Cuentos completos de Ruben Dario - Diversos cuentos

DIVERSOS CUENTOS Y DISTINTOS LUGARES

Tenía yo catorce años y estudiaba humanidades.
Un día sentí unos deseos rabiosos de hacer versos, y de enviárselos a una muchacha muy linda, que se había permitido darme calabazas.
Me encerré en mi cuarto, y allí en la soledad, después de inauditos esfuerzos, condensé como pude, en unas cuantas estrofas, todas las amarguras de mi alma.
Cuando vi, en una cuartilla de papel, aquellos rengloncitos cortos tan simpá­ticos; cuando los leí en alta voz y consideré que mi cacumen los había producido, se apoderó de mi una sensación deliciosa de vanidad y orgullo.
Inmediatamente pensé en publicarlos en La Calavera, único periódico que entonces había, y se los envié al redactor, bajo una cubierta y sin firma.
Mi objeto era saborear las muchas alabanzas de que sin duda serían objeto, y decir modestamente quién era el autor, cuando mi amor propio se hallara satisfecho.
. Eso fue mi salvación.
Pocos días después sale el número 5 de La Calavera, y mis versos no apare­cen en sus columnas.
Los publicarán inmediatamente en el número 6, dije para mi capote, y me resigné a esperar porque no había otro remedio.
Pero ni en el número 6, ni en el 7, ni en el 8, ni en los que siguieron había nada que tuviera apariencias de versos.
Casi desesperaba ya de que mi primera poesía saliera en letra de molde, cuan­do caten ustedes que el número 13 de La Calavera, puso colmo a mis deseos.
Los que no creen en Dios, creen a puño cerrado en cualquier barbaridad; por ejemplo, en que el número 13 es fatídico, precursor de desgracias y mensa­jero de muerte.
Yo creo en Dios; pero también creo en la fatalidad del maldito número 13.
Apenas llegó a mis manos La Calavera, que puse de veinticinco alfileres, y me lancé a la calle, con el objeto de recoger elogios, llevando conmigo el famoso número 13.
A los pocos pasos encuentro a un amigo, con quien entablé el diálogo si­guiente:
—¿Qué tal, Pepe?
—Bien, ¿y tú?
—Perfectamente. Dime, ¿has visto el número 13 de La Calavera? —No creo nunca en ese periódico.
Un jarro de agua fría en la espalda o un buen pisotón en un callo no me hubieran producido una impresión tan desagradable como la que experimenté al oír esas seis palabras.
Mis ilusiones disminuyeron un cincuenta por ciento, porque a mí se me había figurado que todo el mundo tenía obligación de leer por lo menos el número 13, como era de estricta justicia.
—Pues bien —repliqué algo amostazado—, aquí tengo el último número y quiero que me des tu opinión acerca de estos versos que a mí me han parecido muy buenos.
Nli amigo Pepe leyó los versos y el infame se atrevió a decirme que no podían ser peores.
Tuve impulsos de pegarle una bofetada al insolente que así desconocía el mérito de mi obra; pero me contuve y me tragué la píldora.
Otro tanto me sucedió con todos aquellos a quienes interrogué sobre el mismo asunto, y no tuve más remedio que confesar de plano... que todos eran unos estúpidos.
Cansado de probar fortuna en la calle, fui a una casa donde encontré a diez o doce personas de visita. Después del saludo, hice por milésima vez esta pre­gunta:
—¿Han visto ustedes el número 13 de. La Calavera?
—No lo he visto —contestó uno de tantos—, ¿qué tiene de bueno? —Tiene, entre otras cosas, unos versos, que según dicen no son malos. —¿Sería usted tan amable que nos hiciera el favor de leerlos?
—Con gusto.
Saqué La Calavera del bolsillo, lo desdoblé lentamente, y, lleno de emoción, pero con todo el fuego de mi entusiasmo, leí las estrofas.
Enseguida pregunté:
—¿Qué piensan ustedes sobre el mérito de esta pieza literaria? Las respuestas no se hicieron esperar y llovieron en esta forma: —No me gustan esos versos.
—Son malos.
—Son pésimos.
—Si continúan publicando esas necedades en La Calavera, pediré que me borren de la lista de los suscriptores.
—El público debe exigir que emplumen al autor.
—Y al periodista.
—¡Qué atrocidad!
—¡Qué barbaridad!
—¡Qué necedad!
—¡Qué monstruosidad!
Me despedí de la casa hecho un energúmeno, y poniendo a aquella gente tan incivil en la categoría de los tontos: Stultorum plena sunt omnia, decía ya para consolarme.
Todos esos que no han sabido apreciar las bellezas de mis versos, pensaba 70. son personas ignorantes que no han estudiado humanidades, y que, por con­siguiente, carecen de los conocimientos necesarios para juzgar como es debido en materia de bella literatura.
Lo mejor es que yo vaya a hablar con el redactor de La Calavera, que es hombre de letras y que por algo publicó mis versos.
Efectivamente: llego a la oficina de la redacción del periódico, y digo al jefe, para entrar en materia:
—He visto el número 13 de La Calavera.
—¿Está usted suscrito a mi periódico?
—Sí, señor.
—¿Viene usted a darme algo para el número siguiente?
—No es eso lo que me trae: es que he visto unos versos...
—Malditos versos: ya me tiene frito el público a fuerza de reclamaciones. Tiene usted muchísima razón, caballero, porque son, de lo malo, lo peor; pero, ¿qué quiere usted?, el tiempo era muy escaso, me faltaba media columna y eché mano a esos condenados versos, que me envió algún quídam para fastidiarme.
Estas últimas palabras las oí en la calle, y sali sin despedirme, resuelto a poner fin a mis días.
Me pegaré un tiro, pensaba, me ahorcaré, tomaré un veneno, me arrojaré desde un campanario a la calle, me echaré al río con una piedra al cuello, o me dejaré morir de hambre, porque no hay fuerzas humanas para resistir tanto.
Pero eso de morir tan joven... Y, además, nadie sabía que yo era el autor de los versos.
Por último, lector, te juro que no me maté; pero quedé curado, por mucho tiempo, de la manía de hacer versos. En cuanto al número 13 y a las calaveras, otra vez que esté de buen humor te he de contar algo tan terrible, que se te van a poner los pelos de punta.


EL ÚLTIMO PRÓLOGO

Salía de la redacción de La Nación cuando me encontré con un joven, vestido elegantemente, cuidado y airoso, con una bella perla en la finísima corbata y un anillo de rica piedra preciosa.
Me saludó con la mayor corrección y me manifestó que deseaba acompa­ñarme, pues tenía algo importante que decirme. «Éste es un joven poeta, un poeta a la moderna», pensé y acepté gustoso su compañía.
—Señor —me dijo—, hace tiempo que deseaba tener una entrevista con usted. Le he buscado por todos los cafés y bares; porque... conociendo su histo­ria y su leyenda... ¿Usted comprende?
—Sí —le contesté—, comprendo perfectamente.
—Y no le he encontrado en ninguno, lo cual es una desilusión. Pero, en fin, le he hallado en la calle, y aprovecho la ocasión para manifestarle todo lo que tenía que decirle.
—a...?
—Se trata de la autoridad literaria de usted, de la reputación literaria de usted, que desde hace algún tiempo está usted comprometiendo con eso de los prólogos en extremo elogiosos, en prosa y en verso. Sí, señor, permítame usted que sea claro y explícito.
El joven hablaba con un tono un poco duro y golpeado, como deben haber hablado los ciudadanos romanos, y como hablan los ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica. Continuó:
—No me refiero a las alabanzas que hace usted a hombres de reconocido valer. Eso se explica y es muy natural, aunque no siempre exista la reciprocidad..., ¡qué quiere usted! Me refiero a los líricos e inesperados sermones con que usted nos anuncia de cuando en cuando el descubrimiento de algún ilustre desconoci­do. Mozos tropicales y no tropicales, ascetas, estetas, que usted nos presenta con la mejor buena voluntad del mundo y que luego le pagan hablando y escribiendo mal de usted... ¿Comprende?... ¿No escribió usted en una ocasión que casi todos los pórticos que había levantado para casas ajenas se le habían derrumbado encima? No; no me haga usted objeciones. Conozco su teoría; las alabanzas, sean de quien sean, no pueden dar talento al que no lo tiene... No hay trovador, de Sipesipe, de Chascomún, de Chichigalpa, que no tenga la frente ceñida de laure­les y el corazón henchido de soberbia con su correspondiente cartica del israelita o del rector consabido. Y todo eso hace daño, señor mío. Y luego llega usted con los prólogos, con los versos laudatorios, escritos, a lo que supongo, quién sabe en qué noches...
Sí, ya sé que usted me hablará de ciertas poesías de Víctor Hugo dirigidas a amigos que hoy nadie sabe quiénes eran, gentes mediocres y aprovechadoras. Ya sé que me hablará también de las Dédicaces de Verlaine; ¡pero éste siquiera se desquitaba con las Invectives! No; no me hable usted de su generoso sentimiento, de que es preciso estimular a la juventud, de que nadie sabe lo que será más tarde... No, de ninguna manera. No insista en esa caridad intelectual. Le va a su propio pellejo. Fuera de que todos aquellos a quienes estimule y ayude se convertirán en detractores suyos, va usted a crear fama de zonzo! No me interrumpa, le ruego. ¿Y cree usted que hace bien? ¡De ninguna manera! Muchos de estos mu­chachos desconocidos a quienes usted celebra, malgastan su tiempo y malogran su vida. Se creen poseedores de la llama genial del «deus», y en vez de dedicarse a otra cosa, en que pudieran ser útiles a su familia o a sí mismos, se lanzan a producir a destajo prosas y versos vanos, inservibles, y sin meollo. Pierden sus energías en algo que extraño a ellos pontifican en adolescencias insensatas, no perciben ni el ridículo, ni el fracaso: logran algunos formarse una reputación suijá ite. Hay quienes, en el camino, reflexionan y siguen el rumbo que les convie­ne... Son los menos... ¿A cuántos ha hecho usted perjuicios con sus irreflexivos aplausos, tanto en España como en América? Usted se imagina que cualquier barbilampiño entre dos veces que le lleva un manuscrito para el consabido pró­logo, o presentación, o alabanza en el periódico, está ungido señalado por el padre Apolo; que puede llegar a ser un genio, un portento; y porque una vez le resultó con Lugones, cree usted que todos son Lugones? A unos les encuentra usted gracia, a otros fuerza, a todos pasión de arte, vocación para el sacerdocio de las musas... ¡Qué inocente es usted! A menos que no sea un anatolista, un irónico, un perverso, que desea ver cómo se rompe la crisma poética tanto portaguitarra o portaacordeón! Perdóneme usted que sea tan claro, que llame como dice el vulgar proloquio, al pan pan y al vino vino... Y luego insisto en lo que acabo de decir. ¿Qué saca usted con toda esa buena voluntad y con ser el San Vicente de Paúl de los ripiosos? ¡Enemigos, mi querido señor, enemigos! Yo sé de uno que le levantó la voz le sitió en su propia casa, y por último ha escrito contra usted porque no encontró suficiente el bombo que usted le daba, ¡y era ya doble bombo!
¿Que no se fija usted en todo eso, hombre de Dios? ¡Y otro, a quien usted pintara de tan artística manera, y que hoy le alude insultantemente en las gacetas! ¡Y tantos otros más! ¿Qué se reconoce usted vocación para el martirio?
¿Insistirá usted en descubrirnos esos tesoros que quiere demostrarnos su buen querer? Reflexione, vuelva sobre sus pasos. No persista en esa bondad que se asemeja mucho a la tontería. Hay prefacios y dédicaces que le debían dar a usted pena, sobre todo al recordar la manera con que le han correspondido... No digo yo que cuando, en verdad, aparezca un verdadero ingenio, un verdadero poeta, un Marcellus a quien augurar grandezas, no lo haga usted. Suene usted su trom­peta, sacuda bien el instrumento lirico. ¡Pero es tan raro! Y corre usted tanto peligro en equivocarse como sus lectores y los que creemos en el juicio y en el buen gusto de usted en tomar gato por liebre. Siquiera se contentase usted con imitar las esquelas huguescas: «Sois un gran espíritu», «Iungamus dextras>. «Os salu­do». ¡Pero no! Usted se extiende sobre los inesperados valores de los panidas de tierra fría: usted nos señala promesas que no se cumplen; usted da el espaldarazo sin pensar si se reúnen todas las condiciones de la caballería..., cuando tal vez se reúnen demasiado...; usted no averigua si el neófito puede pronunciar como se debe el schiboleth sagrado y lo deja entrar, no más, a la ciudad de la Fama... No, señor, no.
Es preciso que usted cambie de conducta y cierre la alacena de fáciles pro­fecías. Acuérdese de lo que le pasó a don Marcelino Menéndez y Pelayo, en la época en que no había quien le pidiera una presentación al público que no se saliera con la suya. Y don Marcelino llegó casi a perder su autoridad, y cuando lo percató cerró la espita prologal... Los que exigen las presentaciones no se con­tentan sino con que se queme todo el turíbulo... Si usted escatima, o aminora la alabanza, la enemistad o el rencor aparecerán pronto. Así, ¿cuántos malos ratos no ha dado usted a su inagotable complacencia en encontrar con que se echa usted de malquerientes a los malquerientes de la persona loada?... Pero ninguno será peor para usted, con lengua y pluma, que aquel a quien haya hecho el servi­cio intelectual... No me haga observación ninguna, que aquí estamos bien entera­dos... ¿Cuántos pórticos, prólogos, prefacios, retratos y presentaciones ha escrito usted, vamos a ver? Cuente usted con los dedos y dígame cuántos amigos leales le quedan, si le queda alguno entre todos los favoritos... Sí, claro que hay excep­ciones. Mas, después de todo, ¿valía la pena exponerse a esos resultados?... Y es tiempo va de concluir con ese peligroso altruismo. Créame usted, hágalo así... Eso deseamos muchos. Ya nos lo agradecerá.
El joven no me había dejado responder nada, bajo el alud de sus palabras. Habíamos llegado a la puerta de mi hotel. Le tendí la mano para despedirme. Pero él me dijo:
—Permítame un momento. Deseo pedirle un pequeño servicio —y sacó un rollo de manuscritos y me lo entregó.
—¿Qué deseaba usted? —le interrogué.
Y él, decidido y halagador:
—Un prólogo.




EL DIOS BUENO

Cuento que parece blasfemo, pero no lo es
Todos los niños del hospicio habían ya rezado después de la taza de chocolate. A los más pequeños les habían persignado las hermanas de la caridad. En la gran sala, alumbrada por una farola de gas, colocada en un extremo, flotaba el aliento acompasado del sueño, exhalándose en las camitas que tenían de nido y de cuna. La hermana Adela vigilaba. ¡La buena hermana Adela! Al muchacho que tenía descubiertos los piececitos, se los cobijaba con la sábana blanca. Al que se había acostado con una mano sobre el corazón, se la quitaba de allí, y le ponía tendido sobre el lado derecho, porque así se duerme bien y no se tienen pesadillas. A cada cual vigilaba la hermana con gran cuidado; al rubiecito Jorge, que tenía los cabellos dorados y las más preciosas manos infantiles; al gordiflón Roberto, una delicia por su gracia; a la dulce perlita Estefanía, que era la que con lindos dientes reía en el jardín, los brazos al cielo, fresca, tierna y alegre, bajo un rosal; ¿a cuántos niños más? Ah, a la incomparable Lea, que era pálida y apacible, y en el juego del recreo la más formal, y rezaba más bellamente, como un pequeño ángel, con las manos juntas, al buen señor Dios, a la hora de acostarse, cuando su espesa cabe­llera negra manchaba con su negrura la cándida camisa de la chiquilla escuelera.
¡Ninguna como esta adorable pequeña! Era la más amada de las huérfanas inocentes, que vivían en aquella casa de caridad, bendito kindergarten de minia­turas humanas, donde las risas desbordadas, sonaban como canciones locas de pájaros nuevos, en una pajarera encantadora. El día domingo, cuando iban de paseo todos los chicos del hospicio, llamaba la atención Lea, seria, cuellierguida, sonriente, con una suave e innata majestad de princesa colibrí. ¡Y era de ver a la vuelta, cómo traían sus naranjas doradas, sus ramos de flores del campo, sus lirios y sus rosas! La hermana Adela queríala mucho, porque no era como otras que le decían impertinencias: «Hermana Adela, ¿por qué tenéis la cabeza rapada como el mozo que nos lleva la leche?» Antes bien le decía cosas sencillas y puras: «Hermana Adela, ¿me permitís dar mis violetas a la cieguecita que está en la es­quina cantando su canción?» Otras veces, cuando iban a la misa, en la capilla, fra­gante de incienso, donde estaba el altar flamante, y el órgano místico y sonoro, y donde el cura viejo y santo alzaba la custodia, Lea estaba inmóvil, fija en el altar. Allá arriba, en el coro, sonaban los himnos religiosos; el sacerdote vestido con su casulla de blanco y oro, bebía en un cáliz de oro también. Todos estaban de rodillas ante él.
Lea decía allá adentro de su cabecita de gorrión recién nacido al sol: La hostia es santa, blanca y redonda; el padre tiene una corona en la cabeza, como la hostia; él bebe en una copa de oro; cuando él alza la custodia tres veces sobre su frente, me está mirando el buen Dios, que me ama, y me ha dado mi cama suave, la leche fresca por la mañana, la muñeca en el día, el chocolate por la noche: así dice la hermana Adela. !Oh buen Dios!
¡Y cuando la plática del señor cura! Era después de la comunión. Allí él, sencillo, ofreciendo sonrisas, procuraba llegar con su palabra a la comprensión de aquellos pequeñines: Tenéis todos una madre, hijos míos, aunque os falte la natural. Es una divina mujer que está allá en el cielo y también en el altar donde digo la misa. Es aquella que está sobre una media luna, con un manto azul, rodeado de cabecitas de niños rosados como vosotros, y que tienen alas. Ella es amorosa, es maternal y os bendice. ¡Vuestro padre es el padre celestial, es el buen Dios!
¡Cómo amaban y comprendían ellos al «padre celestial», a la dulce María Santa, bella y gloriosa, imaginada por el gran Murillo! Y Lea, sobre todo, se fijaba en el «buen Dios», que estaba allá en la capilla, en un retablo, todo soberbio y venerable; un gran anciano de barbas blancas, el Padre Eterno, que tenía los brazos abiertos sobre el mundo, un triángulo de luz en la cabeza, los pies sobre las nubes, lleno de ternura y de majestad, ¡como un abuelo!
Cuando ella iba a su lecho, pequeño y tibio como para que se echase en él una paloma, pensaba en todos los bienes de que se gozaba por el abuelo del cielo, el de la capilla, el que había creado el azul, los pájaros, la leche, las muñecas, la casulla del cura, y la hermana Adela que la persignaba y arrullaba a modo de una madre de verdad.
Las doce. Clara noche.
La hermana se había puesto a rezar: Por la guerra. Porque nos quites ¡oh, Dios mío! esta horrible tormenta. ¡Porque cese la furia de los hombres malos! ¡Porque respeten nuestra capilla, nuestra bandera con su cruz!
La bandera estaba ya puesta desde el principio de la toma de la ciudad, en lo alto del hospicio. La guerra era la más sangrienta y espantosa que había visto el país, se sabía de saqueos, de incendios, de violaciones, de asesinatos horrorosos. Las hermanas de la caridad que dirigían el hospicio habían pedido a los devas­tadores que se les respetase con sus niños. Así se les había ofrecido. Habían colocado, pues, su bandera; una gran bandera blanca con una cruz roja.
Cuando al caer la tarde, la hermana Adela supo la noticia de que había bombardeo, a la hora del chocolate dijo a todos los chiquillos: Hijos míos, ore­mos. Siempre oraban antes de comer. De pronto se empezaron a oír lejanos cañonazos. Todos los niños estaban alegres en la mesa, menos Lea. A poco le dijo a la hermana: ¿Oye, hermana? Truena. Otra dijo: Es la guerra. La hermana volvió a ordenar: Niños míos, oremos.
A lo lejos se oían gritos, ruido de gentes en lucha; retumbaba la voz del bronce. Arriba, en el cielo, en la pureza del azul infinito, una luna clara y argentina, en todo su esplendor, derramaba su luz; pálida, indiferente, alumbraba las mise­rias de la tierra.
¡Dios te salve, María, llena eres de gracial... Ya se había levantado, a media noche, la hermana Adela, cuando vió caer la primera bomba en el patio del hospicio. ¡El bombardeo! Luego esos bandidos, esos herodes, sacrificarían en su furia y en su venganza, a los inocentes. Pasaban con ruido siniestro e infernal, las granadas en el aire. La bandera con la cruz que estaba sobre el hospicio, era
como una pobre y grande ave ideal, delante del espantoso proyectil del bronce inicuo. Allá, no lejos, se oían estallar las bombas y vibrar tristemente los ayes de los heridos. Una, otra casa, se envolvía en llamas. El cielo reflejaba el incendio. Dios te salve, María... La hermana Adela fue y vió las camas de los niños donde en cada una de ellas, alentaba una delicada flor de infancia, llena de aroma divino.
Abrió una ventana y vió cómo por la calle iban en larga carrera gentes sangrientas y desesperadas, soldados heridos que desfallecían, mujeres desme­lenadas con sus hijos en los brazos, a la luz implacable del incendio.
Entonces fué cuando comenzaron a caer granadas en el recinto en que dor­mían los niños. ¡Qué respeto a la bandera santa! ¡Qué cruz roja! ¡Qué la inocencia! Cayó la primera y saltaron dos camitas despedazadas, dos niños muertos en su sueño. Y siguieron cayendo en lluvia tremenda las criminales; y la hermana Adela gemía, porque la muerte no viene nunca así para los pobres inocentes y por eso era como un olvido del cielo para con las rosas vivas que perfumaban aquellas cunas-nidos. Despertaron los chicos al estruendo y se pusieron a llorar, en tanto que la hermana oraba con su rosario en la mano. Granada tras granada, el edifi­cio se iba destruyendo por partes. Al fin se incendió el hospicio. Locas todas las guardianas y maestras de los niños quisieron salvar a los que pudieron tomar en brazos, azorados en su súbito despertar, soñolientos y desnudos.
La hermana Adela corrió a la camita de Lea, donde ya la niña estaba de rodillas, orando al señor anciano de la capilla, que era tan bueno, que hizo el sol y la leche y las frescas flores de mayo; orando por aquello que no comprendía, por aquella tempestad de fuego, por aquella sangre, por aquellos gemidos... Oh, el «buen Dios» no permitiría que fuese así, como ella se lo rogase...
Pero al acercarse la hermana Adela, que la iba a socorrer, cayó cerca otra bomba que hirió a la religiosa, ensangrentando su traje de algodón azul y su corneta de lino blanco.
Con los ojos abiertos en redondo, poseída de algo sobrehumano, la peque­ña Lea se alzó de pronto sobre su colchón, y con una voz que helaría de es­panto a un hombre de piedra, exclamó retorciendo sus bracitos y mirando hacia arriba:
—¡0h, buen Dios! ¡No seas malo!...



D.Q.

Estábamos de guarnición cerca de Santiago de Cuba. Había llovido esa noche; no obstante el calor era excesivo. Aguardábamos la llegada de una compañía de la nueva fuerza venida de España, para abandonar aquel paraje en que nos mo­ríamos de hambre, sin luchar, llenos de desesperación y de ira. La compañía debía llegar esa misma noche, según el aviso recibido.
Como el calor arreciase y el sueño no quisiese darme reposo, salí a respirar fuera de la carpa. Pasada la lluvia, el cielo se había despejado un tanto y en el fondo oscuro brillaban algunas estrellas. Di suelta a la nube de tristes ideas que se aglomeraban en mi cerebro. Pensé en tantas cosas que estaban allá lejos; en la perra suerte que nos perseguía; en que quizá Dios podría dar un nuevo rumbo a su látigo y nosotros entrar en una nueva vía, en una rápida revancha. En tantas cosas pensaba... ¿Cuánto tiempo pasó? Las estrellas sé que poco a poco fueron palideciendo; un aire que refrescó el campo todo sopló del lado 'de la aurora v ésta inició su aparecimiento, entre tanto que una diana que no sé por qué llegaba a mis oídos como llena de tristeza, regó sus notas matinales.
Poco tiempo después se anunció que la compañía se acercaba. En efecto, no tardó en llegar a nosotros. Y los saludos de nuestros camaradas y los nues­tros se mezclaron fraternizando en el nuevo sol.
Momentos después hablábamos con los compañeros. Nos traían noticias de la patria. Sabían los estragos de las últimas batallas. Como nosotros estaban desolados, pero con el deseo quemante de luchar, de agitarse en una furia de venganza, de hacer todo el daño posible al enemigo. Todos éramos jóvenes y bizarros, menos uno; todos nos buscaban para comunicar con nosotros o para conversar; menos uno. Nos traían provisiones que fueron repartidas. A la hora del rancho, todos nos pusimos a devorar nuestra escasa pitanza, menos uno.
Tendría como cincuenta años, mas también podía haber tenido trescientos. Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de nuestras almas y decirnos cosas de siglos. Alguna vez que se le dirigía la palabra, casi no contestaba, sonreía melancólicamente; se aislaba, buscaba la soledad; miraba hacia el fondo del ho­rizonte, por el lado del mar.
Era el abanderado, ¿cómo le llamaban? No oí su nombre nunca.

II

El capellán me dijo dos días después:
—Creo que no nos darán la orden de partir todavía. La gente se desespera de deseos de pelear. Tenemos algunos enfermos. Por fin, ¿cuándo veríamos llenarse de gloria nuestra pobre y santa bandera? A propósito: ¿Ha visto usted al abanderado? Se desvive por socorrer a los enfermos. El no come; lleva lo suyo a los otros. He hablado con él. Es un hombre milagroso y extraño. Parece bravo y nobilísimo de corazón. Me ha hablado de sueños irrealizables. Cree que dentro de poco estaremos en Washington y que se izará nuestra bandera en el
Capitolio, como lo dijo el obispo en su brindis. Le han apenado las ultimas desgracias; pero confía en algo desconocido que nos ha de amparar; confía en Santiago; en la nobleza de nuestra raza; en la justicia de nuestra causa. ¿Sabe usted? Los otros le hacen burlas, se ríen de él. Dicen que debajo del uniforme usa una coraza vieja. Él no les hace caso. Conversando conmigo, suspiraba profundamente, miraba el cielo y el mar. Es un buen hombre en el fondo; pai­sano mío, manchego. Cree en Dios y es religioso. También algo poeta. Dicen que por la noche, rima redondillas, se las recita solo, en voz baja. Tiene a su bandera un culto casi supersticioso. Se asegura que pasa las noches en vela; por lo menos, nadie le ha visto dormir. ¿Me confesará usted que el abanderado es un hombre original?
Señor capellán —le dije—, he observado ciertamente algo muy original en ese sujeto, que creo por otra parte, haber visto no sé dónde. ¿Cómo se llama?
No lo sé —contéstome el sacerdote—. No se me ha ocurrido ver su nombre en la lista. Pero en todas sus cosas hay marcadas dos letras: D.Q.

III

A un paso del punto en donde acampábamos había un abismo. Más allá de la boca rocallosa, sólo se veía sombra. Una piedra arrojada rebotaba y -no se sentía caer.
Era un bello día. El sol caldeaba tropicalmente la atmósfera. Habíamos recibido orden de alistarnos para marchar y probablemente ese mismo día tendríamos el primer encuentro con las tropas yanquis. En todos los rostros, dorados por el fuego furioso de aquel cielo candente, brillaba el deseo de la sangre y de la victoria. Todo estaba listo para la partida, el clarín había trazado en el aire su signo de oro. Íbamos a caminar, cuando un oficial, a todo galope, apareció por un recodo. Llamó a nuestro jefe y habló con él misteriosamente.
¿Cómo os diré que fue aquello? ¿Jamás habéis sido aplastados por la cúpu­la de un templo que haya elevado vuestra esperanza? ¿Jamás habéis padecido viendo que asesinaban delante de vosotros a vuestra madre? Aquélla fue la más horrible desolación. Era la «noticia». Estábamos perdidos, perdidos sin reme­dio. No lucharíamos más. Debíamos entregarnos como prisioneros, como ven­cidos. Cervera estaba en poder del yanqui. La escuadra se la había tragado el mar, la habían despedazado los cañones de Norte América. No quedaba ya nada de España en el mundo que ella descubriera.
Debíamos dar al enemigo vencedor las armas, y todo; y el enemigo apare­ció, en la forma de un gran diablo rubio, de cabellos lacios, barba de chivo, oficial de los Estados Unidos, seguido de una escolta de cazadores de ojos azules.
Y la horrible escena comenzó. Las espadas se entregaron; los fusiles tam­bién... Unos soldados juraban; otros palidecían, con los ojos húmedos de lágri­mas, estallando de indignación y de vergüenza.
Y la bandera...
Cuando llegó el momento de la bandera, se vio una cosa que puso en to­dos el espanto glorioso de una inesperada maravilla. Aquel hombre extraño, que airaba profundamente con una mirada de siglos, con su bandera amarilla y ro‑
ja, dándonos una mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarle, fuese paso a paso al abismo y se arrojó en él. Todavía de lo negro del precipicio, devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura.
IV
El señor capellán cavilaba tiempo después:
—«D. Q. »
De pronto, creí aclarar el enigma. Aquella fisonomía, ciertamente, no me era desconocida.
—D.Q. —le dije— está retratado en este viejo libro. Escuchad: «Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años: era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada —que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben— aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijano».



LAS PÉRDIDAS DE JUAN BUENO

Éste era un hombre que se llamaba Juan Bueno. Se llamaba así porque desde chico, cuando le pegaban un coscorrón por un lado, presentaba la cabeza por otro. Sus compañeros le despojaban de sus dulces y bizcochos, le dejaban casi en cueros, y cuando llegaba a la casa, sus padres, uno por aquí, otro por allá, a pellizco y mojicón, le ponían hecho un San Lázaro. Así fue creciendo, hasta que llegó a ser todo un hombre. ¡Cuánto sufrió el pobrecito Juan! Le dieron las viruelas y no murió, pero quedó con la cara como si hubiesen picoteado en ella una docena de gallinas. Estuvo preso por culpa de otro Juan, que era un Juan Lanas. Y todo lo sufría con paciencia, a punto de que todo el mundo, cuando decían: ¡Allá va Juan Bueno!, soltaba la risa. Así las cosas, llegó un día en que se casó.
Una mañana, vestido con manto nuevo, sonriente, de buen humor, con su gloria de luz en la cabeza, sus sandalias flamantes y su largo bastón florido, salió el señor San José de paseo por el pueblo en que vivía y padecía Juan Bueno. Se acercaba la noche de Navidad e iba él pensando en su niño Jesús y en los prepa­rativos del nacimiento, bendiciendo a los buenos creyentes y tarareando, de cuando en cuando, uno que otro aire de villancico. Al pasar por una calle oyó unos lamentos y encontró ¡oh cuadro lastimoso! a la mujer de Juan Bueno, pim, pam„ pum, magullando a su infeliz consorte.
Alto ahí —gritó el padre putativo del divino Salvador—. ¡Delante de mí no hay escándalos!
Así fue. Calmóse la feroz gorgona, se hicieron las paces, y como Juan refi­riese sus cuitas, el Santo se condolió, le dió unas palmaditas en la espalda, y despidiéndose le dijo:
No tengas cuidado. Ya cesarán tus penas. Yo te ayudaré en lo que pueda. Ya sabes, para lo que se ofrezca: en la parroquia, en el altar a la derecha. Abur.
Contentísimo quedó el buen Juan. Y no hay palabra para qué decir si iría donde su paño de lágrimas, día a día y casi hora a hora. ¡Señor, que esto! ¡Señor, que lo otro! ¡Señor, que lo de más allá! Pedía todo y todo le era concedido. Lo que sí le daba vergüencita contarle al santo era que su tirana no perdía la costum­bre de aporrearle. Y cuando San José le preguntaba: ¿Qué es ese chichón que tienes en la cabeza?, él reía y cambiaba de conversación. Pero San José bien sabía... y le alababa la paciencia.
Un día llegó con la cara muy afligida.
—Se me ha perdido —gimoteó— una taleguilla de plata que tenía guar­dada. Quiero que me la encontréis.
—Aunque ésas son cosas que corresponden a Antonio, haremos lo que se pueda.
Y así fue. Cuando Juan volvió a su casa, halló la taleguilla.
Otro día llegó con un carrillo hinchado y un ojo a medio salir:
¡Que la vaca que me disteis se me ha desaparecido!
Y el bondadoso anciano:
—Anda, que ya la encontrarás.
Y otra vez:
¡Que el mulo que me ofrecisteis se fue de mi huertecito!
Y el Santo:
—Vaya, vaya, vete, que él volverá.
Y por tal tenor.
Hasta que una ocasión el Santo no se encontraba con muy buen humor, y se apareció Juan Bueno con la cara hecha un tomate y la cabeza como una anona. Desde que le vió:
Hum, hum —hizo el Santo.
Señor, vengo a suplicaros un nuevo servicio. Se me ha ido mi mujer, y como vos sois tan bueno...
San José alzó el bastón florido y dándole a Juan en medio de las dos orejas, le dijo con voz airada:
—¡Anda a buscarla a los infiernos, zopenco!



HISTORIA DE MAR

I
Sí, amigo mío, una historia de mar, quizá mejor una leyenda, tal vez más propia­mente un cuento. Esto me lo dijo un pescador que tiene la frente como hecha de roca, una tarde que hube llegado hasta el faro de Punta Mogotes: ¿Se acuerda usted de su proyecto de futura novela del faro? Pues razón tiene usted al creer que las cosas de la novela y de la poesía vuelan como las aves marinas alrededor de estas máquinas de luz. Cerca del faro fue donde el pescador me contó el cuento, a propósito de que allí había visto pasar como un espectro, como una sombra, a la vieja María. ¿Quién es la vieja María? Aquí está la historia. Cuéntela usted a su más linda amiga, cuando ella ría más.
II
Alli, cerca del faro, está la casucha de la vieja. Antes era muy alegre. Hacían en ella fiestas los pescadores; vivía el viejo, que fue uno de los primeros pescado­res del Mar del Plata. Nunca faltó allí, en noches de jolgorio, un son de guitarra. Eso pasó hace tiempo. De entonces acá, esa vieja ha llorado mucho, y las gentes no van a la casa a reír y bailar como antes.
Antes, lo mejor de la casa, lo más lindo de la costa, junto con la aurora de todos los días, era la hija de aquel pescador, la hija de esa vieja María, que es hoy-una ajada y rústica dolorosa, más amarga de lágrimas que de mar. La muchacha era como una manzana de salud, y no había belleza natural en los contornos como la suya.
Cuando el padre volvía de la pesca, ella le ayudaba a sacar las redes de las olas, ella alistaba en la casa pobre la comida, era ella más madre de la vivienda que su madre. Robusta, tenía una bella fuerza masculina; sana, no había viento de océano que no le trajese un don de las islas de lejos; rosada, su coral era el plantío en que florecían las más lindas centifolias de su sangre; inocente y natural, una gaviota. Los años ¿eran trece, eran catorce, eran veinte? Todo eso podrían ser, pues la opulencia prístina se ostentaba en aquella obra manifiesta y vencedora.
Una mole de cabellera, dos ojos francos y de luz inocente y salvaje, un seno como una onda contenida, y voz y risa libres y sonoras, como las de la espuma y el viento. Una primavera, llegó, por fin, más tempestuosa que todos los invier­nos. Una vez hubo en que la gaviota viese a los cuatro puntos de la rosa marina, como espiando por donde había de llegar algo desconocido.
—Hija —díjole la vieja María—, algo te pasa, ¿qué tienes?
La gaviota no decía nada. Estaba inquieta, iba y venía como si la llevase un soplo extraño, a donde no sabía, a donde no quería ir y sin embargo iba.
Lo que había pasado era tan sencillo como un copo de espuma o un aliento de aire.
¿Quién fue el que, en un instante, logró avanzar a la arisca ave marina? ¿O fue ella misma la que buscó la mano que debía asirla? Fue su temporada de verano. No se supo nunca si fue marinero o señor ciudadano. Lo que se supo fue que la joven —¿dije cómo se llamaba? Se llamaba Sara— estaba en vísperas de tener un hijo.
Aseguran que tenía a una amiga a la cual decía cosas y sueños. Que le decía que iba a partir, feliz, a Buenos Aires, que había un hombre que la quería mucho, que era mozo gallardo, gentil, acomodado. Eso dicen, nadie lo asegura. Lo cier­to es que el vientre de la pescadorcita crecía. Los colores de manzana se iban, los ojos de luz salvaje se entristecían de tanto ver y venir otras cosas que no eran las que antes deseara el rústico querer de la hija de la naturaleza y amada del mar.
En esto fue cuando el padre murió, no ahogado por las olas, en día de pesca, sino gastado de luchar con el viento y el agua salada.
María, la madre, se enfermó, se puso casi tullida, y la pobre Sara era todo en el tugurio costero.
María la vieja, dicen que se trastornó cuando cayó a la cama; que sus ojos grises, sus cabellos grises, los gestos de sus flacos brazos daban a entender que jugaban al volante con su ánima miserable la muerte y el delirio.
Sara hacía la comida, Sara lavaba, Sara iba al pueblo a buscar lo necesario... Y siempre miraba hacia un punto del camino: siempre estaba aguardando a alguien.
Hasta que llegó un día en que ella también tuvo que ir al lecho, al triste y pobrísimo lecho, en donde nació una criatura muerta... ¿Muerta o la mató, como dicen, la madre, al nacer, aullando al viento como una loba?
Que siga hablando el hombre de mar que me contó la historia, que es quizá una leyenda, tal vez un cuento.
Más o menos dice:
—Así, señor, fue una noche de tormenta. Yo soy vecino de la vieja María. Cuando vivía el marido, iba yo a las fiestas de la casa. Allí cantábamos y bailába­mos. Desde que murió el viejo: no más alegrías. María se enfermó; Sara era como la Providencia. Había tenido su desgracia. Mientras iba a nacer la criatura, yo no he visto cara con más amargura. María miraba como que iba a morir. María pasaba por la orilla del mar poniéndonos a todos tristes. ¡Oh, tristeza de su cara! ¡Oh, tristeza de su modo de mirar!
Y fue una noche cuando se fue a la mar, una noche de tormenta. Todavía no había truenos ni rayos; pero la mar estaba enojada. Había en lo lejano de la noche como fogonazos de cañón, sin ruido. El cielo estaba sin estrellas, ni una luz arriba, y las olas, de mala manera, traidoras y furiosas. Así son las tempestades de este mar nuestro. Así comienzan. El farero sabe ya con qué intención viene la nube de la tarde, y lo mismo el pescador y el marino. Y abajo, el mar, se pone como de acuerdo con la nube.
El viento mueve a la una y a la otra. Después son los relámpagos, los true­nos, los rayos, sobre el agua obscura que carnerea. Una noche así fue, pues, señor. La vieja estaba enferma. Nació el niño y la Sara se puso loca. A qué hora nació, no se sabe; pero creo que sería al llegar la hora de la madrugada, porque un poco después fue que oí las voces de la vieja María. Estaba yo sin dormir, pensando en la tempestad, cuando sentí como un grito en la casa vecina, en la casita de la María. ¿Qué pasará? dije; y pensando en que aquellas mujeres estaban solas, me vestí, tomé mi fierro y me fui allá, hacia la casa. Entonces fue cuando vi una figura como de difunto que se iba hacia el mar; era una figura envuelta en una sábana blanca. Los fogonazos de la tormenta que venía, alumbraban de seguido lo lejano del mar. La cosa blanca se iba dentro del mar, más adentro, más adentro... Y entonces llegué a la casa de la vieja María, y la vi a ella tamba­leándose de debilidad, con los brazos tendidos a la sábana blanca, llorando, gimiendo, llorando, gimiendo...
¡Sara!...
La vieja enferma se había levantado; tendía los brazos flacos, gritaba ape­nas, débilmente:
¡Sara!...
La figura blanca iba entrando al mar, entrando al mar...
Yo no me di cuenta, hasta después: yo no me di cuenta, porque lo primero que me dio fue miedo, un miedo grande, señor.
¡Sara!...
Hasta que se perdió la figura blanca en el agua, bajo la tormenta que comen­zaba. Yo contuve a la vieja enferma que deliraba, casi desnuda, al frío de la noche. El cuerpo de la pobre niña no lo pudimos nunca encontrar.


LUZ DE LUNA
(Pierrot)

Una de las tristes noches de mi vida —aquella en que más me martirizaba el recuerdo de la más pérfida de las mujeres— dirigí mis pasos fuera de la gran ciudad, en donde las gentes hacen sus negocios y se divierten en la sociedad y en el sport.
II
En el tranquilo cielo estaba, como en una pálida bruma de ensueño, miste­riosamente fatal, la luna. Su resplandor descendía a bañar de plata las grandes planicies y a enredar en los árboles, negros de noche, temblorosos hilos de luz.
III
¿Por qué será? —dije con voz tan secreta que solamente la escuchó mi alma—; ¿por qué será que hay almas solitarias con las cuales se encarniza el dolor? Y recordé que el poeta de los Poemas saturnianos encuentra el origen de ciertas amargas existencias en el astro extraño, Saturno.
IV
Por el camino que al claro de luna se extendía, ancho y blanquecino, vi venir una carreta desvencijada, tirada por dos escuálidos jamelgos viejos. Seguramente era una compañía de saltimbanquis, pues alcancé a ver un negro oso, trajes de farsa, panderos y baúles viejos. Más cerca, no tuve duda alguna: reconocí al doctor Casandra, a la señorita Colombina, a Arlequín... Una súbita inquietud se apoderó de mí. Entre toda aquella comparsa faltaba un rostro caro a la pálida y melancólica Selene.
V
Colombina sonrió maliciosamente, hizo un pícaro guiño y después se incli­nó en una bella reverencia. Arlequín dió tres saltos. El doctor se contoneó. El oso pareció decirme con una mirada: «Estás convidado a la cacería de Atta­Troll». Y cuando busqué en mis bolsillos alguna moneda de cobre, ya los dos jamelgos viejos y escuálidos iban lejos, con un trote inusitado, al argentado brillo de la luna.
VI
Largo rato quedé sumido en mis acostumbradas meditaciones. De repente vi llegar, en carrera azorada y loca, por el camino blanquecino y ancho, la figura cándida de Pierrot. ¡Debía haber corrido mucho! Su cara expresaba la angustia; sus gestos, la desolación. Con su conocida mímica explicaba de qué modo se había quedado atrás; cómo sus compañeros le habían abandonado mientras él contemplaba, en un celestial éxtasis, el rostro de la luna.
VII
Yo le indiqué la senda que seguía la carreta. Le manifesté cómo yo era un lírico amigo suyo, que vagaba esa noche, al amor de Selene, martirizado por el recuerdo de la más pérfida de las mujeres. Y él sinceró en su máscara de harina la más profunda manifestación de condolencia.
VIII
Después siguió, en carrera precipitada, en busca de la alegre compañía. Y mi alma sintió una inmensa amargura, sin saber por qué, al contemplar cómo se perdía, en la extensión del camino, aquella pobre figura de hombre blanco, de Pierrot, ¡el silencioso enamorado de la luna!


BIBLIOGRA FÍA

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VALLE-CASTILLO, Julio: “Rubén Darío y la narrativa de la Revolución Mexicana”. Nuevo Amanecer Cultural, 29 de enero, 1994.

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