brazos–, ¿cenaremos hoy? – Arde
en la choza el resto de un buen juego.)
–¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! –grité al cielo–, ¿los dioses son sordos y malos?
Allá a lo lejos, en lo negro de la playa, bajo lo negro de las nubes, vi
venir una figura blanca, con aspecto de nieve y de lino.
Fue acercándose poco a poco, hacia donde yo me encontraba, con los brazos
desfallecidos, delante de mi lira rota, mi barca rota, mi red destrozada.
Y era Él.
–¡Oh! –exclamé–, ¿no me queda más que la muerte?
–Poeta de poca fe –me dijo–, echa las redes al mar.
El cielo se aclaró, brillaron las luminosas constelaciones; las olas se
llenaron de astros danzantes y fugaces.
Eché las redes en las aguas llenas de astros, y ¡oh prodigio! cunea
salieron más cargadas. Era una fiesta saltante de estrellas; la divina pedrería
viva, se agitaba alrededor de mis brazos gozosos.
(Él partió sobre las espumas al lado del Oriente blanco y maravilloso,
coronado de su indescriptible nimbo, dejando en las arenas y pequeñas conchas
las huellas de sus divinos pies descalzos.)
Los buenos hombres de los alrededores nunca vieron mayor ¿Icaria en la casa
del pescador, después de la tempestad.
¡Oh, qué rica cena! El pescador fumaba su pipa, mientras la lira sagrada
cantaba; la mujer hilaba en la rueca; y el niño jugaba al calor del hogar, con
dos grandes anillos –huesos restantes del pez Saturno.
GESTA MODERNA
El día gris se presta a las ilusiones.
Y en el aire, he aquí los mirajes:
Un campo de pelea, grande y noble concurrencia, dos caballeros reales,
armaduras, yelmos, morriones; Turín y Orleáns van a luchar.
¡Batid, tambores; sonad, clarines!
Las damas tienen rosas en los corpiños, las banderas flotan a los heroicos
vientos, el cielo está azul como el éxtasis; imponen, hermosas, las águilas
bordadas.
Solares, irradian los oros de las joyas. Nada como el ojo de la princesa que
ilumina de glorioso presagio al príncipe novio.
¡Batid, tambores; sonad, clarines!
Un caballo, crin de Berbería, golpea el suelo con sus zuecos de bronce;
otro caballo, ojo de llama, sacude la cabeza y relincha como en el libro de
Job.
Un príncipe tuvo por madrina una hada; otro por padrino a un encantador.
Y el uno ama la rosa blanca y el unicornio, y el otro el clavel rojo y la
quimera. ¡Batid, tambores; sonad, clarines!
El escudero del uno es buen citarista; el escudero del otro sabe juegos de
manos, y a la hora de asar el jabalí, junto al hogar no hay como él para decir
decires y contar cuentos.
El escudero del uno tiene una mejilla partida de un sablazo; al escudero
del otro le faltan cuatro dedos: ambos son gordos y tienen buen apetito.
¡Batid, tambores; sonad, clarines!
El torneo empieza y al primer choque, las dos armaduras parecen bañadas de
plata, flordelisadas de fuego. En los estrados dice una voz que el uno se
asemeja a San Miguel Arcángel; y otra le contesta que el otro es igual a San
Jorge, aquel divino hermafrodita que da de beber a su caballo después de matar
al dragón.
¡Batid, tambores; sonad, clarines!
Un águila pasa por el cielo y dice: ¡Turín!
Otra águila pasa por el cielo y dama: ¡Orleáns!
A lo cual contesta un estandarte ondulando al viento norte. A lo cual
contesta otro estandarte ondulando al viento sur. Y un águila se coloca en la
punta de un asta y otra en la otra. ¡Batid, tambores; sonad, clarines!
Al segundo choque un príncipe es desarzonado; y al caer hace la armadura
como un trueno de oro. Y el águila de su estandarte, parte, triste, a decir a
Francia el duelo.
El de Turín hace caracolear su caballo; del corpiño de la princesa novia se
desprende la más rosada rosa y de su sonrisa, también la más rosada, vuela una
promesa.
¡Batid, tambores; sonad, clarines!
Y el miraje, cruel fatamorgana, cambia, y la musa me tira de las orejas. He
aquí dos levitas; he aquí dos reales clubmen; he aquí un Orleáns periodista y
un Turín espadachín.
Y mientras el arte quiere unir lo que las políticas rompen, y circula más
fragante y potente que nunca la sangre latina, y la alondra canta a la loba, el
hijo del duque de Chartres reportea poco discretamente; por lo cual el hijo de
Amadeo le mete el sable en la barriga.
¡Batid, tambores; sonad, clarines!
UN CUENTO PARA JEANNETTE
Jeannette, ven a ver la dulzura de la tarde. Mira ese suave oro
crepuscular, esa rosa de ala de flamenco fundido en tan compasivo azul. La
cúpula de la iglesia se recorta, negra, sobre la pompa vespertina. Jeannette,
mira la partida del día, la llegada de la noche; y en este amable momento haz
que tu respirar mueva mis cabellos, y tu perfume me dé ayuda de ensueños, y tu
voz, de cuando en cuando, despedace, ingenuamente, el cristal sutil de mis
meditaciones.
Porque tú no tienes la culpa ¡oh, Jeannette! de no ser duquesa. Mucho lo
dice tu perfil, tu orgulloso y sonrosado rostro, igual en un todo al de la
trágica María Antonieta, que con tanta gracia sabía medir el paso de la pavana.
“Si j’aime Suzette, j’adore Suzon”, dice el omnipotente Lírico de Francia en un
verso en que Júpiter se divierte. Tú, Jeannette, no eres Jeannetton, por la
virtud de tu natural imperio, y así como eres Jeannette, te quiero Jeannette. Y
cuando callas, que es muchas veces, pues posees el adorable don del silencio,
mi fantasía tiene a bien regalarte un traje de corte que oculta tus percales, y
una gran cabellera empolvada y unos caprichos de pájaro imperial que comiera
gustoso fresas y corazones; —y una guillotina...
Jeannette, ¿qué te dice el crepúsculo? Yo lo miro reflejarse en tus ojos,
en tus dos enigmáticos y negros ojos, en tus dos enigmáticos y negros y
diamantinos ojos de ave extraña. (Serían los ojos del papemor fabuloso como los
tuyos.)
Yo te contaré ahora un cuento crepuscular, con la precisa condición de que
no has de querer comprenderlo: pues si intentas abrir los labios, volarán todos
los papemores del cuento. Oye, nada más; mira, nada más. Oye, si suenan músicas
que has oído en un tiempo, cuando eras jardinera en el reino de Mataquín y
pasaban los príncipes de caza; ve, si crees reconocer rostros en el cortejo, y
si las pedrerías moribundas de esta tarde te hacen revivir en la memoria un
tiempo de fabulosa existencia...
Éste era un rey... (En tu cabecita encantadora, mi Jeannette, no acaban de
soltarse las llaves de las fuentes de colores? ¿No te llama el acento de tus
Mil y una noches?).
El rey era Belzor, en las islas Opalinas, más allá de la tierra en que
viviera Camaralzamán. Y el rey Belzor, como todos los reyes, tenía una hija; y
ella había nacido en un día melancólico, al nacer también en la seda del cielo
el lucero de la tarde.
Como todas las princesas, Vespertina —éste era su nombre— tenía por madrina
una hada, la cual el día de su nacimiento había predicho toda suerte de
triunfos, toda felicidad, con la única condición de que, por ser nacida bajo
signos arcanos especiales, no mostraría nunca su belleza, no saldría de su
palacio de plata pulida y de marfil, sino en la hora en que surgiese, en la
celeste seda, el lucero de la tarde, pues Vespertina era una flor crepuscular.
Por eso cuando el sol brillaba en su melodía, nada más triste que las islas,
solitarias y como agotadas; mas cuando llegaba la hora delicada del poniente,
no había alegría comparable a la de las islas: Vespertina salía, desde su
infancia, a recorrer sus jardines y kioscos, y ¡oh, adorable alegría!, ¡oh,
alegría llena de una tristeza infinitamente sutil!..., los cisnes cantaban en
los estanques, como si estuviesen próximos a la más deliciosa agonía; y los
pavos reales, bajo las alamedas, o en los jardines de extraña geometría, se
detenían, con aires hieráticos cual si esperasen ver venir algo...
Y era Vespertina que pasaba, con paso de blanca sombra, pues su belleza
dulcemente fantasmal dábale el aire de una princesa astral, cuya carne fuese
impalpable y cuyo beso tuviese por nombre: Imposible.
Bajo sus pies brillaban los ópalos y las perlas; a su paso notábase como
una inclinación en los grandes lirios, en las frescas rosas blancas, en los
trémulos tirsos de los jazmineros.
Delante de ella iba su galgo de color de la nieve, que había nacido en la
luna, el cual tenía ojos de hombre.
Y todo era silencio armonioso a su paso, por los jardines, por los kioscos,
por las alamedas, hasta que ella se detenía, al resplandor de la luna que aparecía,
a escuchar la salutación del ruiseñor, que le decía:
—Princesa Vespertina, en un país remoto está el príncipe Azur, que ha de
traer a tus labios y a tu corazón las más gratas mieles. Mas no te dejes
encantar por el encanto del príncipe Rojo, que tiene una coraza de sol y un
penacho de llamas.
Y Vespertina íbase a su camarín, en su palacio de plata pálida y marfil...
¿A pensar en el príncipe Azur? No, Jeannette, a pensar en el príncipe Rojo.
Porque Vespertina, aunque tan etérea, era mujer, y tenía una cabecita que
pensaba así: «El ruiseñor es un pájaro que canta divinamente, pero es muy
parlanchín, y el príncipe Rojo debe de tener jaleas y pasteles que no sabe
hacer el cocinero del rey Balzon».
El cual dijo un día a su hija:
—Han venido dos embajadores a pedir tu mano. El uno llegó en una bruma
perfumada, y dijo su mensaje acompañando las palabras con un son de viola. El
otro, al llegar, ha secado los rosales del jardín, pues su caballo respiraba
fuego. El uno dice: «Mi amo es el príncipe Azur». El otro dice: «Mi amo es el
príncipe Rojo».
Era la hora del crepúsculo y el ruiseñor cantaba en la ventana de
Vespertina a plena garganta: «Princesa Vespertina, en un país remoto está el
príncipe Azur, que ha de traer a tus labios y a tu corazón las más gratas mieles.
Mas no te dejes encantar por el encanto del príncipe Rojo, que tiene una coraza
de sol y un penacho de llamas».
—¡Por el lucero de la tarde! —dijo Vespertina—, juro que no me he de casar,
padre mío, sino con el príncipe Rojo.
Y así fue dicho al mensajero del caballo de fuego; el cual partió sonando
un tan sonoro olifante, que hacía temblar los bosques.
Y días después oyóse otro mayor estruendo cerca de las islas Opalinas; y se
cegaron los cisnes y los pavos reales.
Porque como un mar de fuego era el cortejo del príncipe Rojo; el cual tenía
una coraza de sol y un penacho de llama; tal como si fuese el sol mismo.
Y dijo:
-Dónde está, ¡oh, rey Belzor!, tu hija, la princesa Vespertina? Aquí está
mi carroza roja para llevarla a mi palacio.
Y entre tanto en las islas era como el mediodía, la luz lo corroía todo,
como un ácido; y del palacio de marfil y de plata pálida, salió la princesa
Vespertina.
Y aconteció que no vio la faz del príncipe Rojo, porque de pronto se volvió
ciega, como los pavos reales y los cisnes; y al querer adelantarse a la
carroza, sintió que su cuerpo fantasmal se desvanecía; y, en medio de una
inmensa desolación luminosa, se desvaneció como un copo de nieve o un algodón
de nube... Porque ella era una flor crepuscular; y porque, si el sol se
presenta, desaparece en el azul el lucero de la tarde.
Jeannette, a las flores crepusculares, sones de viola, a los cisnes,
pedacitos de pan en el estanque: a los ruiseñores, jaulas bonitas, y ricas
jaleas como las que quería comer la golosa Vespertina, a las muchachas que se
portan bien.
—¡Zut! —dice Jeannette.
POR EL RHIN
Prés de la Jenètre, aux bords du Rhin
le profil blond d’une Margarète;
elle dépose de ses doigts lents
le missel où un bout de ciel
luit en un candide bleuet.
Les voiles de vierges bleus et blancs
semblent planer sur l’opale du
Rhin.
Gustave Kahn
Ayer mañana, muy de mañana, mi vecina comenzó a cantar; despertó como un
canario; canta como un canario; es rubia, es hija de Alemania. Diréis que el
oro es poca cosa si miráis bañada de sol la cabeza de ese pajarito alemán, que
tiene por nombre Margarita, y que no hay duda lo recortó la madre con sus
tijeras de algún Fausto iluminado por algún mágico viñetista.
Près de la fenétre...
le profil blond d’une Margarète.
El verso de Gustave Kahn danzaba en mi memoria. ¿Y la rueca, Margarita? ¿Y
la rueca?
Près de la fenêtre...
Más azules que los vergissmeinnicht, sus dos pupilas celestiales miran con
la franqueza de una dulce piedra preciosa, o de un ágata rara como las piedras
fabulosas de los cuentos, que miraran como ojos... Al mirar, sus claros ojos
matinales contribuyen a la alegría del día «Buenos días vecina, buenos días».
¿Y la rueca, Margarita, y la rueca?
¡Ah!, sí, yo he de hablar más de cerca, y si me lo permiten sus dos puros
ojos, haremos juntos un viaje por el Rhin. ¡Por el Rhin! En compañía de dos
ojos más azules que los vergissmeinnicht se hace el único viaje que puede soñar
un poeta.
Y le he hablado por fin, muy de cerca, y ella me ha contado en curioso
idioma muy bravas cosas.
El padre, semejante a un burgomaestre clásico, rico de abdomen y unido a su
pipa por la más estrecha de las simpatías, da lecciones de música. ¿Por eso
cantará con tanta afinación el canario alemán? Mientras conversamos, el
burgomaestre hojea una partitura y ahuma el ambiente con la conciencia de una
solfatara.
Yo le digo a Margarita de los versos de Kahn, y le propongo que hagamos el
viaje del Rhin juntos, esa misma mañana; y como ella accede y me mira
fijamente, partimos a Alemania, como sobre la espalda nevada de un cisne.
No sé qué encanto especial tienen las mujeres germánicas, que a más de
producir en nosotros el hechizo del ensueño, nos infunden exquisitamente
—costumbre quizá heredada de willis o mujeres-cisnesas— una honda
voluptuosidad... La latina os quema; la germana os trae el calor de por dentro,
como un cordial. Y así, por mucho que naveguéis a la luz de la luna y oigáis la
voz de Lorelei, de pronto os sentiréis amorosamente abrasados... ¿No es cierto,
oh, divino Heine?
Y Kahn:
Elle dépose de ses doigts lents
le missel où un bout de ciel
luit en un candide bleuet.
¿Qué flor es ésa, Margarita, rubia Margarita, la que tu mano corta después
de dejar el antiguo libro de misa? ¿Es una margarita, es una no-me-olvides? No;
es una rosa, cuyo corazón compite con la sangre de tus labios.
Es domingo: el campanario soltó sus palomas de oro del palomar de piedra
antigua. Es día alegre. El burgomaestre repasa una partidura. Mi vecina y yo
vamos camino del Rhin. Ya estamos en él. Allá está el castillo. Más allá el
burgo. Allá, más allá, la casa de Margarita.
Les miles, de vierges bleus et blancs
semblent planer sur l’opale du
Rhin...
—¿Y la rueca, Margarita?
Margarita está en la ventana de su casa; ha ido ya a misa... Es día
domingo, pero no importa: ella hila.
—Margarita!, te vengo a visitar desde muy lejos, en compañía de mi vecina,
cuyos ojos son hermanos de los tuyos.
Margarita está con la rueca.
Margarita me gratifica con una sonrisa; y teje, teje, teje...
Ha tiempo murió el abuelo, que fue coracero del gran Federico. Margarita
tiene una abuela, cuyas grandes y filiales cofias aprueban, al andar, acciones
honestas. La abuela supo de amor heroico y ardiente, hace tiempo, hace largo
tiempo. La procesión de años es tan extensa, que apenas se alcanzan a ver los
que van por delante...
Buena abuelita, ¿Margarita tiene novio?
—Novio tiene Margarita. No es el estudiante, que tiene una cruz de San
Andrés dibujada a sable en la mejilla derecha. No es el dueño de la fábrica, a
quien han amenazado los obreros con una degollina si no les aumenta el salario.
El novio de Margarita es el propietario de la viña; el buen mozo rojo, que
tiene un bello perro, un bello fusil y un coche de dos ruedas tirado por una
linda jaca.
—¿Y para cuándo el matrimonio?
Para la próxima cosecha. En las cubas rebosa el vino blanco. La abuela
charla, charla. Margarita teje, teje, teje.
—¿Y Los poetas, abuela?
Los espantajos alejaron todos los gorriones del plantío de coles; Margarita
no entiende de música sino lo necesario para tararear un vals de Strauss.
La noche va a llegar. Aparecen los animales crepusculares, a la orilla del
bosque, a la orilla del río.
El viejo Rhin va diciendo sus baladas. La vagarosa bruma se extiende como
un sueño que todo lo envuelve; baja al recodo del río, sube por los flancos del
castillo; la noche, hela allí, coronada de perlas opacas y en la cabellera
negra el empañado cuarto creciente...
Ya la casita de la rubia hilandera está envuelta en sueño.
Entrada la noche, comienza el desfile, frente a la ventana en donde, flor
de leyenda, estaba asomada la niña que hilaba en la rueca.
Pasa como un enjambre de abejas de oro, murmurando, el coro de canciones
que salen de los vientres de los laúdes viejos, donde viven haciendo un panal
de melodías, alrededor del cual el diablo ronda, hecho moscardón... Pasa el
diablo, en traje de gala.
En traje de gala va Mefistófeles, todos ya lo sabéis, un bajo de ópera. Sus
cejas huyen hacia arriba, como las de los faunos; sobre su frente la pluma
tiembla, los bigotes enrollan sus rabos de alacrán; la malla color de fuego
aprieta la carne enjuta; a la cintura va el puñal de guardarropía y el espadín
infeliz que no pincha, ni tiene el azufre de un fósforo.
Pasa Mefistófeles; un pobre diablo. Pasa el hombre pálido y pensativo y
gentil; pasa Fausto. Todo vestido de negro; va de luto por él mismo. Entre su
pobre cabeza yace el sedimento de cien vejeces. A través de la bruma, el cuarto
creciente compasivo le envía un rayo que le dora la pálida frente, y hace
brillar sus ojos rodeados de ojeras.
Pues ha hecho tanto la fiesta, ha gustado tanto de la vida alegre, que está
seriamente amenazado de tabes dorsalis. Vedle la manera de caminar; de modo que
parece que junto a él va una Muerte de Durero ritmándole el paso, al son de una
sorda cornamusa.
Pasa la vieja dueña, con el faldellín ajado por avaricias y concupiscencias
seniles. Junto a ella, una araña, una escoba, un sapo; y el gordo perro judío
que da dinero con absurdo interés, y se paga las niñas de doce años; y el gordo
perro cristiano que extorsiona al circunciso y al incircunciso, y se receta el
plato de cenizas de Sodoma.
Pasa Valentín, matachín; agujereado el pellejo a duelos; borracho como una
mosca. Se hará de la vista gorda, como le deis un empleo en la agencia del
banco, una querida y una bicicleta.
Pasa el organista, que tocó en la iglesia a la hora de la misa, y que por
dentro es un luterano extra: así ama él a la monja, a la regordeta Sor Sicéfora
de los Gozos, que le regala con hojaldres y carnecitas bien manidas, con salsa
abacial.
Pasa el gran Wolfgang, patinando. Su cabeza sobrepasa la floresta; su
holgada capa negra deja ver su penacho constelado de estrellas.
Empujado por una musa ciega y triste, pasa luego, entre un grupo de gentes
vestidas de negro, que sollozan y llevan los rostros cubiertos, pasa en su
carretilla de paralítico, el pobre Heine: va alimentando en su regazo a un
cuervo funesto. a quien da de comer un puñado de diamantes lunares...
Y junto al tullido, como un paje familiar, va un oso.
Pasa, furioso, el pecho desnudo, los gestos violentos, la mirada
fulminante, mascando una hostia, estrangulando un cordero, un hombre extraño,
que grita:
—Yo soy el magnánimo Zarathustra: seguid mis pasos. Es la hora del imperio:
¡yo soy la luz!
Alrededor del vociferador caen piedras.
—¡Muerte a Nietzsche el loco!
Pasa el desfile, bajo el palio gris de la bruma...
Volvemos del viaje al Rhin.
No lo repetiremos.
He perdido las señas de la casa de Margarita.
¿Qué decía el son de la rueca?
¿En qué estábamos, dulce vecina?
Hauptmann se subió al campanario y tocó a somatén.
El viejo cara de burgomaestre ha concluido la partitura y limpia el
flautín.
—Vecina, no me ha dicho usted todavía en qué se ocupa.
—¿No se lo he dicho? Soy modista. ¿Y usted?
—Yo, poeta.
LA LEYENDA DE SAN MARTÍN, PATRONO DE BUENOS AIRES
Por la montaña hagiográfica de los Bolandistas, por el vergel primitivo y
paradisíaco del Cavalca, por los jardines áureos de Jacobo de Vorágine, aún por
el huerto de Croiset, encuentran las almas que las buscan, flores muy
peregrinas y exquisitas.
¡Así las encontrará el vasto espíritu de Helio!
Como el monje de la leyenda, escuchamos, si lo queremos, un ruiseñor que
nos hace vivir mil años por trino. Oíd cantar al pájaro celestial, hoy día del
patrono de Buenos Aires, y caminando contra la corriente de los siglos, vamos a
Panonia, a Saborie, en tiempos imperiales.
He ahí a Martín, niño del Señor, desde que sus pupilas ven el sol. Su
santidad desde el comienzo de su vida le aureola de gracia, y el Espíritu pone
en su corazón una llama violenta, y en su voluntad un rayo.
Así el Cristo se revela en esa infancia, que a los diez años siente como
nacer un lirio en sus entrañas.
—¡Por Apolo! ¡Por Hércules! —grita el tribuno legionario—. ¡Éste pequeño y
vivo león despedaza mis esperanzas!
Pues el niño fuese del hogar pagano, y buscó la miel y el lino del
catecúmeno
La madre gentil háblale de las rosas que van a florecer, de las flautas que
han de resonar mañana, del alba epitalámica. El infante no escucha la voz
maternal, sonríe porque oye otra voz que viene de una lira invisible y
angélica.
Aún la pluma suave del bozo está brotando v el adolescente es llamado por
la trompeta de la tropa. Voz imperial. Va el joven a caballo; sobre el metal
que cubre su cabeza soberbia, veríais con ojos misteriosos y profundos el tenue
polvo de aurora que el Señor pone, en halo sublime, a sus escogidos. Va primero
entre las legiones de Constancio; luego hará piafar su bestia por Juliano. Y
esos labios, bajo el sol, no se desalteran sino con los diamantes de las
fuentes.
Nada para él de Dionisio; nada de Venus. Y en aquella carne de firme bronce
está incrustada la margarita de la castidad. Las manos no llevan coronas a las
cortesanas; asen el aire a veces, como si quisiesen mortificarse con espinas, o
apretar, con deleite, carbones encendidos.
Amiens, en hora matinal. Del cielo taciturno llueve a agujas el frío. El
aire conduce sus avispas de nieve. ¿Quién sale de su casa a estas horas en que
los pájaros han huido a sus conventos? En los tejados no asomaría la cabeza de
un solo gato. ¿Quién sale de su casa a estas horas? De su cueva sale la
Miseria. He aquí que cerca de un palacio rico, un miserable hombre tiembla al
mordisco del hielo. Tiene hambre el prójimo que está temblando de frío. ¿Quién
le socorrería? ¿Quién le dará un pedazo de pan?
Por la calle viene al trote un caballo, y el caballero militar envuelto en
su bella capa.
—¡Ah, señor militar, una limosna por amor de Dios!
Está tendida la diestra entumecida y violenta. El caballero ha detenido la
caballería. Sus manos desoladas buscan en vano en sus bolsillos. Con rapidez
saca la espada. ¿Qué va a hacer el caballero joven y violento? Se ha quitado la
capa rica, la capa bella; la ha partido en dos, ¡ha dado la mitad al pobre!
Gloria, gloria a Martín, rosa de Panonia.
Deja, deja, joven soldado, que en la alegre camaradería se te acribille de
risas. Lleva tu capa corta, tu media capa. Martín está ya en el lecho, Martín
reposa, Martín duerme. Y de repente truenan como un trueno divino los clarines
del Señor, cantan las arpas paradisíacas. Por las escaleras de oro del Empíreo
viene el Pobre, viene N. S. J. C., vestido de esplendores y cubierto de
virtudes; viene a visitar a Martín que duerme en su lecho de militar. Martín
mira al dulce príncipe Jesús que le sonríe.
¿Qué lleva en las manos el rey del amor? Es la mitad de la capa, buen joven
soldado.
Y al cortejo angélico dice Jesucristo:
—Martín, siendo aún catecúmeno, me ha cubierto con este vestido.
Martín, cristiano, quiere abandonar las obras de la guerra. Su corazón
columbino no ama las hecatombes. Ama la sangre del Cordero: el balido del
cordero conmuévele en el fondo de su ser más que cien bocinas cesáreas. Se oye
el tronar de los galopes bárbaros.
El Apóstata temeroso oye el galope de los caballos bárbaros. Así, reúne el
ejército y señalando el amago de los furiosos enemigos, proclama que es preciso
resistir hasta la victoria: a cada soldado ofrece su parte de oro.
Más al llegar a Martín, Juliano no oculta su sorpresa al ver que el joven
militar pide por el oro la licencia.
Dice Juliano:
—¡Pésanme tus palabras, pues nunca creí que en ti tuviera nido la cobardía!
Martín responde:
—Asegúreseme hasta el día de la función: póngaseme entonces delante de las
primeras filas sin otras armas que la señal de la cruz y entonces se verá si
temo a los enemigos ni a la muerte.
No llegaron los bárbaros: partieron como un río que desvía su curso. Y
Martín entró de militar de Dios.
En Poitiers está Hilario obispo; con él Martín. Hilario se maravilla de tan
puro oro espiritual. Hilario júzgale llamado a morar altamente entre las
azucenas celestes. Es humilde, es casto, es amoroso.
—Diácono has de ser ya —dice Hilario.
Y él se niega a la jerarquía.
—¡Pues serás exorcista, terrible enemigo del demonio! —replícale la santa
voluntad episcopal.
De tal guisa el Bajísimo tuvo siempre como una de las más poderosas torres
de virtud, de fortaleza y de templanza al bueno y bravo Martín, el de la capa
del pobre.
Entre las nieves alpinas. Va Martín, por mandato del Señor, a ver a sus
padres, aún gentiles, y convertirlos al Cristo. De las rocas y nieves en donde
tienen sus habitáculos, surgen bandidos: uno va a dar muerte al peregrino; otro
le salva la vida.
—¿Quién eres? —pregunta el capitán.
—Hijo de Cristo..
—¿Tienes miedo?
—Jamás lo tuve menos, pues el Señor asiste en los peligros.
Y el peregrino de cándida alma y de fragante corazón de rosa, trueca al
ladrón en monje.
No puede, ya en Hungría, traer el cristianismo a su padre; su madre si fue
por él cristiana. La semilla de Arrio se propagaba; y árbol ya, florecía:
Martín opuso su fuego contra los arrianos. Se le azota, se le destierra.
Échanle de Milán los arrianos. ¿A dónde va?
A una isla del Tirreno, en donde comunica con las aves, se sustenta de
yerbas, y tiene con las olas confidencias sublimes. Las olas le celebraban su
cabello en tempestad, su desdén de las pompas mundanas, su manera de hablar que
era como para entenderse con olas o tórtolas. Atacóle el diablo en la isla
envenenándole; y él se salvó de la ponzoña con la oración.
Otra vez en las Galias el santo monje, entre monjes, ejerce su caridad y
Dios obra en su feliz taumaturgia. Volvió a la vida a un catecúmeno. Y, cosa
teologal y profunda, que hace estremecerse a los doctores: suspendió el juicio
de Dios, volviendo a la vida a un suicida, hijo de Lupiciano, caballero de
valía.
Luego, hele ahí obispo de Tours: el humilde es puesto por la fuerza en la
dignidad. Y entonces acrecieron su fe, su esperanza y su caridad. Y el milagro
tuvo una primavera nueva: dominó su gesto a una encina; a un pobre atacado del
mal sagrado de la lepra, dio un beso de paz y le sanó; todo lo que tocaba se
llenaba de virtud extraordinaria y esotérica. Valentino y Justina supieron cómo
Martín podía hacer brotar el fuego de Dios.
A Canda va, a calmar la iglesia agitada. Llega y su palabra triunfa de las
revueltas. Mas cae en su lecho; con «cilicio y ceniza» y de cara al Cielo,
aguarda el instante del vuelo a Dios.
—Sobre la ceniza —decía— se ve morir un cristiano.
Aun en la agonía quiso el Bajísimo atreverse ante tanta virtud. Su voz
ahuyentó la Potestad de las tinieblas. Fueron sus últimos conceptos:
—Dejadme, hermanos míos, dejadme mirar al Cielo, para que mi alma, que va a
ver a Dios tome de antemano el camino que conduce a él.
De su cuerpo brotó luz de oro y aroma de rosas. Severino en Colonia
Ambrosio en Milán tuvieron revelación de su paso a la otra vida.
Tal es, más o menos, la leyenda de San Martín, obispo de Tours, patrono de
Buenos Aires, confesor y pontífice de Dios, beati Martini confesoris tui atque
pontificis, como reza la oración; a quien la Iglesia romana celebra el 11 de
noviembre, cuya vida detallada podéis leer escrita en latín por el hagiógrafo
Severo Sulpicio.
PAZ Y PACIENCIA
I
Como hubiese caminado por varios días entre valles y florestas en donde vi
maravillosas visiones, advertí de pronto que la tierra que hollaban mis pies
era ya blanca como la sal o la nieve pura, ya rosada, de un rosa suavísimo que
encantaba con su color. Como he leído en el Cavalca de una tierra semejante,
comprendí que había llegado a los alrededores del Paraíso terrenal; el cual,
como es sabido, existe sobre este mundo tan lleno de delicias como cuando lo
creó la palabra del Señor antes de la locura de Adán. Y más se afirmó mi
creencia, al ver una ancha puerta de oro adornada con flores rarísimas y de
dulces olores, las cuales tenían tal vida como si estuviesen habitadas por
espíritus humanos.
Mas no viendo la figura terrible del querubín armado, habría vacilado en mi
creencia, si no escuchara la voz con que me hablara una de aquellas flores
hechiceras, la cual volando de su tallo, como una mariposa o un pájaro de
encanto, vino a posarse en mi hombro.
Oí la suave voz:
«Este que ves aquí es por cierto el lugar que te imaginas, aunque no hayas
percibido al querub armado de espada coruscante y fulminante. Es el Jardín que
creó el Señor en los comienzos del mundo, y en el cual habitaron el Hombre y la
Mujer hasta el día que dijo su secreto la Serpiente. El querub partió después
de que el trueno de Dios habló a los culpables y la espada celeste les
desterró».
Dije:
«¿Quién habita, hoy, pues, este lugar; y por qué he logrado penetrar hasta
el sagrado recinto?».
Y la voz de la viva flor:
«Has logrado llegar, porque en un instante de tu existencia has vuelto a la
inculpada naturaleza y has unido tu alma con el alma inocente de los animales y
de las cosas, retornando así a la vida primitiva y adámica, antes de la
desobediencia. En cuanto a quienes habitan y reinarán —hasta cierto día en que
aparecerá de nuevo sobre la tierra el Juez, en divinidad y en cuerpo purificado
ya el ser humano—, son dos seres puros y extraordinariamente elevados por la
voluntad del Todopoderoso. Ellos dos habitan fraternalmente en el Paraíso, y
reinan en la maravilla de su virtud».
«Podré saber —interrumpí— cómo se llaman?».
Y la voz de la flor:
«Paz y Paciencia».
II
Pasé por la puerta de oro ornada de las flores paradisíacas. Y clamé: «¡Paz
en el nombre de Dios!».
Y de un boscaje misterioso brotó una figura que me maravilló. Dos ojos
dulces y grandes, llenos de una desconocida luz de bondad y de amor; como una
media luna de oro sobre la gran testa; como una piel de seda y oro sobre sus
fuertes formas que descansaban sobre cuatro pilares de vida.
«¡Hermana Paz —dije—, yo te saludo en el nombre de Dios!».
«Hermano —respondió en una lengua más sublime que la lengua humana—, sé
bien venido a este lugar porque has tenido en un instante de la existencia la
suerte de unirte con la inculpada naturaleza y juntar tu alma de hombre,
contaminada desde antiguo, con el alma de los animales y de las cosas».
«Me llamo Paz, y soy aquel buey que en el establo de Judea calentó con su
aliento la carne de un niño pobre que juntó la miseria con la Divinidad y la
corona con el martirio. ¡Oh, cómo temblaba de frío el cuerpo del Príncipe entre
la paja y el estiércol! El anciano viajero había traído a la bella y pálida
parturienta sobre las espaldas de mi hermano...».
«¡Hermana Paciencia —dije—, yo te saludo en nombre del Señor!».
Al lado de Paz, surgió la más hermosa figura. ¡Oh, cuán profundas miradas,
bajo las orejas que bañaban desde el abismo celeste dos chorros de luz jamás
contemplados por ojos de pecador! La figura despedía de sí un misterioso
encanto y hablaba también con un idioma que debía regocijar a los arcángeles.
«Yo te saludo —contestóme— en nombre de Dios. Sé el bienvenido, pues no has
podido llegar hasta nosotros sino por la ciencia de la Fe y por la gracia del
Amor».
Y ambas lenguas narraron a mi espíritu embelesado la historia prodigiosa
del Nacimiento del Niño Dios; cómo calentaron con sus fauces al recién nacido
cómo el milagro estelar condujo a los reyes magos, y cómo alegraron el campo
vecino, en la noche azulada y armoniosa, los cantos de los pastores.
III
«Ya comprendo —dije después de escuchar el hermoso misterio— cómo por tal servicio
hecho al Rey de los humildes habéis venido vosotros dos a morar realmente en el
Paraíso creado para los hombres».
Y Paz y Paciencia desaparecieron de mi vista y habló de nuevo la voz de la
flor viviente:
«En verdad te digo que éste es el verdadero misterio. ¿Cuál ha sido el
premio del buey bueno sobre el haz de la tierra? Sangre y martirio. El yugo es
suyo; su dulzura natural parece que atrajera la crueldad humana; suyas son la
castración, la fatiga de arar los campos, las aguzadas púas, y por último la
degollación para servir de carne al contaminado. ¿Cuál ha sido el premio del
buen asno sobre el haz de la tierra? Él, cuyos ojos y cuyo silencio encierran
todas las filosofías de los sabios, es el emblema de la estupidez; sobre sus
espaldas amontonaron los hombres las cargas y el ridículo; y el mismo Satán
busca su forma al presentarse en los aquelarres y en las tentaciones a los
santos y hombres de virtud. Ambos han sido ludibrio y risa, y el palo y el
cuchillo sus galardones».
«Por tanto, he ahí que viene el Mesías que anuncia la libertad de los seres
inocentes y esclavizados por el Hijo de la Culpa, y mientras sufren en la
tierra sus hermanos, Paz y Paciencia habitarán el Paraíso de Jesucristo!».
Y la flor viva volvió a su tallo, y yo sentí como si en mi corazón hubiese
caído una gota de un perfume divino.
PIERROT Y COLOMBINA
La eterna aventura
El alba despierta a Pierrot tirándole suavemente de una oreja. Es Pierrot,
el mismo doctor Blanco de Mendés, el amigo de Banville, el eterno enamorado de
la Luna.
Pierrot no siente el peso del Tiempo. Él vive, come, y sueña. Hacer la
rueda a Colombina es cosa que viene después, a pesar de ese pícaro de Arlequín
que pretende coronar, no de oro, al hombre blanco.
«Pierrot —le dice el alba—, hoy es día de Carnaval. Perezoso, levántate. Ve
a mirar el rostro de Colombina, que ha pasado una buena noche soñando con el
baile de hoy. Pues tu mujercita es aficionada a las alegres fiestas, y danza y
ríe, cuando tú no estás presente. Ella asegura que tu peor defecto es la tristeza.
Te cree poeta, en lo cual no anda muy descaminada; te cree soñador. Y ella
gusta de los ricos trajes de seda, de las joyas de oro, de las perlas y de los
diamantes. Tú, en realidad, Pierrot, a pesar de tu gula y tu afición al vino,
eres triste; y a las mujeres no les gustan los hombres tristes. Levántate,
Pierrot, y piensa en no dejar escapar el amor de tu compañera, alegre como un
pájaro y linda como una rosa».
Pierrot se despereza, y de un salto, se levanta.
II
Colombina, que ha aprendido muchas cosas, sabe Nietzsche: esteta
prerrafaelista y ababún. Hace la gran dama a maravilla y recibe a su marido con
aires de princesa, envuelta en un largo peinador.
Y Pierrot, que no las tiene todas consigo, un tanto celoso, desde hace
días, comienza por rogar, y ordenar a su cara mitad que no vaya al baile. A las
órdenes que se evaporan ante el mármol de Colombina, suceden las súplicas, y
Pierrot suplicante, no puede más que Pierrot autoritario. En vano se pone de
rodillas, en vano hace una cara triste, semejante a la faz de su olvidada
Selene... Colombina, impasible, dícele que irá al baile.
«Pues bien —dice Pierrot, cambiando de tono—. Iremos al baile, iremos
juntos. Danzaremos, reiremos, y pasaremos las más preciosas horas».
Él mismo va a preparar el traje que va a lucir Colombina; él mismo se
presenta lleno de risa, y proclama gustoso que no hay nada mejor que un baile
de Carnaval, en compañía de una bella mujer.
Colombina le deja hacer. Pues en su cabecita de pájaro tiene las más
caprichosas ideas respecto a la felicidad conyugal. ¿No ha recibido un mensaje
de Arlequín, en el cual mensaje el elegante amante le prometía cielos y tierra
por un vals en el baile carnavalesco?
Ella cree que no ofenderá a Dios ni a Pierrot acompañando a Arlequín a
comer écrevisses en cabinet particulier.
¡Pícara Colombina!
III
Y he aquí la pareja lista para partir al baile.
El Hombre Blanco, cándido como un cisne, como un ensueño virginal, con su
sombrero blanco, su cara blanca, su traje blanco, su alma blanca.
Y Colombina de negro, con su sombrero negro, sus guantes negros, sus medias
y zapatos negros, su traje negro que deja ver muchas cosas, sonrosadas, su
bastón largó y negro, y su alma de donde salen para el pobre Pierrot muchas
penas negras...
Ambos van contentos a la fiesta. Es el día en que la humanidad cree
necesario adornarse con las joyas de la Locura. Suenan por todas partes músicas
alegres. Las gentes, pasan y ríen. Las máscaras van en profusión por las
calles. Todo predispone al juego y al fuego, cuya ceniza servirá para el
miércoles del Memento, homo... Brazo con brazo, van Pierrot y Colombina, entre
los transeúntes que dicen decires y chistes a través de las caretas y de los
disfraces.
Y Colombina va acariciando en su interior una pérfida idea.
¡Pobre Pierrot!
IV
¡Música! ¡Música!
Flores y murmullos y luces. Es el imperio del placer.
El teatro está lleno e hirviente de parejas. Los disfraces más variados
circulan. De los palcos vuelan las serpentinas y las miradas ardientes.
Princesas, manolas, aves, gitanas, pasan, se confunden. Pierrot y Colombina
penetran en el vasto recinto, en la lluvia de notas de la orquesta, entre el
remolino de danzantes.
Y Colombina, que ha visto a lo lejos a Arlequín, haciéndole una seña,
suéltase de pronto del brazo de su marido, y piérdese en el bullicio de la
alegre muchedumbre.
Pierrot, atontado, mira a todos lados, se agita, corre aquí y allá, sin
poder percibir a su consorte en fuga. Va de un punto a otro y es estrujado.
Hace grandes gestos que llaman la atención de los circunstantes. Camina, se lo
arrojan los que bailan, como una pelota, hasta que al fin, fatigado, lleno de
tristeza y de desesperación, va a sentarse a descansar, en la gran escalera,
iluminada por las claras lámparas eléctricas que fingen un sol meridiano.
Pasan gentes, pasan gentes, pasan, pasan, y Pierrot cree de repente ver a
su mujer... No, no es ella. Es una que se le asemeja.
Y el Hombre Blanco, desesperanzado, sigue en triste actitud, observado por
los que suben y bajan por la extensa y marmórea galería.
V
Ha pasado tiempo, tiempo; ha desgranado el reloj muchos minutos, es ya más
de medianoche; la música ha destrozado muchas veces con su alegría el corazón
de Pierrot, cuando de pronto siente que una suave mano se posa sobre su hombro.
«Es ella».
Es ella. Manifiéstale que ha sido arrastrada en el torbellino de los
danzantes; que ha sido llevada por la ola de los valses; y que felizmente, ha
encontrado a un amigo, a su digno amigo el Sr. Arlequín, que le ha convidado a
reparar sus fuerzas con una copa de champagne y écrevisses en cabinet
particulier...
Pierrot explota:
«¡Desventurada!» —Y haciendo una mueca trágica, hace que le conduzca al
gabinete en que ha tenido lugar la cena.
Ahí están las señales de un buen divertimiento; el resto del vino, el resto
del pastel...
Pierrot, delante de la falsa mujer junta sus manos y se pone a meditar en
si hará sus hazañas de doctor Blanco, o soportará con paciencia su
desgracia...
Un momento después las golosinas le tientan; se come el resto del pastel y
se bebe el resto del vino, ante las miradas especiales de la esposa fatal que
le acteoniza.
Ya en casa, Pierrot se echa en un sillón, inconsolable, mientras Colombina,
preciosamente, pretende inculcarle, al buen filósofo, una cantidad mayor de
filosofía.
LA FIESTA DE ROMA
Lucio Varo hablaba lentamente, y sus palabras eran como ritmadas por el
ruido de los remos. Una gloria vesperal empurpuraba la fiesta del cielo, y
caía, regia, sobre Roma. Se hubiese pensado en una decoración voluntaria de la
naturaleza en homenaje a la ciudad divina. Doraba, roja, la luz, las lejanías;
caía a rayos oblicuos sobre los jardines que en lo pintoresco de la ribera
atraían con la alegría de sus flores, de sus mujeres y de su vino lesbiano.
Flotaba como un aire de salud universal, que inmergiese en un baño maravilloso
de fuerza y de bienestar, elevando y purificando el pensamiento, ayudando a la
formulación de la palabra, cuidando y transportando, como un incienso
misterioso, la fragancia humana.
Como en un punto del navegar se descubriese un paraje en que se descorría a
la manera de una cortina el espectáculo de las cosas inmediatas, dejando
contemplar el panorama de la capital cesárea, el poeta se puso de pie, y
mientras Pablo le miraba con fijeza, recostado al borde de la barca, él
prosiguió, elevando un tanto la voz, armoniosamente, de modo que se pensaría
escuchaba el instrumento invisible que le iba acompañando.
—He aquí la última de mis diosas —dijo—. He ahí a Roma, a quien tantas
ofrendas he hecho en el templo de la Salud. En ella se sostiene la fe que me
resta. Su faz, en una visión del futuro, se me aparece siempre irradiando un
brillo único; su cabeza firme sobre la columna de su cuello vigoroso, sostiene
el orgullo simbólico de su corona de torres. Es la diosa dueña de la
inmortalidad y de la victoria, favorecida directamente del Divus Pater Jupiter,
que le ha hecho el don de su voluntad y de su rayo. La loba de Rómulo, ¿saben
que he pensado, era d conjunto de todas las divinidades que debían dar la
existencia y la fortaleza al Padre cívico? Cuando el infante apareció a la vida
del día en ella Vaticano favoreció el grito primero que anunciara el triunfante
nacimiento; Fabulino desató en la lengua la primera fórmula verbal que fue
fundamental eslabón en la infinita cadena del discurso futuro; en la leche del
providencial cuadrúpedo ofrecieron Educa el manjar primordial que más tarde
sería en augusta transubstanciación la carne vigorizada de un pueblo
omnipotente, y Potina la copa concentradora de un licor de luminosa energía; y
cuando el fundador caminó por la primera vez, al amor de los montes nativos,
aprendiendo el paso que place a los númenes, con él iban Abeona y Adeona, con
él volvían Iterdica y Dominuca, todas encarnadas en la Lupa de las manos de
bronce, nodriza y maestra del varón predestinado para hacer brotar de la tierra
la flor insigne de la potencia y de la libertad humanas. Roma es y será
invencible al Tiempo. La Salud del Pueblo Romano tendrá siempre como Vesta un
fuego encendido en honor suyo, no en templos que caerán al paso de los carros
de los siglos, ni custodiados por vestales frágiles a la culpa y a la muerte,
sino en el alma de todo hombre libre y noble, vigilado lanzado por la mente de
una raza imperecedera, sustentada por influencia suprema, en el cumplimiento de
un destino imperioso. Yo recuerdo que siendo niño conducíame mi padre a sus
granjas, en tiempos en que se celebraban las fiestas de los dioses rústicos. En
la campiña de mi vida había una discreta comunicación con la vida de la
campiña, aunque jamás mis ojos tuvieran el sagrado terror de la visión corporal
de una divinidad. Presenciaba los regocijos primaverales tomando en ellos
parte, y veía saltar gozoso el chorro de sangre del puerco votivo, del toro de
la ofrenda; y luego, coronado de hojas frescas, me internaba por los bosques
saturando mi cuerpo infantil de las esencias del campo, con la confianza en la
bondad de los númenes contentos, en la virtud de la suovetaurilla
propiciatoria. Antes de que el arado desflorase la negra tierra, antes de que
de la espiga copiosa se recogiese la cosecha, la plegaria se dirigía a la diosa
favorecedora, el sacrificio precidáneo era ofrecido a Ceres, y aún contemplo la
cabeza blanca de mi padre, encina familiar, al presidir la acción de solicitud
o de gracias. Yo adornaba con flores cogidas en las vecinas praderas, los
simulacros de la Primavera y de Marte Silvano; mis oídos pueriles habrían
creído escuchar voces sobrenaturales que salían de los troncos de los árboles,
de los carrizos, de las riberas y de los diamantes de las fuentes. Alguna vez
conduje en mis manos que se alzaban en acto de honor el ánfora de aceite que se
vertía sobre el bloque de piedra del ara primitiva; y aguardaba ver aparecerse
la figura del lar protector, surgir del agua cercana las ninfas tutelares,
mientras se despertaba en mi espíritu en flor una mezcla de curiosidad y miedo.
Creía rozarme con los dioses, pero no llegaba jamás a percibirlos. Y ya en mí
había el deseo de realizar cosas grandes. De mis labios brotaban extraños
ritmos y melopeas que yo inventaba, que no decían nada, incomprensibles en
verdad para mí mismo, pero que irían y serían comprendidos por los seres
superiores a quienes iban dedicados, tal los himnos antiguos en boca de los
Arvales. Ya pasada la edad primera fui asiduo al culto hercúleo, y en la
felicidad de mis primeros amores mis dedos entretejieron muchas coronas de
rosas. Una música incesante, una luz áurea y dichosa ha precedido siempre la
danza de mis horas en esos dulces años. Las musas me favorecían, y nada turbaba
mi paso por el camino del mundo. Un día cayeron en mis manos las obras de
Ennio, y conocí por él a Evémero, y respiré el desconocido perfume de los
versos de Epicarmo. La duda fue poco a poco filtrándose en mi alma. Sentí como
la invasión de una dolencia sutil que poseía mi antiguo gozo. Después caí en un
sopor indefinible, en una debilidad hasta entonces no sentida, cual si
desfalleciese...
—Era el hambre de Dios —interrumpió Pablo.
Varo continuó:
—Todos los dioses fueron cual ocultándose a mi deseo o esquivándose a mi
fatiga. Hasta el momento en que comprendí que la única divinidad en que podía
esperar, ya perdidas las primeras ilusiones, ya puesto el pensamiento en mi
tarea sobre el mundo, ya determinando la misión de nuestra raza sobre la tierra
era Roma, Roma el apoyo del amor y de la libertad futuras. Roma la Buena Diosa.
Veneremos la memoria de Augusto, que ha hecho revivir el culto de Venus
Generadora, de Marte Vengador y de Apolo Palatino, pues las tres divinidades se
juntan, para mí, en el corazón, en el brazo y en el cerebro de Roma. La Venus
maternal reproduce en la sangre romana sus llamas y sus rosas, alimentando los
flacos victoriosos de donde brotarán ciudadanos innúmeros, hábiles en las artes
de la paz, dueños del campo, robusto, en las faenas agrícolas y gozosos en la
existencia urbana, adoradores de la claridad y de la fuerza; Marte Vengador
hace reverdecer los viejos laureles y crecer y vestirse de hojas fragantes
los nuevos; castigará siempre las afrentas de la Patria, armará el brazo
nacional y mantendrá el decoro y la dignidad Capitolina y Apolo Palatino, no
tan solamente el de Accio, ni aquél cuyo templo ostenta sobre la cuadriga de
oro la figura del Sol, sino el Arquero eterno, el Numen que anima y animará por
siglos de los siglos la romana mente, encenderá el corazón romano, y hará que
el verbo latino, la sangre latina, perpetúen su imperio, en una victoria
inacabable. Yo sueño con una fiesta de Roma, repetida como los juegos
seculares, a la cual concurrirán en lo porvenir todas las naciones del universo.
Si un Dios ha de venir que se revele más grande que los dioses conocidos, hoy
ocultos o enfermos, o prófugos, él presidiría, encarnado en un sacerdote magno,
los coros ofertorios y las pompas sagradas. Los ministros del culto nuevo
darían gracia a la potestad divina por las victorias logradas, por la riqueza,
por la conservación de la Salud popular y de la Belleza consagrada y respetada;
por las espigas de los surcos y las rosas de los jardines, por los senos y
vientres que dan al amor y a la patria culto y vástagos. Sería el reino
apolineo bajo la corona de Roma. Y las naciones agitarían palmas, celebrando la
supremacía y la espada de oro de la conquistadora que daba la paz y la dicha.
No en el templo de Apolo Palatino, sino en la plaza pública, resonaría el
Carmen secular escrito por el primer poeta de la tierra y cantado por un
inmenso coro de hombres y mujeres poseedores de juventud y de hermosura. Se
estremecería el corazón del orbe. Iría el canto bajo la azul cúpula celeste,
sobre la colinas, llevado por el viento propicio al mar. Ya no serán tan sólo
los escitas, los indos y los medos, la Galia y la Germania, quienes acatarán a
la Señora terrenal; habrá quizás mundos nuevos que se inclinen delante de tanta
majestad...
Tras una corta pausa, comenzó a recitar los versos que antes había
compuesto, quizá contemplándose él mismo en el poeta venidero que cantaría el
secular carmen:
¡Roma, grandiosa Roma, alta Imperia, señora del Mundo!
A tu mirada se levanta la
gloria
Toda vestida de fuerza, con la palma sonora en la diestra
Y la sandalia mágica sobre
el cuello de trueno.
Tú, este vino de fuego que nos pone en las venas el ritmo,
Esta violencia de la
latina sangre,
Transmutaste de la ubre que a los labios sedientos de Rómulo
Llevó en el primitivo día
la áspera Lupa.
Siete reyes primero contemplaron las siete colinas,
Y del prístino tronco
brotó la rica prole;
Coronó la República el laurel de los montes Sabinos,
El de la bella Etruria y
la palma del Lacio.
Magno desfile de altos esplendores! Las arduas conquistas,
El patricio y la plebe,
literas consulares,
Hachas, lictores, haces...
¿En qué gruta aún resuena, misteriosa y divina armonía,
La olímpica palabra que en la lírica linfa,
En la lírica linfa escuchó de su náyade Numa?
Y he ahí el coro de águilas: ¿De dónde vienen victoriosas?
De los cuatro puntos del cielo; de la ruda Cartago,
De las islas felices, de la blanca y sagrada Atenas.
Y las tuyas ¡oh César! de los bosques augustos de Galia.
Y llevadas por todos los vientos
Que bajo el solar fuego
soplan sus odres,
Del soberbio Imperator resplandece la altiva diadema
Y su mano, al alzarse,
cual la de Jove rige
Capitalina...
Pablo volvió a interrumpir:
—Yo anuncio al Dios del triunfo venidero.
Y Varo:
—¡Roma será inmortal!...
CUENTO DE AÑO NUEVO
Había una vez en un reino del país de Utopía una hermosísima princesa,
llamada Rosa de las Rosas. Tenía ese nombre porque al mirarla parecía la
encarnación humana dé la emperatriz de las flores. Su rostro era semejante a
una rosa blanca púrpura, y de ella se desprendía como una fragancia
incomparable, a punto de que cuando se paseaba por sus jardines superaba la
exhalación suya al aliento múltiple de todos lo senos florales. Había nacido un
alba de Año Nuevo, a la hora en que San Silvestre apagaba la última estrella de
diciembre y se abría la belleza del sol flamante. Y como al nacer, su padre el
rey y toda la corte sintiesen la prodigiosa fragancia y viesen la maravilla de
aquella faz, dijeron: «Ésta es la Rosa de las Rosas». Y, así fue bautizada.
Porque era el aparecer ella por sus balcones y, así se estuviese en medio de
las nieves invernales, o en las olas de fuego vivo del verano, se sentía la
llegada de la primavera; se alegraba el aire, se aromaba; lucía la luz
violenta, se sentía como si el espíritu de las florestas se despertase; las
colonias sonoras de los pájaros iniciaban sus mágicas sinfonías, y todo se
impregnaba de juventud y de gracia.
Rosa de las Rosas fue coronada reina, y no hubo fiesta igual en el
universo. Compitieron en pompas los príncipes extranjeros para lograr su mano;
llegaron muchos a solicitar la mirada de sus ojos amorosos; nadie logró que
ella le señalase como al preferido de su corazón. Y el viejo rey le dijo:
—¿A quién darás por fin la joya de tu mano, la flor de tus labios, el
diamante de tus ojos, y el rubí misterioso?
Ella contestó:
—Al cisne.
¿Al cisne?
Había en efecto, en el más lindo lago del jardín, junto a los rosales
mágicos y a los kioskos, un rey armonioso: el cisne. Era todo blanco y
argentino, y el pico lustroso de ágata sonrosada como el talón de Venus. Las
alas eran dos abanicos de alabastro y el cuello trazaba sus signos de gracia en
el aire fugaz, de manera que su influjo secreto ponía en el paraje como un
encantamiento. Era el pájaro voluptuoso el preferido de la princesa, pues ella
había leído la fábula de Leda, la otra princesa de hermosura que se abrió como
una rosa a la caricia del amante simbólico.
Y al amanecer en la dulzura de la aurora, o en las horas violetas y doradas
del crepúsculo, ella iba al estanque a dialogar de amor y de poesía con su
lírico novio. Él la amaba también, con su alma olímpica y su cuerpo que era
como un verso de seda. Y ella solía, blanca y desnuda como una perla,
entregarse a la música de halagos de aquella encarnación de un melodioso y raro
sueño. Rosa de las Rosas habría también podido ser perla de las perlas.
Así pues, el viejo rey dijo:
—¿A quién amas?
Y ella sencilla y natural, le contestó:
—Amo al cisne.
—Pues el cisne ha de ser coronado y se sentará en la silla real —afirmó el
viejo rey.
Y así fue.
Una mañana de Año Nuevo recorrieron los trompeteros de las largas trompetas
de plata, montados en caballos blancos las calles de la ciudad, anunciando el
matrimonio de la princesa con el príncipe cisne. Y la ciudad se embanderó y se
puso en fiestas, y todo fue colores y músicas y sonrisas. Y ante toda la corte
fue conducido el cisne y puesto en un cojín de púrpura de oro. Y la princesa se
sentó al lado de él, con el cetro en la mano y miraba apasionada a su rey
blanco, y los dos iban bajo los estandartes, y el viejo rey aprobaba con su
barba de nieve.
Y Rosa de las Rosas fue después al estanque del jardín y amó de amor al
príncipe encantado.
Entonces él le hablo con voz humana:
—Has querido realizar el desposorio con tu sueño, y dejando los amores del
mundo has buscado el único e infinito. Yo te doy como joya de boda la
inmortalidad. Todas las rosas que se abren sobre la tierra en las mañanas de
Año Nuevo tendrán siempre algo de ti, y tu perfume se prolongará por las primaveras
del tiempo. Desde hoy, Rosa de las Rosas eres la cisnesa y la flor, juntas la
fragancia y la armonía, los níveos hechiceros a los pétalos encantadores.
Y pues te has querido consagrar en nupcias misteriosas al divino Imposible,
sé la emperatriz de los ensueños, la reina de una Sabá maravillosa e
indestructible, pues yo soy el eterno Salomón, el emperador de la sabiduría y
de la cordura, el dominador de las poéticas esferas por medio de mis mágicos
ensalmos: soy la suma de la pura Belleza y de la Razón suprema.
LAS SIETE BASTARDAS DE APOLO
Las siete figuras aparecieron cerca de mí. Todas vestidas de bellas sedas;
sus gestos eran ritmos, y sus aspectos armoniosos encantaban.
Al hablar, su lenguaje era musical; y si hubiesen sido nueve, habría creído
seguramente que eran las musas del sagrado Olimpo. Había en ellas mucha luz y
melodía, y atraían como un imán supremo.
Yo me adelanté hacia el grupo mágico, y dije:
—Por vuestra belleza, por vuestro atractivo, ¿seréis acaso los siete
pecados capitales, o quizás los siete colores del iris, o las siete virtudes, o
las siete estrellas que forman la constelación de la Osa?
¡No! —me contestó la primera—. No somos virtudes, ni estrellas, ni colores,
ni pecados. Somos siete hijas bastardas del rey Apolo; siete princesas nacidas
en el aire, del seno misterioso de nuestra madre la Lira.
Y adelantándose me dijo además:
—Yo soy DO. Para ascender al trono de mi madre la sublime Reina, hay siete
escalones de oro purísimo. Yo estoy en el primero.
Otra me dijo:
—Mi nombre es RE. Yo estoy en el segundo escalón del trono. Mi estatura es
mayor que la de mi hermana DO. Pero la irradiación de nuestros cabellos es la
misma.
Otra me dijo:
Mi nombre es MI. Tengo un par de alas de paloma, y revuelo sobre mis
compañeros, desgranando un raudal de oro.
Otra me dijo:
Mi nombre es FA. Me deslizo entre las cuerdas de las arpas, bajo los arcos
de las violas, y hago vibrar los sonoros pechos de los bajos.
Otra me dijo:
—Mi nombre es SOL. Yo ocupo un escalón elevado en el trono de mi madre la
Lira. Tengo nombre de astro y resplandezco ciertamente entre el coro de mis
hermanas. Para abrir el secreto del trono en la puerta de plata y en la puerta
de oro, hay dos llaves misteriosas. Mi hermana FA tiene la una, yo tengo la
otra.
Otra me dijo:
—Mi nombres es LA. Penúltima del poema del Sonido. Soy despertadora de los
dormidos y titubeantes instrumentos, y la divina y aterciopelada Filomela
descansa entre mis senos.
La última estaba silenciosa; yo le dije:
¡Oh, tú, que estás colocada en el más alto de los escalones de tu madre la
Lira! Eres bella, eres buena, fascinadora: deberás tener entonces un nombre
suave como una promesa, fino como un trino, claro como un cristal.
Ella me contestó dulcemente:
SÍ.
LA ADMIRABLE OCURRENCIA DE FARRALS
«¡Oh, que gran tipo este Farrals!» Todos los que le conocen dicen eso y
Farrals oye el elogio con un cierre de ojos y una sonrisa de complacencia.
Farrals es catalán y tiene muy bravas condiciones de su raza. Sobre todo,
es intrépido para el negocio. Sólo que se pasa de bruto. Si lo fuese menos,
tendría un rollizo capital y lo guardaría con mucho cuidado. Porque son
historias eso de que se ha comido millón y medio con su difunta mujer. ¡Son
historias! Por más que él diga que eso pasó en su juventud, ¡son historias!
Los que conocen a Farrals en París saben que desde hace más de treinta años
no se dedica más que a la cotidiana caza del luis. Del luis, nada más que del
luis. Si cae algo encima, tanto mejor. ¡Y ese algo suele caer, vaya si suele
caer!. como que el excelente Farrals, que es tan bruto, encuentra siempre,
entre los hombres que busca, otro más bruto que él.
¿Qué hace Farrals? Todo. Sabe cosas de boticario y ha inventado específicos
misteriosos para lanzar los cuales ha buscado en vano un socio comanditario. Es
medio dibujante, medio fotógrafo, medio comisionista, medio librero, medio
panadero; y sobre todo, tiene un fino olfato para distinguir la «pera», como
dicen los parisienses, la pera hispanoparlante. Pues Farrals, interesado en
vagas hojas de publicidad, visita los hoteles en que se alojan ciertas gentes,
y luego hace publicar retratos y sueltos que dicen: «Ha llegado a París el
eminente chocolatero de Sinalva don Fructuoso Mier, y su bella señora.
Saludamos y deseamos grata permanencia a tan ilustres huéspedes». Y Farrals no
ha perdido su luis. Y si don Fructuoso no cae, caerá otro.
Farrals tiene un humor y ocurrencias singulares. Sucedió, pues, que hace
algún tiempo, la mujer de Farrals, que le «guisaba bien las patatas», como él
dice, y que estaba muy obesa, cayó enferma. Esto no alteró el modo de ser de
nuestro personaje, que, al preguntarle como seguía su oíslo, no hacía más que
contestar: «¡Inconvenientes, inconvenientes, inconvenientes!» ¡Mala pécora de
Farrals!
Farrals no cree en los médicos, y aunque creyera, ¿qué necesidad tiene de
ellos, sabiendo como él sabe, según he dicho, muchas cosas de boticario? Así es
que la mujer de Farrals (Dios, verdaderamente, la debe tener en gloria) tuvo
que probar todo cuanto los conocimientos de su marido le administraron:
bebedizos amargos, bebedizos dulces, bebedizos sospechosos y de todos colores.
—¿Cómo sigue su señora, Farrals?
—La tengo envuelta en ungüentos.
La señora de Farrals, según supimos después los que teníamos noticias de
sus existencia, soportó con toda resignación los brebajes y las unturas. De
obesa que era, se convirtió en un esqueleto. Y Farrals inventaba nuevos
remedios y se los aplicaba con una tranquilidad temible. ¡Pobre señora de
Farrals!
Dejamos de ver a ese hombre extraordinario por algún tiempo.
Y aun poco se le advirtió en los hoteles y casas de hospedaje, en donde él
daba constantemente caza a su luis consuetudinario.
—¿Qué será de Farrals? —nos decíamos.
Hace pocos días le divisé, más animado que nunca. Había aumentado de
vientre, su cara parecía más ancha, y andaba, sobre el asfalto del bulevar, con
más desembarazo que el acostumbrado.
¡Farrals, cuánto tiempo sin verle!
—¡Vea usted la cinta negra de mi sombrero! —me dijo—. Pero se ha perdido
—agregó—, ¡se ha perdido! ¡A usted que le gusta tanto el buen bocado! —¿Pero de
qué, Farrals, de qué me he perdido?
¡De las «cótelettes»! Hace dos días enterré a mi mujer. Fueron varios
amigos al entierro. A la salida, les invité a un «bouilloncito» que conozco,
por allí cerca. Y allí nos dieron unas «cótelettes» de chuparse los dedos. Se
ha perdido, le digo, ¡se ha perdido!
¡Demonios de Farrals!
PRIMAVERA APOLÍNEA
Una copiosa cabellera. Unos ojos de ensueño y de voluntad. Juventud, mucha
juventud: un poeta. Habla:
—Yo nací del otro lado del Océano, en la tierra de las pampas y del gran
río. Desde mi pubertad me sentí Abel; un Abel resuelto a vivir toda mi vida y
desarmar a Caín de su quijada de asno. Afligí a mis padres, puesto que muy
temprano vieron en mí el signo de la lira. Se me rodeó de guarismos en el
ambiente de transacciones, y salté la valla. De todo el himno de la patria sólo
quedó en mi espíritu, cantando, un verso: ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Y me
sentí desde luego libre por mi íntima volición.
Y conocí a un hermano mayor, a un compañero, que tendiéndome la diestra me
señaló un vasto campo para las luchas y para los clamores, me inició en el
sentimiento de la solidaridad humana, aquel joven bello y atrevido de vida
trágica y de versos fuertes. Mi bohemia se mezcló a las agitaciones proletarias,
y aún adolescente, me juzgué determinado a rojas campañas y protestas. Fraseé
cosas locamente audaces y rimé sonoras imposibilidades. Mi alma, anhelante de
ejercicios y actividades, fluctuó en su primavera sobre el suburbio. No sabía
yo bien adónde iba, sino adónde me llamaban lejanos clarines. Me imbuí en el
misterio de la naturaleza, y el destino de las muchedumbres, enigma fué para
mí, tema y obsesión. Ardí de orgullo. Consideréme en la solidaridad humana,
vibrantemente personal. Nada me fue extraño, y mi yo invadía el universo, sin
otro bagaje que el que de mi caja craneana portaba de ensueños y de ideas.
Mi espíritu era un jardín. Mis ambiciones eran libertad humana, alas
divinas. Y, como no encontraba campana mejor que la que levantaba el alma de los
desheredados, de los humildes, de los trabajadores, me fui a buscar Cristos por
los mesones de los barrios bajos y por los pesebres. Creí —aurora
irreflexiva—en la fuerza del odio, sin comprender toda la inutilidad de la
violencia. No acaricié el instrumento de mis cantos, sino que le apreté contra
mi corazón con una como furia desmedida. Comprendía que yo había nacido para
ser una vasta comunidad sedienta de justicia, buscadora de inauditas
bienaventuranzas. Mi derrotero iba siempre hacia el azul. Para todo el
comprimido río de mis ideas juveniles no hallé mejor salida que el cauce de las
sensaciones y las cataratas de las palabras. Mi rebeldía iba coronada de
flores. No tenía más compañeros que los que veía dispuestos a las luchas nobles
y los buenos combates. Yo creía ver pasar «el gran rebaño». Yo lo soñé una
noche cavernosa que evocaba apariciones de muertas humanidades, mientras
pensaba, apartado de los hombres como un cóndor solitario adormecido en la
grandeza de las peladas cumbres, con la visión desesperante de una colmena
humana miserable que recortábase en la blanca sábana de nieve como un borrón en
una página alba. Al fin, hálito cristiano me inspiró en aquella hora, y la
estrofa que otras veces abofeteara a los oídos, se retorció en un gesto de insultador.
Amé la grandilocuencia, pues sabía que los profetas hablaban en tropos a
los pueblos y los poetas y las pitonisas en enigmas a las edades. Buscaba en
veces la oscuridad. Me preocupaba a todas horas la interrogación de lo fatal.
Oía hablar al hierro. Mi primer amor no fue de rosas soñadas, sino de carne
viva. Me amacicé desde muy temprano a los golpes de la existencia. Fui a
acariciar el pecho de la miseria. Y surgió el amor. ¿Romántico? Hasta donde
dorara la pasión la más sublime de las realidades, representada en una
adolescente rosa femenina. Todo, es verdad, estaba dorado por la felicidad,
hasta la tristeza y la penuria de los que fuesen favoritos de mi lástima. Mis
ideales de venturanza humana no se aminoraron, sin embargo; más se dulcificaron
a pesar de mis impulsos y proclamas de brega, por la virtud de una alma y de
una boca de mujer. Vida, sangre y alma busco y encuentro en la mujer de mis
dilecciones. Mas no por eso olvidé el sufrimiento de los que consideraba mis
hermanos de abajo, cuyas primeras angustias fui a buscar hasta las pretéritas y
cíclicas tradiciones de la India. Mi carácter se encabritaba en veces,
¡bravo potro salvaje
que no ha sentido espuelas de jinete!
No pude nunca comprender el rebajamiento de las voluntades, las villanías y
miserias que manchan en ocasiones las más finas perlas. En ocasiones huía de la
ciudad y hallaba en la inmensidad pampeana vuelos de poemas que se confundían
con ansias íntimas. El ritmo universal se confundía con mi propio ritmo, con el
correr de mi sangre y el hacer de mis versos. De retorno a la urbe, hablaba a
las muchedumbres. Vivía cara a cara con la pobreza, pero en un ambiente de
libertad, de libertad y de amor. Con el vigor de la primera edad, con mi tesoro
de ilusiones y de ensueños, no pude evitar momentos de delirio, de desaliento,
de vacilaciones. Consagréme caballero de la rebeldía, pero sintiendo siempre
las dificultades de todo tiempo. Llegué a comprender las fatalidades de la
injusticia, y mi simpatía fue a los grandes caídos, Satán, Caín, Judas.
Encontré por fin estrecha mi tierra con ser tan ancha y larga, y vi más allá
del mar el porvenir. Solicité los éxodos y ambicioné la vida heroica. El Océano
fue una nueva revelación para mis alas mentales. El amor mismo fue animador de
mis designios de conquista. En el viejo continente proseguí en mis anhelos
libertarios. Tomé parte en luchas populares, vi el incendio, la profanación; oí
los alaridos de la Bestia policéfala y creí en el mejoramiento de la humanidad
por el sacrificio y por el escarmiento. Revivían en mi mente las antiguas
leyendas de mi tierra americana y las autóctonas divinidades de los pasados
tiempos reaparecían en mis prosas combativas y en mis estrofas amplias y
sonantes. «La historia del viejo ombú despertó el alma de las tres razas que
dormían en mí». Y el viento de Europa, el soplo árido, al mover mis largos
cabellos me infundió un nuevo y desconocido aliento.
Y luego fue como un despertar, como una nueva visión de vida. Comprendí la
inutilidad de la violencia y el rebajamiento de la democracia. Comprendí
que hay una ley fatal que rige nuestras vidas, instantáneas en la
eternidad. Supe, más que nunca, que nuestra redención del sufrir humano está
solamente en el amor. Que el pozo del existir debe ser nuestra virtud del paraíso.
Que el poema de nuestra simiente o de nuestro cerebro es un producto sagrado.
Que el misterio está en todos, y, sobre todo, en nosotros mismos y que puede
ser de sombra y de claridad. Y que el sol, la fruta y la rosa, el diamante y el
ruiseñor se tienen con amar.
Así habló el bizarro poeta de larga cabellera, en una hora harmoniosa en
que la tarde diluía sus complacencias dulces en un aire de oro. El cuarto era
modesto; el antiguo libertario revelaba sus aristocracias de artista, con el
orgullo de su talento, con su amada, condesa auténtica, y con una Juventud
llena de futuro más auténtica aún.
Y salimos al hervor de París.
GERIFALTES DE ISRAEL
En el parlor hay cuatro pequeños escritorios. Todos ellos están ocupados
desde por la mañana por cuatro pasajeros, en cuyas fases se distingue un signo
de raza: se pensaría que son extraídos de la ménagerie de Drumont.
Cerca, unos cuantos, conversamos.
—Pronuncie usted —dice un francés— en voz alta la palabra argent, y verá
cómo, en seguida, todos cuatro vuelven la cabeza.
—Parce-que l’argent... —dije en alta voz.
Todas las cuatro cabezas de los hombres que escribían se alzaron, y miraron
hacia nuestro grupo. La prueba estaba hecha. Eran cuatro cabezas llenas de
salud fuerte, de un rosado subido; aspectos de aves de rapiña, con las narices
curvas y los ojos de persecución. Esos comerciantes, esos explotadores de
presa, se veía que estaban poseídos por su demonio ancestral, y que antes que
en la sinagoga, tenían su culto en la banca, en las casas áureas de Francfort,
de Viena, de Berlin, de París, de Londres. Eran cuatro gerifaltes enviados por
los grandes aguiluchos y gavilanes de Europa a buscar caza en América.
Y cada cual, en la conversación, expresó su reflexión, o contó su anécdota,
o dijo su cuento humorístico.
—Hay uno muy conocido —dijo alguien—. Una vez, iban en un pequeño barco que
llevaba una carga de naranjas, como pasajeros un negrito y un judío. Sobrevino
una fuerte y amenazadora tempestad. Y fue preciso, después de mucho bregar con
el tiempo, aligerar la carga. El patrón echó al agua las naranjas. Luego un
banquito de madera. Luego al negrito. Luego al israelita. Y sucedió que una vez
pasada la tempestad fue pescada en la costa una gran bestia marina. Y al
abrirle el vientre, se encontró al judío, sentado en el banquito, y vendiendo
las naranjas al negro.
—A la verdad, estas gentes fueron obligadas por la necesidad a hacer que se
cumpliesen las profecías y que Israel fuese dueño del mundo, con todo y ser
abominado y perseguido. Se les miró peor que a los leprosos, se les abominó, se
les echó en todas partes, se les condenó al ghetto, a la esclavitud, y aun a la
hoguera. Se les prohibió la tierra. Ellos encontraron entonces su campo en el
dinero; fueron avaros y hábiles, y Shylock afiló su indestructible cuchillo. Y
a medida que la civilización ha ido avanzando, el poderío de esa raza
maldecida, pero activa y temible, se ha ido aumentando, a medida que ha ido en
crecimiento la rebusca del oro, la omnipotencia del capital, y la creación de
una aristocracia cosmopolita, de universal influencia, cuyos pergaminos son
cheques, y cuya supremacía ha invadido todas las alturas, halagando todos los
apetitos. He aquí la obra de los halcones de Mammón, de los gerifaltes de
Israel.
Los cuatro israelitas se habían levantado, y habían dejado, en signo de
posesión, sus cartapacios sobre las mesas de escribir. Se paseaban fumando
gruesos cigarros, hablando en voz alta, haciendo grandes gestos y ademanes, y
caminando a zancadas, con sus largos y anchos pies. Y había en ellos una
animalidad maligna y agresiva.
LAS TRES REINAS MAGAS
—Señor —dije al fraile de las barbas blancas—; vos que sabéis tantas cosas,
decidme si en algún viejo libro, o en algún empolvado centón, habéis algo que
se refiera a las mujeres de los tres Reyes Magos que fueron a adorar a Nuestro
Señor Jesucristo cuando estaba, sonrosado y risueño niño, en el pesebre de
Belén. Porque, de seguro, Gaspar, Melchor y Baltasar deben de haber tenido
sendas esposas.
Es verdad —me contestó el religioso—, no he visto nunca, en venerable
biblioteca o vetusto archivo, nada que se refiera al objeto de tu pregunta. Es
casi seguro que hayan tenido, no solamente una esposa, sino muchas esposas,
pues eran paganos, o idólatras, o adoradores de dioses que, como
representaciones del Maligno, aprobaban la poligamia. Mas nada sé sobre el
particular, y no he leído jamás texto que con tal asunto tenga relación.
Consulté a otros sabios y estudiosos y me convencí de que nada podría
averiguar al respecto. Mas vi que iba por el camino de la Vida —muy al
principio— un joven de larga cabellera y ojos en que se reflejaba el misterio
del cielo y de la tierra —un poeta—, y recordé que los poetas suelen saber más
cosas que los sabios.
—Abandona —me dijo el creador de armoniosos sueños— el cuidado de esas
vagas erudiciones y escucha el cuento de otras tres Reinas Magas, que han de
estar, por cierto, más cerca de tu corazón.
—Mi alma se llama Crista. En un pesebre nació para ser coronada reina de
martirio. Ella es hija de una virgen y un obrero, y la noche de su nacimiento
danzaron y cantaron alrededor del pesebre cien pastores y pastoras. Una
estrella apareció sobre el techo del pesebre de mi alma; y, a la luz de esa
estrella, llegaron a visitar a la recién nacida tres Reinas Magas.
Venían de países muy lejanos. La primera sobre una asna blanca, toda
caparazonada de plata y perlas. La segunda sobre un unicornio. La tercera sobre
un pavo real.
La recién nacida recibió sus homenajes. La primera le ofreció incienso. La
segunda oro, la tercera mirra.
Hablaron las tres:
—Yo soy la reina de Jerusalén.
Yo soy la reina de Ecbatana.
Yo soy la reina de Amatunte.
Reina de martirio, pues has de padecer mañana la cruel crucifixión, he aquí
el incienso.
—Reina de martirio, pues has de padecer mañana la cruel coronación, he aquí
el oro.
Reina de martirio, pues has de padecer mañana la transfixión, he aquí la
mirra.
Y el alma infanta contestó con una voz suave:
—¡Yo te saludo, reina de la Pureza!
—¡Yo te saludo, reina de la Gloria!
—¡Yo te saludo, reina del Amor!
Vosotras tres me traéis los más inapreciables regalos, de manera que
entreveo, para mientras llega la hora de la fatalidad, tres paraísos que
escoger.
En el primero, forma la nube aromada y sacra del incienso un inmenso dombo,
a través del cual se vislumbra el amor de los astros y las sonrisas
arcangélicas. Allí imperan las Virtudes, ceñidas las blancas frentes de una luz
paradisíaca. Los Tronos y las Dominaciones hacen percibir el brillo de sus
incomparables magnificencias. Un místico son de salterios dice la paz poderosa
del Padre, la sacrosanta magia del Hijo y el misterio sublime del Espíritu. Los
lirios de divina nieve son las flores que en hechiceras vías lácteas cultivan y
recogen las Vírgenes y los Bienaventurados.
En el segundo, el Oro forma un maravilloso palacio constelado de diamantes
de triunfo; arcadas vastas se desenvuelven en una polvareda de sol. Allí pasan
los grandes, los fuertes, ceñidas las cabezas de laureles de oro.
Allí crecen los antiguos laureles, y de las gigantescas columnas cuelgan
coronas de roble y de laurel. Los más que hombres se complacen en visiones
augustas sobre horizontes inmensos. Revuelan familiares las águilas. Y sobre
los pavimentos de incomparables pórfidos y ágatas, se desperezan en una
imperial calma de leones. Suena de tanto en tanto un trueno de trompetas, y el
viento sonoro hace ondear ilustres oriflamas y banderas de púrpura.
En el tercero, la mirra perfuma un suave ambiente en la más preciosa de las
islas floridas. Es bajo un cielo azul y luminoso que baña de oro dulce
glorietas encantadas y mágicos kioscos. Las rosas imperan en lo jardines
custodiadas de pavones, y los cisnes en los estanques especulares y en las
fuentes. Si oís una música lejana, es de flautas, liras y cítaras, en lo
secreto de los boscajes, de donde brotan también ruidos de besos, y ayes y
risas.
Es el imperio de la mujer; es el país en donde la prodigiosa carne
femenina, al mostrarse en su pagana y natural desnudez, tiñe de rosa los
enternecedores crepúsculos. Pasan bajo el palio celeste bandadas de tórtolas, y
tras las arboledas vense cruzar formas blancas perseguidas por seres velludos
de pies hendidos.
Pues has de sufrir, pues estás condenada inoxorablemente, reina de martirio
—dijo la reina de Jerusalén—, ¿no es cierto que en el momento de tu ascensión
preferirás el celeste paraíso del incienso?
Y el alma:
¡Ay!, en verdad que la parte más pura de mi ser tiende a tan mística
mansión. Existe un diamante que se llama Fe, una perla que se llama Esperanza y
un encendido rubí de amor que se llama Caridad. Tiemblo delante de la
omnipotencia del Padre, me atrae la excelsitud del Hijo y me enciende la llama
del Espíritu; más...
Ya sé —interrumpió la reina de Ecbatana—; por cierto que en el instante de
tu ascensión preferirás el paraíso del oro...
Y el alma:
—¡Ay! en verdad que me domina el deseo de la riqueza, del dominante
porvenir, de la fuerza. Nada hay más bello que imperar, y los mantos purpúreos,
o de armiño, y los cetros y la supremacía, son absolutamente atrayentes. Os
juro
que el grande Alejandro me hace pensar en Júpiter y que el son soberano de
las tropas pone un heroico temblor en una parte de mi ser, pero...
La reina de Jerusalén suspiraba. La reina de Ecbatana sonreía. La reina de
Amatunte dijo:
—Crueles penas has de padecer; tu crucifixión será dolorosa y terrible;
sufrirás las espinas, la hiel y el vinagre...
Y el alma infanta interrumpió a la reina:
—¡Yo seré contigo, Señora, en el paraíso de la mirra!...
¡A POBLÁ!...
El hombre, fatigado, descuidado, con una indumentaria lamentable, está delante
de mí. Se aflige, se exalta, maldice su suerte. Yo lo he conocido en Europa.
Vivía la vida precaria de los intelectuales pobres y medianos. Hacía, mal que
bien, su periodismo. Esperaba su turno para colocar un artículo sin
pretensiones o unos versos honestos en ilustraciones populares de homeopáticos
emolumentos. Pero, en fin, vivía, más o menos a dieta, con su familia, porque
el infeliz se había casado. Luego, le había dado por las ideas de renovación
social, y por hablar mal de los prohombres de la prensa y del congreso... ¡Un
desastre! Y un buen día, a fuerza de leer que Buenos Aires es una Jauja, en
donde las calles están empedradas con libras esterlinas, y que la gente se
hacía millonaria dando conferencias, y que se necesitaban europeos para poblar
—¡gobernar es poblar!—, nuestro sujeto dejó a su mujer y a sus hijos y se lanzó
a lo desconocido prometedor, sin más bagaje que su disposición para hacer
artículos sin pretensiones y versos honestos. Y así desembarcó un día en la
gran urbe argentina, inmigrante intelectual, como él decía. Traía algunas vagas
recomendaciones, y ellas le hicieron pensar en «l’assiette au beurre», en el
empleo público; pero se encontró con que en todas las reparticiones le estaban
cerradas las puertas.
—Y ahora quiero volverme a Europa. Llevo ya un año de luchas. No he podido
hacer nada. En los diarios no se me acepta de ninguna manera y ésa era mi
principal esperanza. ¡Con decirle que estaba mejor allá!
—Señor —le dijo—, ¿conoce usted el caso del marqués de Apezteguía? El marqués
de Apezteguía era un gran señor español que fué a Cuba en tiempos de la
dominación peninsular, hace largos años. Era poseedor de una gran fortuna y
procuraba el bien y el mejoramiento de la isla bella a donde fuera a establecer
su residencia. Por aquel tiempo se empezaba a escribir mucho sobre asuntos de
inmigración. Se decía que para el progreso de la agricultura y de la riqueza
cubana en general, lo primero que había que hacer era poblar. Y sobre la
necesidad de poblar se escribían sendos editoriales y artículos de colaboración
en todos los periódicos habaneros. La propaganda fué firme, y se insistió de
manera que el marqués de Apezteguía se contagió del entusiasmo general, y, con
sus propios medios de fortuna, hizo llegar de España un buen número de familias
andaluzas; pues entonces todo era lo mismo y no se habían probado las
excelencias de la inmigración vasca, asturiana, gallega, etcétera. Llegaron a
La Habana las referidas familias, y el marqués para alojarlas, hizo poner
carpas, a lo largo de la costa, frente al espléndido y agitado mar de las
Antillas.
Los primeros días pasaron en el descanso del viaje. El noble señor hizo
distribuir vituallas, y ellas se consumían, regadas por animadores vinillos de
la patria. Las guitarras se hacían oír, y el viento marino llevaba en sus
soplos ecos de peteneras, de soleares, de malagueñas, y de todo el repertorio
de la tierra asoleada y vibrante de Andalucía. Y aquello era alegría perenne y
juerga continua. Pasados algunos días, el marqués se dijo que ya habían
descansado y se habían divertido lo suficiente sus bulliciosos colonos. Así es
que se dirigió a una de las carpas, para hablar con uno de los que hacían
cabeza en el grupo inmigrante.
—Fulano —le dijo—, me parece que ya es tiempo de que vayan ustedes a hacerse
cargo de sus tareas. Tengo dispuesta ya la partida de todos para el campo. A
trabajar, pues, a trabajar.
—¿A qué? —dijo asombrado el andaluz—. Pues nosotros no vamos, porque no
hemos venido para eso.
—¿Y a qué entonces, hombre de Dios?
—¡Pues a poblá!
No dice la historia lo que resolvería el marqués con aquellas buenas gentes
que habían ido simplemente a poblar. Más la moraleja del sucedido está clara.
Usted, mi excelente señor, ha creído que a la Argentina se viene «a poblá»... Y
el caso es que lo que se necesita y se desea son hombres que vengan, no
solamente a poblar, sino a trabajar. Y a trabajar no en el sentido intelectual,
que ya ha producido en la gran capital su considerable proletariado, sino a
trabajar las tierras, a hacer producir a la pampa alfalfa y trigo. Jauja
existe, pero allá adentro, y hay que contar con el esfuerzo constante, y como
en todas las cosas, sobre todo, con la buena suerte. Sí, ya sé que usted me
señalará casos de artistas, de escritores, de periodistas y aun de algún poeta,
que se han sacado el gordo, que han hallado terreno propicio en esta pródiga
república; pero éstas son excepciones y han contado o con talentos singulares o
bien con apoyos valiosos que les han abierto el camino del bienestar y aun de
la relativa fortuna. Y ésos han tenido y tienen que laborar con toda su
voluntad y sus potencias, pues la competencia se impone y hay que estar siempre
alerta y despierto sobre los laureles conquistados y el puesto conseguido. Las
profesiones liberales... Recuerdo que, cuando yo era secretario de un caballero
que dirigía una repartición en Buenos Aires, llegaban abogados y doctores en
letras —¡inmigración intelectual!— a solicitar, muy bien recomendados, aunque
fuese un simple empleo de cartero... De éstos ha habido que no han creído
absolutamente preciso quedarse en la capital para aumentar la población, poder
ir a los teatros y diversiones y ejercer la esgrima financiera. Se han ido a
las provincias, a la campaña, han laborado con actividad, echando a un lado
diplomas y títulos; se han hecho de arados y sembradoras, y Jauja ha venido a
su encuentro... Después han cumplido con el deseo de los andaluces del marqués
de Apezteguía, se han dedicado a poblar... A fabricar argentinos para mañana,
argentinos que harán nuevos pueblos y nuevas ciudades. Fíjese usted cómo se
creyó por largo tiempo que los judíos —a pesar de lo que dicen ciertos pasajes
del Talmud— eran incapaces de cultivar la tierra y dedicarse al pastoreo; y
gracias al barón Hirsch, se ha demostrado lo contrario en las colonias que ha
revelado con tan admirable pluma el talento de Alberto Gerchunoff. ¿Por qué no
se va usted a probar fortuna, a hacer lo que han hecho los judíos? ¿Por qué no
se hace usted colonizar por el señor Blasco Ibáñez, ese ilustre almogávar que enseña
con el ejemplo la energía y que pospone las letras a más prácticas empresas?...
Usted debe tener aspiraciones, puesto que abandonó el nacional cocido y siguió
la senda de los conquistadores... Usted ha oído hablar o ha conocido a los
bravos indianos que después de venir en tercera clase y de pasar, como dice
usted mismo, las de Caín, han vuelto a su tierra, llenos de millones, y han
regalado hospitales, o escuelas, a sus pueblos. Y aunque sean vistos de una
manera especial, tienen consigo la bella leyenda del hombre que salió pobre de
su terruño y volvió rico de las ciudades fabulosas del otro lado del mar... ¿No
le tienta a usted llegar a ser un indiano, y cambiar por pingües acciones y
títulos las prosas sin pretensiones y los honestos versos? Yo le aseguro que si
Dios no me hubiera llevado por otras vías, y si no fuese ya un poco tarde para
empezar... ¿Ha visto usted los últimos versos de Eduardo Talero? Eduardo Talero
es un gentil poeta lleno de cordura. ¿Usted cree que no los hay? Los hay, sí
señor. Talero dejó los bullicios y las agitaciones de esta gran capital, que va
para muy más allá que todas las Babilonias, y se dedicó a la sana y tranquila
existencia rural. ¿Quiere usted oír bellas cosas? Oiga:
...Al bullicio y las pompas renuncié desde entonces
en busca de esta vida, sin fanfarrias ni bronces,
que llevo en el desierto, donde ya demagogo no soy,
ni por patrañas jurídicas abogo.
Mi corazón ¡el pobre! averiado del mundo
buscó en este remanso de silencio profundo
ritmo que modelara la escoria de mis ruinas
en los arcos triunfales de estas bellas colinas;
o al menos, en la curva de una tumba rural
que es ¿por qué no decirlo? postrer arco triunfal.
Aquí soy de mis perros y caballos bienquisto
y, aunque huyo de los hombres, me allego a Jesucristo
por este humilde trato con sedientas espinas
y con la cruz joyante de las noches fueguinas.
Aquí, por obra y gracia de la melancolía,
me admite en su reinado de luz la fantasía,
y en las hialinas torres del cielo patagón,
miro los signos que hace nuestro azul pabellón;
en los barbechos grises labro mi pan y vino,
o filtro de los vientos el jugo cristalino
para que el sentimiento sus élitros eleve
hasta las soledades piadosas de la nieve...
Y la hermosura lirica continúa siendo al propio tiempo lección y ejemplo de
verdadera sabiduría. Dígame usted, señor, si no es tentador ir a formar el
hogar como ese poeta, como ese filósofo, que es al mismo tiempo un comprendedor
de la vida, ir a formar el hogar en recónditos parajes, en donde la naturaleza
es la colaboradora del trabajo, en la producción del bienestar, de la
comodidad, de la riqueza. Pero para ello hay que tener voluntad y decisión y
olvidar un poco y aun mucho la tinta de la imprenta, los halagos de la ciudad,
las orillas del Río de la Plata en donde no caben las carpas andaluzas del
marqués de Apezteguía... Y así, o se vuelve usted a su tierra vieja, a seguir
con las consabidas prosas y los consabidos versos, o se mete, con alma y
corazón, tierra adentro, convencido de que ha venido a trabajar, y no «a
pobló»...
EL CUENTO DE MARTÍN GUERRE
—¿Es un cuento? —preguntó la señora de Pérez Sedano.
—Una historia —contestó el viejo M. Poirier—. Una historia que parece
inverosímil. ¿Cómo es posible que una mujer, por muchos años de ausencia que hayan
pasado, pueda confundir a su marido con otro hombre?
Pérez Sedano, recién casado, feliz, sano y jovial, miró a su mujer.
—¡Imposible! —exclamó ésta poniendo a su vez en él una mirada significativa.
—Yo no conozco el caso —dijo una señorita de la tertulia.
—Pues lo voy a referir una vez más —agregó Mr. Poirier—, tal como lo leí
cuando era estudiante de derecho, en el trabajo de Jean de Coras, titulado «De
l’arrêt mémorable du parlament de Toulouse, contenant une histoire
predigieuse». Os aseguro que es interesante como una novela. Allá por el año de
1539, se casaron, muy jóvenes y bien enamorados, los llamados Martín Guerre y
Bertrande de Rols, en Artigat, diócesis de Rieux, en Gascogne. Vivieron diez
años dichosos —fijaos bien, ¡diez años!— y de pronto desapareció el marido, sin
que se supiese qué rumbo había tomado. A los ocho años se presentó en el lugar
un hombre completamente igual a él, el mismo tamaño, las mismas facciones, «las
mismas señas particulares»: una cicatriz en la frente, un defecto dental, una
mancha en la oreja izquierda, etc. Gran alegría para la mujer abandonada, que
le acoge en sus brazos y en su tálamo, y todo fue a maravilla. Pero pasados
tres años se supo que este marido de pega se llamaba Arnoult du Thil, alias
Pansette, que había sabido embaucar a toda la gente y principalmente a la
esposa de Martín Guerre. El cual se presentó a reclamar sus derechos, y de ahí
el proceso. De veinticinco a treinta testigos, nueve o diez aseguran que el
impostor es Martín Guerre, siete u ocho que es Du Thil, y el resto, vacila. Dos
testigos afirman que un soldado de Rochefort, no hace mucho tiempo, al pasar
por Artigat, asombrado de ver a Du Thil pasar por Martín Guerre, dijo bien alto
que era un engañador, pues Martín Guerre, estaba en Flandes, con una pierna de
palo, por haber sido mutilado por una bala delante de St. Quentin en la jornada
de St. Laurens. Pero casi todos declaran que el acusado, cuando llegó a
Artigat, saludaba por su nombre a todos los que encontraba, sin haberlos visto
ni conocido nunca. Y a los que decían no conocerle, les recordaba: «¿No te
acuerdas cuando estábamos en tal lugar, hace diez, quince o veinte años, que
hacíamos tal cosa, en presencia de Fulano, o hablamos tal otra?» Y aun, la
primera noche, dijo a su pretendida mujer: «Vete a buscar mis calzas blancas,
forradas de seda blanca, que dejé en tal cofre cuando partí». Allí estaban las
calzas.
»La corte estaba en perplejidad grande, pero el bueno y poderoso Dios,
mostrando que quiere siempre asistir a la justicia y para que un tan prodigioso
hecho no quedase oculto y sin castigo, hizo que como por un milagro apareciese
el verdadero Martín Guerre, el cual, llegado de las Españas con una pierna de
palo, como un año antes había sido Consignado por el soldado, presentó queja de
la impostura. Los comisarios le pidieron en secreto alguna cosa más oculta de
aquellas que ni uno ni otro había sido interrogado. Una vez que hubo declarado,
se hizo venir al prisionero a quien se le hace el mismo interrogatorio.
Respondió del mismo modo que el otro, lo que asombró a la compañía e hizo creer
que Du Thil sabía algo de magia. «Había, en verdad, gran razón de pensar dice,
en sus curiosas anotaciones sobre este proceso, Jean de Coras, hombre desde
luego profundamente instruido— había gran razón de pensar que éste, prevenido,
tuviese algún espíritu familiar. No hay que dudar de que entre las prodigiosas
y abominables tiranías que Satán, desde la creación del mundo, ha cruelmente
ejercido contra los hombres para enlazarlos y atraerlos a su reino, no haya
tenido un gran almacén de magia, abierto tienda a tal mercadería, y dado de
ella a infinitos hombres tan largamente que se haya hecho reverenciar de muchos
con grande maravilla, persuadiéndoles de que todo es factible por medio de la
virtud mágica».
»Los comisarios hicieron venir a Bertrande, la cual, de pronto, después de
haber puesto los ojos en el recién llegado, desolada y trémula como la hoja
agitada por el viento, con el rostro bañado en lágrimas, corrió a abrazarle,
pidiéndole perdón de la falta que, por imprudencia y llevada de seducciones,
imposturas y cautelas de Du Thil había cometido y acusó a las hermanas de
Martín, sobre todo, que habían demasiado facilmente creído y asegurado que el
prisionero era su hermano.
»El recién venido, habiendo llorado al encontrarse con sus hermanos, a
pesar de los llantos y gemidos extremos de Bertrande, no mostró un solo signo
de dolor o tristeza, y, al contrario, una austera y huraña continencia. Y sin
dignarse mirarla, díjole: «Dejad aparte esos lloros de los cuales ni puedo ni
debo conmoverme, y no os excuséis con mis hermanas, pues ni padre, ni madre,
hermanos y hermanas deben conocer a su hijo, o hermano como la esposa debe
conocer al marido, y nadie tiene más culpa que vos». Sobre lo cual los comisarios
intentaron acusar a Bertrande; pero, en este primer encuentro, no pudieron
nunca ablandar el corazón de Martín, ni quitarle su austeridad.
»El impostor Du Thil, una vez descubierto, sufrió la siguiente sentencia:
«La corte... ha condenado a Du Thil a hacer confesión honorable ante la iglesia
de Artigat; y allí, de rodillas y en camisa, cabeza y pies desnudos, con la
cuerda al cuello y teniendo en sus manos una antorcha de cera ardiente, pedir
perdón a Dios, al rey y a la justicia, a los dichos Martín Guerre y Bertrande.
Y esto hecho, será Du Thil entregado en manos del ejecutor de la alta justicia,
que le hará hacer las vueltas por las calles y lugares acostumbrados del dicho
lugar de Artigat; y, la cuerda al cuello, lo llevará ante la casa de Martín Guerre,
para allí, en una horca, ser colgado y estrangulado, y después quemado su
cuerpo... Pronunciado el 12° día de septiembre de 1560».
»EI condenado, llevado de la consejería al lugar de Artigat, fue oído por
el juez de Rieux, delante el cual confesó largamente su culpa. Sin embargo,
declaró que lo que le había dado la primera ocasión al proyectar su empresa,
había sido que siete u ocho años antes, a su vuelta del campo de Picardía,
algunos lo tomaban por Martín Guerre, del cual habían sido íntimos amigos y
familiares, y considerando que así podrían equivocarse muchos otros, se le
ocurrió inquirir e informarse, lo más cautamente que pudiera, de la profesión
de Martín, de su mujer, de sus parientes, de lo que él solía decir y hacer
antes de irse; negando siempre, sin embargo, ser nigromante, ni haber usado
encantos, encantamientos o alguna especie de magia. Por lo demás, confesó haber
sido fort mauvais garnement de todas maneras. Estando para subir a la horca,
pidió perdón a Martín y a Bertrande, con grandes muestras de arrepentimiento y
detestación de su hecho, pidiendo a gritos a Dios misericordia por su hijo
Jesucristo. Y fue ejecutado, colgado su cuerpo y después quemado.
—¡Interesantísimo! —exclamaron todos.
—iY pensar —dijo con cierto retintín la ácida Mme. Poirier— que tal vez
habría congeniado mejor con el otro!
—Por lo que toca a mi mujercita —concluyó Pérez Sedano— creo que, por mucho
que hiciera el impostor, jamás me confundiría con otro...
Y la señora de Pérez Sedano aprobó riendo lo que decía su marido; pero se
puso toda ruborosa como una rosa...
LA PLUMA AZUL
I
Los niños son como las mujeres, caprichosos en sus gustos, y piden las más
veces sin razón de pedir, por el simple placer de ejercer imperio, o de
burlarse de la prentendida fuerza de los hombres.
¿Para qué quería Cupido aquella pluma entre sus alas?
El mismo no lo sabía; pero la pidió y la obtuvo, que dioses y hombres son
débiles ante los niños y las mujeres.
¡Funesto don!
Hasta entonces todo el poder de Cupido residía en su aljaba; pero el terrible
poder se había neutralizado poniendo al diocesito travieso una venda en sus
ojos, para que no pudiese dirigir acertadamente el mortal tiro de sus saetas.
Sin pensarlo nadie, y por eso sería bueno no dar gusto a niños y mujeres,
sin pensarlo nadie resultó: que la pluma concedida a Cupido, fue como quitarle
la venda de sus ojos; quiero decir, que el terrible poder de sus saetas pasó
todo entero a su pluma y nadie podía mirarla, sin quedar herido del corazón.
La mágica virtud trajo por consecuencia la más completa anarquía en el
Olimpo. Todas las miradas eran atraídas irresistiblemente hacia la fatal pluma,
e instantáneamente los dioses y diosas, atacados por algo desconocido, iban los
unos hacia los otros en tropel y confusión, engendrando desorden absoluto y
convirtiendo en campo de Agramonte la mansión de los inmortales.
II
¿Qué hacen en tal situación?
Sucede en los cielos lo mismo que en la tierra: del seno mismo de la
anarquía surge de pronto una mano poderosa que enfrena la tempestad social; es
decir, los mismos elementos de desorden ya cansados se dejan vencer, y Júpiter
aprovechando este momento propicio lanzó el trueno y llamó a consejo.
Como en todos los Congresos del mundo, se disparató también mucho en el
Olimpo sobre la situación, y cada cual de los dioses bien hallados con sus
males, no proponían remedios sino de contrario efecto.
Júpiter frunció el ceño, lanzó de nuevo el trueno y todos enmudecieron; y a
una señal suya Vulcano, ejecutor de sus órdenes, se apoderó de Cupido, quien
fue llevado a la presencia de Júpiter y escuchó estas palabras:
—Por cuanto el fatal don que os dado tiene en perpetuo desasosiego a mi
corte, y el escándalo no tiene punto de reposo, os retiramos la gracia
concedida— y Vulcano arrancó del niño alado la pluma azul.
Lloró el mimado diocesito a lágrima tendida y la corte soberana se
consternó sobre manera tomándose en sombría la alegre morada de los dioses;
pero se mantuvo el secreto divino.
III
Después el finísimo bellón de la hermosa pluma azul fue desmenuzado y arrojado
a un río llamado «Río Rosa» o «Río de las Rosas», no estoy cierto, por la misma
mano de Venus; y como llorase la diosa la pérdida del mágico encanto, le dijo
Júpiter:
—Consuélate: la Rosa que lleve el nombre de ese río tendrá en sus ojos el
irresistible encanto de la pluma azul.
Desde entonces Río y Rosa o Rosa y Río, de cualquier manera se convienen
estos dos nombres en una mujer. El encanto de esa mujer es irresistible.
¡Ay del que la mire!
¡MISERIA!
Entre los gestos duros y bárbaros, entre las rudas frases de los soldados
romanos –máscaras de ira o de ferocidad, en el cuadro trágico–, y las caras
angulosas de los fariseos; delante de Poncio Pilato, Cristo, Rey nuestro, con
la augusta mansedumbre del sagrado martirio, está de pie, los brazos caídos y
atados, la frente sudorosa, la mirada ya en el cielo, ya en la tierra... La
barba rubia, cae sobre la túnica, se estremece por instantes, en un vago
temblor. Y en los labios silenciosos parece que fuese a florecer la más dulce y
la más triste de todas las sonrisas.
No lejos, desde un hogar donde todo puede mirarlo, la mujer de Poncio mira
con grandes ojos abiertos, la escena. Ella ha tenido la noche anterior malos
sueños. En las horribles apreturas de la pesadilla, ha contemplado cielos
sangrientos, signos de malos astros, amenazas siderales, cometas mensajeros de
siniestros augurios.
Entretanto, la flaca alma de Poncio vaga en el recuerdo del pasado, vuela
al porvenir, flota en la sombra, por no detenerse en la hora presente.
No quiere condenar al justo... quiere condenarlo...; la compasión... el
puesto público...; la furia del populacho en contra.. ¡Oh, pobre Poncio! ¡Quién
te hubiese dejado por siempre en tus campiñas de Lyon, en la lejana tierra
maternal!
De pronto se alza sobre su silla de juez, y entregando a un ministro suyo
una hoja escrita, alzó la mano para acallar los rumores que de un lado a otro
del recinto iban y venían sordamente...
Con clara voz leyóse:
Nos, Poncius Pilatus, judex, Jherusalem sun potentísimo Imperatore Tiberio
Cesare, nobis sedente pro tribunali per zelum justitiae et sinagogoe populis
Judeorum, proesentatus est nobis Jhesus Nazarenus qui temeraria assertione
filium Dei se dixit, licet (de) paupercula muliere natus sit, el Regem Judeorum
se proedicat, templum Salomonis destruere se jactat, popolum a mosaica lege
probatísima revocat, et omnibus vivis etprobatis, eum nin crucis patibulo
suspendum fore una cum duobus latronibus condemnamus Ite tenete eum...
Al renovar la última palabra brotaron de todas las bocas gritos de aprobación,
Cristo, el Señor, fue conducido de la casa del juez.
Mas cuando el humano y divino mártir hubo desaparecido, Pilatos, espantado,
sintió tronar sobre su cabeza, semejante al grito de una desconocida tempestad,
esta pavorosa palabra ¡Miseria!
¿Quién pudo pronunciarla?
No fue la mujer, porque luego que Poncio fue en busca de ella, la encontró
allá lejos, con la cabeza entre las manos, llena de miedo, ¡pálida como una
muerta!
HISTORIA VERÍDICA DE CENICIENTA, CINDERELLA Y CENDRILLÓN
Una señorita muy chiquita y muy bonita, me pregunta si Cenicienta,
Cinderella y Cendrillón, son nombres de una sola persona, como ella lo tiene
entendido.
Yo le contesto que sí, pero inmediatamente siento que me tiran de la oreja
dos invisibles dedos, que reconozco ser los dedos de una hada.
Quiero decir que me he equivocado; pues esos mismos dedos me tiran de la
misma manera cuando comparo con Venus a una señora dé dudosa hermosura, o
cuando le digo al poeta Chose y al profesor Machín: «Sois un par de ilustres
liróforos!». Reconozco, pues, mi equivocación y pido al hada amiga que me saque
de mi ignorancia.
Ella lo hace con la buena voluntad que acostumbra conmigo, y de la
siguiente manera:
Las tres me dice fueron tres personas distintas; como que lucía Cinderella
los cabellos del más dulce oro, Cendrillón era de cabellera castaña, y
Cenicienta parecía que tuviese sobre su cabeza el casco de ébano de la noche.
Cendrillón nació en una aldea de Francia; Cinderella en Stradfort -on- Avon, y
Cenicienta en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.
Cinderella sabía hilar mejor que las otras dos; Cendrillón, cantar mejor que
las otras dos y Cenicienta danzar mejor que las otras dos.
A todas tres sucedió la aventura del zapatito; pero Cenicienta calzaba un
número menos que las otras dos.
Además, el zapatito de Cinderella era de cristal, el de Cendrillón era de
oro, y el de Cenicienta de plata.
Cinderella gustaba el color azul, Cendrillón del color amarillo, y
Cenicienta del color rojo.
Cendrillón tenía un mirlo que decía: ¡Oui! Cinderella un galgo que ladraba:
¡All right! Cenicienta un papagayo que gritaba ¡Olé!
Sus costumbres eran diferentes. Cuando se hubieron casado con sendos reyes,
la una se comía todas las mañanas siete hojas de rosas, la otra pinchaba al
medio día las costillas de sus viejas damas de honor, y la última, por la
noche, sola en su jardín de encantos hacía elegantes y graciosas reverencias a
sus pavos reales.
Antes de casarse, cuando todas tres fregaban los platos y barrían la
cocina, humilladas por sus hermanas feas, no creáis que no hayan temido morir.
Todas las noches anteriores a aquella en que el hada buena se les
presentara al mismo tiempo en figura de una pobre viejecita, cuando las
hermanas se iban de baile, ellas conversaban de amor por la ventana con sus
enamorados.
El de Cinderella era un poeta, el de Cendrillón un pintor y el de
Cenicienta un músico. Cada cual dio alguna prueba de afecto a su adorador.
Cinderella sacó su mano blanca para que se la besase; Cendrillón le envió un
beso con la punta de sus dedos; Cenicienta le dio un rizo de cabellos.
Mas después de que fueron por obra del hechizo al baile real, y soñaron con
la corona de oro las tres cabecitas de lindas cocineras, cuando llegaron a la
reja sus sendos amadores, Cinderella le dijo al suyo: ¡Shoking! Cendrillón le
dijo al suyo: ¡Zut! Cenicienta le dijo al suyo: ¡Ca! Y fueron reinas como
sabéis, y los tres pobres artistas quedaron desconsolados.
Más el hada que supo tiempo después la crueldad de las tres niñas de pies
diminutos, consoló a los tres buenos artistas del modo siguiente: al poeta
enamorado de Cinderella le dijo: «escribe un bello poema». Y he aquí que del
bello poema que escribió, brotó por obra de poderosa magia, una princesa rubia
más linda que Cinderella, vestida de azul, calzada con primorosos chapines de
cristal y enamorada de la poesía.
Al pintor enamorado de Cendrillón le dijo: «pinta un bello cuadro», y he
aquí del bello cuadro que pintó brotó, por obra de poderosa magia una princesa
castaña, más hermosa que Cendrillón vestida de amarillo, calzada con preciosos
broquetines de oro, y enamorada de la pintura. Al músico enamorado de
Cenicienta le dijo: «toca un son armonioso», y he aquí que al armonioso son
apareció sonriente y danzante, una princesita de cabellos negros, con
inverosímiles zapatitos de plata y enamorada de la música.
Y los tres artistas fueron muy felices con sus princesas y tuvieron muchos
hijos.
Entre tanto, el hada justiciera, va a castigar a las crueles niñas
cocineras que se casaron con los reyes. Y acontece que el rey Arturo le dice
una mañana a la reina Cinderella:
«Encuentro verdaderamente insoportable que comáis todas las mañanas siete
hojas de rosas». Y el rey Enrique a la reina Cendrillón: «Me parece de un gusto
atroz que pinchéis todos los medios días las costillas de vuestras viejas damas
de honor».
Y el rey Carlos a la reina Cenicienta: «No creo muy espiritual que paséis
la noche en vuestro jardín de encantos haciendo reverencia a los pavos reales».
Cinderella se desmayó de rabia; Cendrillón gritó de ira; Cenicienta bailó de
cólera.
Al día siguiente exclamó el rey Arturo delante de su consorte: «¡Cuán
bellos son los cabellos negros!» Y el rey Carlos delante de la suya: «Adoro los
cabellos rubios»: y el rey Enrique delante de la suya: «Me muero por los
cabellos castaños!».
Cinderella encontró al brillar el nuevo sol sus vestidos todos rojos;
Cendrillón los suyos todos azules, y Cenicienta los suyos todos amarillos. Y al
levantarse del lecho, notaron que sus tres reyes respectivos lanzaban un grito
de horror, pues los pies de las reinas habían crecido de tal guisa que hubieran
podido calzar una bota de marinero yankee.
El hada ríe a carcajadas. El mirlo dice ¡Oui!
El galgo ladra ¡All right! Y el papagayo grita ¡Olé!
LA KLEPSIDRA
La extracción de la idea
El Sol y el aire y la lengua callada de las cosas, dicen al buen minero: es
un buen día.
El trabajador, ágil y desnudo, siente cantar su sangre, y correr por su
médula un impulso de labor. Como si un invisible aceite lustral le hubiese
puesto en los miembros fuerza y ligereza, se juzga listo se juzga listo para
todas las luchas, y capaz de llegar con su pico al corazón de la tierra.
La boca del pozo le llama: el hondo pozo cerebral le invita al descanso. El
buen trabajador se asoma, y, en el fondo, ve brillar las piedras preciosas.
La Naturaleza, como una maternal nodriza, va a darle la mano, a ayudarle a
bajar, a la entrada de la mina... Y él desciende en el hoyo sombrío. A poco se
oye, con un son armónico, cómo está hiriendo la roca el pico metálico.
Cuando el minero sale de su tarea, la luz del cielo ilumina sobre el haz de
la tierra un tesoro nuevo. Son los diamantes, el oro, los rubíes, las
calcedonias, las esmeraldas, las gemas variadas y ricas que ha extraído el buen
trabajador.
Feliz, descansa de la fatiga, mientras la vieja Nodriza le sonríe,
misteriosa.
II
¿Está el sol acaso enfermo? Tiene sobre los ojos un velo oscuro. El aire
sale bruscamente, y va húmedo, cual si saliese de un baño de hielo. Todas las
cosas dicen al buen trabajador: es un mal día.
El minero siente en su cuerpo un morboso escalofrío; sus brazos no pueden
alzar el pico de labor. Creería que al dar un paso va a caer. El ambiente le
hace daño: sus miradas se fatigan queriendo horadar la bruma.
El pozo, negro y mudo, parece serle hostil. El buen trabajador se asoma y
mira oscuridad tan solo; abajo en lo profundo, cree escuchar la voz de un
funesto grillo.
Pero hay que descender; y, sin ayuda, débil, sin voluntad, desciende en el
hoyo de sombra.
Se oye apenas un sordo golpe de pico, de cuando en cuando. En los
intervalos de silencio, rechina el grillo de la mina.
Al llegar la noche, sale, como una hormiga por el borde de un vaso, el
minero. Viene con las manos y los pies destrozados. No ha podido extraer nada.
No podrá mañana esperar el paso de los mercaderes. Agotado, casi
desfalleciente, a la entrada del pozo, se refugia en el sueño.
Entonces, cuando está dormido, viene la vieja Nodriza, con una linterna
sorda, en silencio.
Le ilumina el rostro, y le contempla, misteriosa.
EL AMIGO AZAROFF
Tengo un amigo que se llama Azaroff: Es estudiante; vivía en un cuartillo
estrecho y barato del barrio. ¿Es nihilista? No lo sé. Lo sospecho. Lo conocí
en una conferencia de Mecislas Galberg, una noche, en el café Voltaire. Es un
hermoso gigante rubio, de frente pensadora, ojos dulces, brazos fuertes, largos
cabellos. Escribe sobre filosofía y sobre poesía y hace versos en su idioma. Es
silencioso; mas en horas de amistad y de expansión mental se desborda en un
francés puro —le conoce admirablemente— y ese esclavo, ese bárbaro, parece un
ardiente latino. ¡Cuántas noches hemos hablado de altas cosas, de nobles
asuntos, recorriendo las orillas del moroso Sena! Ha sido amigo de Gorki y me
ha contado curiosas anécdotas de la vida de ese sincero y grande escritor. ¿He
dicho yo que Azaroff es muy pobre? Con un escasísimo puñado de rublos que
recibe mensualmente de un pariente moscovita, logra todavía «proteger» a dos
compañeros. Uno de ellos es una joven que estudia medicina y que es de una
belleza soberbia e imponente. Ahora, sabed bien esto que parece extraordinario
a mi sangre meridional y a mi idea de la existencia: Azaroff no tiene el menor
interés sensual ni sentimental con esa cuerda y admirable amiga. Ella no le
ama; él no la ama. Se quieren y se cuidan como dos camaradas buenos. Ella le
hace el menage, le surce la ropa; le pega el botón que le hace falta; le va a
buscar las patatas fritas, le calienta el samovar. Él le lleva flores y libros
usados de los quais. Leen juntos sus novelitas y sus poetas; van al concierto
el domingo; una que otra vez al teatro. Después se separan con un cordial
apretón de manos Y él es para mí maravilloso así; y ella es honrada, como lo
pueden asegurar sus vestidos más que humildes y sus zapatos gastados. ¡Con ese
par de ojos, con esa tez de rosa fresca, con ese cuerpo y en este París.
Esta mañana vino Azaroff a verme, muy temprano. Su visita era visita de
despedida. «Me voy, me dijo, me voy en el tren de esta noche». Blandía un
diario. Tenía en los ojos, suaves y azules, relámpagos. Jamás le ví así.
Recorría la habitación movido por sus nervios en tempestad. Comprendí lo que
pasaba en su espíritu. «Las noticias de su tierra... no es así, mi querido
amigo?».
—«Sí— me contestó con una voz que yo no le conocía—. ¡Sí, por fin despierta
Rusia, por fin despierta de un profundo sueño de siglos!».
Las noticias: el pueblo por primera vez alzando su voz de protesta; el Zar
ignorante y como acorralado en su palacio titubeando entre la oleada de afuera
y la opresión de adentro; la sangre sobre la nieve en plena capital
autocrática; las tropas peleando y lanceando a la muchedumbre; un pope que
lleva la voz de los que protestan y a su lado la simpatía de toda la tierra; el
comienzo de una tragedia que será la repetición histórica de la gran tragedia
francesa de la Revolución; así el paisano ruso no está a la altura del paisano
de Francia, ni la monarquía del autócrata de San Petersburgo está en iguales
condiciones que la elegante y culta monarquía que tenía por flor suprema el
libro llamado María Antonieta, el evangelismo tolstoiano de Yasnaía Poliana
transformándose en la acción violenta y la represalia, el «padrecito»
convertido en verdugo de su pueblo.
—«El padrecito convertido en verdugo de su pueblo, quizá malgrelui» —dije a
Azaroff.
—«Sacha, el padre de este «padrecito», fue despedazado por la dinamita» —me
contestó. —El fenómeno que hoy presencia la humanidad es el de la
transformación de la protesta individual o de asociación, en protesta colectiva
y unánime, en el grito general del pueblo ruso. Se ha cazado en las calles y
sobre el Neva helado a las pobres gentes, como a patos. No sabe lo que hace el
Gobierno, no sabe lo que ha hecho. Las célebres palabras: C’ est une emeute?
—No, sire, c’ est une revolution! tiene ahora una explicación justa. Se ha
despertado a esa enorme Nación, en verdad, de su sueño de siglos. Es cierto que
en el fondo de las estepas, hay una pasividad casi de piedra y que se ignora
todo; mas el Mujick mismo oirá estos clamores, y la sangre tiene una elocuencia
irresistible. Son los trabajadores los que se levantan y son los intelectuales;
y hay los creyentes y hay los que no creen. Os aseguro: en el ejército mismo
hay una buena parte que está con nosotros.
Ha habido soldados, ha habido cosacos que han arrojado sus fusiles para no
tirar contra sus infelices hermanos. Hay quienes opinan que es menos peligrosa
para la Corona rusa la acción colectiva que la acción individual, yo digo que
una no quita otra, y que no impide la obra revolucionaria el gesto anárquico y
vengador de un Sasonoff. Hay quienes también censuran la oportunidad del
movimiento, y dicen que no es de quienes buscan el bien de la patria el
levantarse, cuando el extranjero enemigo está venciendo al ejército nacional
allá en Manchuria... A Manchuria deban haber ido a disparar sus rifles los
asesinos de obreros, de mujeres y de viejos y de niños; a Manchuria debían
haber ido a mostrarse valientes, y no contra los trabajadores desarmados que no
han ido sino a pedir justicia; que no han solicitado más que ver al emperador,
el cual ha evitado la entrevista por mal aconsejado o por miedoso, a pesar de
la tranquila actitud popular y de las advertencias del bravo pope Gapom.
Azaroff fumaba, y sus palabras, indignadas, salian envueltas en humo.
—Ya veréis —continuó— cómo renace en un momento la energía de los
indomables de antaño. Se dice que el Gobierno sabrá reprimir el movimiento. Sin
embargo, el explosivo va, como el grisú, por lo subterráneo. Se agitará el
pueblo en Varsovia, en Riga, en todas partes; los Centros revolucionarios que
trabajan en el extranjero activan su labor. No será extraño, y será casi
seguro, que los atentados aislados del nililismo empiecen de nuevo. ¡Ah, pobre
gigante ruso! Por un lado, se hace destrozar por los hábiles japoneses, que ellos
sí, a pesar de ser el Mikado descendiente de dioses y a pesar de haber sido
hasta ayer un pueblo bárbaro, tienen Constitución, tienen leyes que reglamentan
el trabajo, tienen libertad de la Prensa, y por otro, se hace fusilar por los
seides de la más absurda tiranía en pleno siglo XX!
¡Y esa riqueza, y eso robo, y ese peculado de arriba ante la miseria y los
sufrimientos de abajo, y esa ignorancia y ese fanatismo, provechoso a quien no
solamente es el Monarca absoluto, sino también el Papa, el jefe espiritual y
sacrocesáreo de tantos millones de hombres! Y esos grandes duques, borrachos,
que vienen a hacer escándalo a casa de Maxim, a los hoteles de la Riviera; esos
aventureros haraganes, que desde que nacen tiene millonadas de rublos, honores,
consideraciones, respetos... ¿Cuántos de esos Vladimiros y Cirilos andan a la
cabeza de las tropas allí donde los infelices soldados están muriendo, sin
saber casi por qué y a los que no se les da más consuelo que iconos y
bendiciones? La sangre derramada en la guerra y la de los obreros se juntan
para la conciencia rusa, que no ve más que una causa: la secular oligarquía,
que había de desaparecer al empuje de la Revolución rusa. Por más que murmuren
los incrédulos, ya se verá en todo el mundo el resplandor que brotará de la
ardiente hoguera de la Revolución rusa... Yo me voy; otros compañeros, se van.
Vamos exponiendo la vida; pero hay que cumplir con el deber. Aquí, en París, en
otras partes de Europa, en los Estados Unidos, tenemos focos organizados, que
alentarán de diferentes guisas el impulso. No ha de pasar mucho tiempo sin que
grandes acontecimientos revelen a la Humanidad que el pueblo ruso no es un
pueblo muerto. Allá serán capaces de matar a unos cuantos directores; matarán a
Gorki, por ejemplo; pero hay muchos jacobinos que le reemplazarán. La protesta
activa se hará también notar en otras partes, sobre todo en donde la población
del Zar abunda, en donde somos los rusos de ideas libres vigilados y
perseguidos... Y luego, repito que en el pueblo de allá no hay tanta ignorancia
de lo que pasa. Los proverbios son, como sabéis, la sabiduría de las naciones.
Y los proverbios nuestros dicen: «La Rusia es grande y el Zar es ancho». «Si el
Zar nos da un huevo, nos toma una gallina». «La corona del Zar no le libra del
dolor de cabeza». «Cuando el Zar muere, ni un mujick quisiera cambiarse por
él». «Una lágrima del Zar cuesta al país muchos pañuelos».
«Un Zar bien gordo no pesa más en las espaldas de la muerte que un mujick
flaco». «La mano del Zar no tiene más que cinco dedos, como las otras». «El Zar
mismo no puede apagar con un soplo el sol»,
—¡Adiós! —me dijo Azaroff. —¡Quién sabe si volveremos a vernos! —¡Adiós,
Azaroff, amigo mío, puesto que vas a tu tierra a trabajar por la libertad de tu
pueblo inmenso!
Luego he visto a su amiga, la hermosa estudianta. Le hablé del compañero
que partía, y vi en su rostro admirable, en el gesto de sus frescos labios, en
lo hondo de sus brillantes ojos, más orgullo que pesar.
—¿Qué, no hay amor? —le pregunté.
—¡Sobre el amor —me dijo— está la libertad!
CHERUBÍN A BORDO
...Tenemos a Cherubín a bordo, un Cherubín de sangre ardiente, un Cherubín
hispanoamericano... Y hace algunas horas, después de tan alegres días de
travesía, Cherubín ha cambiado, está de un humor melancólico y agrio. Cherubín
está triste, ¿qué tendrá Cherubín?... Es un muchacho fuerte, hecho a los
sports; ha sido criado en el temor de Dios, en su casa primero; y luego ha
cultivado mucho, como he indicado antes, los ejercicios físicos en un colegio
inglés... De modo que Cherubín, todavía con sus quince años desarrollados,
todavía no... ¡Sí, perfectamente! No es el personaje renovado por M. de
Groisset; pero con toda, a su manera, y a causa de su raza solar, y de su
precocidad y de su crecimiento piensa en la realización de más de un sueño
amoroso... Y aunque a causa de las malicias del siglo, él sabe ya más de un
secreto comunicado por el compañero del colegio, por el primo, por la prima,
aun se colorea de rubores ante una bella, y a pesar de su despejo de jovencito
bien educado, contesta si la dama le habla, o muy despacio, o muy
precipitadamente. Y ahora, esta joven que viene en el barco...
...Vienen en el barco varias jóvenes, pero hay una criolla, de ojos tan
negros, tan brillantes y tan perversos... Es una mejicana. Cherubín tiene un
pequeño álbum, lleno de recuerdos, de confidencias de amiguitos y amiguitas.
Una de ellas le ha escrito en una página: «¡Qué delicioso es amar en medio del
mar!...» Y Cherubín pone en práctica la exclamación epifonémica... El mar, en
verdad, es propicio a los amores... Se diría que su influencia nos anima y
alienta... No se trata, naturalmente, de los que se marean... El mar se diría
que da vigores nuevos e invita al aumento de la especie... La ciencia está por
ello: el mar es nuestro medio primitivo... He allí explicado el mito de la
Anadiómena. El doctor Quintón está en lo justo. Y la thalassoterapia es una
realidad. Los pueblos ictiófagos... Sí, decidamente, razón tuvo la niña que
escribiera en él álbum de Cherubín la observación de que el amor es
singularmente delicioso con la connivencia de la maternal Thetis... Y por eso
el adolescente ha estado tan encendido en animación, galante durante todo el
viaje. Pero he aquí que Cherubín está triste; y la culpa es de la criolla de
los negros y perversos ojos...
...Yo le he dicho a la criolla: —No haga usted sufrir a un corazón de
quince años... Es verdad que el flirt es una institución social, un sacramento
de salón que no imprime carácter....; más eso no autoriza a los juegos
peligrosos con la adolescencia; diré más, con la niñez... ¿No se inquieta usted
si ve en manos de un niño una caja de fósforos, un revólver cargado? Pues lo
que usted pone, no en sus manos, sino en su imaginación, es algo peor y más
explosivo... Entiendo que usted cumple con su obligación de Eva, o de
Lilith...; pero Adán no tuvo niñez, ni adolescencia, como que no tuvo ni pudo
tener ombligo... Sus ojos de usted son reveladores de lavas ocultas, lo sé; y
su espíritu y su instinto de gato no se fijan en si el ratón está demasiado
tierno... Con todo, ¡tenga usted cuidado! Está fabricando un Don Juan, casi
seguramente... Los Cherubines que sufren hoy son los Donjuanes que hacen sufrir
mañana... Lo que usted hace lo pagarán mil y tres... Usted ha dado esperanzas y
ha hecho palpar realidades a ese pobre gosses...; y luego coquetea usted con
todo el mundo, con el capitán, con el comisario, con ese joven rubio...; no lo
niegue, porque he visto a usted escribir una cartita y luego dársela, una
cartita llena de su letra a la moda, de su letra chic, un poco picuda, larga y
muy sagrado corazón... Y Cherubín se ha dado cuenta de todo y no comprende el
juego de usted...; y Cherubín está triste, lo cual a los quince años es una
catástrofe...
Y como yo hiciese una pausa en mi conminatorio discurso, la criolla
aprovechó para decirme, después de refrescar y aromar el instante con una gran
risa: «¡Venga usted! Ya verá cómo yo arreglo todo...». Y me llevó a un extremo
del vapor, donde el adolescente estaba contemplativo, de cara al horizonte.
Y sin decir una palabra más, bruscamente, cogió la cara del muchacho, como
se coge la de un bebé y le dio un beso, otro beso, otro beso, ¡con una alegría!
Manera de arreglarlo todo... Pero más alegría era la de Cherubín, que estaba
todo colorado, como si por la cara le saliese la aurora.
MENAGERIE
...Este pasajero distinguido que tiene un aspecto de pariente del finado
rey Leopoldo, y que es noble, pongámosle marqués, me ha dicho: «Si le fuera
agradable, ¿quiere usted ver mis animales?». Satisfecho me conduce al
sobrepuente, donde me presenta los habitantes de su pequeña arca de Noé. Es tan
poco usual el ver sobre las olas tanta alimaña, tanto pintoresco pájaro de
Dios...
El primero entre estas bestias, un tigre egipcio, especie de gran gato
medio taimado, medio dandy, que se contonea en su andar flexible, que cuando le
quiere acariciar a través de la jaula, tira un zarpazo y muestra la ancha boca
roja, los dientes agresivos, que se diría rumía un mal pensamiento, o medita el
asesinato, considerado como una de las bellas artes... Hay un tapir, con sus
ojos pequeños, su frente fugaz y lisa, su belfo de modestas pretensiones
elefantinas; oye ruidos de aguas y no sabe dónde, mira azorado con inquietud;
es manso, deja su bosque paraguayo para ir a saber lo que es la nieve en chalet
de cassé de su propietario... Están los monos de varias especies, un tití, como
usara dormir en «manchón» triste y como enfermo; otro monito vivaz que simula
una risa con una carita de anciano en miniatura; otro a modo de cinocéfalo con
aire de malas intenciones; otro, de regular tamaño, faz de rentista o
magistrado, a menos que no sea de viejo lobo de mar... Blanca, gallarda, una
llama digna de conducir a una princesa de los incas, se deja acariciar y como
que cuenta, con doctoras miradas el suplicio de la inmovilidad entre las tablas
de su prisión, sobre este suelo de madera y hierro que se va moviendo. En sus
jaulas también los lebreles, otros perros más, todos tan nerviosos al ver al
patrón, tan amigos del hombre, tan servibles... Y la garza está más allá, una
garza de blancura lunar, como nevada, como de seda y azúcar, sobre sus zancos
largos y el cuello en clave de sol; y enseguida una nutria, y unos pájaros
negros con pintas blancas y otros pájaros más, carpinteros, teruteros, otros más
chicos, de bosque y de pampa, ¡qué sé yo! El marqués me muestra todo eso con
amables complacencia; se refiere a sus animales con cariño: al tigre, a la
llama, a la nutria, a los perros, los monos y a los pájaros les habla como a
personas; se diría un discípulo de San Francisco, de San Antonio, del señor
Clemente Onelli... Del tigre, o mejor dicho, del jaguar, me dice con ternura:
«Le he de hacer comer en mi mano... No quiero que me siga como un perro, no
tanto, pero le he de domesticar en absoluto. Y encuentro bello el contemplar,
en pleno océano, los animales del bosque».
Fui a conversar, después, con mi inseparable amigo Marcos Aurelio, y su
filosofía, me fue más grata que nunca. Cuán bello es el encontrar un consuelo
moral en la palabra eficaz de estos admirables antiguos. Tienen la boca sabia,
la expresión propia y el consuelo inmediato. Enseñan con su vida el arte del
vivir. Después de estar en compañía del pensador, fui a la popa del barco y mi
mirada se extendió entre el cielo y el mar; y comprendí que el pensamiento
humano es la más eficaz expresión de la divinidad, que existe sobre la faz de
la tierra.
EL IDEAL DE MLLE. HENRIETTE
Au revoir, mademoiselle Henriette, au revoir!
Yo oí bien: la señora la despidió así en el muelle... Aquella señora
robusta, parlanchina, que llevaba un collar de perlas, posiblemente verdaderas,
y un sombrero imposible, como aquellos tacones que le echaban su fuerte
humanidad para adelante y la hacían andar en la punta de los pies, y con
movimientos de pato... Yo oí bien: «Au revoir, mademoiselle Henriette...»
Y aquí en la lista de pasajeros, me encuentro con que mademoiselle
Henriette se llama Mme. de... Y a la verdad, el aspecto, la manera de mirar,
antes bien, seria, grave, más que de una señorita, a pesar de la juventud, son
de una señora...
Va sola, en camarote de lujo... No se habla con nadie. Come en una mesita
solitaria. El tipo es de criolla. Morocha, cabellos negros y espesos, ojos
ardorosos, con grandes ojeras; cuerpo firme, rico en realidades; criolla o
argelina, pensé yo... Luego resultó que no comprendía una palabra de español...
Las familias hispanoamericanas que van a bordo, la miran con cierta
prevención... Aunque ella no se muestra sino como un modelo de recato, algo de
sospecha... Ninguna dama ni damita la busca; se pasea sin mirar a nadie y en su
silla de cubierta se tiende a contemplar el mar, o a leer alguna novela
francesa.
Había puesto el libro abierto sobre las rodillas... Tenía un aire
melancólico... Estábamos solos, en un extremo del barco, adonde yo había ido a
dejar vagar la mirada por el horizonte.
De pronto, sin poderme contener, dije como distraídamente:
Mademoiselle Henriette...
Sorprendida, me miró con una expresión de recelo...
Monsieur...
—Perdóneme —le dije— Sé que cometo una indiscreción; pero la curiosidad
humana primero, y sobre todo, la curiosidad literaria. ... Yo bien sé que en la
tarjeta puesta en la puerta de su camarote y en la lista de pasajeros aparece
usted con el nombre de Mme. de...; pero al mismo tiempo no puedo olvidar que
una señora que llegó a despedir a usted a bordo la llamó Mademoiselle
Henriette... Ante un misterio el instinto del periodista o del escritor...
Usted comprende... Luego, la belleza, extraña de usted, la distinción... Así,
pues, madame o mademoiselle...
—Mademoiselle me interrumpió sonriendo
Al poco tiempo nuestra amistad se había afirmado. La conversación de la
joven me había interesado; no se trataba de una mujer común, más bien de una
joven que hubiera recibido una educación cuidada, y una instrución notable. Su
voz era suave, entre sedosa y cristalina, y en sus labios muy encarnados, sin
recurso del lápiz, aparecía, cuando hablaba, una sonrisa sentimental...
Padeció un poco de mareo y tuvo que guardar cama. La atendí lo mejor que
pude; le hice llevar a tiempo su tila, su champaña helado, su Apolinaris... Sin
interés, sin más interés que una cierta simpatía por esa ave sin compañero, con
todos los medios para la consecución de la alegría, y, sin embargo, reveladora
siempre de una íntima tristeza.
El sol iba descendiendo al horizonte, tras un grupo fantástico de colosales
leones de oro, que se alzaba sobre una montaña azulada. En el mar blando iba
tranquilo y casi sin movimiento perceptible el vapor. La iniciada amistad había
llegado al capítulo de las confidencias... Verdaderas o no. ¿qué me importaba?
¿y qué propósito había de tener en engañarme, en narrarme cosas inventadas, en
hacerme creer patrañas, esa pobre mujercita? Yo le creí todo completamente; no
dudé un instante de su sinceridad, y, en los pasajes conmovedores según mi
consuetudinario sentimentalismo, sentí que se me humedecían los ojos, con la
bienhechora y sedante irritación de las lágrimas... ¡Incurable modo de ser!...
Cuestión de nervios...
Había nacido en una provincia francesa. Hija de industriales ricos, ellos
se esmeraron en educarla convenientemente. Desde niña fue muy aficionada al
sport. Ahora mismo, en Europa, ella manejaba sus automóviles... En su casa se
hacían, desde su adolescencia gentil, sueños dorados, un matrimonio «muy bien»,
un marido de prestigio y de fortuna, si no con título... Pero sin saber cómo ni
cuándo, impensadamente, apareció el anuncio de la ruina; llegó la ruina...
Todos los negocios se vinieron abajo y con ellos todos los castillos en
España... o en el aire... Nos quedamos en la miseria... Papá murió de pena...
Mamá lo siguió poco después... Yo quedé sin apoyo ninguno... Es decir, sí, me
quedó un protector, un amigo de papá, que acabó de costear mi educación, que
luego... Lo que tenía que suceder, a pesar de la diferencia de edad, se enamoró
de mí... Me llevó a su casa, me vistió como una princesa... Se desvivió por
complacerme en todos mis deseos y caprichos, y luego, hablando con claridad,
fatalmente, necesariamente, fue lo que tenía que ser: fui su querida...
—¿Pero usted ha amado ya?... Quiere usted a su amante, que desde luego veo
que es un hombre generoso...
—No, no he amado..., ni creo que pueda ya amar... Y, sin embargo, ¡estoy
tan joven aún! En cuanto a él, es un excelente hombre que no puede ser mejor,
por carácter, por distinción, por corrección... Pero.... ¿cómo explicarle?...
Para mí yo necesito otra cosa..., un amante que haga locuras de amor, que me
ame como yo creo que se debe amar... Y eso, estoy convencida, no lo hacen sino
los que son muy jóvenes, o los que son muy viejos. ¿Comprende?... Y él no es
suficientemente joven, ni suficientemente viejo. Y él lo sabe... Me deja en
absoluta libertad viajar, distraerme, porque comprende que de otro modo sería
todo imposible... No hay mutua condición de amor... Yo veo en él algo como mi
padre; él ve en mí algo como una hija suya... Y tiene el talento y el buen
gusto de no querer imponerme a la fatalidad y de no ser celoso...
Se quedó en silencio, mirando largamente el mar.
—Pero, en fin, usted es joven, está en lo más florido y fragante de sus
años, sin que sea una chiquilla inexperta... Algún ideal debe de tener... No ha
de pasar la vida en solitarios y pocos gratos viajes, aunque, permítame usted
que lo crea, dada la libertad de su espíritu, dando alguna vez, cuando le viene
en voluntad, satisfacción a su capricho...
—¿Si tengo un ideal? Ya lo creo que lo tengo. Escuche usted: mi ideal es,
si ya no amor, que veo imposible y destruido antes de que pudiera nacer, por el
tiempo y lo fatal de la vida, logarar un cariño, un afecto, y apartarme del
bullicio de las ciudades, e irme al campo, a cuidar de mis flores, mis
gallinas, mis pavos, mis patos, hecha una fermiére en una existencia pacífica,
en espera de la vejez... Y sobre todo tengo el horror —me dijo, y transformó su
cara en un gesto de espanto—, el horror de que llegue a morir en la soledad, en
el abandono, sin que haya quien me cierre los ojos... ¡Oh, qué horrible!
En su faz cuando calló, se advertía una palidez de marfil dorado en donde
se reflejaba el perlado rosa del crepúsculo... ¡Sugestiva dama! Burguesa, ¿pero
cuánta nobleza en el rostro, en el ademán!; y cuánta elegancia, maneras de
gente «nacida» y el timbre de la voz y lo nocturnamente luminoso de sus ojos
negros... En algún momento mi pegaso, si gustáis, llegó a piafar... Y mi
fantasía... Una alma como ésa, ayuna de afectos, viviendo sin el incomparable
consuelo vital de otra alma hermana.... Y la cultura que se reconocía en toda
su persona, su deseo de sanas realizaciones, la cordura de su modo de pensar, que
se diría de una mujer hecha para la familia, para el «home, sweet homo»...
Indudablemente pasan cosas en la vida, injusticias de la suerte... ¿Por qué esa
pobre joven no podría realizar su ansiado ideal?... Y para cambiar de
conversación:
—¿Dónde va usted a desembarcar, señorita?...
—En el primer puerto, en Lisboa... De alli tomaré el Sur-Expreso para
París, y luego iré a Burdeos...
Durante todo el resto de la travesía, nadie tuvo que decir nada del
comportamiento de la francesa, la cual continuaba siempre muy seria, muy chic y
muy distinguida. Solamente uno que otro pasajero solia dirigirme alguna broma
respecto a mis atenciones y asiduidad con la dama bella de los ojos oscuros...
Llegamos por fin a Lisboa. Después de las visitas de sanidad y de
alfandega, los pasajeros, sustituidas sus gorras por los sombreros y listos
para ir a tierra, aguardábamos la llegada de los vaporcitos que debían
conducirnos. Mlle. Henriette apareció, hecha un grabado de modas, y cerca de
sus baúles y valijas, finos y flamantes, como si acabasen de salir del almacén.
En uno de los vaporcitos, que rodearon la escalera del barco venían como
hasta cuatro muchachas y una vieja flaca, vestidas modestamente y que parecían
familia de trabajadores acomodados. Todas comenzaron, al ver a la francesa, a
saludar con los pañuelos, con las manos, con las cabezas y a hablar a un tiempo
en una jubilosa algarabía... Mlle. Henriette se olvidó por completo de las
personas a bordo y comenzó también muy contenta y risueña, a saludar a las
recién llegadas.
—¡0h, menina! —gritaba la vieja.
¡0h, menina, lindo passeio! —gritaban las muchachas.
¿E meu pae? —clamó en el mejor idioma de Lusitania, la encantadora
francesa.
—Ficó a casa, Gracinda —contestó la mamá...
¿Conque Gracinda?... Ni Mme de Henriette, la del ideal... Y luego, ¡hasta
había sido portuguesal...
¿Pero, qué necesidad de mentir tendrán todas estas mujeres?...
EL FAUNIDA
En una estación del Metropolitano, o del metro, como aquí se rebana. Un
hombre en cuya cara se encuentran rasgos de un famoso retrato de Carriere, pero
que revela una tranquilidad y una pasividad especialmente burocráticas, ve
pasar gentes y gentes, oye el ruido de los subterráneos trenes, cuenta paquetes
de cartones, apunta números en celepines, acaricia lápices y perforadores. No
le perturba ninguna inquietud. Llega a las horas fijas de su empleo y se retira
cuando han cesado sus funciones. Tiene asegurados los huevos al plato y la
coteleta, gracias a la administración. Fuera de su ropa diaria, tiene la menos
modesta dominical y de los días excepcionales. ¿Es casado? ¿Es soltero? No me
ha interesado el averiguarlo. De todas maneras, debe portarse correctamente y
cumplir con sus obligaciones. Creerá en los beneficios de la república, tendrá
su mira puesta en un ascenso y obtendrá quizás pronto las palmas académicas.
Todos los años, en una fecha fija, sabe que es obligación suya reunirse en un
café de barrio, con unos cuantos hombres y mujeres que dicen discursos y versos
a la memoria de su padre, y que comen por tres o cuatro francos, en fraternal
ágape con la locuacidad de los hombres de letras. El llena su misión sin
comprender muy bien lo que se dice. Vagamente sabe que hay algo que le debe dar
orgullo y algo que le debe dar cierta vergüenza. Lo que es un hecho es que es
un buen empleado, que merece el elogio de sus superiores y que nadie tiene que
hacerle el menor reproche a su conducta.
Es un hombre relativamente feliz. Ignora las angustias del ajenjo, de la
lujuria y de la gloria. Es el faunida, es el hijo de Paul Verlaine.
HEBRAICO
Aquel día el viejo Moisés, estando solo en su tienda, todavía con el
sagrado temblor que ponía en sus nervios la visión de Dios —pues acababa de
recibir de Jehová una de tantas leyes del gran Levítico—, sintió una vocecita
extraña que le llamaba de afuera.
—Entra —respondió.
Acto continuo, saltó dentro una liebre.
La pobrecita venía cansada, echando el bofe, pues a carrera abierta había
comenzado su caminata desde las faldas del Sinaí, hasta el lugar en que residía
el legislador.
—¿Moisés?
—Servidor...
Con mucho interés, como una liebre que estuviese comprometida en asuntos
graves, comenzó:
—Señor, ha llegado a mis orejas que acabáis de promulgar la ley que declara
a ciertos animales puros y a otros impuros. Los primeros pueden ser comidos
impunemente, los segundos tienen para ellos una gracia especial, por la cual no
pueden ser trabajados para el humano estómago. Interesada en la cuestión,
espero vuestra palabra.
Y Moisés:
—No tengo inconveniente. Aarón, mi hermano, y yo hemos oído de la divina
boca la ley nueva. Sígueme.
A las puertas del templo estaba Aarón recién consagrado pontífice, bello y
soberbio como un rey del tabernáculo.
La luz hacía brillar la pompa santa, y el sacerdote ostentaba su túnica de
jacinto, su ephod de oro, jacinto y púrpura, lino y grana reteñida, y su
luciente y ceñido cinturón.
Las piedras del racional se descomponían en iris trémulos; las piedras
bíblicas, el sordio, el topacio, la verde esmeralda, el jaspe, el zafiro azul y
poético, el carbunclo, sol en miniatura, el ligurio, el ágata, la amatista, el
crisólito, el ónix y el berilo. Doce piedras, doce tribus. Y Aarón, con ese
bello traje, hacía sus sacrificios siempre. ¡Qué hermosura!
Oyó de labios de Moisés la petición de la liebre, y con una buena risa
accedió así: —Sabed —dijo— que el mandamiento del señor es:
«Los hijos de Israel deben comer estos animales: los que tienen la pezuña
hendida y rumian.
«Los que rumian y no tienen la pezuña hendida, son inmundos, no deben
comerse.
«El querogrilo es un inmundo.
«Y la liebre (aquí la liebre dió un salto). Porque también rumia y no tiene
hendida la pezuña.
«Y el puerco, por lo contrario.
«Lo que tiene aletas y escamas, así en el mar como en los ríos, se comerá.
«Esto en cuanto a los peces.
«De las aves, no se comerá ni el águila ni el grifo, ni el esmerejón. Lo
propio el milano y el buitre y el cuervo y el avestruz y la lechuza y el laro.
Nada de gavilanes. Nada de somormujos y de ibis y cisnes.
«Tampoco se comerá el onocrótalo, ni el calamón, el herodión y el caradión
y la abubilla y el murciélago.
«Todo volátil que anda sobre cuatro patas será abominable como no tenga las
piernas de atrás como el brucó, el attaco y el ofiómaco.
«Son inmundos los animales que rumian y tienen pezuña, pero no hendida; y
aquellos que tienen cuatro pies y andan sobre las manos.
«Además, la comadreja, el ratón, el cocodrilo, el camaleón, la migala y el
topo». Y al concluir pronunció un «he dicho» que dió por terminado el extracto
de la ley. La liebre meditaba.
—Señores —exclamó al cabo de un rato (¡desgraciada! sin saber que se
perdía, y con ella toda su raza)—, se ha cometido un crimen atroz. Un
israelita, un hijo de Hon, hijo de Pheleth, hijo de Rubén, ha hecho de un
hermano mío un guiso, y se lo ha comido.
Aarón y Moisés se miraron con extrañeza.
La barba blanca del gran hebreo, moviéndose de un costado a otro sobre los
pechos, demostraba una verdadera exaltación en el anciano augusto. ¡Cómo!
Alguno de las tribus que oían por él la palabra de Dios se había atrevido, en
ese propio día, a contravenir la más fresca de las leyes! ¡Cómo! ¡No valía nada
que hubiese él recibido las tablas magnas del Eterno Padre, y que hubiese
consagrado pontífice a su hermano Aarón! Ya verían, ya verían. Truenos se
habían escuchado sobre su cabeza escultórica, relámpagos le habían surcado la
frente, y ahora, ¿qué? ¡Conque un israelita!
Muy bien.
Presto, presto, se buscó al culpable. Se le encontró. Venía hasta con
restos del cuerpo del delito. Como quien dice con cazuela y todo. El cacharro
humeaba mantecoso y despidiendo un rico olor de fritanga, ni más ni menos que
como chez Brinck, en el Hotel Inglés, o donde papá Bounout. El resto de la
liebre estaba ahí.
La liebre viva miraba con sus redondos ojos espantados a los dos hermanos.
Aarón interrogaba al acusado, Moisés examinaba en tanto el guiso,
verdaderamente digno de aquel antecesor de Lúculo y de los Dumas.
El acusado se defendió como pudo. Explicó su necesidad y disculpó su
apetito, alegando ignorancia de la nueva ley.
Había que juzgarle severamente. Quizá hubiera podido ser lapidado.
Más le salvó una circunstancia, un detalle, que la liebre acusadora
contempló con horror: los dos jueces hermanos probaron el manjar cocinado por
el rubenista, y según cuenta el pergamino en que he leído esta historia,
concluyeron por chuparse los dedos y perdonar al culpable. La consabida clase
de animales fue declarada comible y sabrosa.
Pero el buen Dios, que oyó las quejas del animal acusador, se condolió de
él y le concedió un cirineo que le ayudase a sufrir su destino.
Desde
aquel día de conmiseración se da a las veces gato por liebre.***********
Anterior: CUENTOS INFANTILES Y JUVENILES
En Amazon Libros infantiles
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.