CUENTOS PARA PÚBLICO INFANTIL Y JUVENIL
—¡Ah! ¡Conque es cierto! ¡Conque ese sabio parisiense
ha logrado sacar del fondo de sus
retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que están incrustados los muros de mi palacio!
Y al decir esto el pequeño gnomo iba y venía, de un
lugar a otro, a cortos saltos, por la honda cueva que le
servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el cascabel de su gorro azul y puntiagudo.
En efecto, un amigo del centenario Chevreul —cuasi
Althotas—, el químico Frémy, acababa
de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros.
Agitado, conmovido, el gnomo —que era sabidor y de
genio harto vivaz—seguía monologando.
—¡Ah, sabios de la Edad Media! ¡Ah, Alberto el Grande,
Averroes, Raimundo Lulio! Vosotros no
pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar las fórmulas
aristotélicas, sin saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo decimonono a formar a la luz del día
lo que nosotros fabricamos en
nuestros subterráneos. ¡Pues el conjuro! Fusión por veinte días de una mezcla de sílice y de aluminato de
plomo; coloración con bicromato de
potasa o con óxido de cobalto. Palabras en verdad que parecen lengua diabólica.
Risa.
Luego se detuvo.
El cuerpo del delito estaba allí, en el centro de la
gruta, sobre una gran roca de oro; un pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un grano de
granada al sol.
El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura,
y el eco resonó por las vastas
concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían llegado.
Era la cueva ancha, y había en ella una claridad
extraña y blanca. Era la claridad de
los carbunclos que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en focos múltiples; una dulce luz
lo iluminaba todo.
A aquellos resplandores podía verse la maravillosa
mansión en todo su esplendor. En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre
venas de lapislázuli, formaban caprichosos dibujos, como los arabescos de una
mezquita, gran muchedumbre de piedras preciosas.
Los diamantes, blancos y limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus
cristalizaciones; cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las esmeraldas esparcían sus resplandores verdes; y los
zafiros, en ramilletes que pendían del
cuarzo, semejaban grandes flores azules y temblorosas.
Los topacios dorados, las amatistas, circundaban en
franjas el recinto; y en el pavimento, cuajado de ópalos, sobre la pulida crisofasia y el ágata,
brotaba de trecho en trecho un hilo de agua, que caía con una dulzura musical,
a gotas armónicas, como las de una
flauta metálica soplada muy levemente.
¡Puck se había entrometido en el asunto, el pícaro
Puck! Él había llevado el cuerpo del
delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí, sobre la roca de oro, como una profanación entre el centelleo de todo aquel
encanto.
Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus
martillos y cortas hachas en las manos, otros de gala,
con caperuzas flamantes y encarnadas, llenas de pedrería, todos curiosos, Puck dijo así:
—Me habéis pedido que os trajese una muestra de la
nueva falsificación humana, y he satisfecho esos deseos.
Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los
bigotes; daban las gracias a Puck con una pausada inclinación de cabeza, y los más cercanos a él
examinaban con gesto de asombro las lindas alas, semejantes a las de un
hipsipilo.
Continuó:
—¡Oh, Tierra! ¡Oh, Mujer! Desde el tiempo en que veía
a Titania no he sido sino un
esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra.
Y luego, como si hablase en el placer de un sueño:
—¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisible, los vi por todas partes. Brillaban en los collares de las
cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los rastacueros, en los anillos de los príncipes italianos
y en los brazaletes de las
primadonas.
Y con pícara sonrisa siempre:
—Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en
boga... Había una hermosa mujer dormida. Del cuello
le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis.
Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabeleo!
—¡Eh, amigo Puck!
¡Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra
falsa, obra del hombre, o de sabio, que es peor!
—¡Vidrio!
—¡Maleficio!
—¡Ponzoña y cábala!
—¡Química!
—¡Pretender imitar un fragmento del iris!
—¡El tesoro rubicundo de lo hondo del globo!
—Pecho de rayos del poniente solidificados!
El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas,
su gran barba nevada, su aspecto de patriarca, su
cara llena de arrugas:
—¡Señores! —dijo-- ¡no sabéis lo que habláis!
Todos escucharon.
—Yo, yo soy el más viejo de vosotros, puesto que
apenas sirvo ya para martillar las
facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he cincelado los huesos de la tierra, que he amasado el oro,
que he dado un día un puñetazo a un
muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo, el viejo, os referiré de cómo se
hizo el rubí.
Oíd.
Puck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al
anciano, cuyas canas palidecían a
los resplandores de la pedrería y cuyas manos extendían su movible sombra en
los muros, cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen granos de arroz.
—Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a
nuestro cargo las minas de diamantes,
tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra, y salimos en fuga por los cráteres de los volcanes.
El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y
las rosas, y las hojas verdes y frescas, y los pájaros en cuyos buches entra el
grano y brota el gorjeo, y el campo todo, saludaban al sol y a la primavera fragante.
Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era una grande y santa nupcia la que celebraba la luz, en
el árbol la savia ardía profundamente,
y en el animal todo era estremecimiento o balido o cántico, y en el gnomo había
risa y placer.
Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo extenso. De un salto me puse sobre un gran árbol,
una encina añeja. Luego bajé al
tronco, y me hallé cerca de un arroyo, un río pequeño y claro donde las aguas charlaban diciéndose bromas cristalinas. Yo tenía
sed. Quise beber ahí... Ahora, oíd mejor.
Brazos, espaldas, senos desnudos, azucenas, rosas,
panecillos de marfil coronados de cerezas; ecos de risas áureas, festivas; y
allá, entre espumas, entre las linfas rotas, bajo las verdes ramas...
—¿Ninfas?
—No, mujeres.
—Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar un golpe en el
suelo, abría la arena negra y
llegaba a mi dominio. ¡Vosotros, pobrecillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender!
Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí,
sobre unas piedras deslavadas por la corriente
espumosa y parlante; y a ella, a la hermosa, a la mujer, la así de la cintura, con este brazo antes tan
musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba quedó el asombro, abajo el gnomo soberbio y vencedor.
Un día yo martillaba un trozo de diamante inmenso, que
brillaba como un astro y que al golpe de mi maza
se hacía pedazos.
El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de
un sol hecho trizas. La mujer amada
descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en un lecho de cristal de roca, toda
desnuda y espléndida como una diosa.
Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida,
mi bella, me engañaba. Cuando el hombre ama de
veras, su pasión lo penetra todo, y es capaz de traspasar la tierra.
Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba
sus suspiros. Estos pasaban los poros de la corteza terrestre y llegaban a él;
y él, amándola también, besaba las rosas de cierto jardín; y ella, la
enamorada, tenía —yo lo notaba—convulsiones súbitas en que estiraba
sus labios rosados y frescos como pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con ser quien soy, no lo sé.
Había acabado yo mi trabajo; un gran montón de
diamantes hechos en un día, la tierra abría sus grietas de
granito como labios con sed, esperando el brillante
despedazamiento del rico cristal. Al fin de la faena, cansado, di un martillazo que rompió una roca y me dormí.
Desperté al rato al oír algo como gemido.
De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que la
de todas las reinas de Oriente, había
volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la mujer robada. ¡Ay! Y queriendo huir por el agujero abierto por mi maza de
granito, desnuda y bella, destrozó su
cuerpo blanco y suave como de azahar y mármol y rosa, en los filos de los
diamantes rotos. Heridos sus costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las lágrimas. ¡Oh, dolor!
Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos
más ardientes; más la sangre corría
inundando el recinto, y la gran masa diamantina se teñía de grana.
Me parecía que sentía, al darle un beso, un perfume
salido de aquella boca encendida: el
alma; el cuerpo quedó inerte.
Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario
semidiós de las entrañas terrestres, pasó
por allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos...
Pausa.
—¿Habéis comprendido?
Los gnomos, muy graves, se levantaron.
Examinaron más de cerca la piedra falsa, hechura del
sabio.
—¡Mirad, no tiene facetas!
—Brilla pálidamente.
—¡Impostura!
—¡Es redonda como la coraza de un escarabajo!
Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a
arrancar de los muros pedazos de
arabescos, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre; y decían:
—He aquí lo nuestro, ¡oh, madre Tierra!
Aquello era una orgía de brillo y de color.
Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y
reían.
De pronto, con toda la dignidad de un gnomo:
—¡Y bien! El desprecio.
Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo
despedazaron y arrojaron los fragmentos —con desdén terrible— a un hoyo que
abajo daba a una antiquísima selva carbonizada.
Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas
paredes resplandecientes, empezaron a bailar
asidos de las manos una farandola loca y sonora. Y celebraban con risas el verse grandes en la sombra.
Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del alba recién
nacida, camino de una pradera en
flor. Y murmuraba —¡siempre con su sonrisa sonrosada!:
—Tierra... Mujer...
Porque tú ¡oh, madre Tierra! eres grande, fecunda, de
seno inextinguible y sacro; y de tu
vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y la casta flor de lis. ¡Lo puro, lo
fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú, Mujer, eres espíritu y carne, toda amor!
EL LINCHAMIENTO DE PUCK
Eso de linchamientos es cosa
vieja.
Esto pasó en la selva de
Brocelianda.
Puck, iba negro como un legítimo
africano, pues se había caído en el tintero de un poeta.
Salió al campo, y en cuanto una
mariposa blanca le miró, se puso a gritar: ¡Socorro! ¡Socorro!, igual a una de las jóvenes norteamericanas cuya
inocencia es atacada por los negros del Sur,
y vengada por la horca yankee, al eco de un humanitario clamor victorioso.
No bien la mariposa hubo pedido
auxilio, la turba de gorriones que puebla los árboles, los mochuelos atorrantes y las palomas
pudibundas y amorosas, dijeron: ¡A ése!
¡A ése!, trompeteó una rana
desde su arroyo. ¡A ése!, dijo una reina de abejas, asomándose a la puerta de
su panal. Un escarabajo viejo, rodando su bola, dijo también en voz baja: ¡A ése!
Perseguido por las tropas de los
veloces espíritus del bosque, perseguido aún por emisarios de sus amigos los hados, iba en precipitada carrera Robin Buen Chico, sin que nadie le conociese, por su obscuro
disfraz de tinta, y por lo veloz de su paso.
¡Soy yo, amigos, amigos míos!,
gritaba él.
Más ninguno reconocía al que
puede tomar todas las formas, hasta la de un cangrejo asado, en un vaso; a Puck el pícaro y jovial,
que tiene el rostro de un niño y alas de
libélula.
¿Qué importaba que se le
reconociese? El furor popular estaba en contra suya, y la mariposa blanca, quejosa y ofendida, pedía
el castigo del infame viejo. Cerca de un haya fue cogido el fugitivo por un bicho y una urraca.
¡A la horca! ¡A la horca!, fue
el grito general.
No hubo ni tribunal de amor ni
consejo de guerra.
Las rosas, los pájaros, los
seres todos de la floresta, estaban contra el infeliz.
No había cuerda para ahorcarle; pero el hada cruel que dió a Byron la cojera, se arrancó un cabello cano, y con él colgó a Puck de un laurel casi seco. No teman las niñas que amen al dulce genio, querido y premiado por la amable madrina Mab y por el celeste poeta Shakespeare.
No había cuerda para ahorcarle; pero el hada cruel que dió a Byron la cojera, se arrancó un cabello cano, y con él colgó a Puck de un laurel casi seco. No teman las niñas que amen al dulce genio, querido y premiado por la amable madrina Mab y por el celeste poeta Shakespeare.
Puck, aunque fué linchado por
negro libidinoso, en la selva de Brocelianda, vive todavía, sano, lindo, bueno, cantador de
canciones y recitador de versos.
¡Vive, porque, felizmente, pasó
por allí, donde él estaba colgado, un hada caritativa, que con las tijeras con
que cortó los vestidos de Cenicienta, cortó la cuerda de Puck!
PELIGROS DE LA ARITMÉTICA
Barney Barnato, clown y judío,
parte ¡hep! ¡hep! para el Africa Central. Lleva un burrito ¡hep! ¡hep! que desciende de la burra de
Balaam.
El clown lleva sus aros, sus pantuflas y sus anchos
calzones y ¡hep! ¡hep! su albayalde y
su carmín. El circo tiene un gran techo de lona impermeable, cuatro monos, dos zebras, un oso y una ¡hep! ¡hep!
bailarina de París.
Barnato y su burrito quedan atrás
de la carreta ¡hep! ¡hep! que el burrito no quiere pasar.
¿Qué tendrá mi burrito? dice
Barney Barnato. Y con voz de cristiano ¡hep! ¡hep! le contesta el animal:
Payaso ¿quieres ser millonario,
¡hep! ¡hep! como un magnifico Lord inglés?... ¿Tener tabaco de La Habana, diamantes en los dedos, lindas muchachas?...
¡Hep! ¡Hep! Barnato dice: ¡Yes!
Yo te daré todo eso, replica el
burro: en cambio ¡hep! ¡hep! algo me darás también.
¿Qué quieres? —dice Barnato y hace
una pirueta.
Me darás tu risa, nada más que tu
risa. ¡Hep! ¡Hep!
El payaso le ha dado su risa y el
burro le ha hecho ¡hep! ¡hep! en el suelo cavar. ¡Cuánto oro tiene Barnato!... Y mientras más ¡hep! ¡hep! mientras
más saca quiere más.
—Barnato ¿sabes aritmética?
pregunta el burrito ¡hep! ¡hep! al flamante payaso nabad.
—¡No!
—Pues entonces te la voy a
enseñar.
Barnato ya sabe aritmética; pero
Barnato está pálido ¡hep! ¡hep! ¿En dónde ha puesto su albayalde y carmín?
Barnato sabe aritmética, está
aprendiendo la reverencia a la Reina ¡hep! ¡hep! pero no sabe reir.
Barnato está más pálido aún. Esas
cosas ¡hep! ¡hep! de la aritmética serán... Y un buen día, pálido, pálido, viene Barnato, ¡hep! ¡hep! en un barco sobre
el mar.
Y el payaso está triste porque no
tiene su risa ¡hep! ¡hep! y porque se fatiga de tanto contar... Y se le aparece el burrito, que era
el Demonio, y le dice: ¡hep! Barnato, da el salto mortal.
Barnato dio el salto por la
aritmética. Entonces:
El 1 le levantó una columna.
El 2 le sacrificó un cisne negro.
El 3 dejó colgar sus espejuelos.
El 4 sacó la nariz.
El 5 enarboló su banderín.
El 6 enrolló la cola.
El 7 elevó el martillo
El 8 agitó el tirso.
El 9 se pavoneó hidrocéfalo.
El 0 apagó la luz por la
claraboya.
...¡Ah!, sí, mi amable señorita. Tal como usted lo oye: tras un jarrón de
paulonias y a eso de ponerse el sol,
garlaban como niños vivarachos, no se daban punto de reposo yendo y viniendo de un álamo vecino a
una higuera deshojada y escueta,
que está más allá de donde usted ve aquel rosalito, un poco más allá.
¿Qué quiere usted saber la manera, el cómo y el por qué entendemos esas
cosas los poetas?... Fácil cuestión.
Ya lo sabrá usted después que le refiera eso, eso que
le ha infundido ligeras dudas, y que
pasó tal como lo cuento; una cosa muy sencilla: la confidencia de un ave bajo el limpio cielo azul.
Hacía frío. La cordillera estaba de novia, con su
inmensa corona blanca y su velo de bruma; soplaba un airecito que calaba hasta los huesos; en las
calles se oía ruido de caballos piafando, de coches, de pitos, de rapaces
pregoneros que venden periódicos, de
transeúntes; ruido de gran ciudad; y pasaban haciendo resonar los adoquines y las aceras, con los
trabajadores de toscos zapatones, que venían del taller, los caballeritos enfundados en luengos paletots, y
las damas envueltas en sus abrigos, en sus mantos, con las manos metidas en
hirsutos cilindros de pieles
para calentarse. Porque hacía frío, mi amable señorita.
Pues vamos a que yo estaba allí donde usted se ha
reclinado, en este mismo jardín, cerca de
ese sátiro de mármol cuyos pies henchidos están cubiertos por las hojas de la madreselva. Veía caer los chorros
brillantes del surtidor, sobre la gran taza, y el cielo que se arrebolaba por la parte del occidente.
De pronto empezaran ellos a garlar. Y lo hacían de lo lindo, como que no sabían que yo les comprendía su parloteo. Ambos
eran tornasolados, pequeñitos, lindos
ornis. Dieron una vuelta por el jardín, chillando casi imperceptiblemente, y
luego en sendas ramas principiaron su conversación.
—¿Sabes que me gusta —le dijo el uno al otro— tu modo
de proceder? No es poco el haberte sorprendido
esta mañana cortejando a la hermosa dueña del jardín vecino, a riesgo de
romperte el pico y quebrarte la cabeza contra los vidrios de su ventana. ¡Oh!,
¿habráse visto mayor incauto? Como sigas dejando las flores por las mujeres, te pasará lo mismo que a
Plumas de Oro, un primo mío más gallardo
que tú, de ojos azules, y que tenía un traje de un tornasol amarillo que cuando el sol le arrebolaba le hacía
parecer llama con alas.
—¿Y qué le pasó a tu primo? —repuso el otro un tanto
amostazado.
—Escucha —siguió el consejero, tomando un aire muy
grave y ladeando la cabecita—. Escucha, y echa en tu saco. Era Plumas de
Oro remono, monísimo.
¡Qué mono que era! ¡Y su historia!
En esas bellas ciudades llamadas jardines, no había
otro más preferido por las flores. En
los días de primavera, cuando las rosas lucían sus mejores galas, ¡con cuánto placer no recibían en sus pétalos, rojos
como una boca fresca, el pico del
pajarito juguetón y bullicioso! Las no-me-olvides se asomaban por las verdes ventanas de sus palacios de follaje y le
tiraban a escondidas besos perfumados, con la punta de sus estambres; los claveles se estremecían si un ala
del galán al paso les movía con su roce; y las violetas,
las violetas pudorosas, apartaban un tanto
su velo y enseñaban el lindo rostro al mimado picaflor que volaba rápido
luciendo su fraquecito de plumas pálidas, cortadas por las tijeras de la naturaleza, Pinaud de los elegantes del bosque.
Plumas de Oro era un gran picaronazo... ¡Vaya si se sabía cosas!
Bajo las enramadas, en las noches de luna, cuentan
auras maliciosas que ellas mismas llevaron en sus giros quejas tenues y
apacibles, aromas súbitos y vagarosos aleteos.
A ver, ¿quién dice que Plumas de Oro no era un
tunante?
¡Ay, cuánto lo amaban las flores!
Pues ya verás tú, imprudente, lo que le sucedió, que
es lo que te puede suceder, como sigas con malas inclinaciones.
Avino que una mañana de primavera Plumas de Oro estaba
tomando el sol. En aquella sazón bajó al jardín
una de esas, una de esas mujeres que parecen flores y que por eso nos encantan. Tenía ojos azules como campánulas,
frente como azucena, labios como
copihues, cabellos como húmedas espigas y, en conclusión, ¿para qué decir que Plumas de Oro
perdió el seso?
¡Qué continuo revolar; qué ir y venir de un lugar a
otro para ser visto por la dama rubia!
¡Ah! Plumas de Oro, no sabes lo que estás haciendo...
Desde aquel día las flores se quejaron de olvido; algunas se marchitaron angustiadas; y no sentían placer en que otros de
nuestros compañeros llegaran a besarles
las corolas. Y mientras tanto, el redomado pícaro toca que te toca las rejas de la casa en que vivía la hermosura; no se
acordaba de los jardines, ni de sus
olorosas enamoradas... ¿No es cierto que era un sujeto asaz perdidizo? Ganas tenía
de llegarme a las rejas por donde él vagueaba y decirle a pico lleno: Caballero primo, es usted un trapalón. ¿Estamos?
Llegó un día fatal. Ello había de suceder. Yo, yo lo
vi, con mis propios ojos. Mientras
Plumas de Oro revolaba, la ventana se abrió y apareció riendo la joven rubia. En una de sus manos blancas como jazmines, con
las palmas rosadas, en la siniestra, tenía una copa de
miel, ¿y en la otra? ¡Ay!, en la otra no tenía nada. Plumas de Oro voló y aleteando se puso a chupar la
miel de aquella copa, como lo hacía en los lirios recién abiertos.
Mi primo, no tomes eso, que estás bebiendo tu muerte... Yo chilla y chilla, y Plumas de Oro siempre en la copa. De
repente la rubia aprisionó al desgraciado, con su mano derecha...
Entonces él chillaba más que yo. Pero ya
era tarde... ¡Ah, Plumas de Oro, Plumas de Oro! ¿No te lo decía?
La ventana se volvió a cerrar, y yo, afligido, me
acerqué para ver por los vidrios qué era de mi pobre primo. Entonces escuché...
¡Dios de las aves! Entonces escuché que la dama decía a
otra como ella:
—¡Mira, mira, le atrapé; qué lindo, disecado para el
sombrero!...
¡Horror!... Comprendí la espantosa realidad... Volé a referírselo a las
rosas, y entonces las espinosas
vengativas exclamaron en coro, mecidas por el viento:
—¡Bravo, que coja por bribón!
Días después la tirana que asesinó al infeliz se
paseaba a nuestra vista por los jardines, llevando en su sombrero el cadáver frío de Plumas de Oro... Ya lo
creo, como que estábamos de moda, ¡como
que estamos todavía!...
Vamos, ¿has escuchado tú, imprudente, la historia de
mi cuitado primo?
Pues no eches en saco roto mis advertencias.
¡Oh, qué triste la historia del picaflor!
Y luego, mi amable señorita, se fueron volando,
volando, aquellos dos picaflores, del
álamo a la higuera, de la higuera al rosal y del rosal al espacio...
Y oí que decían las flores en voz queda, tan queda que
yo sólo la oí en aquellos instantes:
—Entre las estrellas y las mujeres, son éstas las más
terribles rivales. ¡Aquéllas están tan lejos!...
Ahora bien, mi amable señorita, si quiere usted saber
el cómo y el por qué soy sabidor de lenguas de pájaros y de flores, míreme
usted, míreme usted, que ya se lo dirán mis ojos...
LAS ALBÓNDIGAS DEL CORONEL
Tradición nicaragüense
Cuando y cuando que se me antoja
he de escribir lo que me dé mi real gana; porque a mí
nadie me manda, y es muy mía mi cabeza y muy mías mis manos. Y no lo digo porque se me quiera dar de atrevido por
meterme a espigar en el fertilisirno campo del maestro Ricardo Palma; ni lo
digo tampoco porque espere pullas
del maestro Ricardo Contreras. Lo digo sólo porque soy seguidor de la Ciencia
del buen Ricardo. Y el que quiera saber cuál es, busque el libro; que
yo no he de irla enseñando así no más, después que me costó trabajillo
aprenderla. Todas estas advertencias
se encierran en dos; conviene a saber: que por escribir tradiciones no se paga alcabala; y que el que quiera leerme
que me lea; y el que no, no; pues
yo no me he de disgustar con nadie porque tome mis escritos y envuelva en ellos
un pedazo de salchichón. ¡Conque a Contreras, que me ha dicho hasta loco, no le
guardo inquina! Vamos, pues, a que voy a comenzar la narración siguiente:
Allá por aquellos años, en que ya
estaba para concluir el régimen colonial, era gobernador de León el famoso Coronel Arrechavala, cuyo nombre no hay vieja que no lo sepa, y cuyas riquezas son
proverbiales; que cuentan que tenía adobes de oro.
El Coronel Arrechavala era
apreciado en la Capitanía General de la muy noble y muy leal ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala.
Así que en estas tierras era un reicito sin corona.
Aún pueden mis lectores conocer los
restos de sus posesiones pasando por la hacienda «Los Arcos», cercana a
León.
Todas las mañanitas montaba el
Coronel uno de sus muchos caballos, que eran muy buenos, y como la echaba de magnífico jinete daba una vuelta a la
gran ciudad, luciendo los escarceos de
su cabalgadura.
El Coronel no tenía nada de
campechano; al contrario, era hombre seco y duro; pero así y todo tenía sus
preferencias y distinguía con su confianza a algunas gentes de la metrópoli.
Una de ellas era doña María de...,
viuda de un capitán español que había muerto en San Miguel de la Frontera.
Pues, señor, vamos a que todas las
mañanitas a hora de paseo se acercaba a la casa de doña María el Coronel Arrechavala, y la buena señora le ofrecía
dádivas, que, a decir verdad, él recompensaba con
largueza. Dijéralo, si no, la buena ración de onzas españolas del tiempo de
nuestro rey don Carlos IV que la viuda tenía amontonaditas en el fondo de su
baúl.
El Coronel, como dije, llegaba a
la puerta, y de allí le daba su morralito doña María; morralito repleto de bizcoletas, rosquillas y exquisitos bollos
con bastante yema de huevo. Y con todo lo cual se iba el Coronel a tomar su chocolate.
Ahora va lo bueno de la tradición.
Se chupaba los dedos el Coronel
cuando comía albóndigas, y, a las vegadas, la buena doña María le hacía sus
platos del consabido manjar, cosa que él le agradecía con alma, vida y estómago.
Y vaya que por cada plato de albóndigas una saya de
buriel, unas ajorcas de fino taraceo, una sortija, o un rollito de relumbrantes
peluconas, con lo cual era para él
afable y contentadiza.
He pecado al olvidarme de decir
que doña María era una de esas viuditas de linda cara y de
decir ¡Rey Dios! Sin embargo, aunque digo esto, no diré que el Coronel
anduviese en trapicheos con ella. Hecha esta salvedad, prosigo mi narración, que nada tiene de amorosa aunque tiene
mucho de culinaria.
Una mañana llegó el Coronel a la
casa de la viudita.
—Buenos días le dé Dios; mi doña
María.
—¡El señor Coronel! Dios lo
trae. Aquí tiene unos marquesotes que se deshacen en la boca; y para el almuerzo le mandaré..., ¿qué le parece?
—¿Qué, mi doña María?
—Albóndigas de excelente
picadillo, con tomate y chile y buen caldo, señor Coronel.
—¡Bravísimo! —dijo riendo el rico
militar—. No deje usted de remitírmelas a la hora del
almuerzo.
Amarró el morralito de
marquesotes en el pretal de la silla, se despidió de la viuda, dió un espolonazo a su caballería y ésta tomó
el camino de la casa con el zangoloteo de un rápido pasitrote.
Doña María buscó la mejor de sus
soperas, la rellenó de albóndigas en caldillo y la
cubrió con la más limpia de sus servilletas, enviando enseguida a un muchacho,
hijo suyo, de edad de diez años, con el regalo, a la morada del Coronel
Arrechavala.
Al día siguiente, el trap trap del caballo del Coronel
se oía en la calle en que vivía doña
María, y ésta con cara de risa se asomaba a la puerta en espera de su regalado
visitador.
Llegóse él cerca y así le dijo con un airecillo de
seriedad rayano de la burla: —Mi señora
doña Maria: para en otra, no se olvide de poner las albóndigas en
el caldo.
La señora, sin entender ni gota,
se puso en jarras y le respondió:
—Vamos a ver, ¿por qué me dice usted eso y me habla
con ese modo y me mira con tanta soma?
El Coronel le contó el caso;
éste era que cuando iba con tamaño apetito a regodearse comiéndose las albóndigas, se encontró con
que en la sopera ¡sólo había caldo!
—¡Blas! Ve que malhaya el al...
—Cálmese usted —le dijo
Arrechavala—; no es para tanto.
Blas, el hijo de la viuda, apareció todo
cariacontecido y gimoteando, con el dedo
en la boca y rozándose al andar despaciosamente contra la pared.
—Ven acá —le dijo la madre—. Dice
el señor Coronel que ayer llevaste sólo el caldo en la sopera de las albóndigas. ¿Es cierto?
El Coronel contenía la risa al
ver la aflicción del rapazuelo.
—Es —dijo éste— que... que... en
el camino un hombre... que se me cayó la sopera en la calle... y entonces... me puse a recoger lo que se había
caído... y no llevé las albóndigas porque solamente pude recoger el
caldo...
—Ah, tunante —rugió doña María—,
ya verás la paliza que te voy a dar... El Coronel echando todo su buen humor fuera, se puso a reír de manera tan desacompasada que por poco revienta.
—No le pegue usted, mi doña María
—dijo—. Esto merece premio. Y al decir así se sacaba una amarilla y se la tiraba al perillán.
—Hágame usted albóndigas para mañana, y no sacuda
usted los lomos del pobre Blas.
El generoso militar tomó la
calle, y fuese, y tuvo para reír por mucho tiempo. Tanto, que poco antes de
morir refería el cuento entre carcajada y carcajada.
Y a fe que desde entonces se hicieron famosas las
albóndigas del Coronel Atrechavala.
EL PERRO DEL CIEGO
Cuento para los niños
El perro del ciego no muerde, no hace daño. Es triste
y humilde; amable, niños. No le
procuréis nunca mal, y cuando pase por la puerta de vuestra casa, dadle algo de
comer. Yo sé una historia conmovedora que voy a contaros ahora.
Cuando yo era chico tuve un
amiguito muy cruel. No le quería bien ninguno de los compañeros porque con todos era áspero y malo.
A los menores les pellizcaba y daba golpes; con
los grandes se las entendía a pedradas. Cuando el profesor le castigaba no
lloraba nunca. A veces, iracundo, se hacía sangre en los labios y se arrancaba el pelo a puños. Niño odioso.
Con los animales no era menos
cruel que con los muchachos. ¿Os gustan a vosotros los pajaritos? Pues él los que encontraba en los nidos los
aprisionaba, les quitaba las plumas, les
rompía los huevos, y les sacaba los ojos: tal como hizo Casilda en unos versos de Campoamor, un poeta de
España que ha inventado unas composiciones muy sabias y muy
lindas que se llaman dolorosas.
En casa del niño malo había un
gato. Un día al pobre animal le cortó la cola, como hizo con su perro el griego Alcibíades, aquel de
quien habéis oído hablar al profesor en
la clase de historia.
Paco —así se llamaba aquel
pillin— se burlaba de los cojos, de los tuertos, de los jorobados, de los limosneros que andaban
pidiendo a veces en nombre de su negra miseria ridícula. Como sabéis, es una acción indigna de todo
niño de buen corazón, y vosotros, estoy
seguro de que nunca haréis igual cosa de la que él hacía.
Por aquellos días llegaba a la
puerta del colegio un pobre ciego viejo, con su alforja, su escudilla y su perro. Se le daba pan; en la cocina se le
llenaba su escudilla, y nunca faltaba un
hueso para el buen lazarillo de cuatro patas que tenía por nombre
León.
León era manso; todos le
acariciábamos; y él, al sentir la mano de un niño que le tocaba el lomo o le
sobaba la cabeza, cerraba los ojos y devolvía halagos con la lengua. El ciego agradecía el amor a su guía, y
en pago de él contaba cuentos o cantaba canciones.
Paco llego una tarde a la hora de
recreo, riendo con todas ganas. Había hecho una cosa muy divertida. Vosotros debéis saber lo que son los
alacranes, unos animales feos, asquerosos, negros, que tienen una
especie de rabo que remata en un garfio.
Este garfio les sirve para picar. Cuando un alacrán pica, envenena la herida, y uno se enferma.
Paco había encontrado un alacrán
vivo; lo puso entre dos rebanadas de pan y se lo llevó
al ciego para que comiese. El animal le picó en la boca al pobrecito, que
estuvo casi a las puertas de la muerte. Como veis, un niño de esta naturaleza
no puede ser sino un miserable.
Cuando un niño hace una buena acción los ángeles de
alas rosadas se alegran. Si la acción es
mala, hay también unas alas negras que se estremecen de gozo. Niños, amad las alas rosadas. En medio de
vuestro sueño ellas se os aparecerán
siempre acariciantes, dulces, bellas. Ellas dan los ensueños divinos, y ahuyentan
los rostros amenazadores de gigantes horribles o de enanos rechonchos que llegan
cerca del lecho, en las pesadillas. Amad las alas rosadas.
Las negras estaban siempre, no hay duda, regocijadas
con Paco, el de mi historia.
Imaginaos un sujeto que se portaba
como sabéis con nosotros, que era descorazonado
con los animales de Dios, y que hacía llorar a su madre en ocasiones, con sus terriblezas.
El padre Eterno mueve a veces
sonriendo su buena barba blanca cuando los querubines que aguaitan por las rendijas de oro del azul le dan cuenta
de los pequeños que van bien aquí abajo, que saben sus
lecciones, que obedecen a papá y a
mamá, que no rompen muchos zapatos, y muestran buen corazón y manos limpias. Sí, niños míos; pero si vierais cómo se
frunce aquel ceño, con susto de los coros y de las potestades, si
oyeseis cómo regaña en su divina lengua misteriosa,
y se enoja, y dice que no quiere más a los niños, cuando sabe que éstos hacen
picardías, o son mal educados, o lo que es peor, ¡perversos!
Entonces ¡ah! le dice a Gabriel
que desate las pestes, y vienen las mortandades, y los
chicos se mueren y son llevados al cementerio, a que se queden éstos con los otros muertos, de día y de noche.
Por eso hay que ser buenos, para
que el buen Dios sonría, y lluevan los dulces, y se inventen los velocípedos y vengan muchos míster Ross y condes Patrizio.
Un día no llegó el ciego a las
puertas del colegio, y en el recreo no tuvimos cuentos ni canciones. Ya estábamos pensando que
estuviese enfermo el viejecito, cuando, apoyado en su bordón, tropezando y cayendo, le vimos aparecer. León no venía con él.
—¿Y León?
—¡Ay! Mi León, mi hijo, mi
compañero, mi perro ¡ha muerto!
Y el ciego lloraba a lágrima viva,
con su dolor inmenso, crudo, hondo. ¿Quién le
guiaría ahora? Perros había muchos, pero iguales al suyo, imposible. Podría encontrar otro; pero habría que
enseñarle a servir de lazarillo, y de
todas maneras no sería lo mismo.
Y entre sollozos:
—jAh! Mi León, mi
querido León...
Era una crueldad, un crimen.
Mejor lo hubieran muerto a él. Él era un desgraciado y se le quería hacer sufrir más.
—10h, Dios mío!
Ya veis, niños, que esto era de
partir el alma.
No quiso comer.
—No, ¿cómo voy a comer solo?
Y triste, triste, sentado en una grada, se puso a
derramar las lágrimas de sus ojos ciegos, con un parpadeo doloroso, la frente
contraída, y en los labios esa tirantez de las comisuras que producen ciertas
angustias y sufrimientos.
El niño que siente las penas de sus semejantes es un
niño excelente que el Señor bendice. Yo
he visto algunos que son así, y todos les quieren mucho y dicen de ellos: ¡Qué niños tan buenos! Y les hacen
cariños y les regalan cosas bonitas y libros como Las mi/y
una noches. Yo creo que vosotros debéis ser así, y por eso para vosotros tengo de escribir cuentos, y
os deseo que seáis felices. Pero vamos adelante.
Mientras el ciego lloraba y todas
los niños le rodeaban compadeciéndole, llegó Paco cascabeleando sus carcajadas.
¿Se reía? Alguna maldad debía haber hecho. Era una señal. Su risa sólo indicaba eso. ¡Pícaro! ¿Habráse visto
niño canalla? Se llegó dónde estaba el
pobre viejo.
—Eh, tío, ¿ y León? —Más
carcajadas.
Debía habérsele dicho, como
debéis pensar: —Paco, eso es mal hecho y es infame. Te estás burlando de un anciano desgraciado—. Pero todos le tenían miedo a aquel diablillo.
Después, cínicamente, con su
vocecita chillona y su aire descarado, se puso a narrar delante del ciego el cómo había dado muerte
al perro.
—Muy sencillamente: cogí vidrio
y lo molí, y en un pedazo de carne puse el vidrio molido, todo se lo comió el perro. Al rato se puso como a bailar, y
luego no pudo arrastrar al tío —y
señalaba con risa al infeliz— y por último, estiró las patas y se quedó tan tieso.
Y el tío llora que llora.
Ya veis niños que Paco era un
corazón de fiera, y lleno de intenciones dañinas.
Sonó la campana. Todos corrimos a clase. Al salir del
colegio todavía estaba alli el viejo
gimiendo por su lazarillo muerto. ¡Mal haya el muchacho bribón! Pero mirad
niños, que el buen Dios se irrita con santa cólera.
Paco ese mismo día agarró unas viruelas que dieron con
él en la sepultura después que sufrió
dolorosamente y se puso muy feo.
¿Preguntáis por el ciego? Desde aquel día se le vió
pedir su limosna solo, sufriendo contusiones y caídas, arriesgando
atropellamientos, con su bastón torcido que sonaba sobre las piedras. Pero no
quiso otro guía que su León, su animal
querido, su compañero a quien siempre lloró.
Niños, sed buenos. El perro del
ciego —ese melancólico desterrado del día, nostálgico del país de la luz— es manso, es triste, es humilde; amadle,
niños. No le procuréis nunca mal, y cuando pase por la puerta de vuestra casa,
dadle algo de comer.
Y así ¡oh, niños! seréis
bendecidos por Dios, que sonreirá por vosotros, moviendo, como un amable emperador abuelo, su buena
barba blanca.
BETÚN Y SANGRE
Todas las mañanas al cantar el
alba, saltaba de su pequeño lecho, corno un gorrión alegre que deja el nido.
Haciendo trompeta con la boca, se empezó a vestir ese día, recorriendo todos
los aires que echan al viento por las calles de la ciudad los organillos ambulantes. Se puso las grandes medias
de mujer que le había regalado una
sirvienta de casa rica, los calzones de casimir a cuadros que le ganó al gringo del hotel, por limpiarle las botas todos los
días durante una semana, la camisa remendada, la chaqueta de dril, los zapatos
que sonreían por varios lados. Se lavó en una
palangana de lata que llenó de agua fresca. Por un ventanillo entraba un haz de sol que iluminaba el cuartucho
destartalado, el catre cojo de la vieja abuela, a quien él,
Periquín, llamaba «mamá»; el baúl antiguo forrado de cuero y claveteado de
tachuelas de cobre, las estampas, cromos y retratos de santos, San Rafael Arcángel, San Jorge, el
Corazón de Jesús, y una oración contra la peste, en un marquito, impresa en un papel arrugado y amarillo por el
tiempo. Concluido el tocado, gritó:
—¡Mamá, mi café!
Entró la anciana rezongando, con
la taza llena del brebaje negro y un pequeño panecillo. El muchacho bebía a gordos tragos y mascaba a dos carrillos,
en tanto que oía las
recomendaciones:
—Pagas los chorizos donde la
Braulia. ¡Cuidado con andar retozando! Pagas en la carpintería del Canche la pata de la silla, que cuesta real y
medio. ¡No te pares en el camino con la boca abierta! Y compras la
cecina y traes el chile para el chojín.
Luego, con una gran voz dura, voz de regaño: —Antier, cuatro reales, ayer siete
reales. ¡Si hoy no traes siquiera un peso, verás qué te sucede!
A la vieja le vino un acceso de
tos. Periquín masculló, encogiéndose de hombros, un ¡cáspitas!, y luego un ¡ah, sí! El ¡ah, sí! de Periquín enojaba a
la abuela, y cogió su cajoncillo, con el
betún, el pequeño frasco de agua, lps tres cepillos, se encasquetó su sombrero averiado y de dos saltos se
plantó en la calle trompeteando la marcha de
Boulanger: ¡tee-te-re-te-te-te chín!... El sol, que ya brillaba esplendorosamente en el azul de Dios, no pudo menos que sonreír al ver aquella infantil alegría encerrada en el
cuerpecito ágil, de doce años; júbilo de pájaro que se cree feliz en medio del enorme bosque.
Subió las escaleras de un hotel.
En la puerta de la habitación que tenía el número I, vió dos pares de botines.
Las unas, eran de becerro común, finas y fuertes, calzado de hombre; las otras, unas botitas diminutas que subían
denunciando un delicado tobillo y una
gordura ascendente que hubiera hecho meditar a Periquín, limpiabotas, si Periquín hubiera tenido
tres años más. Las botitas eran de cabritilla, forradas en seda color de rosa. El chico gritó:
—¡Lustren!
Lo cual no fué ¡sésamo ábrete!
para la puerta. Apareció entonces un sirviente del establecimiento que le dijo
riendo:
—No se han levantado todavía;
son unos recién casados que llegaron anoche de la Antigua. Limpia los del señor; a los otros no se les da lustre;
se limpian con un trapo. Yo los voy a
limpiar.
El criado les sacudió el polvo,
mientras Periquín acometió la tarea de dar lustre al calzado del novio. Ya la marcha del general Boulanger estaba
olvidada en aquel tierno cerebro; pero el
instinto filarmónico indominable tenía que encontrar la salida y la encontró;
el muchacho al compás del cepillo, canturreaba a media voz: Yo vi una flor hermosa, fresca y
lozana; pero dejó de cantar para poner el oído atento. En el cuarto sonaba un ruido armonioso y
femenino; se desgranaban las perlas sonoras de una carcajada de mujer; se
hablaba animadamente y Periquín creía
escuchar de cuando en cuando el estallido de un beso. En efecto, un alma de
fuego se bebía a intervalos el aliento de una rosa. Al rato se entreabrió la puerta y apareció la cabeza de un,hombre joven:
—¿Ya está eso?
—Sí, señor.
—Entra.
Entró.
Entró y, por el momento, no pudo
ver nada en la semioscuridad del cuarto.
Sí sintió un perfume, un perfume tibio y «único»,
mezclado con ciertos efluvios de whiterose, que
brotaba en ondas tenues del lecho, una gran cama de matrimonio, donde, cuando sus ojos pudieron ver
claro, advirtió en la blancura de
las sábanas un rostro casi de niña, coronado por el yelmo de bronce de una
cabellera opulenta; y unos brazos rosados tendidos con lánguida pereza sobre el cuerpo
que se modelaba.
Cerca de la cama estaban dos,
tres, cuatro grandes mundos, todo el equipaje; sobre una silla, una bata de
seda plomiza con alamares violeta; en la capotera, un pantalón rojo, una levita de militar, un kepis con
galones y una espada con su vaina brillante. El señor estaba de buen humor,
porque se fue al lecho y dió un cariñoso golpecito en una cadera a la linda mujer.
—¡Y bien, haragana! ¿Piensas
estar todo el día acostada? ¿Café o chocolate? ¡Levántate pronto; tengo que ir a la Mayoría! Ya es
tarde. Parece que me quedaré aquí de guarnición. ¡Arriba! Dame un beso.
¡Chis, chas! Dos besos. Él
prosiguió:
—¿Por qué no levanta a niña
bonita? Vamo a darle uno azote!
Ella se le colgó del cuello, y
Periquín pudo ver hebras de oro entre lirios y rosas.
—¡Tengo una pereza! Ya voy a
levantarme. ¡Te quedas, por fin aquí! ¡Bendito sea Dios! Maldita guerra. Pásame la bata.
Para ponérsela saltó en camisa,
descalza. Estaba allí Periquín; pero qué: un chiquillo. Mas Periquín no le desprendía la mirada, y
tenía en la comisura de los labios la fuga de una sonrisa maliciosa. Ella se abotonó la bata, se calzó
unas pantuflas, abrió una ventana
para que penetrara la oleada de luz del día. Se fijó en el chico y le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Pedro.
—¿Cuántos años tienes? ¿De dónde
eres? ¿Tienes mamá y papá? ¿Y hermanitas? ¿Cuánto ganas en tu oficio todos los días?
Periquín respondía a todas las
preguntas.
El capitán Andrés, el buen mozo
recién casado, que se paseaba por el cuarto, sacó de un rincón un par de botas federicas, y con un peso de plata
nuevo y reluciente se las dió al
muchacho para que las limpiara. Él, muy contento, se puso a la obra. De tanto en tanto, alzaba los ojos y los
clavaba en dos cosas que le atraían: la dama y la espada. ¡La dama! ¡Sí! Él encontraba algo de
sobrehumano en aquella hermosura que despedía aroma como una flor.
En sus doce años, sabía ya ciertos
asuntos que le habían referido varios pícaros compañeros. Aquella pubertad naciente sentía el primer formidable
soplo del misterio. ¡Y la espada!
Esa es la que llevan los militares al cinto. La hoja al sol es como un
relámpago de acero. Él había
tenido una chiquita, de lata, cuando era más pequeño. Se acordaba de las envidias que había despertado con su
arma; de que él era el grande, el
primero, cuando con sus amigos jugaba a la guerra; y de que una vez, en riña con un zarrapastroso gordinflón, con su espada le
había arañado la barriga.
Miraba la espada y la mujer.
¡Oh, pobre niño! ¡Dos cosas tan terribles!
Salió a la calle satisfecho y al
llegar a la plaza de Armas oyó el vibrante clamoreo de los cobres de una fanfarria marcial. Entraba tropa. La guerra
había comenzado, guerra tremenda y a
muerte. Se llenaban los cuarteles de soldados. Los ciudadanos tomaban el rifle para salvar la Patria,
hervía la sangre nacional, se alistaban los cañones y los estandartes, se preparaban pertrechos y
víveres; los clarines hacían oír sus voces en e y
en i; y allá, no muy lejos, en el campo de batalla, entre el humo de la lucha, se emborrachaba la
pálida Muerte con su vino rojo...
Periquín vió la entrada de los
soldados, oyó la voz de la música guerrera, deseó ser el abanderado, cuando pasó flameando la bandera de azul y blanco;
y luego echó a correr como una liebre, sin pensar en limpiar más zapatos en
aquel día, camino de su casa. Allá le
recibió la vieja regañona:
—¿Y eso ahora? ¿Qué vienes a
hacer?
—Tengo un peso —repuso, con
orgullo, Periquín.
—A ver. Dámelo.
Él hizo un gesto de satisfacción
vanidosa, tiró el cajón del oficio, metió la mano en su bolsillo... y no halló nada. ¡Truenos de
Dios! Periquín tembló conmovido: había
un agujero en el bolsillo del pantalón. Y entonces la vieja:
—¡Ah, sinvergüenza, bruto,
caballo, bestia! ¡Ah, infame!, ¡ah, bandido!, ¡ya vas a ver!
Y, en efecto, agarró un garrote y
le dió uno y otro palo al pobrecito: —¡Por animal, toma! ¡Por mentiroso, toma!
Garrotazo y más garrotazo, hasta
que, desesperado, llorando, gimiendo, arrancándose
los cabellos, se metió el sombrero hasta las orejas, le hizo una mueca de rabia a la «mamá» y salió corriendo como
un perro que lleva una lata en la
cola. Su cabeza estaba poseída por esta idea; no volver a su casa. Por fin se detuvo
a la entrada del mercado. Una frutera conocida le llamó y le dió seis naranjas. Se las comió todas de cólera. Después
echó a andar, meditabundo, el desgraciado limpiabotas prófugo, bajo
el sol que le calentaba el cerebro, hasta que le dió sueño en un portal, donde, junto al canasto de un buhonero se
acostó a descansar y se quedó dormido.
El capitán Andrés recibió orden
aquel mismo día de marchar con fuerzas a la frontera. Por la tarde, cuando el
sol estaba para caer a Occidente arrastrando su gran cauda bermeja, el capitán, a la cabeza de su
tropa, en un caballo negro y nervioso,
partía.
La música militar hizo vibrar
las notas robustas de una marcha. Periquín se despertó al estruendo, se restregó los ojos, dió un
bostezo. Vió los soldados que iban a la campaña, el fusil al hombro, la mochila
a la espalda, y al compás de la música echó a andar con ellos. Camina, caminando, llegó hasta las afueras
de la ciudad. Entonces una gran idea,
una idea luminosísima, surgió en aquella cabecita de pájaro. Periquín iría. ¿Adónde? A la guerra.
¡Qué granizada de plomo, Dios mío!
Los soldados del enemigo se batían con desesperación y morían a puñados. Se les había quitado sus mejores
posiciones. El campo estaba lleno de
sangre y humo. Las descargas no se interrumpían y el cañoneo llevaba un espantoso compás en aquel
áspero concierto de detonaciones. El capitán Andrés peleaba
con denuedo en medio de su gente. Se luchó todo el día. Las bajas de uno y otro lado eran innumerables. Al caer la
noche se escucharon los clarines que suspendieron el fuego. Se
vivaqueó. Se procedió a buscar heridos y
a reconocer el campo.
En un corro, formado tras unas
piedras, alumbrado por una sola vela de sebo, estaba
Periquín acurrucado, con orejas y ojos atentos. Se hablaba de la desaparición
del capitán Andrés. Para el muchacho aquel hombre era querido. Aquel señor militar era el que le había dado el
peso en el hotel; el que, en el camino,
al distinguirle andando en pleno sol, le había llamado y puesto a la grupa de su
caballería; el que en el campamento le daba de su rancho y conversaba con él.
—Al capitán no se le encuentra
—dijo uno—. El cabo dice que vió cuando le mataron el caballo, que le rodeó un grupo enemigo, y que después no supo más de él.
—¡A saber si está herido! —agregó
otro—. ¡Y en qué noche!
La noche no estaba oscura, sí
nublada; una de esas noches fúnebres y frías, preferidas por los fantasmas, las larvas y los malos
duendes. Había luna opaca. Soplaba un
vientecillo mordiente. Allá lejos, en un confín del horizonte, agonizaba una estrella, pálida, a través de una gasa
brumosa. Se oían de cuando en cuando
los gritos de los centinelas. Mientras, se conversaba en el corro. Periquín desapareció. El buscaría al capitán Andrés: él lo
encontraría al buen señor.
Pasó por un largo trecho que había entre dos achatadas
colinas, y antes de llegar al pequeño bosque, no lejano, comenzó a advertir los
montones de cadáveres. Llevaba su hermosa
idea fija, y no le preocupaba nada la sombra ni el miedo. Pero, por un repentino cambio de ideas, se
le vino a la memoria la <mamá»
y unos cuentos que ella contaba para impedir que el chico saliese de casa por la noche. Uno de los cuentos empezaba: «Este
era un fraile...»; otro hablaba de un hombre sin cabeza, otro de un muerto de
largas uñas que tenía la carne como la cera blanca y por los ojos
dos llamas azules y la boca abierta. Periquín tembló. Hasta entonces paró mientes en su situación. Las ramas de los
árboles se movían apenas al
pasar el aire. La luna logró, por fin, derramar sobre el campo una
onda escasa y espectral. Periquín vió entre unos cuantos cadáveres, uno que
tenía galones; tembloroso de
temor, se acercó a ver si podía reconocer al capitán. Se le erizó el cabello.
No era él, sino un teniente que había muerto de un balazo en el cuello; tenía los ojos desmesuradamente
abiertos, faz siniestra y, en la boca, un rictus
sepulcral y macabro. Por poco se desmaya el chico. Pero huyó pronto de allí, hacia el bosque, donde creyó oír
algo como un gemido. A su paso tropezaba con otros tantos muertos,
cuyas manos creía sentir agarradas a sus pantalones.
Con el corazón palpitante,
desfalleciendo, se apoyó en el tronco de un árbol, donde un grillo empezó a gritarle desde su hendidura:
—¡Periquín! ¡Periquín! ¡Periquín! ¿Qué estás haciendo
aquí?
El pobre niño volvió a escuchar
el gemido y su esperanza calmó su miedo. Se internó entre los árboles y a poco oyó cerca de sí, bien claramente:
—¡Ay!
Él era, el capitán Andrés, atravesado de tres balazos,
tendido sobre un charco de sangre. No pudo
hablar. Pero oyó bien la voz trémula:
—¿Capitán, capitán, soy yo!
Probó a incorporarse; apenas
pudo. Se quitó con gran esfuerzo un anillo, un anillo de boda; y se lo dió a Periquín, que comprendió...
La luna lo veía todo desde allá
arriba, en lo profundo de la noche, triste, triste, triste...
Al volver a acostarse, el herido
tuvo estremecimientos y expiró. El chico, entonces, sintió amargura, espanto, un nudo en la garganta, y se alejó
buscando el campamento.
Cuando volvieron las tropas de la
campaña, vino Periquín con ellas. El día de la llegada se oyeron en el hotel X grandes alaridos de mujer, después
que entró un chico sucio y vivaz al cuarto número I. Uno
de los criados observó asimismo que la viuda, loca de dolor, abrazaba, bañada
en llanto, a Periquín, el famoso
limpiabotas, que llegaba día a día gritando: —¡Lustren!, y que el maldito muchacho tenía en los ojos cierta luz de placer, al
sentirse abrazado, el rostro junto
a la nuca rubia, donde de un florecimiento de oro crespo, surgía un efluvio perfumado y embriagador.
Buscar
**************
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.