Cuento de Mauricio Paguaga Rivera

Mamerto Traña

En una noche de lluvias torrenciales en las laderas del cerro Musún, Mamerto Traña vino al mundo; su madre había tenido demasiado trabajo de parto, se desangró al traerlo a la vida. El pequeño montoncito de carne sanguinolenta envuelto en un pedazo de estera, lloraba inconsolable, mientras su padre Justo Traña, envolvía a su infortunada madre en un petate y en el fondo del patio de la vieja casa, Lázara Cornejo y su hijo Merlín, terminaban la fosa.
En esa fosa depositaron los restos de Esperanza Antón, invadida de agua que el cuerpo inerte partió en el fondo. Mientras esto sucedía, Justo concluía la tarea de limpiar al recién nacido en el cuarto. Dos horas más tarde, por la cuestecilla desde donde se divisa la casita de los Traña, un hachón de luz se dejaba ver. Hasta entonces, la comadrona Evangelista González llegaba para atender a la parturienta. La tardanza no era para menos, el día estaba cerrado en lluvia y por estos lares, el tránsito es obra de titanes por los caminos que se anegaban de agua y lodo. Las laderas del cerro siempre se desprendían y las sendas hacia los ranchos quedaban aterradas.
Nueve días después, Justo Traña murió reventado de tanto beber cususa en un alambique clandestino, allá por Manceras. Algunos testigos afirman que una noche lo escucharon lamentarse de dolor, pero no se alarmaron porque creyeron gemía por la muerte de su mujer. En la mañana lo encontraron encogido sobre sacos viejos, lo llevaron a un hospital cercano tardíamente, el dictamen: hipotermia.
Lo sepultaron al lado de su mujer.
El cipote seguía llorando en una desvencijada tijera.
Era el tiempo de los aguacates, a eso de mediados de agosto. El pequeño sietemesino, esmirriado, de ojos chelicosos y con un juelgo en el pecho que no cesaba, se iba despercudiendo con los cuidos de Lázara, quien se había quedado con la tutela del niño después del infortunio de sus padres.
Doña Lázara Cornejo era muy pobre, viuda por causa de la guerra que por aquí se vivió con mucha furia, tal cual las guerras civiles acostumbradas en este país. La señora estaba muy enferma y su hijo Merlín era el único vástago que le quedaba vivo. Siete hijos y su marido murieron, tres en la contrarrevolución y el resto de sus muertos en las milicias populares. En noviembre, tiempo de las naranjas, cuando retornan un instante los muertos, los miraba en sus tumbas.
Los primeros meses de nacido, Mamerto comió tortillas de maicillo y agua de masa, hasta sus dos años. A veces, la viejita conseguía para comprar un litro de leche cada jueves santo.
Le llegó la edad de ir a la escuela. Le correspondió solamente mirar desfilar a sus vecinitos con mochilas y ropas limpias, porque doña Lazara nunca ajustó para un cuadernito de papel de empaques y un grafito. El chicuelo buscó entretenimiento en los solares del vecindario, robando mangos y todo lo que podía llevarse a la boca para amainar el hambre que siempre aguijoneaba sus tripas; desde entonces se dieron cuenta que no hablaba con nadie, que era retraído. Quién sabe en qué pensaba, era tan ensimismado que la gente creía que estaba dormido. Sí, nunca fue un niño normal, siempre los demás niños –incluso, menores que él–, se miraban más creciditos y rellenitos. Mamerto nunca fue un niño normal, vivió días duros.
A los doce se quedó solo de nuevo, esta vez sintió el bofetón de la soledad. No tenía nada ni a nadie en esta vida. Con mucho pesar y con la ayuda de vecinos, él y Merlín, enterraron a aquella viejecita. Al día siguiente, un día lunes, cuando apenas amanecía, decidieron irse de aquel pueblo; tomaron sus pocas pertenencias que bien alcanzaban en una sola bolsa, pero por esas costumbres de sentirse dueños de algo, decidieron anudar un saco y cada uno se echó a la espalda sus desgracias.
Merlín cuidaba a Mamerto como a su propio hermano, comían de lo que podía encontrar, se fueron del pueblo montados en un camión de los que acarrean ganado, pasaron por lugares que ellos jamás habían conocido, a pesar de la cercanía de donde vivían: Matiguás, Muy Muy, Boaco, Managua, León, hasta llegar al puerto de Corinto. Merlín iba abstraído, viendo aquellos lugares de los que no habían escuchado. Durante todo el viaje no comieron, porque los dueños del camión que los transportaba, les impusieron la condición de no pedir comida en el trayecto. Estando en Corinto, los bajaron en un galerón solitario, donde sólo estaba un señor con una cajita de lustrar, a quien se acercaron con pena y le pidieron un poco del pan que comía. Como la necesidad la llevaban estampadas en sus rostros, el señor les pidió lo siguieran, lo que dudosos hicieron.
Cuando hubieron llegado a la casa del buen samaritano, un bajareque de palma, les sirvió un único plato con frijoles, tortillas de maíz y un vaso de leche agria. Engulleron en menos tiempo del que Carl Lewis corría los cien metros planos.
El viejo lustrador fue como el ángel de la Divina Providencia para los dos muchachos, los alojó en su casa y se dejó acompañar en sus labores como lustrador, no sin antes advertirles que no debían quedarse mucho tiempo, porque su situación económica no era buena, menos para alimentar a tres bocas.
Un sábado por la mañana, los dos muchachos estaban en el galerón entretenidos con Don Atanasio Chavarría, el lustrador, escuchándole sus anécdotas de corsario. Volaban en sueños de barcos hundidos con inmensos tesoros y guerras de piratas, cuando se acercó un señor de buen talante, limpio, perfumado, el lustrador con una venia, saludó al recién llegado. Éste era ni más ni menos, el varón del algodón Don Pedro Cotto, benefactor de tanto pobre se encontrara, tenía un corazón de ángel, con el único defecto que estaba casado con Elena Pichardo, la mujer más materialista y con el corazón más malo que se había visto en el occidente del país. Se rumoraba que había mandado a matar a toda una familia por una ínfima deuda que estos habían contraído con ella. Don Pedro era un papa Noel del trópico, con camisas guayaberas, sandalias de baquetas hechas en Masaya, un sombrero de palma, lo más ostentoso que lucía era una brazalete de oro y una cadena con el nombre de su única hija, Luz Marina. Niña regordeta, blanca, feíta, con un poquito de retardo. Las páginas de aventuras y romances eran su lectura preferida. Tenía un gran don, era quien mantenía unidos a sus padres. Alguien dijo de ella: Es un ángel caído en tierra.
Aún con ese secreto de las capacidades diferentes de su hija, Don Cotto era de costumbres campechanas; llevaba a su finca de Agua fría a cuanto desamparado encontrara, generándole pleitos con su mujer. Este día, don Atanasio le pidió que si podía ayudar a aquellos desamparados, él no lo dudó y los subió a su camioneta Fargo, de los primeros modelos que llegaron al país a través del puerto, muy bien conservada, estaba seguro que en las algodoneras siempre habría un trabajo para dos muchachos desamparados.
De esta forma fue que Mamerto y Merlín llegaron a la finca de Agua Fría, el más chico tenía doce años, cerca a cumplir los trece y el otro muchacho, mayor seis años. Aunque un poco atolondrado, era como dicen en el norte, machincito, de esos cumiches que se pasman, que se tullen, tenía cierto retraso, hablaba con algunas palabras entrecortadas y Mamerto debía muchas veces intervenir como intérprete, le sucedía esto cuando estaba emocionado por algo bueno que le acontecía.
Los dos muchachos después de pasar la inspección, casi lujuriosa de la esposa de don Cotto, fueron enviados a una galera todavía en construcción. Ahí tendrían donde dormir. Les fueron concedidas sus herramientas, que para el caso eran un machete corvo y un azadón; ellos estaban fijados a mantener las rondas del algodonal más limpias que las salas del teatro municipal.
¿Y por qué tanto recelo de la mujer de Cotto?
¡Ah! Es que según las lenguas, Cotto tenía su negocio turbio: Ayudaba a las niñas desamparadas, pero a su vez las vendía a marineros que se anclaban en el puerto, previa visita a la cama del benefactor.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraban los dos muchachos en el centro de una labranza, cuando vieron llegar a la finca una camioneta, de la que se bajaron tres personas. Acostumbrados a ver llegar muchos vehículos por aquel lugar, no prestaron mucha importancia a algo rutinario. Estaban sentados bajo la vieja enramada, bebiendo un sorbo de café cuando vieron pasar ante sus ojos, a dos bellas mujeres. Mamerto se inquietó un poco, porque la menor de las muchachas le pareció descomunalmente bella, sus ojos siguieron la silueta de aquella mujer que se perdió de vista cuando entro al caserón de la hacienda, cerrando tras de sí la puerta. Tal vez pensó que eran sobrinas del señor o de la señora, no  indagó en ese momento, pero la curiosidad no lo dejó dormir durante la siesta. Era día de pago y había mucho bullicio en los alrededores de la casona. De pronto, por la puerta de la bodega de los insecticidas, salía carraspeando la garganta el bachiller Camacho, quien se había vuelto amigo entrañable del joven Mamerto. Levantó la mirada y con un gesto lo invitó a sentarse en la mesita de la enramada. Éste ya sospechaba que al joven le llamaba la atención una de las mujeres, entonces le propuso algo que hasta ese momento, aquel mozalbete no había tomado en cuenta:
—Muchacho, debes aprender a escribir y a leer muy bien. Porque cuando uno se enamora, esas cosas las debe resolver uno mismo. Y si la valentía no te da para hablar, pues escribiendo se resuelve mucho.
Quedaron de acuerdo en verse todos los días después de las labores del campo, para  que el bachiller le enseñara al joven lecciones de lectoescritura y otros conocimientos de cultura general, para que adquiriera aptitud de conversación interesante con la joven de su elección.
Así pasó durante un año completo, hasta que una tarde a mediados de septiembre, Mamerto llegó al lugar acordado de las lecciones y no encontró al bachiller Camacho. Se enteró mediante otro peón, que se había ido por la madrugada a visitar a sus familiares en León, porque como devotos participarían en las festividades de la Virgen de Mercedes.
Armando Camacho llegó de costumbre a su casa, en las márgenes del río chiquito, con tan mala suerte que al llegar se encontró con unos ladrones, que al sentirse descubiertos la emprendieron contra él y a apuñaladas le dieron muerte. Pero la verdad no fue esa.
Al llegar a su casa, encontró a su mujer con el amante, quien lo mató. Pero Camacho, entre los estertores de la muerte, suplicó se contara la otra versión a fin de que su mujer no fuera denigrada. Mientras esto sucedía, Merlín tomaba la decisión de fugarse de la finca y robar un tractor. Salió disparado rumbo al puerto. Jamás se volvió a saber de él.
Después de algún tiempo, Mamerto se fue a bañar al amanecer a los pozos de la casona. Cuando llegó frente a la champita, donde se bañaban los varones de la finca, vio una piel blanca como las motas de algodón, apenas cubierta con una tela tan transparente, como para no cubrir el mínimo pliegue de una piel tan esplendente como aquella. Quedó petrificado, y aún más, cuando una voz delicada pero con autoridad le dijo: Siga de frente, ¿acaso nunca ha visto una mujer bañándose? El siguió hasta el baño de los hombres para asearse. Al desvestirse no lo abandonó el susto, pero también de gusto. Aquella ocasión, fue la primera vez que conocía el cuerpo de una mujer, desnudo.
Era ella, la misma muchacha de bellos ojos que lo dejó absorto una tarde, perdiendo el sueño. Se trataba de Cándida Acevedo, diecisiete años, suficientes para que sus sentidos se inquietaran y pasara por su mente tantos pensamientos. ¿Qué eran: pensamientos o emociones? No sabía. Él era un indio tosco, bruto, con la piel curtida por la intemperie, medio renco de un pie a causa de un accidente, de cuando montaba toros. Medio gordito, cabellos relamidos, émulo de batracio y vestido de overol.
De tanto que divagó el joven, que no supo cuando la mujer se acercó y lo miró sobre sus hombros. Hasta ese momento, aquellos ojos bellos no se habían dignado a verlo. Cuando él percató, sintió la gélida emoción de los púberes cuando se prendan de la maestra. Y ya nada fue normal, sintió felicidad, cosquillas en el estómago, escalofríos. La presencia de la muchacha lo había impactado mucho y conoció el amor.
Una tarde, sobre una mesa, le dejó una flor que cortó en los rosales de la hacienda, una rosa tan blanca como la candorosa piel de Cándida Acevedo.
Dos días después, se encontraron en la enramada. Cándida, sin verlo a la cara, le dijo:
—Gracias por la rosa, ¿cómo supo que las blancas son mis favoritas?
No pudo responder, la lengua se le pegó, la boca se le cerró, un frío le recorrió por la columna vertebral y sintió su cara como un mediodía de abril en occidente. Él quedó callado y ella siguió su camino con su andado contoneante, de firmes caderas y su cara siempre seria.
La Cándida Acevedo, mujer entera a sus diecisiete años, no era de esas que se dejaba amedrentar por los hombres, forjada en la fragua de los martirios de este mundo, supo enfrentarse al darse cuenta de las intenciones; las flores siguieron apareciendo en la mesa con más regularidad; fue entonces cuando un día de esos le cortó el camino hacia el comedor y le soltó esta sentencia: —Si usted me pretende, tengo que decirle que deberá pedirle permiso a mi papá, si él le concede el permiso yo espero su carta de declaración.
Sintió que el mundo se rasgaba en trozos, no tanto por la emoción de haber escuchado las palabras de Cándida sabida de sus intenciones, sino porque era la primera vez que intentaría hablarle a una mujer, o al menos escribirle.
Con lo que había aprendido de las lecciones con el bachiller Camacho, empezó a redactar una carta para el papá de Cándida. Escribía y hacía bola cada página, luego de un momento de intentar las frases más celebres que podía emborronar, logró escribir algo definitivo:
señor don faustino asebedo pido la venia para escrivirle a candida una misiva de suplica por el amor que le siento.
con todo respeto: mamerto traña homvre onrado y trabajador
Dos meses después recibió la respuesta de boca de la misma Cándida Acevedo:
—Manda decir mi papá que está usted apermisado para ser mi pretendiente –le dijo muy seria. Hasta ese momento los ojos de Cándida soslayaron una sonrisa. Mamerto no pudo articular palabra, simplemente cabeceó de manera afirmativa en buen lenguaje campesino, se sentía más cagado que el palo de un gallinero.
Así comenzó un largo noviazgo de doce años entre Mamerto Traña y Cándida Acevedo. Mientras esos años pasaron, trabajaron y ahorraron para comprarse un terrenito donde vivir. Fue gracias a la diligente Cándida que pudieron reunir el poco dinero, porque si hubiese dependido de Mamerto, no llegaban ni a los diez pesos en ahorros, porque entre tantas virtudes que tenía, definitivamente no tenía el tino para los negocios y el ahorro.
Lograron comprar sus tierras, luego que el patrón les diera como regalo de bodas la cantidad de dinero que les faltaba; las encontraron cómodas, eran unas tierras para el cultivo del maíz.
Un par de años después, les nació una hija morenita y bien sana, quien apenas comenzó a caminar ya acompañaba a su padre a la labranza. La pequeña llenó la casa de luz y de risas, no  podían ser más felices Cándida y su marido.
Un año más tarde que naciera Rosita, nació el  segundo hijo. Llegó al mundo con un retardo irreversible, la única habilidad que desarrolló fue tocar una guitarra todo el tiempo, desde que supo accionar las cuerdas hasta que la muerte se los arrancó, ocho años después de haber nacido.
La enfermedad de su hijo les afectó. No poder tener más hijos se convirtió en la mayor preocupación, por temor a que también les resultaran enfermos. Pero un día, amanecieron conversando sobre la posibilidad de ser padres nuevamente y tomaron la decisión de visitar al médico, para  escuchar su opinión. El desánimo fue peor. Después de estrictos exámenes y resultados, el médico les aconsejó no tener más hijos.
Para ese tiempo ya tenían noticias sobre Merlín, quien vivía en Ámsterdam, casado con una mujer que había heredado una fortuna. Su posición y hasta su apariencia habían mejorado de manera sorprendente. Cuando éste se enteró de los sufrimientos de la pareja, llegó a entregarles una cantidad de dinero para que continuaran buscando alternativas médicas y tratar las dolencias de Cándida. Jamás volvieron a saber de él.
Con ese apoyo monetario que invirtieron, lograron que ella concibiera un nuevo bebe con la fatal consecuencia que nació muerto y deforme, de inmediato procedieron a operar a Cándida. No se supo cómo, pero ella se escapó del hospital como poseída y en carcajadas histéricas. Nunca recobró la razón.
Y tiempo después, de tanta bebida y dolor, Mamerto cayó muerto en las cercanía del bajillo.
—Sabe amigo, yo anduve tragueando casi todos los días con Mamerto y sé toda su historia. Más que maldito estaba condenado. No mire pues, que el médico les dijo que la sangre de él y la de su mujer, la Cándida, estaba envenenada por el Nemagón... eso de cuando ambos trabajaron duro, pero muy duro, amigo, en las fincas algodoneras y bananeras. Los pobres tenían un sueño, pero ya ve…
(Del libo Esto fue lo que pasó, Foro Nicaragüense de Cultura, 2012)

Mauricio Paguaga Rivera

11 de junio de 1974. Jalapa, Nueva Segovia. Poeta y narrador. Licenciado en Ciencias de la Educación (UNAN-León). Actualmente radica en la ciudad de Estelí. Co-fundador del Grupo Literario Heptágono. Miembro del Foro Nicaragüense de Cultura en el Programa Promoción de la Literatura Nicaragua. Obra publicada: Esto fue lo que pasó (Cuentos, 2012). 


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