Cuento de Isidro Rodríguez Silva

Luz interior

A: Isolda Rodríguez Rosales
Por haber motivado este cuento

Cuando la abuela arrastró la silla mecedora al corredor también arrastró sus recuerdos. Acomodó la caja de fotografías sobre las piernas, mientras encendía el puro que mordía con sus labios secos. La primera fotografía que apartó de la caja era la de una mujer joven, de perfil, cuya sonrisa iluminaba un lunar que tenía a la orilla de la boca, mientras una cabellara larga y espesa le vestía la espalda desnuda. Leyó atrás de la foto: Lucrecia, en sus veinte años, 1956. Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver, pensó con una amarga nostalgia; para terminar diciéndose: todos tenemos una luz interior que se nos va apagando con el tiempo y el olvido.
La otra fotografía era la de un niño, de una tez blanca y sonrosada, con una cabellera rizada en un colocho al centro de su rostro, mientras tres colochos más le rodeaban la cabecita. Su boca no expresaba nada, pero sí sus ojos inundados por una luz interior extraña, que miraba con asombro el mundo.
—Quién me iba a decir –se dijo para sí misma– que terminaría mi vida viviendo con un nieto loco. Un loco es peligroso, peor si es uno que se pasa todo el día leyendo libros.
—¡Abuela, estoy leyendo el libro de un loco! –gritó el nieto desde el fondo del patio.
—¿Qué? –le preguntó la abuela.
—Que estoy leyendo el libro de un loco, y empieza así: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo…
—Ah no –le cortó la abuela– ya no te aguanto con tu locura, para que ahora me vengás con el cuento que estás leyendo el libro de un loco.
—Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida, eso lo dice Borges en uno de sus cuentos, ¿conoces a Borges? Era ciego… –le respondió él, mientras apartaba esa vista rara  iluminada por el atardecer.
—Yo no conozco a ningún ciego, de seguro es algún vago como voz, que sólo vive imaginando cosas. –Sólo entonces, que junto con la bocanada de humo, también lanzó una tierna mirada a donde estaba su nieto, acostado en una hamaca leyendo el libro. Era un joven alto, de caracteres finos. Vestía una camiseta blanca pegada al cuerpo y un pantalón negro que daba la impresión que nunca se la quitaba. Movía constantemente el píe derecho, como si le estorbara el zapato.
En ese momento un inesperado temblor estremeció no sólo la tierra, la casa, sino también el aire mismo. La abuela corrió hacia el patio, tropezando con gallinas y demás  trastos, pero sin votar la caja de fotografías, mucho menos el puro, que con su respiración agitada se había convertido en una ardiente braza roja.
Él corrió hacia el interior de la casa. Cuando entró, los libros iban cayendo alborotando sus páginas en un jolgorio enloquecido por una lluvia de tejas quebradas y el polvo sucio de barro cocido.
—¡¡Tengo miedo, tengo miedo!! –se dijo– mientras él mismo se abrazaba para darse valor. Ya sé, voy a imaginar, voy a imaginar para no tener miedo.
—¡Abuela!
—¿Qué?
—Un león  ruge enjaulado entre las páginas de un libro. No tengo miedo, no tengo miedo.
—¡Abuela, una mujer compra en el marcado una bolsa llena de dolor!
—¡Abuela!
—¿Qué jodido, qué..?
—Una mujer es tan pobre que le cocina a sus hijos una olla repleta de hambre.
El nuevo temblor fue tan fuerte como el anterior. El crepúsculo se hacía chingastes cuando se coloba por las rendijas del techo, mientras caían los altos estantes con los últimos libros.
—Tengo miedo, tengo miedo… tengo que imaginar… tengo que imaginar…
—Abuela –ella  no contestó.
—Estoy imaginando abuela, ¿oíste? Un toro le dice a una vaca: para mí una vaca es como una luna llena pastando en el cielo infinito. ¡Eh! Yo no entiendo nada de poesía, –le respondió la vaca–. No importa –le dijo el toro– Los poetas no le escriben poesía a las vacas.
Unos perros lazan sus últimos aullidos de llantos. Las paredes comienzan a soltar una lepra de cal y adobe. Se acurrucó debajo de una mesa, mientras gritaba:
 —Abuela, estoy imaginado, ¿oíste?: si una vaca se enamora de un hombre es poesía, pero si un hombre se enamora de una vaca, está jodido, tiene que ir al siquiatra.
La abuela oyó cuando cayeron los espejos, los floreros de plástico, los retablos de fotos, los adornos de china y una hermosa repisa llena de santos y vírgenes.
—¿Me querés, abuela? –le preguntó él–
—¡Sí te quiero, hijo! –Le respondió la abuela, mientras se apagaba una luz interior y  la casa caía en pedazos.

Isidro Rodríguez Silva

Licenciado en Español por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, UNAN-Managua (1984). Máster en Lengua y Literatura Hispánica por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua UNAN-León y Universidad de Alcalá, España (2010). Ha publicado dos libros de teatro: Las muñecas también se mueren, y la obra infantil El gato Chimpilicoco. Premio Nacional Rubén Darío en la rama de teatro (1987). Reconocimiento por su labor teatral por el Teatro Nacional Rubén Darío (1992). Crítico cultural y teatral de la Prensa Literaria, del diario La Prensa; y Bolsa Cultural, de Bolsa de Noticias, Managua. Promotor de teatro del Teatro Municipal José de la Cruz Mena, en León.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares