Cuento de Pedro Alfonso Morales

Amado muy bien amado

A Carlos Manuel Pravia Bustamante, extraordinario parlanchín.

Aquella tarde Nelo me llevó a su casa para contarme el cuento de su abuelo, una historia de amor increíble sucedida un invierno de octubre. El nieto al parecer había salido rayado y según decían sus vecinos, tenía más hermosas las rayas que las del abuelo tigre. Por eso dicen que Nelo era más alocado que el viejito que se las jugaba todas a pesar de su edad y sus idilios misteriosos.
Y ciertamente, la gente tenía sobrada razón en sus pensares y creencias humanas. Cuando Nelo soltaba la lengua, temblaban las vértebras de los Maribios, se alborotaba el volcán Cerro Negro y El Momotombo, lanzaba sus cochinadas en el lago como una perorata extraordinaria, quizás de mentiras, acaso de verdades que arrastraba todo lo que hallaban a su paso…
—Lo que pasa –me dice Nelo– es que la gente le adiciona a las historias otras sartas de inventos que nadie se las cree y ése no es problema mío. Para serte sincero, yo hablé con la anciana y sus palabras me dejaron aterrado por tanta imaginación de la realidad. Es más, te digo que si ella no me las hubiera dicho de frente, jamás se las hubiera creído, aunque me lo jurara con los dedos de sus patas. Fui a su casa y ahí debajo del palo donde se acurrucaba con el viejito, me contó la historia de su vida. Apenas llegué, me saludó como si en verdad fuera su nieto, porque la señora tampoco era una dunda…
—Mirá, hijito mío –me dijo la ancianita–,  sentate aquí que te voy a contar, uno por uno, los acontecimientos de tu abuelo. Atendeme con mucha atención y cerrá la bocota, no me interrumpás:
Los rumores empezaron en la bajada de Michanguelo, el señor patilludo que tenía un tocadiscos de los antiguos. Alguien no midió las consecuencias del alboroto y exageró las cosas en el pueblo de Tlillican. Las cocineras abandonaron las fritangas y el gallo pinto de la cena se quemó a fuego lento en las cazuelas. Don Guillermo Rojas, el barbero del parque dejó a Tiburcio Canales, medio pelado y con una oreja ensangrentada, pues salió corriendo sin dar aviso a nadie de la tragedia. Peluquín, el matarife del rastro municipal, quien a esa hora mataba una vaca dañina, la dejó medio muerta para rematarla después, cuando regresó del alboroto del río. Varios chavalos de la Escuela Pública de la profesora Amanda Espinoza, abandonaron las clases por la noticia a pesar de que la señora los llamaba con golosinas.
Amado era muy bien amado, vos lo sabés mi hijo –me dice la señora–  y la suerte lo perseguía para bien o para mal, nunca se sabe. Amadito, como le decía la gente por cariño era un viejo roble, seco, bajito, moreno, bandido, sesenta años bien distribuidos y aparentaba cuarenta llenos de jovialidad que a mí muy bien me los demostraba. Cuando se casó su hermana Luisa, la mayor, sorprendió a la concurrencia con sus locuras en medio de la celebración. Cuchillo en mano, los atacó sin misericordia, pues dijo que la gente llegaba a engordarse a los matrimonios y él no estaba dispuesto a cebar a nadie. Ese mismo día se hundió de cabeza en el pozo y nada le pasó en el fondo del hoyo. Después que cayó al agua se desnudó y tranquilamente se bañó a solas.
Como te decía, amorcito, la gente se aglomeró en la bajada de Michanguelo, pero no lo vieron por ningún lado de la ribera. Entonces corrieron por la casa de la Nicolasa Sevilla frente al camino que va a Zanjón de Santo Cristo, pero tampoco lo vieron pasar por ese lugar. De allí corrieron al Puente Quebrado, cerca de la cantina de doña María de Paco, y ninguno lo vio entre la corriente del río, que traía palos, ramas secas y animales muertos por las lluvias en la cordillera de los Maribios. De pronto, el malévolo de Catabufa y el flaco de Cominillo, lo vieron flotando entre los tumbos de la corriente, con la mano levantada, diciendo adiós a la concurrencia…
—¡Ahí va Amadito, rescátenlo! ¡Por favor, ayúdenlo! – decían los dos muchachos…
Y al mencionar la palabra ayúdenlo –me dice Nelo– la señora se emocionaba como si ella también quería ayudarlo  con sus buenas intenciones. Pero mejor oí lo que me dijo la señora:
—Ninguno de los curiosos, se atrevieron a rescatarlo entre la corriente que bramaba con fuerza de diabla. Apenas amarraron mecates de los troncos de los árboles de las riberas, pero Amadito ni siquiera los miró al pasar… Ya para entonces, todo el pueblo de Tlillican, miraba desde arriba en los barrancos, el espectáculo de Amadito junto al río. Allí estaba Miyula, la Juana Paula, Conola, Chamaya, Serafín, Chumbulún, el Guardia Boludo, la Lula, Tomatina, Pizarrín, el Turro, el Venado, la Ángela Panda, Chueño, el Maestro Mono, Bocho, Lino, el Chambón, el Chacho, Guarito, Carburo, Choreja, Chocoyo, Triqui, el Burro… ¡Decime vos, quién no estaba ahí si el inteligente de Cayito los anduvo llamando!
Tal vez el bandido de Gilberto Navarrete era el único que no sabía del percance de Amadito porque dormía la mona en el patio de su casa. Después del aguacero, el tal Gilberto Navarrete, se acostó en una hamaca y se durmió, tranquilamente, en su posada, como otras veces lo había hecho cuando descansaba la goma. Debajo del mango, el hombre roncaba como una olla de nacatamales y soñaba que le cortaba las sandías a Moncho, su compañero de farras y de correrías durante varios días. Y durmió y roncó hasta que Cayito no lo despertó, asustado, por el percance y la bulla a lo largo y ancho del río.
—¡A don Amadito se lo llevó el río! –dijo, Cayito, acercándosele para que le diera un trago, mientras llevaba dos encargos de tortillas y una de tamales pisques.
Cuando Gilberto Navarrete se despertó, cayó al suelo por el susto de la noticia de Amadito. Luego, Bocho, que acababa de llegar, casi detrás de Cayito, le explicó que Amadito se ahogaba en el río, llevado por las corrientes del aguacero de la tarde. El pobre Bocho que apenas podía caminar, le dijo que Amadito no se podía morir ahogado en el río sin que nadie lo ayudara.
Los dos hombres salieron de la casa, cerca de la rampa, y corrieron calle abajo, zigzagueando por las circunstancias que la emergencia impone. Pasaron por los pozos de agua potable, donde estaban los zapotales de don Felipe Prado; llegaron a la Quinta Mena Solís y bajaron hasta el tempisque en la carretera. En el puente nuevo había unas cien personas esperando a Amadito que venía en la corriente del río con las manos en alto, diciendo adiós a la muchedumbre. Efectivamente, el hombre venía tranquilo entre las aguas, sonriente, saludando a los presentes como si de una fiesta se tratara a lo largo y ancho del río.
El bandido de Gilberto Navarrete, ya en calzoncillo, se amarró con un mecate de cabuya y lo esperó en la vuelta del río, frente a la casa de don Goyo Canales, el famoso fletero de los viajes en carreta a la Segovia en el norte del país, quien se asomaba desde su casa, pidiendo cuidado en la obra.
—¡Qué Dios le ayude! –decía la gente en el alboroto, como si el viejito ya se hubiera muerto.
Amadito venía brincando, empujado por la corriente, como si montaba un caballo de palo, trotando, tranquilamente, sobre las aguas, tal marinero de los océanos, Ulises de tiempo nuevo. Cuando pasó debajo del puente, la gente en algarabía lo saludó con pañuelos blancos en señal de solidaridad y cariño, temiendo una desgracia río abajo. Amadito, respondió el saludo con tranquilidad y entusiasmo, como si ser arrastrado por una corriente fuera de lo más normal en tiempos de paz. Se le veía feliz y asustado de ver tanta gente en su camino sobre el río Tlillican.
Gilberto Navarrete ya estaba en medio del río, asustado, con miedo que el río le quitara el calzoncillo y lo dejara en pelotas, esperándolo con sus mecates para atraparlo al pasar, como si de una valija de tesoros se tratara. Cuando lo tuvo al alcance, se lanzó sobre el hombre, lo agarró de la cintura y poco a poco, lo fue sacando hasta la orilla del río. Tronaron los aplausos en el puente y a lo largo de la ribera del río. Los espectadores gritaron enloquecidos por la hazaña del rescate y algo más para la historia de Tlillican, donde un hijo salvara a otro con velado cariño y entusiasmo.
A Gilberto Navarrete lo levantaron en hombros y lo mostraban como un trofeo desnudo, digno de ser admirado por las generaciones futuras en momentos de tribulaciones. Amadito estaba sombrío, casi mudo de enojo y de frío, viendo la algarabía de los curiosos que levantaban en aire al hombre que lo había salvado de las endiabladas aguas del río Tlillican. Y en vez de darle las gracias a Gilberto Navarrete, por la hazaña, Amadito, le reclamó con enojo:
—¡Qué madre la suya! –le dijo con cierto desdén–.  ¡Qué jodido son todos ustedes! ¿Y quién le pidió a usted que me sacara de mi camino? ¿Acaso yo le pedí ayuda por alguna misericordia de Dios? ¡Qué tontería más grande la que usted ha hecho conmigo! ¡Usted la paseó conmigo y con mi suerte de hombre feliz! ¡Cómo se atrevió a quitarme de mi destino! ¡Si no le doy un pencazo es por respeto a la concurrencia, pero bien que se lo merece! ¿No sabe usted que yo doy mis paseos, cuando llueve o cuando a mí me da la regalada gana? ¡Ve qué chochada la de ustedes! ¡Ya no se puede vivir a gusto en este pueblo! ¡Ahora irán con el cuento por todo Tlillican! ¡Ya me imagino el pito y el tambor por todos lados! ¡Qué Amadito se ahogaba en el río!.. ¡Qué barbaridad!
Dicho esto, Amadito endureció su rostro, casi lloraba de arrecho, se lanzó nuevamente a la corriente, siguió rio abajo y ni adiós dijo a los presentes que se quedaron asombrados por esa actitud.
En Quezalguaque lo esperaba su amada, una tal Chona Veneranda Ruiz, que es esta vieja que te está contando la historia, tu servidora, quien lo esperaba en el río después de los aguaceros de octubre. ¡A mí me quisieron culpar!...  Que por mi culpa el hombre se podía ahogar. Y ¿qué culpa tengo yo de que a Amadito le gustara viajar a Quezalguaque a través del río?
Cuentan que el bandido de Gilberto Navarrete dio la vuelta, apenado, regresó a su casa y siguió durmiendo en su hamaca, roncando con su olla de nacatamales...
—¡Alguien debe escribir esta letra de Amadito! –soñaba Gilberto Navarrete, porque fue una buena pasada de cuentas, igual a la que le hizo a Moncho con sus matas de sandías en Posoltega…
Y Nelo me mira y me dice con cierta locura que le envuelva el rostro y su figura entera:
—¡Vos debés escribirla!
Telica, 16 de enero, 2001.

Pedro Alfonso Morales

Telica, León, Nicaragua, 13 de mayo, 1960. Poeta, narrador y músico, abogado, máster en Lengua y Literatura Hispánica, UNAN-León, y Universidad de Alcalá de Henares, UAH, España. Miembro del Foro Nicaragüense de Cultura y del Centro Nicaragüense de Escritores. Ha recibido varios premios por sus composiciones musicales y literarias: primer lugar en el XXXIX Festival de la Canción Nicaragüense (2004), por su canción Mi Güegüense; primer premio del IV concurso de los Juegos Florales Centroamericanos, Belice y Panamá (2005), con sede en León, en la rama de cuento con el libro Apuntes sobre las últimas noticias del periódico.
Obras publicadas: Cuentos: Serenito (1996); León es hoy a mí… (1999); El duende y otros cuentos (2003); Apuntes sobre las últimas noticias del periódico (2007); Poesía: Vino tinto (2005); Palestina en los ojos de una niña (2011); Incrédula goza el sueño del poeta (2012); La sal del azul del pan (2013); Libros de textos para secundaria: Curso de Lengua y Literatura, 7º, 8º, 9º, 10º, 11º, grado. 
Correo: azulcisne@ymail.com

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Cuento incluido en el libro 18 voces de la narrativa nicaragüense 


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