Cuento de Juan Sobalvarro

El dueño de la pelota

El barrio, la breña lírica de polvo, los techos cuarteados de sol relampagueante y el quinteto de chavalos que retozábamos en hábitat simultáneo. Ociosos sin culpabilidades. Cumpliendo el día apartados de otro deber.
—¡Ahí viene Javier! −dice el Sucio queriendo ser coro y se configuró en línea una horizontal sonrisa.
Alegría no aumentada aunque si vadeada, queriendo sugerir la idea de “ahí viene la pelota”. Javier no adhería solamente “portador de pelota”, sino entimás, dueño, propietario, potentado y todos los sinónimos de posible raza implicante. Principio, no cualquiera podía tener una pelota en el barrio. Segundo que, la suerte −nada más− lo había escogido a él exclusivo y unánime, dueño, propietario, potentado de la pelota. Algo que sin duda estaba inscrito sin rebote en su naturaleza. Porque de no haber sido elegido propietario directo de la pelota, muchos méritos hacía y suficiente descaro viril abarcaba como para expropiar cualquier otra circunstancia.
Mientras se daba el diámetro de aproximación, Manolete le hace a Javier la señal plumífera que dice, “lanzame la pelota”. Javier con jovial conducta muscular no lanza, dispara la pelota al rostro inocente y bruscamente adulterado en veloces abstracciones de Manolete. El impacto como detonante de risas en piña, no por el refresco, sino por el gajo. Risas cómplices y salubres que celebran la maldad. Suscripción, coautoría. Pero también risas alienadas, al final hay que celebrar al dueño de la pelota porque de lo contrario no habrá juego.
Rápidamente se arma la perrera. El título inherente de Javier, le permite describir el juego, dictar sus reglas, armar su equipo y casi en todas las ocasiones predecir a los triunfadores.
—Me voy con el Guarumbo y con el Atabal −aditivo más que cortesía para el equipo contrario, pues el Guarumbo y el Atabal eran los más débiles y pequeños contrincantes.
Javier también sabía hacer el juego, ser él mismo el juego.
—Y les apuesto que no me van a ganar.
Jugar era ser oponente de Javier, pertenecer a su equipo era sólo ser una extremidad suya. Aunque nada olvidado es para mí, que todos en circunstancia más que provocada, éramos una extremidad de él. Nosotros, la pelota, lo que intuíamos como juego éramos versiones de Javier. Esto tenía sus ventajas porque al final las responsabilidades del juego eran materia de Javier, él tenía que preocuparse por ganar, por llevar el juego a su justificación, nosotros en cambio, irresponsablemente nos dábamos un margen para divertirnos, de alguna manera lo hacíamos coger la vara, le hacíamos creer que nos importaba el juego, que le hacíamos oposición, que queríamos ganarle o poner en duda su calidad.
Inicia la perrera, saca el equipo de Javier. El Atabal le cede la pelota hacia atrás y Javier lanza una desquiciante patada de cargado contenido psicoemosional. Todos tuvimos que apartarnos. Era la voz semental que regiría el resto del juego. Aunque Javier siempre nos hacía creer que el juego no estaba terminado. El Sucio, que era nuestro portero, también tuvo la ilustración mental y segundísima de apartarse, pero una simulación más que instintiva le hizo darle el trasero a la pelota, a su favor se reconoce, más que su vocación para dar las nalgas, que había evitado un gol, que en su realidad habría pasado a los registros de nuestra memoria barrial.
El Sucio feliz de su reculada me pasa la pelota con alegre azar, cambio la pelota a la banda izquierda a las precisas patas putrefactas de Manolete, quien ya sabe y lo hace, sobreponer el balón por encima del Atabal donde pasos adelante ya avanzo, recepciono, gambeteo hacia la izquierda frente a los ojos visionarios de Javier, que lanza su larga tranca para obstruirme y poco se adivina que quiebro a la derecha, engarzo la pelota a un flanco mío como alistándome para disparar, cuando el Guarumbo me sale a la defensiva, le hago una doble finta que lo paraliza y le pegó el turcazo a la pelota que por entrar no se la piensa, cuando en cámara lenta irrumpe Javier que se barre omnipresente, abrumadoramente deductivo y falaz.
Manolete hace el tiro de esquina, la pelota aérea propone algo a mi cabeza, pero antes de tomar el impulso Javier se adelanta, pisa uno de mis pies, se eleva y de un garañón frentazo pasa la pelota al Atabal a quien le había ordenado una posición adelante. Nada había que discutir en la jugada, en toda perrera el árbitro es el consenso, pero en las perreras de Javier, él magnánimo árbitro. El Atabal sabe que la pelota es prestada por unos segundos y se la adelanta unos pasos a Javier que la bombea por encima del Sucio en un autopase, la detiene frente a la portería, se agacha hasta el suelo y en silencioso movimiento le da con la cabeza para anotar el primer gol con “cabezazo a ras de suelo”.
Poco hay que hacer ya, el juego es a dos goles, sabemos quién es el ganador, se diría que el pretexto de jugar no es el de ganar, si la diversión cabe es en ver cómo Javier logra un nuevo triunfo, nuestro a porte al juego es proponer los obstáculos para ver cómo Javier construye el ¡azas! milagro. Y aunque sabemos y quizá celebramos el destino del juego, siempre dejamos abierta la posibilidad de otro final, esa noción apurada de que la ficción supera a la ficción. Debo reconocer que donde el margen no permitía la discusión, una o dos veces terminamos ganándole a Javier, pero él de tan iluminado que era tenía hasta el don de la condescendencia, a un punto tal que celebraba nuestras pequeñas victorias, algarabía la suya como la de quien cede un favor.
En la continuación del juego me toca sacar la pelota, se la paso a Manolete, sucesivamente me la regresa, hago finta y me lanzo por la derecha, corto el avance y paso de taco hacia atrás, donde el Sucio espera y la filtra entre Javier y el Atabal, hacia un vacío que Manolete sabe adivinar en repentina carrera diagonal, cruzando ya frente a la portería contraria de izquierda a derecha provocando la desbocada salida del Guarumbo, que nada puede hacer cuando Manolete sutilmente se la zafa hacia la izquierda y entra con revoluciones e himnos nuestro claro, lícito y existente primer gol.
La celebración nuestra es como de final de copa. Mediocridad aparte, tenemos el orgullo del golcito de los miserables. Pero a ver ¿qué celebramos? Javier puede darse el gusto de iniciar el juego y darnos de ventaja un gol, el gol ilusionista. El asunto es cuando no lo desea así, cuando el gol no está deletreado en su zodíaco. Lo que se da en el juego fuera de la voluntad de Javier, es la única auténtica celebración.
Cuando la jugada es reñida le cedemos a Javier el poder salomónico de la justicia, discutir su decisión puede terminar con el juego, porque ya dije que Javier era el dueño, propietario y potentado de la pelota. Nuestro líder exclusivo, sí, porque también se daban enfrentamientos con otros equipos del barrio y Javier nunca nos dejaba en el desamparo frente al aprovechamiento de los otros equipos. Si por ejemplo en una jugada inlúbrica y friccionada alguien agredía muy deportivamente a uno de nuestro equipo, Javier sabía cobrar la afrenta con un botinazo en la chimpinilla contraria. Y si sin preludio y zaguán había que pasar a las palabrotas y los apelativos, eso tampoco le hacía mella a nuestro Javier. Y si era con las manos con las manos y que con las patas pues con las patas, como dije, él era el dueño por providencia de la pelota, suya y de cualquiera.
En el suceso del resto del juego estábamos dispuestos para el fin. Otra vez el Atabal hace el saque hacia atrás, Javier trata de repetir el pelotazo hacia la portería, pero esta vez Manolete se anticipa a lo previsible y metiendo su bailarín trasero desvía la pelota hasta mis pies, la aparto a mi derecha y soy yo el que hace la patada larga, de rígida geometría, angular. Es un gol. Gritamos. Ganamos el juego. Nos chinchineamos, nos alborozamos en nudo ruidoso, le ganamos al maldito Javier.
Pero no. Aquí no se acaba el cuento, si no para qué escribirlo. Javier ya está con la pelota en sus patas diciendo que no fue gol. Claro que protestamos, qué calidad tendríamos sin protesta. Pero sabemos que Javier es imprescindible, al final es el dueño de la pelota y siempre vamos a querer estar dentro del juego. Javier era el juego, es decir en ese momento histórico perceptivo del barrio, el juego se llamaba Javier. El tenía la razón, la pelota era su inmunidad y su justicia, pero dejamos claro que continuaríamos el juego bajo protesta.
La evolución del juego fue por el estilo de, Javier le pasa la pelota al Atabal, el Atabal la regresa a Javier, otra vez de vuelta al Atabal y sucesivamente, en un enredo recibo la pelota, y por lo confuso y rápido y comprometedor del asunto accidentalmente, subrayo, le paso la pelota a Javier que, la para con el pecho sin perderla en elevación y sustentando el vuelo hace una chilena, que yo no sé de dónde le sale el abracadabra corporal, para inventar un nuevo, definitivo, conclusivo, admonitorio, mesiánico gol.


Juan Sobalvarro


Managua, Nicaragua. 1966. Licenciado en Arte y Letras. Director y fundador de la revista literaria 400 Elefantes. Ha publicado: Unánime (1999). ¿Para qué tanto cuento? (2000). Perra Vida. Memorias de un recluta del servicio militar (2006). Agenda del desempleado (2007). El dueño de la pelota (2012). Incluido en: Ruben’s Orphans. Anthology of Contemporary Nicaraguan Poetry, 2001. En en la antología The poetry of men’s lives: an international anthology, publicada en 2004 por la University of Georgia Press. Y en Bananas und papayas. Antología de cuento centroamericano (Berlín, 2002). Compilador de: Poesía de fin de siglo Nicaragua–Costa Rica, 2001. Y de Cruce de poesía Nicaragua–El Salvador, 2006. También es coautor del guión La Yuma que recibió mención de honor en el Festival de Cine Latinoamericano de La Habana en el 2000.


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