El canto errante - Rubén Darío

EL CANTO ERRANTE es un libro muy laborioso, formado con versos de tantos lugares y años diferentes, que abarcan desde Chile a Francia, y el cual les fueran enviados por sus amigos. Está precedido de un notable prólogo “Dilucidaciones”, que son los artículos publicados en los lunes de El Imparcial. Es su credo poético, la definición de su actitud y de su misión, y lo dedica “A los nuevos poetas de las Españas”. “He celebrado —dice— las conquistas humanas y he, cada día, afianzado más mi seguridad de Dios. De Dios y de los dioses. Como hombre, he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad”. Estas dilucidaciones son la exposición más completa que ha hecho de sus ideas sobre los asuntos que más le atañen, incluso, por tanto, la forma poética, de la que dice: “no está llamada a desaparecer, antes bien, a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos”, como si presintiera el advenimiento de las actuales escuelas de vanguardia.

A la hora de la apoteosis en su tierra llegan ejemplares de El Canto Errante, desde España que él no pudo traer a pesar de que el libro estaba ya impreso. Sobre este libro recién llegado, Enrique Guzmán siente algo próximo al odio, y Mariano Barreto permanece con las pupilas obnubiladas para la luz que canta, danza e ilumina en los versos de Rubén.



El Canto errante

Madrid, 1907

A los nuevos poetas de las Españas

En su evaluación crítica de El Canto Errante el crítico español Enrique Díez-Canedo se refirió a la influencia de Darío en los poetas españoles, expresando: “De un poeta que ha influido largamente en una generación de poetas, que ha sido exaltado y vituperado, signos todos de una fuerte individualidad, son interesantes las menores notas, los acordes más últimos, los primeros ensayos y tanteos. No es a la última obra de Rubén Darío, pero algo de todo ello tiene, y por lo variado de su composición, por la disparidad de sus inspiraciones, en el tiempo y en el lugar, en el espíritu y en la técnica, podemos considerarlo más que un libro sustantivo, como uno de glosa y explicación… En la versificación este libro es como un conjunto de labor prodigiosa del artista renovador. La maestría técnica de Rubén Darío es absoluta; su lira tiene todas las cuerdas”.

En noviembre de 1907, El Imparcial publicó la reseña que Gómez de Baquero hizo de El canto Errante de Darío que, en partes, dice: 

“Cuando la polvareda de estos juicios apasionados se calme, quedará a la luz serena de la historia, más de la alabanza que de la censura. Pululan indudablemente, en la obra poética de Rubén Darío, las extravagancias, las imágenes contorsionadas, las asperezas y defectos de rima, pero el autor de “Prosas profanas” es un poeta en el más alto sentido, en el creador, creador de rimas, de sensaciones estéticas, de modos nuevos o renovados de versificador y de arrancar a las cosas su oculta y misteriosa poesía. Para los nuevos poetas de las Españas, a quienes dedica su último libro de versos: El Canto Errante es un precursor, un iniciador. Al cabo, fue él quien trajo las gallinas; quien implantó entre nosotros las nuevas modas poéticas”.


Dilucidaciones

I

EL mayor elogio hecho recientemente a la Poesía y a los poetas ha sido expresado en lengua «anglosajona» por un hombre insospechable de extraordinarias complacencias con las nueve Musas. Un yanqui. Se trata de Teodoro Roosevelt.

Ese Presidente de República juzga a los armoniosos portaliras con mucha mejor voluntad que el filósofo Platón. No solamente les corona de rosas; mas sostiene su utilidad para el Estado y pide para ellos la pública estimación y el reconocimiento nacional. Por esto comprenderéis que el terrible cazador es un varón sensato.

Otros poderosos de la tierra, príncipes, políticos, millonarios, manifiestan una plausible deferencia por el dios cuyo arco es de plata, y por sus sacerdotes o representantes en una tierra cada día más vibrante de automóviles... y de bombas. Hay quienes, equivocados, juzgan en decadencia el noble oficio de rimar y casi desaparecida la consoladora vocación de soñar. Esto no es ocasionado por el sport, hoy en creciente auge. Las más ilustres escopetas dejan en paz a los cisnes. La culpa de ese temor, de esa duda sobre la supervivencia de los antiguos ideales, la tiene, entre nosotros, una hora de desencanto que, en la flor de la juventud –hace ya algunos lustros– sufrió un eminente colega –he nombrado a Gedeón–, cuando, entre los intelectuales de su cenáculo, presentó la célebre proposición sobre «si la forma poética está llamada a desaparecer». ¡Ah triste profesor de estética, aunque siempre regocijado y poliforme periodista! La forma poética, es decir, la de la rosada rosa, la de la cola del pavo real, la de los lindos ojos y frescos labios de las sabrosas mozas, no desaparece bajo la gracia del sol. Y en cuanto a la que preocupó siempre a líricos dómines, desde el divino Horacio a D. Josef Mamerto Gómez Hermosilla, ella sigue, persiste, se propaga y hasta se revoluciona, con justo escándalo de nuestro venerable maestro Benot, cuya sabiduría respeto y cuya intransigencia hasta deseos me inspira de aplaudir. Aplaudamos siempre lo sincero, lo consciente, y lo apasionado sobre todo.

II

No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo uno de los puros. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores, porque, como excelentemente lo dice el Señor De Montaigne, y Azorín mi amigo puede certificarlo, «nous avons bien plus de poètes que de juges et interprètes de poésie; il est plus aysé de la faire que de la cognoistre». Y agrega: «A certaine mesure basse, on la peult juger par les préceptes et par art: mais la bonne, la suprême, la divine, est au dessus des règles et de la raison».

Quizá porque entre nosotros no es frecuentemente servida la divina, la buena, la suprema, se usa, por lo general, la mesure basse. Más no hace sino aumentar el gusto por los conceptos métricos. La alegría tradicional tiene sus representantes en regocijados versificadores, en casi todos los diarios. El órgano serio y grave, el Temps madrileño, tiene en su crítico autorizado, en su Gaston Deschamps, vamos al decir, un espíritu jovial que, a pesar de sus tareas trascendentales, no desdeña los entretenimientos de la parodia.

Quedamos, pues, en que la hermandad de los poetas no ha decaído, y aun pudiera renovar algún trecenazgo. Asuntos estéticos acaloran las simpatías y las antipatías. Las violencias o las injusticias provocan naturales reacciones. Los más absurdos propósitos se confunden con generosas campañas de ideas. Mucha parte del público no sabe de lo que se trata, pues los encargados de informarla no desean, en su mayoría, informarse a sí mismos. El diletantismo de otros es poco eficaz en la mediocracia pensante. Una afligente audacia confunde mal aprendidos nombres y mal escuchadas nociones del vivir de tales o cuales centros intelectuales extranjeros. Los nuevos maestros se dedican, más que a luchar en compañía de las nuevas falanges, al cultivo de lo que los teólogos llaman appetitus inordinatus propriae excellentiae.

Existe una élite, es indudable, como en todas partes, y a ella se debe la conservación de una íntima voluntad de pura belleza, de incontaminado entusiasmo. Mas en ese cuerpo de excelentes he aquí que uno predica lo arbitrario; otro, el orden; otro, la anarquía; y otro aconseja, con ejemplo y doctrina, un sonriente, un amable escepticismo. Todos valen. Mas ¿qué hace este admirable hereje, este jansenista, carne de hoguera, que se vuelve contra un grupo de rimadores de ensueños y de inspiraciones, a propósito de un nombre de instrumentos que viene del griego? ¡Cuando, por el amor del griego, se nos debía abrazar! Y ese antaño querido y rústico anfión –natural y fecundo como el chorro de la fuente, como el ruiseñor, como el trigo de la tierra–, ¿por qué me lapida, o me hace lapidar, desde su heredad, porque paso con mi sombrero de Londres o mi corbata de París? Y a los jóvenes, a los ansiosos, a los sedientos de cultura, de perfeccionamiento, o simplemente de novedad, o de antigüedad, ¿por qué se les grita: «¡haced esto!», o «¡haced lo otro!», en vez de dejarles bañar su alma en la luz libre, o respirar en el torbellino de su capricho? La palabra Whim teníala escrita en su cuarto de labor un fuerte hombre de pensamiento cuya sangre no era latina.

Precepto, encasillado, costumbres, clisé..., vocablos sagrados. Anathema sit al que sea osado a perturbar lo convenido de hoy, o lo convenido de ayer. Hay un horror de futurismo, para usar la expresión de este gran cerebral y más grande sentimental que tiene por nombre Gabriel Alomar, el cual será descubierto cuando asesine su tranquilo vivir, o se tire a un improbable Volga en una Riga no aspirada.

El movimiento que en buena parte de las flamantes letras españolas me tocó iniciar, a pesar de mi condición de «meteco» , echada en cara de cuando en cuando por escritores poco avisados, ha hecho que El Imparcial me haya pedido estas dilucidaciones. Alégrame el que puede serme propicia para la nobleza del pensamiento y la claridad del decir esta bella isla donde escribo, esta Isla de Oro, «isla de poetas, y aun de poetas, que, como usted, hayan templado su espíritu en la contemplación de la gran naturaleza americana», como me dice en gentiles y hermosas palabras un escritor apasionado de Mallorca. Me refiero a D. Antonio Maura, Presidente del Consejo de Ministros de Su Majestad Católica.

III

Un espíritu tan penetrante como ágil, un inglés pensante de los mejores, Arthur Symons, expresaba recientemente:

«La Naturaleza, se nos dice, trabaja según el principio de las compensaciones; y en Inglaterra, donde hemos tenido siempre pocos grandes hombres en la mayor parte de las artes, y un nivel general desesperadamente incomprensivo, me parece descubrir un ejemplo brillante de compensación. El público, en Inglaterra, me parece ser el menos artístico y el menos libre del mundo, pero quizá me parece eso porque yo soy inglés y porque conozco ese público mejor que cualquier otro». Hay artistas descontentos en todas partes, que aplican a sus países respectivos el pensar del escritor británico. Yo, sin ser español de nacimiento, pero ciudadano de la lengua, llegué en un tiempo a creer algo parecido de España. De esto hace ya algunos años... Creía a España impermeable a todo rocío artístico que no fuera el que cada mañana primaveral hacía reverdecer los tallos de las antiguas flores de retórica, una retórica que aún hoy mismo juzgan aquí imperante los extranjeros. Ved lo que dice el mismo Symons: «Me pregunto si algún público puede ser, tanto como el público inglés, incapaz de considerar una obra de arte como obra de arte, sin pedirle otra cosa. Me pregunto si esta laguna en el instinto de una raza que posee en sí el instinto de la creación, señala un disgusto momentáneo de la belleza, debido a las influencias puritanas, o bien simplemente una inatención peor aún, que provendría de ese aplastador imperialismo que aniquila las energías del país. No hay duda de que la muchedumbre es siempre ignorante, siempre injusta; pero ¿hay otras muchedumbres opuestas con tanta persistencia al arte, porque es arte, como el público inglés? Otros países tienen sus preferencias. Italia y España, por dos especies retóricas; Alemania, exactamente por lo contrario de lo que aconsejaba Heine cuando decía: «¡Ante todo, nada de énfasis!» Pero yo no veo en Inglaterra ninguna preferencia, aun por una mala forma de arte». El predominio en España de esa especie de retórica, aún persistente en señalados reductos, es lo que combatimos los que luchamos por nuestros ideales en nombre de la amplitud de la cultura y de la libertad.

No es, como lo sospechan algunos profesores o cronistas, la importación de otra retórica, de otro poncif, con nuevos preceptos, con nuevo encasillado, con nuevos códigos. Y, ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas.

El clisé verbal es dañoso porque encierra en sí el clisé mental, y, juntos, perpetúan la anquilosis, la inmovilidad.

Y debo hacer un corto paréntesis, pro domo mea. No habría comenzado la exposición de estos mis modos de ver sin la amable invitación de Los Lunes de El Imparcial, hoja gloriosa desde días memorables en que ofreciera sus columnas a los pareceres estéticos de maestros de hoy por todos venerados y admirados. No soy afecto a polémicas. Me he declarado, además, en otra ocasión, y con placer íntimo, el ser menos pedagógico de la tierra. Nunca he dicho: «lo que yo hago es lo que se debe hacer». Antes bien, y en las palabras liminares de mis Prosas Profanas, cité la frase de Wagner a su discípula Augusta Holmes: «Sobre todo, no imitar a nadie, y mucho menos, a mí». Tanto en Europa como en América se me ha atacado con singular y hermoso encarnizamiento. Con el montón de piedras que me han arrojado pudiera bien construirme un rompeolas que retardase en lo posible la inevitable creciente del olvido... Tan solamente he contestado a la crítica tres veces, por la categoría de sus representantes, y porque mi natural orgullo juvenil, ¡entonces!, recibiera también flores de los sagitarios. Por lo demás, ellos se llamaban Max Nordau, Paul Groussac, Leopoldo Alas.

No creo preciso poner Cátedra de teorías de aristos. Aristos, para mí, en este caso, significa, sobre todo, independientes. No hay mejor excelencia. Por lo que a mí toca, si hay quien me dice, con aire alemán y con lenguaje un poco bíblico: «Mi verdad es la verdad», le contesto: «Buen provecho. Déjeme usted con la mía, que así me place, en una deliciosa interinidad».

IV

Deseo también enmendar algún punto en que han errado mis defensores, que buenos los he tenido en España. Los maestros de la generación pasada nunca fueron sino benévolos y generosos conmigo. Los que en estos asuntos se interesan no ignoran que Valera, en estas mismas columnas, fue quien dio a conocer, con un gentil entusiasmo muy superior a su ironía, la pequeña obra primigenia que inició allá en América la manera de pensar y de escribir que hoy suscita, aquí y allá, ya inefables, ya truculentas controversias. Campoamor fue para mí lo que testigos eminentes –entre ellos José Verdes Montenegro– pudieran certificar. Castelar me dio pruebas de intelectual estímulo. Núñez de Arce, cuando estuve en Madrid por la primera vez, como delegado de mi país natal a las fiestas colombinas, fue tan entusiasta conmigo, que hizo todo lo posible porque me quedara en la Corte. Habló al respecto con Cánovas del Castillo –otro ilustre y bondadoso amigo mío–, y Cánovas escribió al Marqués de Comillas solicitando para mí un puesto en la Trasatlántica. Entre tanto yo partí. No sin que antes en las tertulias de Valera se aplaudiesen y se criticasen algunos de los que llamaban mis atrevimientos líricos, que eran entonces, lo confieso, muy inocentes, y apenas de un modesto parnasianismo: Elogio de la seguidilla; un «Pórtico» para el libro En tropel, de Salvador Rueda. Mis versos fueron bien recibidos la primera vez que hablara ante un público español –fue en una velada en que tomaba parte don José Canalejas–. Rueda me alababa, no tanto como yo a él. Mas mis amigos literarios, además de los que he nombrado, se llamaban entonces Manuel del Palacio, Narciso Campillo, el Duque de Almenara, el Conde de las Navas, don Luis Vidart, don Miguel de los Santos Álvarez... Me apresuro a decir que yo tenía la grata edad de veinticinco años.

Estos cortos puntos de autobiografía literaria son para hacer notar que se equivocan los que afirman que yo no he sido bien acogido por los dirigentes anteriores. En esos mismos tiempos mi ilustre amiga doña Emilia Pardo Bazán se dio la voluptuosidad de hacerme recitar versos en su salón, en compañía del autor de Pedro Abelardo... Y mis aficiones clásicas encontraban un consuelo con la amistosa conversación de cierto joven maestro que vivía, como yo, en el hotel de las Cuatro Naciones; se llamaba, y se llama hoy en plena gloria, Marcelino Menéndez y Pelayo. Él fue quien, oyendo una vez a un irritado censor atacar mis versos del «Pórtico» a Rueda, como peligrosa novedad,

[...]

Y esto pasó en el reinado de Hugo, 

emperador de la barba florida.

dijo: «Ésos son, sencillamente, los viejos endecasílabos de gaita gallega:

Tanto bailé con el ama del cura,

tanto bailé, que me dio calentura».

Y yo aprobé. Porque siempre apruebo lo correcto, lo justo y lo bien intencionado. Yo no creía haber inventado nada... Se me había ocurrido la cosa como a Valmajour, el tamborilero de Provenza... O había «pensado musicalmente», según el decir de Carlyle, esa mala compañía.

Desde entonces hasta hoy, jamás me he propuesto ni asombrar al burgués, ni martirizar mi pensamiento en potros de palabras.

No gusto de moldes nuevos ni viejos... Mi verso ha nacido siempre con su cuerpo y su alma, y no le he aplicado ninguna clase de ortopedia. He, sí, cantado aires antiguos; y he querido ir hacia el porvenir, siempre bajo el divino imperio de la música-música de las ideas, música del verbo.

V

«Los pensamientos e intenciones de un poeta son su estética», dice un buen escritor. Que me place. Pienso que el don del arte es aquel que, de modo superior hace que nos reconozcamos íntima y exteriormente ante la vida. El poeta tiene la visión directa e introspectiva de la vida y una supervisión que va más allá de lo que está sujeto a las leyes del general conocimiento. La religión y la filosofía se encuentran con el arte en tales fronteras, pues en ambas hay también una ambiencia artística. Estamos lejos de la conocida comparación del arte con el juego. Andan por el mundo tantas flamantes teorías y enseñanzas estéticas... Las venden al peso, adobadas de ciencia fresca, de la que se descompone más pronto, para aparecer renovada en los catálogos y escaparates pasado mañana.

Yo he dicho: Cuando dije que mi poesía era «mía en mí», sostuve la primera condición de mi existir, sin pretensión ninguna de causar sectarismo en mente o voluntad ajena, y en un intenso amor absoluto de la Belleza. Yo he dicho: Ser sincero es ser potente. La actividad humana no se ejercita por medio de la ciencia y de los conocimientos actuales, sino en el vencimiento del tiempo y del espacio. Yo he dicho: Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo. He meditado ante el problema de la existencia y he procurado ir hacia la más alta idealidad. He expresado lo expresable de mi alma y he querido penetrar en el alma de los demás, y hundirme en la vasta alma universal. He apartado asimismo, como quiere Schopenhauer, mi individualidad del resto del mundo, y he visto con desinterés lo que a mi yo parece extraño, para convencerme de que nada es extraño a mi yo. He cantado, en mis diferentes modos, el espectáculo multiforme de la Naturaleza y su inmenso misterio. He celebrado el heroísmo, las épocas bellas de la Historia, los poetas, los ensueños, las esperanzas. He impuesto al instrumento lírico mi voluntad del momento, siendo a mi vez órgano de los instantes, vario y variable, según la dirección que imprime el inexplicable Destino.

Amador de la lectura clásica, me he nutrido de ella, mas siguiendo el paso de mis días. He comprendido la fuerza de las tradiciones en el pasado, y de las previsiones en lo futuro. He dicho que la tierra es bella, que en el arcano del vivir hay que gozar de la realidad alimentados de ideal. Y que hay instantes tristes por culpa de un monstruo malhechor llamado Esfinge. Y he cantado también a ese monstruo malhechor. Yo he dicho:

Es incidencia la Historia. Nuestro destino supremo

está más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas.

Y Palenke y la Atlántida no son más que momentos soberbios

con que puntúa Dios los versos de su augusto Poema.

He celebrado las conquistas humanas y he, cada día, afianzado más mi seguridad de Dios. De Dios y de los dioses. Como hombre, he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad. Todo ello para que, fuera de la comprensión de los que me entienden con intelecto de amor, haga pensar a determinados profesores en tales textos; a la cuquería literaria, en escuelas y modas, a este ciudadano, en el ajenjo del Barrio Latino, y al otro, en las decoraciones «arte nuevo» de los bars y music halls. He comprendido la inanidad de la crítica. Un diplomático os alaba por lo menos alabable que tenéis: y otro os censura en mal latín o en esperanto. Este doctor de fama universal os llama aquí «ese gran talento de Rubén Darío», y allá os inflige un estupefaciente desdén... Este amigo os defiende temeroso. Este enemigo os cubre de flores, pidiéndoos por bajo una limosna. Eso es la literatura... Eso es lo que yo abomino. Maldígame la potencia divina si alguna vez, después de un roce semejante, no he ido al baño de luz lustral que todo lo purifica: la autoconfesión ante la única Norma.

VI

Jamás he manifestado el culto exclusivo de la palabra por la palabra. «Las palabras –escribe el señor Ortega y Gasset, cuyos pensares me halagan–, las palabras son logaritmos de las cosas, imágenes, ideas y sentimientos, y por tanto, sólo pueden emplearse como signos de valores, nunca como valores». De acuerdo. Mas la palabra nace juntamente con la idea, o coexiste con la idea, pues no podemos darnos cuenta de la una sin la otra. Tal mi sentir, a menos que alguien me contradiga después de haber presenciado el parto del cerebro, observando con el microscopio los neurones de nuestro gran Cajal.

En el principio está la palabra como única representación. No simplemente como signo, puesto que no hay antes nada que representar. En el principio está la palabra como manifestación de la unidad infinita, pero ya conteniéndola. Et verbum erat Deus.

La palabra no es en sí más que un signo, o una combinación de signos; mas lo contiene todo por la virtud demiúrgica. Los que la usan mal, serán los culpables, si no saben manejar esos peligrosos y delicados medios. Y el arte de la ordenación de las palabras no deberá estar sujeto a imposición de yugos, puesto que acaba de nacer la verdad que dice: el arte no es un conjunto de reglas, sino una armonía de caprichos.

Yo no soy iconoclasta. ¿Para qué? Hace siempre falta a la creación el tiempo perdido en destruir. Mal haya la filosofía que viene de Alemania, que viene de Inglaterra o que viene de Francia, si ella viene a quitar, y no a dar. Sepamos que muchas de esas cosas flamantes importadas yacen, entre polillas, en ancianos infolios españoles. Y las que no, son pruebas por corregir para la edición de mañana, en espera de una sucesión de correcciones. Se está ahora, editorialmente –en Palma de Mallorca–, desenterrando de sus cenizas a un Lulio. ¿Creéis que este fénix resucitado contenga menos que lo que puede dar a la percepción filosófica de hoy cualquiera de los reporters usuales en cátedras periodísticas y más o menos sorbónicas del día?

Construir, hacer, ¡oh juventud! juntos para el templo; solos para el culto. Juntos para edificar; solos para orar. Y con la constancia no será la menor virtud, que en ella va la invencible voluntad de crear. Mas si alguien dijera: «Son cosas de ideólogos», o «son cosas de poetas», decir que no somos otra cosa. Es expresar: además del cerdo y del cisne, que nos han adjudicado ciertos filósofos, tenemos el ángel.

¡Tener ángel, Dios mío! Pido exegetas andaluces.

Resuma La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte. El don de arte es un don superior que permite entrar en lo desconocido de antes y en lo ignorado de después, en el ambiente del ensueño o de la meditación. Hay una música ideal como hay una música verbal. No hay escuelas; hay poetas. El verdadero artista comprende todas las maneras y halla la belleza bajo todas las formas. Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia.

R. D.


El Canto Errante

El cantor va por todo el mundo

sonriente o meditabundo.


El cantor va sobre la tierra

en blanca paz o en roja guerra.


Sobre el lomo del elefante

por la enorme India alucinante.


En palanquín y en seda fina

por el corazón de la China;


en automóvil en Lutecia;

en negra góndola en Venecia;


sobre las pampas y los llanos

en los potros americanos;


por el río va en la canoa,

o se le ve sobre la proa


de un steamer sobre el vasto mar,

o en un vagón de sleeping-car.


El dromedario del desierto,

barco vivo, le lleva a un puerto.


Sobre el raudo trineo trepa

en la blancura de la estepa


O en el silencio de cristal

que ama la aurora boreal.


El cantor va a pie por los prados,

entre las siembras y ganados.


Y entra en su Londres en el tren,

y en asno a su Jerusalén.


Con estafetas y con malas,

va el cantor por la humanidad.


El canto vuela, con sus alas:

Armonía y Eternidad.



INTENSIDAD

Metempsicosis


Yo fui un soldado que durmió en el lecho

de Cleopatra la reina. Su blancura

y su mirada astral y omnipotente.

Eso fue todo.


¡Oh mirada! ¡oh blancura! y ¡oh aquel lecho

en que estaba radiante la blancura!

¡Oh la rosa marmórea omnipotente!

Eso fue todo.


Y crujió su espinazo por mi brazo;

y yo, liberto, hice olvidar a Antonio

(¡oh el lecho y la mirada y la blancura!)

Eso fue todo.


Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre

tuve de Galia, y la imperial becerra

me dio un minuto audaz de su capricho.

Eso fue todo.


¿Por qué en aquel espasmo las tenazas

de mis dedos de bronce no apretaron

el cuello de la blanca reina en brama?

Eso fue todo.


Yo fui llevado a Egipto. La cadena

tuve al pescuezo. Fui comido un día

por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.

Eso fue todo.



A Colón


¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América,

tu india virgen y hermosa de sangre cálida,

la perla de tus sueños, es una histérica

de convulsivos nervios y frente pálida.


Un desastroso espíritu posee tu tierra:

donde la tribu unida blandió sus mazas,

hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra,

se hieren y destrozan las mismas razas.


A1 ídolo de piedra reemplaza ahora

el ídolo de carne que se entroniza,

y cada día alumbra la blanca aurora

en los campos fraternos sangre y ceniza.


Desdeñando a los reyes, nos dimos leyes

al son de los cañones y los clarines,

y hoy al favor siniestro de negros Reyes

fraternizan los Judas con los Caínes.


Bebiendo la esparcida savia francesa

con nuestra boca indígena semiespañola,

día a día cantamos la Marsellesa

para acabar danzando la Carmañola.


Las ambiciones pérfidas no tienen diques,

soñadas libertades yacen deshechas.

¡Eso no hicieron nunca nuestros Caciques,

a quienes las montañas daban las flechas!


Ellos eran soberbios, leales y francos,

ceñidas las cabezas de raras plumas;

¡ojalá hubieran sido los hombres blancos

como los Atahualpas y Moctezumas!


Cuando en vientres de América cayó semilla

de la raza de hierro que fue de España,

mezcló su fuerza heroica la gran Castilla

con la fuerza del indio de la montaña.


¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas

no reflejaran nunca las blancas velas;

ni vieran las estrellas estupefactas

arribar a la orilla tus carabelas!


Libres como las águilas, vieran los montes

pasar los aborígenes por los boscajes,

persiguiendo los pumas y los bisontes

con el dardo certero de sus carcajes.


Que más valiera el jefe rudo y bizarro

que el soldado que en fango sus glorias finca,

que ha hecho gemir al zipa bajo su carro

o temblar las heladas momias del Inca.


La cruz que nos llevaste padece mengua;

y tras encanalladas revoluciones,

la canalla escritora mancha la lengua

que escribieron Cervantes y Calderones.


Cristo va por las calles flaco y enclenque,

Barrabás tiene esclavos y charreteras,

y las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque

han visto engalonadas a las panteras.


Duelos, espantos, guerras, fiebre constante

en nuestra senda ha puesto la suerte triste:

¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,

ruega a Dios por el mundo que descubriste!


1892.


Momotombo

O vieux Momotombo, colosse chauve et nu...

V. H.

El tren iba rodando sobre sus rieles. Era

en los días de mi dorada primavera

y era en mi Nicaragua natal.

De pronto, entre las copas de los árboles, vi

un cono gigantesco, «calvo y desnudo», y

lleno de antiguo orgullo triunfal.


Ya había yo leído a Hugo y la leyenda

que Squier le enseñó. Como una vasta tienda

vi aquel coloso negro ante el sol,

maravilloso de majestad. Padre viejo

que se duplica en el armonioso espejo

de una agua perla, esmeralda, col.


Agua de un vario verde y de un gris tan cambiante,

que discernir no deja su ópalo y su diamante,

a la vasta llama tropical.

Momotombo se alzaba lírico y soberano,

yo tenía quince años: ¡una estrella en la mano!

Y era en mi Nicaragua natal.


Ya estaba yo nutrido de Oviedo y de Gomara,

y mi alma florida soñaba historia rara,

fábula, cuento, romance, amor

de conquistas, victorias de caballeros bravos,

incas y sacerdotes, prisioneros y esclavos,

plumas y oro, audacia, esplendor.


Y llegué y vi en las nubes la prestigiosa testa

de aquel cono de siglos, de aquel volcán de gesta,

que era ante mí de revelación.

Señor de las alturas, emperador del agua,

a sus pies el divino lago de Managua,

con islas todas luz y canción.


¡Momotombo! –exclamé–. ¡Oh nombre de epopeya!

Con razón Hugo el grande en tu onomatopeya

ritmo escuchó que es de eternidad.

Dijérase que fueses para las sombras dique,

desde que oyera el blanco la lengua del cacique

en sus discursos de libertad.


Padre de fuego y piedra, yo te pedí ese día

tu secreto de llamas, tu arcano de armonía,

la iniciación que podías dar;

por ti pensé en lo inmenso de Osas y Peliones,

en que arriba hay titanes en las constelaciones

y abajo, dentro la tierra y el mar.


¡Oh Momotombo ronco y sonoro! Te amo

porque a tu evocación vienen a mí otra vez,

obedeciendo a un íntimo reclamo,

perfumes de mi infancia, brisas de mi niñez.


¡Los estandartes de la tarde y de la aurora!

Nunca los vi más bellos que alzados sobre ti,

toda zafir la cúpula sonora

sobre los triunfos de oro, de esmeralda y rubí.


Cuando las babilonias del Poniente

en purpúreas catástrofes hacia la inmensidad

rodaban tras la augusta soberbia de tu frente,

eras tú como el símbolo de la Serenidad.


En tu incesante hornalla vi la perpetua guerra,

en tu roca unidades que nunca acabarán.

Sentí en tus terremotos la brama de la tierra

y la inmortalidad de Pan.


¡Con un alma volcánica entre la dura vida,

Aquilón y huracán sufrió mi corazón,

y de mi mente mueven la cimera encendida

huracán y Aquilón!


Tu voz escuchó un día Cristóforo Colombo;

Hugo cantó tu gesta legendaria. Los dos

fueron, como tú, enormes, Momotombo,

montañas habitadas por el fuego de Dios.


¡Hacia el misterio caen poetas y montañas;

y romperase el cielo de cristal

cuando luchen sonando de Pan las siete cañas

y la trompeta del Juicio Final!



Israel


¡Israel! ¡Israel! ¿Cuándo de tu divina

faz en la sangre pura resbalará el diamante?

¿Cuándo el viento del río hará que el arpa cante

entre el concurso eterno de la brisa argentina?


¿Cuándo será la cabellera que se inclina 

agitada por un viento perseverante?

¿Cuándo el brazo de luz dará al judío Errante

el vaso en que se abreve del agua cristalina?


¡Israel! ¡Israel! Eso será en la hora

en que cante a los cielos la alondra pecadora

y en el profundo abismo se conmueva el grande ojo.


Y cuando levantados el santo y el aristo,

ponga su blanca mano nuestro príncipe Cristo,

ponga su blanca mano sobre el infierno rojo.



Salutación al águila

... Máy Mis grand Union have no end!

Fontoura Xavier.


Bien vengas, mágica Águila de alas enormes y fuertes,

a extender sobre el Sur tu gran sombra continental,

a traer en tus garras, anilladas de rojos brillantes,

una palma de gloria, del color de la inmensa esperanza,

y en tu pico la oliva de una vasta y fecunda paz.


Bien vengas, oh mágica Águila, que amara tanto Walt Whitman,

quien te hubiera cantado en esta olímpica jira,

Águila que has llevado tu noble y magnífico símbolo

desde el trono de Júpiter, hasta el gran continente del Norte.


Ciertamente, has estado en las rudas conquistas del orbe.

Ciertamente, has tenido que llevar los antiguos rayos.

Si tus alas abiertas la visión de la paz perpetúan,

en tu pico y tus uñas está la necesaria guerra.


¡Precisión de la fuerza! ¡Majestad adquirida del trueno!

Necesidad de abrirle el gran vientre fecundo a la tierra

para que en ella brote la concreción de oro de la espiga,

y tenga el hombre el pan con que mueve su sangre.


No es humana la paz con que sueñan ilusos profetas,

la actividad eterna hace precisa la lucha:

y desde tu etérea altura tú contemplas, divina Águila,

la agitación combativa de nuestro globo vibrante.


Es incidencia la historia. Nuestro destino supremo

está más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas,

y Palenque y la Atlántida no son más que momentos soberbios

con que puntúa Dios los versos de su augusto Poema.


Muy bien llegada seas a la tierra pujante y ubérrima,

sobre la cual la Cruz del Sur está, que miró Dante

cuando siendo Mesías, impulsó en su intuición sus bajeles,

que antes que los del sumo Cristóbal supieron nuestro cielo.


E pluribus unum! ¡Gloria, victoria, trabajo!

Tráenos los secretos de las labores del Norte,

y que los hijos nuestros dejen de ser los retores latinos,

y aprendan de los yanquis la constancia, el vigor, el carácter.


¡Dinos, Águila ilustre, la manera de hacer multitudes

que hagan Romas y Grecias con el jugo del mundo presente,

y que, potentes y sobrias, extiendan su luz y su imperio

y que, teniendo el Águila y el Bisonte y el Hierro y el Oro,

tengan un áureo día para darle las gracias a Dios!


Águila, existe el Cóndor. Es tu hermano en las grandes alturas.

Los Andes le conocen y saben que, como tú, mira al Sol.

May this grand Union have no end!, dice el poeta.

Puedan ambos juntarse en plenitud, concordia y esfuerzo.


Águila, que conoces desde Jove hasta Zaratustra

y que tienes en los Estados Unidos monumento,

que sea tu venida fecunda para estas naciones

que el pabellón admiran constelados de bandas y estrellas.


¡Águila, que estuviste en las horas sublimes de Patmos,

Águila prodigiosa, que te nutres de luz y de azul,

como una Cruz viviente, vuela sobre estas naciones,

y comunica al globo la victoria feliz del futuro!


Por algo eres la antigua mensajera jupiterina,

por algo has presenciado cataclismos y luchas de razas,

por algo estás presente en los sueños del Apocalipsis,

por algo eres el ave que han buscado los fuertes imperios.


¡Salud, Águila! Extensa virtud a tus inmensos revuelos,

reina de los azures, ¡salud! ¡gloria! ¡victoria y encanto!

¡Que la Latina América reciba tu mágica influencia

y que renazca nuevo Olimpo, lleno de dioses y de héroes!


¡Adelante, siempre adelante! Excelsior! ¡Vida! ¡Lumbre!

Que se cumpla lo prometido en los destinos terrenos,

y que vuestra obra inmensa las aprobaciones recoja

del mirar de los astros, y de lo que Hay más Allá!

Río de Janeiro, 1906



A Francia

¡Los bárbaros, Francia! ¡Los bárbaros, cara Lutecia!

Bajo áurea rotonda reposa tu gran Paladín.

Del cíclope al golpe ¿qué pueden las risas de Grecia?

¿Qué pueden las gracias, si Heracles agita su crin?


En locas faunalias no sientes el viento que arrecia,

el viento que arrecia del lado del férreo Berlín,

y allí, bajo el templo que tu alma pagana desprecia,

tu vate hecho polvo no puede sonar su clarín.


Suspende, Bizancio, tu fiesta mortal y divina;

¡oh Roma, suspende, la fiesta divina y mortal!

Hay algo que viene como una invasión aquilina


que aguarda temblando la curva del Arco Triunfal.

¡Tannhäuser! Resuena la marcha marcial y argentina,

y vese a lo lejos la gloria de un casco imperial.

1893



Desde la Pampa


¡Yo os saludo desde el fondo de la Pampa! ¡Yo os saludo

bajo el gran sol argentino

que como un glorioso escudo

cincelado en oro fino

sobre el palio azul del viento

se destaca en el divino

firmamento!


Os saludo desde el campo lleno de hojas y de luces

cuya verde maravilla cruzan potros y avestruces,

o la enorme vaca roja,

o el rebaño gris, que a un tiempo luz y hoja

busca y muerde

en el mágico ondular

que simula el fresco y verde

trebolar.


En la pampa solitaria

todo es himno o es plegaria;

escuchad

cómo cielo y tierra se unen en un cántico infinito;

todo vibra en este grito:

¡Libertad!


Junto al médano que finge

ya un enorme lomo equino, ya la testa de una esfinge,

bajo un aire de cristal,

pasa el gaucho, muge el toro,

y entre fina flor de oro

y entre el cardo episcopal,

la calandria lanza el trino

de tristezas o de amor;

la calandria misteriosa, ese triste y campesino

ruiseñor.


Yo os saludo en el ensueño

de pasadas epopeyas gloriosas;

el caballo zahareño

del vencedor; la bandera,

los fusiles con sus truenos y la sangre con sus rosas;

la aguerrida hueste fiera,

la aguerrida hueste fiera que va a toque de clarín;

el que guía, el Héroe, el Hombre;

y en los labios de los bravos, este nombre:

¡San Martín!


De la pampa en las augustas

soledades,

al clamor de las robustas

cien bocinas del pampero, yo saludo a las ciudades

de la mar,

con sus costas erizadas de navíos,

con sus ríos

donde mil urnas colmadas su riqueza han de volcar.


¡Argentinos! ¡Dios os guarde!

Ven mis ojos cómo riega

perla y rosa de la tarde

el crepúsculo que llega,

mientras la pampa ilumina,

rojo y puro, como el oro en el crisol,

el diamante que prefiere la República Argentina:

¡Vuestro Sol!


Colonia La Merced, Villarino. Abril, 1898



Revelación

En el acantilado de una roca

que se alza sobre el mar, yo lancé un grito

que de viento y de sal llenó mi boca:


A la visión azul de lo infinito,

al poniente magnífico y sangriento,

al rojo sol todo milagro y mito.


Y sentí que sorbía en sal y viento

como una comunión de comuniones

que en mí hería sentido y pensamiento.


Vidas de palpitantes corazones,

luz que ciencia concreta en sus entrañas

y prodigios de las constelaciones.


Y oí la voz del dios de las montañas

que anunciaba su vuelta en el concierto

maravilloso de sus siete cañas.


Y clamé y dijo mi palabra: «¡Es cierto,

el gran dios de la fuerza y de la vida,

Pan, el gran Pan de la inmortal, no ha muerto!».


Volví la vista a la montaña erguida

como buscando la bicorne frente

que pone el sol en el alma del panida.


Y vi la singular doble serpiente

que enroscada al celeste caduceo

pasó sobre las olas de repente


llevada por Mercurio. Y mi deseo

tornó a Thalasa maternal la vista,

pues todo hallo en la mar cuando la veo.


Y vi azul y topacio y amatista,

oro y perla y argento y violeta,

y de la hija de Electra la conquista.


Y escuché el ronco ruido de trompeta

que del tritón el caracol derrama,

y a la sirena, amada del poeta.


Y con la voz de quien aspira y ama,

clamé: «¿Dónde está el dios que hace del lodo

con el hendido pie brotar el trigo,


que a la tribu ideal salva en su éxodo?».

Y oí dentro de mí: «Yo estoy contigo,

y estoy en ti y por ti, yo soy el Todo».



Tutecotzimí

Al cavar en el suelo de la ciudad antigua,

la metálica punta de la piqueta choca

con una joya de oro, una labrada roca,

una flecha, un fetiche, un dios de forma ambigua,

o los muros enormes de un templo. Mi piqueta

trabaja en el terreno de la América ignota.


¡Suene armoniosa mi piqueta de poeta!

¡Y descubra oro y ópalos y rica piedra fina,

templo o estatua rota!

Y el misterio jeroglífico adivina

la Musa.


De la temporal bruma surge la vida extraña

de pueblos abolidos; la leyenda confusa

se ilumina; revela secretos la montaña

en que se alza la ruina.


Los centenarios árboles saben de procesiones,

de luchas y de ritos inmemoriales. Canta

un cenzontle: ¿Qué canta? ¿Un canto nunca oído?

El pájaro en un ídolo ha fabricado el nido.

(Ese canto escucharon las mujeres toltecas

y deleitó al soberbio príncipe Moctezuma.)

Mientras el puma hace crujir las hojas secas

el quetzal muestra al iris la gloria de su pluma

y los dioses animan de la fuente el acento.

Al caer de la tarde un poniente sangriento

tiende su palio bárbaro; y de una rara lira

lleva la lengua musical el vago viento.


Y Netzahualcóyotl, el poeta, suspira.


Cuaucmichín, el cacique sacerdotal y noble,

viene de caza. Síguele fila apretada y doble

de sus flecheros ágiles. Su aire es bravo y triunfal.

Sobre su frente lleva bruñido cerco de oro;

y vese, al sol que se alza del florestal sonoro,

que en la diadema tiembla la pluma de un quetzal.


Es la mañana mágica del encendido trópico.

Como una gran serpiente camina el río hidrópico

en cuyas aguas glaucas las hojas secan van.

El lienzo cristalino sopló sutil arruga,

el combo caparacho que arrastra la tortuga,

o la crestada cola de hierro del caimán.


Junto al verdoso charco, sobre las piedras toscas,

rubí, cristal, zafiro, las susurrantes moscas

del vaho de la tierra pasan cribando el tul;

e intacta con su veste de terciopelo rico,

abanicando el lodo con su doble abanico,

está como extasiada la mariposa azul.


Las selvas foscas vibran con el calor del día;

al viento el pavo negro su grito agudo fía,

y el grillo aturde el verde, tupido carrizal;

un pájaro del bosque remeda un son de cuerno;

prolonga la cigarra su chincharchar eterno

y el grito de su pito repite el pito-real.


Los altos aguacates invade ágil la ardilla,

su cola es un plumero, su ojo pequeño brilla,

sus dientes llueven fruta del árbol productor;

y con su vuelo rápido que espanta el avispero,

pasa el bribón y obscuro sanate-clarinero

llamando al compañero con áspero clamor.


Su vasto aliento lanzan los bosques primitivos;

vuelan al menor ruido los quetzales esquivos,

sobre la aristoloquia revuela el colibrí:

y junto a la parásita lujosa está la iguana,

como hija misteriosa de la montaña indiana

que anima el teutl oculto del sacro teocalí.


El gran cacique deja los bosques de esmeralda;

camina a su palacio, el carcaj a la espalda,

carcaj dorado y fino que brilla al rubio sol.

Tras él van los flecheros; y en hombros de los siervos,

ensangrentando el suelo, los montaraces ciervos

que hirió la caña elástica del firme huiscoyol.


Camina. Llega al regio palacio el jefe noble.

De las cuadradas puertas en el quicio de roble,

de Otzotskij, su tierna hija, ve el flamante huepil.

Súbito se oye un sordo rumor de voz profunda.

¿Es la onda del Motagua que la ciudad inunda?

No, cacique; ese ruido es del pueblo pipil.


Como torrente humano que ruge y se desborda,

con un clamor terrible que la ciudad asorda,

hacia el palacio vienen los hijos de Ahuitzol.

Primero, revestidos de cien plumajes varios,

los altos sacerdotes, los ricos dignatarios,

que llevan con orgullo sus mantos tornasol.


Después, van los guerreros, los de brazos membrudos,

los que metal y cuerno tienen en sus escudos,

soldados de Sakulen, soldados de Nebaj;

por último, zahareños, cobrizos y salvajes,

el cuerpo nudo y rojo de míticos tatuajes,

Ixiles de la Sierra, con arcos y carcaj.


Como a la roca el río, circundan el palacio.

Sus voces redobladas se elevan al espacio

como voz de montaña y voz de tempestad:

hay jóvenes robustos de fieros aires regios,

ancianos centenarios que saben sortilegios,

brujos que invocar osan al gran Tamagastad.


Y a la cabeza marcha con noble continente

Tejij, que es el poeta litúrgico y valiente,

que en su pupila tiene la luz de la visión.

Lleva colgado al cuello un quetzalcoatl de oro;

lleva, en los pies, velludos caites de piel de toro;

y alza la frente, altivo, como un joven león.


Del palacio en la puerta vese erguido el cacique.

Tekij alza sus brazos. Su gesto, como un dique,

contiene el gran torrente de agitación y voz.

Cuaucmichín, orgulloso, se apoya en su arco elástico,

y teniendo en sus labios como un rictus sarcástico,

pone en sus pardas cejas una curva feroz...


Curva de donde lanza cual flecha su mirada

sobre las mil cabezas de la turba apiñada,

curva como la curva del arco de Huracán.

Y Tekij habla al príncipe que le escucha impasible:

y lleva el aire tórrido la palabra terrible,

como el divino trueno de la ira de un Titán.


 –«Cuaucmichín, la montaña te habla en mi lengua, ahora.

La tierra está enojada, la raza pipil llora,

y tu nahual maldice, ¡serpiente-tacuazín.

Eres cobarde fiera que reina en el ganado.

¿Por qué de los pipiles la sangre has derramado

como tigre del monte, Cuaucmichín, Cuaucmichín?


¡Cuaucmichín! El octavo Rey de los mexicanos

era grande. Si abría los dedos de sus manos

más de un millón de flechas obscurecía el sol.

Era de oro macizo su silla y su consejo.

Tenía en mucho al sabio; pedía juicio al viejo;

su maza era pesada, llamábase Ahuitzol.


»Quelenes, zapotecas, tendales, katchikeles,

los mames que se adornan con ópalos y pieles,

los jefes aguerridos del bélico quiché,

temían los embates del fuerte mexicano

que tuvo, como tienen los dioses en la mano

la flecha que en el trueno relampaguear se ve.


»Él quiso ser pacífico y engrandecer un día

su reino. Eso era justo. Y en Guatemala había

tierra fecunda y virgen, montañas que poblar.

Mandó Ahuitzol cinco hombres a conquistar la tierra,

sin lanzas, sin escudos y sin carcaj de guerra,

sin fuerzas poderosas ni pompa militar.


»Eran cinco pipiles; eran los Padres nuestros;

eran cultivadores, agricultores, diestros

en prácticas pacíficas; sembraban el añil,

cocían argamasas, vendían pieles y aves;

así fundaron, rústicos, espléndidos y suaves,

los prístinos cimientos del pueblo del pipil.


»Pipil, es decir, niño. Eso es ingenuo y franco.

Vino un anciano entre ellos con el cabello blanco,

y a ése miraban todos como una majestad.

Vino un mancebo hermoso que abría al monte brechas,

que lanzaba a las águilas sus voladoras flechas,

y que cantaba alegre bajo la tempestad.


»El Rey murió; la muerte es reina de los reyes.

Nuestros padres formaron nuestras sagradas leyes;

hablaron con los dioses en lengua de verdad.

Y un día, en la floresta, Votán dijo a un anciano

que él no bebía sangre del sacrificio humano,

que sangre es chicha roja para Tamagastad.


»Por eso los pipiles jamás se la ofrecimos,

del plátano fragante cortamos los racimos

para ofrecérselos al dios sagrado y fiel.

La sangre de las bestias el cuchillo derrame;

mas sangre de pipiles, oh Cuaucmichín infame,

ayer has ofrecido en holocausto cruel».


–«¡Yo soy el sacerdote cacique y combatiente!»

Tal ha rugido el jefe. Tekij grita a la gente:

–«Puesto que el tigre muestra las garras, sea, pues».

Y, como la tormenta, los clamores humanos,

sobre cabezas ásperas, sobre crispadas manos,

se calman un instante para tornar después.


–«¡Flecheros, al combate!», clama el fuerte cacique,

y cual si no existiese quien el ataque indique,

se quedan los flecheros inmóviles, sin voz.

–«¡Flecheros, muerte al tigre!», responde un indio fiero.

Tekij alza los brazos, y quédase el flechero

deteniendo el empuje de la flecha veloz.


Y Tekij: –«¡Es indigno de la flecha o la lanza!

¡La tierra se estremece para clamar venganza!

¡A las piedras, pipiles!».


Cuando el grito feroz

de los castigadores calló y el jefe odiado

en sanguinoso fango quedó despedazado,

vióse pasar un hombre cantando en alta voz

un canto mexicano. Cantaba cielo y tierra,

alababa a los dioses, maldecía la guerra.

Llamáronle: –«¿Tú cantas paz y trabajo?». –«Sí».

–«Toma el palacio, el campo, carcajes y huepiles;

celebra a nuestros dioses, dirige a los pipiles».


Y así empezó el reinado de Tutecotzimí.

1890



En elogio del Ilmo. 

Sr. Obispo de Córdoba fray Mamerto Esquiu, O. M.


Un báculo que era como un tallo de lirios,

una vida en cilicios de adorables martirios,

un blanco horror de Belcebú,


un salterio celeste de vírgenes y santos,

un cáliz de virtudes y una copa de cantos,

tal era Fray Mamerto Esquiú.


Con su mano sagrada fue a recoger estrellas.

Antes cansó su planta, dejando augustas huellas,

feliz Pastor de su país.


Ahora corta del Padre las sacras azucenas;

sobre esta tierra amarga, cogía a manos llenas

las florecillas del de Asís.


¡Oh luminosas Pascuas! ¡Oh Santa Epifanía!

Salvete flores martyrum!, canta el clarín del día

con voz de bronce y de cristal:

Sobre la tierra grata brota el agua divina,

la rosa de la gracia su púrpura culmina

sobre el cayado pastoral.


Crisóstomo le anima, Jerónimo le doma;

su espíritu era un águila con ojos de paloma;

su verbo es una flor.


Y aquel maravilloso poeta, san Francisco,

las voces enseñole con que encantó a su aprisco

en las praderas del Señor.


Tal cual la Biblia dice, con címbalo sonoro,

a Dios daba sus loas. Y formó un santo coro

de Fe, Esperanza y Caridad:

trompetas argentinas dicen sus ideales,

y su órgano vibrante tenía dos pedales,

y eran el Bien y la Verdad.


Trompetas argentinas claman su triunfo ahora,

trompetas argentinas de heraldos de la aurora

que anuncia el día del altar,

cuando la hostia, esa virgen, y ese mártir, el cirio,

ante su imagen digan el místico martirio

en que el Cordero ha de balar,


Llegaron a su mente hierosolomitana,

la criselefantina divinidad pagana,

las dulces musas de Helicón;

y él se ajustó a los números severos y apostólicos,

y en su sermón se escuchan los sones melancólicos

de los salterios de Sión.


Yo, que la verlaniana zampoña toco a veces,

bajo los verdes mirtos o bajo los cipreses,

canto hoy tan sacra luz;

en el marmóreo plinto cincelo mi epigrama,

y bajo el ala inmensa de la divina Fama,

¡grabo una rosa y una Cruz!



Visión


Tras de la misteriosa selva extraña

vi que se levantaba al firmamento,

horadada y labrada, una montaña


que tenía en la sombra su cimiento.

Y en aquella montaña estaba el nido

del trueno, del relámpago y del viento.


Y tras sus arcos negros el rugido

se oía del león. Y cual obscura

catedral de algún dios desconocido,


aquella fabulosa arquitectura

formada de prodigios y visiones,

visión monumental, me dio pavura.


A sus pies habitaban los leones;

y las torres y flechas de oro fino

se juntaban con las constelaciones.


Y había un vasto domo diamantino

donde se alzaba un trono extraordinario

sobre sereno fondo azul marino.


Hierro y piedra primero, y mármol pario

luego, y arriba mágicos metales.

Una escala subía hasta el santuario


de la divina sede. Los astrales

esplendores, las gradas repartidas

de tres en tres bañaban. Colosales


águilas con las alas extendidas

se contemplan en el centro de una

atmósfera de luces y de vidas.


Y en una palidez de oro de luna

una paloma blanca se cernía,

alada perla en mística laguna.


La montaña labrada parecía

por un majestuoso Piraneso

Babélico. En sus flancos se diría


que hubiese cincelado el bloque espeso

el rayo; y en lo alto, enorme friso

de la luz recibía un áureo beso,


beso de luz de aurora y paraíso.

Y yo grité en la sombra: –En qué lugares

vaga hoy el alma mía? –De improviso


surgió ante mí, ceñida de azahares

y de rosas blanquísimas, Estela,

la que suele surgir en mis cantares.


Y díjome con voz de Filomela:

 –No temas: es el reino de la lira

de Dante; y la paloma que revuela


en la luz, es Beatrice. Aquí conspira

todo al supremo amor y alto deseo.

Aquí llega el que adora y el que admira–


– ¿Y aquel trono –le dije– que allá veo?–.

–Ése es el trono en que su gloria asienta,

ceñido el lauro el gibelino Orfeo.


Y abajo en donde duerme la tormenta.

Y el lobo y el león entre lo obscuro

enciende su pupila, cual violenta


brasa. Y el vasto y misterioso muro

es piedra y hierro; luego las arcadas

del medio son de mármol; de oro puro


la parte superior, donde en gloriosas

albas eternas se abre al infinito

la sacrosanta Rosa de las rosas–.


–¡Oh, bendito el Señor! –clamé–, bendito,

que permitió al arcángel de Florencia

dejar tal mundo de misterio escrito


con lengua humana y sobrehumana ciencia,

y crear este extraño imperio eterno

y ese trono radiante en su eminencia,


ante el cual abismado me prosterno.

¡Y feliz quien al Cielo se levanta

por las gradas de hierro de su Infierno!


Y ella: –Que este prodigio diga y cante

tu voz–. Y yo: –Por el amor humano

he llegado al divino. ¡Gloria al Dante!


Ella, en acto de gracia, con la mano

me mostró de las águilas los vuelos,

y ascendió como un lirio soberano


hacia Beatriz, paloma de los cielos.

Y en el azul dejaba blancas huellas

que eran a mí delicias y consuelos.


¡Y vi que me miraban las estrellas!



«In memoriam» 

Bartolomé Mitre


Árbol feliz, el roble, rey en su selva fragante,

y cuyas ramas altísimas respetó el rudo Bóreas;


áureas, líricas albas dan sus rayos al árbol ilustre

cuya sombra, benéfica tienda formara a las tribus.


Feliz aquel patriarca que, ceñida la frente de lauro,

en la tarde apacible concertando los clásicos números,


mira alzarse las torres a que diera cimientos y basas

y entre mirajes supremos la aurora futura.


Sabe el íntegro mármol cuáles varones encarna,

a qué ser da habitáculo sabe la carne del bronce;


conocen el momento, las magníficas bocas del triunfo

en que deben sonarse larga trompa y bocina de oro.


Súbita y mágica música oyese en férvidos ímpetus,

y jefe, o Padre, o Héroe, siente llegar a su oído,


entre los himnos sonoros, cual de la mar a la orilla,

el murmullo profundo de un oleaje de almas.


Pase el iconoclasta quebrantando los ídolos falsos:

el simulacro justo en la gloria del Sol que perdure.


Que se melle en el trono venerando la hoz saturnina,

 y las generaciones nuevas flores y frutos contemplen.


Espléndida pompa que brindó al sembrador la cosecha,

panorama sublime, al ver de la vida en la cumbre,


o al descenso tranquilo que iluminan serenas las horas

con astros por antorchas en la escala del regio crepúsculo.


Negros y rojos sueños en las noches postreras persiguen

a pastores de gentes que fueron tigres o lobos;


tarde de imperial púrpura al pastor verecundo y sin tacha,

cívico arco de triunfo y el laurel y la palma sonante.


Y a quien también adora la beldad de las musas divinas,

visión de golfos de azur y los cisnes de Apolo.


Mira la augusta Patria de su vástago egregio la gloria;

la hornalla ha tiempo viva hace hervir los metales simbólicos.


Yo, que de la argentina tierra siento el influjo en mi mente,

«llevo mi palma y canto a la fiesta del gran argentino».


Recordando el hexámetro que vibraba en la lira de Horacio,

y a Virgilio latino, guía excelso y amado del Dante.



Oda a Mitre

Cingor Apollinea victricia tempora lauro 


Et sensi exequias funeris ipse mei. 

Decursusque virum notos mihi donaque regum 

Cunctaque per titulos oppida lecta suos, 

Et quo me officio portaverit illa juventus, 

Que fuit ante meum tam generosa torum.

 

Denique laudari  sacrato Cæsari ore 

Emeru,i lacrimas elicuique Deo.


Ovidio


I

«Oh captain! Oh, my captain!», clamaba Whitman.

¡Oh! gran capitán de un mundo

nuevo y radiante, ¡yo qué diría

sino «¡mi General!» en un grito profundo

que hiciera estremecerse las ráfagas del día!


Gran capitán de acero y oro,

gran General que amaste, en la acción y el sueño

de Psiquis el decoro,

el único tesoro

que en Dios agranda el átomo de este mundo pequeño.


II

A la sabia y divina Themis

colocaron las Parcas, según Píndaro,

en un carro de oro para ir hacia el Olimpo.

Que las tres viejas misteriosas 

hayan parado en un momento

–el instante de un pensamiento–

el trabajo continuo de sus manos,

cuando, de un lauro y una palma

precedida, ha pasado el alma

de Aquel que los americanos

miraron hace tiempo trasladado y fundido

en el metal que vence la herrumbre del olvido.


III

Es de todos los puntos de nuestra tierra ardiente

que brota hoy de los vibrantes pechos

voz orgullosa o reverente

para el que, siendo el alma de todo un continente,

defendió, Cincinato sabio y Catón prudente,

todas las libertades y todos los derechos.


Pues él era el varón continental. Y era

el amado Patriarca continental. ¡Patriarca

que conservó en sus nobles canas la primavera,

que soportó la tempestad más dura,

y a quien una paloma llevó una rosa al arca,

rosa de porvenir, rosa divina,

rosa que dice el alba de América futura,

de la América nuestra de la sangre latina!


IV

Jamás se viera una lealtad mayor

que la del León italiano

al amigo de América que amó en fraterno amor.

¡De Garibaldi y Mitre las dos diestras hermanas

sembraron la simiente de encinas italianas

y argentinas que hoy llenan la tierra de rumor!

A ambos cubrió la gran sombra del Dante,

y en el Dante se amaron. En el vasto crisol

se encontraron un día dos almas de diamante,

hechas de libertad y nutridas de sol.


V

¡Cóndor, tú reconoces esos sagrados restos!

¡Oh tempestad andina, tú sabes quién es él!

Doncellas de las pampas rellenad vuestros cestos

de las más frescas flores y de hojas de laurel.


VI


De las fechas de púrpura de la Historia Argentina,

del fulgor de sus glorias, de su guerrero horror,

de todo ello se enciende tu apoteosis divina,

hecha de patrio fuego y universal amor.


Cristal y bronce el verbo y de cristal tu idea,

tuviste el equilibrio que mantiene en sí mismo,

y ajeno a los halagos de la nocturna Dea,

subiste a las alturas sin miedo del abismo.


«Los dioses y los hombres tienen un mismo origen»,

dice el lírico. Y sabe que el orbe entero gira

por las manos supremas que un plan supremo rigen

como los sacros dedos el alma de la lira.


Cuando hay hombres que tienen el divino elemento

y les vemos en cantos o en obras traspasar

los límites de la hora, los límites del viento,

los reinos de la tierra, los imperios del mar,


¡sepamos que son hechos de una carne más pura;

sepamos que son dueños de altas cosas, y los

que, encargados del acto de una ciencia futura,

tienen que darle cuenta de los siglos a Dios!


VII

De la magnífica marea

hecha de sombra, hecha de idea,

que sube del mar popular,

asciende a tus conquistas sumas

el perfume de las espumas

de ese inmenso y terrible mar.


Pues tu pueblo te ama, austero

y pensativo caballero

que hiciste del deber tu cruz,

y a quien el arcángel ardiente

de la guerra besó en la frente,

dejando una estrella de luz.


¡Cuántas veces tu diestra augusta,

cuántas tu palabra robusta

conjurara la tempestad!

¡Cuántas salvaste la bandera,

y cuántas la Argentina fuera

por ti sacra a la Humanidad!


¡Cuántas evitaste los llantos,

la triste faz, los negros mantos

y el morder las manos de horror!

¡Cuántas, con tus acentos grandes

apartaste sobre los Andes

nubes de trueno y de dolor!


VIII

¡Ilustre abuelo!, partes, pero

cuanto contempla el orbe entero

la obra en que hiciste tanto tú,

¡triunfo civil sobre las almas,

el progreso lleno de palmas,

la libertad sobre el ombú!


Tu gloria crece y se ilumina

en la República Argentina

con una enorme luz de sol,

y tu idea en el continente

ha derramado su simiente

en donde se habla el español.


Lleno de cívico decoro

y limpio de odio y de oro

hacia la eternidad te vas,

como un jefe amado y amante,

con las banderas por delante

y las bendiciones detrás.


¡Oh Capitán! ¡Oh General!,

jefe sereno e inmortal

que hacia la sombra te encaminas,

recibe el voto de los nobles

y la inclinación de los robles

y el saludo de las encinas.


IX


Belgrano te saluda, y San Martín y el mundo

americano. El alma latina te decora

con la palma que anuncia el porvenir fecundo,

y una guirnalda fresca y blanca, color de aurora.


Pues tú fuiste aquel fuerte que se reposó un día

después de los horrores terribles de la guerra,

hallando en los amores de la santa Armonía

la esencia más preciosa del zumo de la tierra.


En el dintel de Horacio y en la dantesca sombra

te vieron las atentas generaciones, alto,

fiel al divino origen del Dios que no se nombra,

desentrañando en oro y esculpiendo en basalto.


Y para mí, Maestro, tu vasta gloria es ésa:

amar sobre los hechos fugaces de la hora,

sobre la ciencia a ciegas, sobre la historia espesa,

la eterna Poesía, más clara que la aurora.


Cuando, cual los centauros de metopas y estampas,

ibas en un revuelo de tempestad marcial,

bravo generalísimo, jinete de las pampas,

envuelto ya en el alba de un futuro real,


quizás te acompañaba, junto al corcel guerrero,

la musa de tus años en flor; quizás entonces

pensabas en los épicos hexámetros de Homero,

sublimes como mármoles y eternos como bronces.


Y luego, ya en tus horas de Néstor Argentino,

sintiendo en ti la fuerza que las edades doma,

te acompañaba el soplo del rudo Gibelino

y Flacco te traía sus músicas de Roma.


Supiste que en el mundo los odios, la mentira,

los recelos, las crueles insidias, los espantos,

se esfuman ante el alma celeste de la Lira

que puebla el universo de estrellas y de cantos.


¡Gloria a ti sobre el sistro antiguo y sobre el parche

que ha sonado con duelo a tu fúnebre paso!

¡Gloria sobre el ejército que en lo futuro marche

con los ojos en ti como en sol sin ocaso!


¡Gloria a ti, que a Catón y a Marco Aurelio hubiste

rimando versos que eran siempre de cosas puras,

pues las Gracias brindaron a tu espíritu, triste

de pensar, los diamantes de sus minas obscuras!


¡Gloria a ti, que a tu tierra, fragante como un nido,

rumorosa como una colmena y agitada

como un mar, ofrendaste, vencedor del olvido,

paladín y poeta, un lauro y una espada!


¡Gloria a ti, pensativo de los grandes momentos

para traer el triunfo del instante oportuno,

o cuando hechos relámpagos iban tus pensamientos

vibrando en tus vibrantes arengas de tribuno!


¡Ya tu imagen el útil del estatuario copia;

ya el porvenir te nimba con un eterno rayo;

las líricas victorias vierten su cornucopia,

la Fama el clarín alza que dora el sol de Mayo!


¡Gloria a ti que, provecto como al destino plugo,

la ancianidad tuviste más límpida y más bella!

tu enorme catafalco fuera el de Víctor Hugo,

si hubiera en Buenos Aires un Arco de la Estrella!


X

¡Descansa en paz!... Mas no, no descanses. Prosiga

tu alma su obra de luz desde la eternidad,

y guíe a nuestros pueblos tu inspiración, amiga

de lo bello y lo justo, del Bien y la Verdad!


¡Tu presencia abolida, que crezca tu memoria;

alce tu monumento su augusta majestad;

y que tu obra, tu nombre, tu prestigio, tu gloria,

sean, como la América, para la Humanidad!

1906



Dream

Ensueño


Se desgrana un cristal fino

sobre el sueño de una flor;

trina el poeta divino...

¡Bien trinado, Ruiseñor!


Bottom oye ese cristal

caer, y, bajo la brisa,

se siente sentimental.

Titania toda es sonrisa.


Shakespeare va por la floresta,

Heine hace un «lied» de la tarde...

Hugo acompasa la fiesta

«chez Thérèse». Verlaine arde


en las llamas de las rosas

alocado y sensitivo,

y dice a las ninfas cosas

entre un querubín y un chivo.


Aubrey Beardsley se desliza

como un silfo zahareño:

con carbón, nieve y ceniza

da carne y alma al ensueño.


Nerval suspira a la luna.

Laforgue suspira de

males de genio y fortuna.

Va en silencio Mallarmé.



Versos de Otoño

Cuando mi pensamiento va hacia ti, se perfuma;

tu mirar es tan dulce, que se torna profundo.

Bajo tus pies desnudos aun hay blancos de espuma,

y en tus labios compendias la alegría del mundo.


El amor pasajero tiene el encanto breve,

y ofrece un igual término para el gozo y la pena.

Hace una hora que un nombre grabé sobre la nieve;

hace un minuto dije mi amor sobre la arena.


Las hojas amarillas caen en la alameda,

en donde vagan tantas parejas amorosas.

Y en la copa de Otoño un vago vino queda

en que han de deshojarse, Primavera, tus rosas.



Sum...

Yo soy en Dios lo que soy

y mi ser es voluntad

que, perseverando hoy,

existe en la eternidad.


Cuatro horizontes de abismo

tiene mi razonamiento,

y el abismo que más siento

es el que siento en mí mismo.


Hay un punto alucinante

en mi villa de ilusión:

la torre del elefante

junto al quiosco del pavón.


Aun lo humilde me subyuga

si lo dora mi deseo.

La concha de la tortuga

me dice el dolor de Orfeo.


Rosas buenas, lirios pulcros,

loco de tanto ignorar,

voy a ponerme a gritar

al borde de los sepulcros:


¡Señor, que la fe se muere!

¡Señor, mira mi dolor!

Miserere! Miserere!...

Dame la mano, Señor...



La bailarina de los pies desnudos

Iba en un paso rítmico y felino

a avances dulces, ágiles o rudos,

con algo de animal y de divino

la bailarina de los pies desnudos.


Su falda era la falda de las rosas,

en sus pechos había dos escudos...

Constelada de casos y de cosas...

La bailarina de los pies desnudos.


Bajaban mil deleites de los senos

hacia la perla hundida del ombligo,

e iniciaban propósitos obscenos

azúcares de fresa y miel de higo.


A un lado de la silla gestatoria

estaban mis bufones y mis mudos...

¡Y era toda Selene y Anactoria

la bailarina de los pies desnudos!


La canción de los pinos

¡Oh pinos, oh hermanos en tierra y ambiente,

yo os amo! Sois dulces, sois buenos, sois graves.

Diríase un árbol que piensa y que siente,

mimado de auroras, poetas y aves.


Tocó vuestra frente la alada sandalia;

habéis sido mástil, proscenio, curul,

¡oh pinos solares, oh pinos de Italia,

bañados de gracia, de gloria, de azul!


Sombríos, sin oro del sol, taciturnos,

en medio de brumas glaciales y en

montañas de ensueños, oh pinos nocturnos

¡oh pinos del Norte, sois bellos también!


Con gestos de estatuas, de mimos, de actores,

tendiendo a la dulce caricia del mar,

¡oh pinos de Nápoles, rodeados de flores,

oh pinos divinos, no os puedo olvidar!


Cuando en mis errantes pasos peregrinos

la Isla Dorada me ha dado un rincón

do soñar mis sueños, encontré los pinos,

los pinos amados de mi corazón.


Amados por tristes, por blandos, por bellos.

Por su aroma, aroma de una inmensa flor,

por su aire de monjes, sus largos cabellos,

sus savias, ruidos y nidos de amor.


¡Oh pinos antiguos que agitara el viento

de las epopeyas, amados del sol!

¡Oh líricos pinos del Renacimiento,

y de los jardines del suelo español!


Los brazos eolios se mueven al paso

del aire violento que forma al pasar

ruidos de pluma, ruidos de raso,

ruidos de agua y espumas de mar.


¡Oh noche en que trajo tu mano, Destino,

aquella amargura que aún hoy es dolor!

La luna argentaba lo negro de un pino,

y fui consolado por un ruiseñor.


Románticos somos... ¿Quién que Es, no es romántico?

Aquel que no sienta ni amor ni dolor

aquel que no sepa de beso y de cántico,

que se ahorque de un pino: será lo mejor...


Yo no. Yo persisto. Pretéritas normas

confirman mi anhelo, mi ser, mi existir.

¡Yo soy el amante de ensueños y formas

que viene de lejos y va al porvenir!



Vésper


Quietud, quietud... Ya la ciudad de oro

ha entrado en el misterio de la tarde.

La catedral es un gran relicario.

La bahía unifica sus cristales

en un azul de arcaicas mayúsculas

de los antifonarios y misales.

Las barcas pescadoras estilizan

el blancor de sus velas triangulares

y como un eco que dijera: «Ulises»,

junta alientos de flores y de sales.



En una primera página

Cálamo, deja aquí correr tu negra fuente.

Es el pórtico en donde la Idea alza la frente

luminosa y al templo de sus ritos penetra.

Cálamo, pon el símbolo divino de la letra

en gloria del vidente cuya alma está en su lira.

Bendición al que entiende, bendición al que admira.

De ensueño, plata o nieve, ésta es la blanca puerta.

Entrad los que pensáis o soñáis. Ya está abierta.



Eheu!


Aquí, junto al mar latino,

digo la verdad:

Siento en roca, aceite y vino,

yo mi antigüedad.


¡Oh, qué anciano soy, Dios santo;

oh, qué anciano soy!...

¿De dónde viene mi canto?

Y yo, ¿adónde voy?


El conocerme a mí mismo,

ya me va costando

muchos momentos de abismo

y el cómo y el cuándo...


Y esta claridad latina,

¿de qué me sirvió

a la entrada de la mina 

del yo y el no yo?...


Nefelibata contento,

creo interpretar

las confidencias del viento,

la tierra y el mar...


Unas vagas confidencias

del ser y el no ser,

y fragmentos de conciencias

de ahora y ayer.


Como en medio de un desierto

me puse a clamar;

y miré el sol como muerto

y me eché a llorar.



La hembra del pavo real


En Ecbatana fue una vez...

O más bien creo que en Bagdad...

Era en una rara ciudad,

bien Samarcanda, o quizá Fez.


La hembra del pavo real

estaba en el jardín desnuda;

mi alma amorosa estaba muda

y habló la fuente de cristal.


Habló con su trino y su alegro

su stacatto y son sonoro

y venían del bosque negro

voz de plata y llanto de oro.


La desnuda estaba divina,

salomónica y oriental:

era una joya diamantina

la hembra del pavo real.


Los brazos eran dos poemas

ilustrados de ricas gemas.

Y no hay un verso que concentre

el trigo y albor de palomas,

y lirios y perlas y aromas

que había en los senos y el vientre.


Era una voluptuosidad

que sabía a almendra y a nuez

y a vinos que gustó Simbad...

En Ecbatana fue tina vez,

o más bien creo que en Bagdad.


En las gemas resplandecientes

de las colas de los pavones

caían gotas de las fuentes

de los Orientes de ilusiones.


La divina estaba desnuda

Rosa y nardo dieron su olor...

Mi alma estaba extasiada y muda

y en el sexo ardía una flor.


En las terrazas decoradas

con un gusto extraño y fatal

fue desnuda ante mis miradas

la hembra del pavo real.



Hondas 

A Pichardo

Yo soñé que era un hondero

mallorquín.

Con las piedras que en la costa

recogí,

cazaba águilas al vuelo,

lobos, y

en la guerra iba a la guerra

contra mil.


Un guijarro de oro puro

fue al cenit,

una tarde en que la altura

azul vi

un enorme gerifalte

perseguir

a una extraña ave radiante,

un rubí

que rayara el firmamento

de zafir.


No tornó mi piedra al mundo.

Pero sin

vacilar vino a mí el ave-

querubín.

«Partió herida –dijo el alma–

de Goliat, y vengo a ti.

¡Soy el alma luminosa

de David!».



LIRA ALERTA

A un pintor

Vamos a cazar, ¡oh Ramos!

vamos por allí;

suenan cuernos y reclamos

y ecos de jaurías; y


vamos a cazar colores,

vamos a cazar

entre troncos y entre flores,

arte singular.


Pintor de melancolías,

amigo pintor,

la perla que tú deslías

tendrá mi dolor.


Teorías de dolores

has pintado tú;

y priapeas y ardores

que da Belcebú.


Amas la luz y la furia

que es un don de Pan,

la poderosa lujuria

que los dioses dan.


Lúgubres atardeceres

y amor y dolor,

crepúsculos de mujeres,

masculino horror...


Vagos éxodos funestos,

gestos de pesar,

gestos terribles y gestos

de llorar y aullar.


El sol poniente que quema

la última ilusión,

o la bruma de un poema

que es fin de pasión.


Hondas negruras de abismo

y espanto fatal,

lividez de cataclismo

o anuncio mortal.


Ráfagas de sombra y frío

y un errante ir…

(¡Vamos a morir, Dios mío,

vamos a morir!)


Pintor de melancolías,

deja esa visión.

Hay soles de eternos días,

Olimpo y Sión.


Vamos a cazar colores,

ilusión los bosques dan,

las dríadas brindan flores

y alegría el egipán.


El trigal sueña en la misa;

hay de besos un rumor;

y en la sede de la brisa

va la gracia del amor.



Antonio Machado

Misterioso y silencioso

iba una y otra vez.

Su mirada era tan profunda

que apenas se podía ver.

Cuando hablaba tenía un dejo

de timidez y de altivez.

Y la luz de sus pensamientos

casi siempre se veía arder.

Era luminoso y profundo

como era hombre de buena fe.

Fuera pastor de mil leones

y de corderos a la vez.

Conduciría tempestades

o traería un panal de miel.

Las maravillas de la vida

y del amor y del placer,

cantaba en versos profundos

cuyo secreto era de él.

Montado en un raro Pegaso,

un día al imposible fue.

Ruego por Antonio a mis dioses;

ellos le salven siempre. Amén.



Preludio

En Alma América, de J. S. Chocano


Hay un tropel de potros sobre la pampa inmensa.

¿Es Pan que se incorpora? No: es un hombre que piensa,

es un hombre que tiene una lira en la mano:

él viene del azul, del sol, del Océano.

Trae encendida en vida su palabra potente

y concreta el decir de todo un continente...

Tal vez es desigual... (¡El Pegaso da saltos!)

Tal vez es tempestuoso... (¡Los Andes son tan altos!...)

Pero hay en ese verso tan vigoroso y terso

una sangre que apenas veréis en otro verso;

una sangre que cuando en la estrofa circula,

como la luz penetra y como la onda ondula...

Pegaso está contento, Pegaso piafa y brinca,

porque Pegaso pace en los prados del inca.

Y este fuerte poeta de alma tan ardorosa

sabe bien lo que cuentan los labios de la rosa,

comprende las dulzuras del panal y comprende

lo que dice la abeja del secreto del duende...

Pero su brazo es para levantar la trompeta

hacia donde se anuncia la aurora del Profeta;

es hecho para dar a la virtud del viento

la expresión del terrible clarín del pensamiento.

Él sabe de Amazonas, Chimborazos y Andes.

Siempre blande su verso para las cosas grandes.

Va como don Quijote en ideal campaña,

vive de amor de América y de pasión de España;

y envuelto en armonía y en melodía y canto,

tiene rasgos de héroe y actitudes de santo.

«¿Me permites, Chocano, que, como amigo fiel,

te ponga en el ojal esta hoja de laurel?»

Tal dije cuando don J. Santos Chocano,

último de los incas se tornó castellano.



Nocturno

Silencio de la noche, doloroso silencio

nocturno... ¿Por qué el alma tiembla de tal manera?

Oigo el zumbido de mi sangre,

dentro mi cráneo pasa una suave tormenta.

¡Insomnio! No poder dormir, y, sin embargo,

soñar. Ser la auto-pieza

de disección espiritual, ¡el auto-Hamlet!

Diluir mi tristeza

en un vino de noche,

en el maravilloso cristal de las tinieblas...

Y me digo: ¿a qué hora vendrá el alba?

Se ha cerrado tina puerta...

Ha pasado un transeúnte...

Ha dado el reloj trece horas... ¡Si será Ella!...



Caso

A un cruzado caballero,

garrido y noble garzón,

en el palenque guerrero

le clavaron un acero

tan cerca del corazón,


que el físico al contemplarle,

tras verle y examinarle,

dijo: «Quedará sin vida

si se pretende sacarle

el venablo de la herida».


Por el dolor congojado,

triste, débil, desangrado,

después que tanto sufrió

con el acero clavado

el caballero murió.


Pues el físico decía

Que, en el dicho caso, quien

una herida tal tenía,

con el venablo moría,

sin el venablo también.


¿No comprendes, Asunción,

la historia que te he contado,

la del garrido garzón

con el acero clavado

muy cerca del corazón?


Pues el caso es verdadero;

yo soy el herido, ingrata,

y tu amor es el acero:

¡si me lo quitas, me muero;

si me lo dejas, me mata!



Libros extraños

A F. Sicardi


Libros extraños que halagáis la mente

en mi lenguaje inaudito y tan raro,

y que de lo más puro y lo más caro

hacéis brotar la misteriosa fuente;


inextinguible, inextinguiblemente

brota el sentir del corazón preclaro,

y por él se alza un diamantino faro

que al mar de Dios mira profundamente...


Fuerza y vigor que las almas enlaza,

seda de luz y pasos de coloso,

y un agitar de martillo y de maza,


y un respirar de leones en reposo,

y una virtual palpitación de raza;

y el ciclo azul para Orlando Furioso...



Epístola

A la Señora de Leopoldo Lugones


I

Madame Lugones, j’ai commencé ces vers

en écoutant la voix d’un carillon d’ Anvers…

Así empecé, en francés, pensando en Rodenbach,

cuando hice hacia el Brasil una fuga... ¡de Bach!


En Río de Janeiro iba yo a proseguir

poniendo en cada verso el oro y el zafir

y la esmeralda de esos pájaros-moscas

que melifican entre las áureas siestas foscas

que temen los que temen el cruel vómito negro.

Ya no existe allá fiebre amarilla. ¡Me alegro!

Et pour cause. Yo panamericanicé

con un vago temor y con muy poca fe,

en la tierra de los diamantes y la dicha

tropical. Me encantó ver la vera machicha,

mas encontré también un gran núcleo cordial

de almas llenas de amor, de ensueño, de ideal.

Y si había un calor atroz, también había

todas las consecuencias y ventajas del día,

en panorama igual al de los cuadros y hasta

igual al mejor de la fantasía. Basta.

Mi ditirambo brasileño es ditirambo

que aprobaría tu marido. Arcades ambo.


II


Mas al calor de ese Brasil maravilloso,

tan fecundo, tan grande, tan rico, tan hermoso,

a pesar de Tijuca y del cielo opulento,

a pesar de ese foco vivaz de pensamiento,

a pesar de Nabuco, embajador, y de

los delegados panamericanos que

hicieron lo posible por hacer cosas buenas,

saboreé lo ácido del saco de mis penas;

quiero decir que me enfermé. La neurastenia

es un don que me vino con mi obra primigenia.

¡Y he vivido tan mal, y tan bien, cómo y tanto!

¡Y tan buen comedor guardo bajo mi manto!

¡Y tan buen bebedor tengo bajo mi capa!

¡Y he gustado bocados de cardenal y papa...!

Y he exprimido la ubre cerebral tantas veces,

que estoy grave. Esto es mucho ruido y pocas nueces,

según dicen doctores de una sapiencia suma.

Mis dolencias se van en ilusión y espuma.

Me recetan que no haga nada ni piense nada,

que me retire al campo a ver la madrugada

con las alondras y con Garcilaso y con

el sport. ¡Bravo! Sí. Bien. Muy bien. ¿Y La Nación?

¿Y mi trabajo diario y preciso y fatal?

¿No se sabe que soy cónsul como Stendhal?

Es preciso que el médico que eso recete dé

también libro de cheques para el Crédit Lyonnais,

y envíe un automóvil devorador del viento,

en el cual se pasee mi egregio aburrimiento,

harto de profilaxis, de ciencia y de verdad.


III

En fin, convaleciente, llegué a nuestra ciudad

de Buenos Aires, no sin haber escuchado

a míster Root a bordo del Charleston sagrado.

Mas mi convalecencia duró poco. ¿Qué digo?

Mi emoción, mi entusiasmo y mi recuerdo amigo,

y el banquete de La Nación, que fue estupendo,

y mis viejas siringas con su pánico estruendo,

y ese fervor porteño, ese perpetuo arder,

y el milagro de gracia que brota en la mujer

argentina, y mis ansias de gozar de esa tierra,

me pusieron de nuevo con mis nervios en guerra.


Y me volví a París. Me volví al enemigo

terrible, centro de la neurosis, ombligo

de la locura, foco de todo surmenage,

donde hago buenamente mi papel de sauvage

encerrado en mi celda de la rue Marivaux,

confiando sólo en mí y resguardando el yo.

¡Y si lo resguardara, señora!... ¡Si no fuera

lo que llaman los parisienses una pera!...

A mi rincón me llegan a buscar las intrigas,

las pequeñas miserias, las traiciones amigas,

y las ingratitudes. Mi maldita visión

sentimental del mundo me aprieta el corazón,

y así cualquier tunante me explotará a su gusto.

Soy así. Se me puede burlar con calma. Es justo.

Por eso los astutos, los listos, dicen que

no conozco el valor del dinero. ¡Lo sé!

Que ando, nefelibata, por las nubes... Entiendo.

Que no soy hombre práctico en la vida... ¡Estupendo!

Sí, lo confieso: soy inútil. No trabajo

por arrancar a otro su pitanza; no bajo

a hacer la vida sórdida de ciertos previsores.

Yo no ahorro ni en seda, ni en champaña, ni en flores.

No combino sutiles pequeñeces, ni quiero

quitarle de la boca su pan al compañero.

Me complace en los cuellos blancos ver los diamantes.

Gusto de gentes de maneras elegantes

y de finas palabras y de nobles ideas.

Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas

trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,

mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos.


No conozco el valor del oro... ¿Saben ésos

que tal dicen, lo amargo del jugo de mis sesos,

del sudor de mi alma, de mi sangre y mi tinta,

del pensamiento en obra y de la idea encinta?

¿He nacido yo acaso hijo de millonario?

¿He tenido yo Cirineo en mi Calvario?


IV

Tal continué en París lo empezado en Anvers.

Hoy, heme aquí en Mallorca, la terre dels foners,

como dice Mossèn Cinto, el gran Catalán.

Y desde aquí, señora, mis versos a ti van,

olorosos a sal marina y azahares,

al suave aliento de las Islas Baleares.


Hay un mar tan azul como el Partenopeo;

y el azul celestial, vasto como un deseo,

su techo cristalino bruñe con sol de oro.

Aquí todo es alegre, fino, sano y sonoro.

Barcas de pescadores sobre la mar tranquila

descubro desde la terraza de mi villa,

que se alza entre las flores de su jardín fragante,

con un monte detrás y con la mar delante.


V

A veces me dirijo al mercado, que está

en la Plaza Mayor. (¡Qué Coppée, ¿no es verdá?)

Me rozo con un núcleo crespo de muchedumbre

que viene por la carne, la fruta y la legumbre.

Las mallorquinas usan una modesta falda,

pañuelo en la cabeza y la trenza a la espalda.

(Esto, las que yo he visto al pasar, por supuesto;

y las que no la llevan, no se enojen por esto.)

He visto unas payesas con sus negros corpiños,

con cuerpos de odaliscas y con ojos de niños;

y un velo que les cae por la espalda y el cuello,

dejando al aire libre lo obscuro del cabello.

Sobre la falda clara, un delantal vistoso.

Y saludan con un bon di tengui gracioso,

entre los cestos llenos de patatas y coles,

pimientos de corales, tomates de arreboles;

sonrosadas cebollas, melones y sandías

que hablan de las Arabias y las Andalucías;

calabazas y nabos, para ofrecer asuntos

a Madame Noailles y Francis Jammes juntos.


A veces me detengo en la plaza de abastos

como si respirase soplos de vientos vastos,

como si se me entrase con el respiro el mundo.

Estoy ante la casa en que nació Raimundo

Lulio. Y en ese instante mi recuerdo me cuenta

las cosas que le dijo la Rosa a la Pimienta...

¡Oh, cómo yo diría el sublime destierro

y la lucha y la gloria del Mallorquín de hierro!

¡Oh, cómo cantaría en un carmen sonoro

la vida, el alma, el numen, del Mallorquín de oro!

De los hondos espíritus, es de mis preferidos.

Sus robles filosóficos están llenos de nidos

de ruiseñor. Es otro y es hermano del Dante.


¡Cuántas veces pensara su verbo de diamante

delante la Sorbona vieja del París sabio!

¡Cuántas veces he visto su infolio y su astrolabio

en una bruma vaga de ensueño, y cuántas veces

le oí hablar a los árabes cual Antonio a los peces,

en un imaginar de pretéritas cosas

que, por ser tan antiguas, se sienten tan hermosas!


VI

Hice una pausa.

El tiempo se ha puesto malo. El mar

a la furia del aire no cesa de bramar.

El temporal no deja que entren vapores. Y

un yacht de lujo busca refugio en Porto Pi.

Porto Pi es una rada cercana y pintoresca.

Vista linda: aguas bellas, luz dulce y tierra fresca.


¡Ah, señora, si fuese posible a algunos el

dejar su Babilonia, su Tiro, su Babel,

para poder venir a hacer su vida entera

en esta luminosa y espléndida ribera!


Hay no lejos de aquí un archiduque austriaco

que las pomas de Ceres y las uvas de Baco

cultiva, en un retiro archiducal y egregio.

Hospeda como un monje –y el hospedaje es regio–

Sobre las rocas se alza la mansión señorial

y la isla le brinda ambiente imperial.

Es un pariente de Jean Orth. Es un atrida.

Es un cuerdo. Aplaudamos al príncipe discreto

que aprovecha a la orilla del mar ese secreto.


La isla es florida y llena de encanto en todas partes.

Hay un aire propicio para todas las artes

En Pollensa ha pintado Santiago Rusiñol

cosas de flor de luz y de seda de sol.

Y hay villa de retiro espiritual famosa:

la literata Sand escribió en Valldemosa

un libro. Ignoro si vino aquí con Musset,

y si la vampiresa sufrió o gozó, no sé.*


¿Por qué mi vida errante no me trajo a estas sanas

costas antes de que las prematuras canas

de alma y cabeza hicieran de mí la mezcolanza

formada de tristeza, de vida y esperanza?

¡Oh, qué buen mallorquín me sentiría ahora!

¡Oh, cómo gustaría sal de mar, miel de aurora,

al sentir como en un caracol en mi cráneo

el divino y eterno rumor mediterráneo!


Hay en mí un griego antiguo que aquí descansó un día

después que le dejaron loco de melodía

las sirenas rosadas que atrajeron su barca.

Cuanto mi ser respira, cuanto mi vista abarca,

es recordado por mis íntimos sentidos:


los aromas, las luces, los ecos, los ruidos,

como en ondas atávicas me traen añoranzas

que forman mis ensueños, mis vidas y esperanzas.

Mas ¿dónde está aquel templo de mármol, y la gruta

donde mordí aquel seno dulce como una fruta?

¿Dónde los hombres ágiles que las piedras redondas

recogían para los cueros de sus hondas?...


Calma, calma. Esto es mucha poesía, señora.

Ahora hay comerciantes muy modernos. Ahora

mandan barcos prosaicos la dorada Valencia,

Marsella, Barcelona y Génova. La ciencia

comercial es hoy fuerte y lo acapara todo.


Entre tanto, respiro mi salitre y mi iodo

brindados por las brisas de aqueste golfo inmenso,

y a un tiempo, como Kant y como el asno, pienso.

Es lo mejor.


VII

Y aquí mi epístola concluye.

Hay un ansia de tiempo que de mi pluma fluye

a veces, como hay veces de enorme economía.

«Si hay, he dicho, señora, alma clara, es la mía.»

Mírame transparentemente, con tu marido,

y guárdame lo que tú puedas del olvido.


*He leído ya el libro que hizo Aurora Dupín. 

Fue Chopín el amante aquí. ¡Pobre Chopín!...


Anvers –Buenos Aires– París,

Palma de Mallorca, MCMVI



A Remy de Gourmont


Desde Palma de Mallorca,

en donde Lulio nació,

te dirijo este romance,

¡Oh, Remigio de Gourmont!

Va lleno de sal marina

y va caliente de sol,

del sol que gozó Cartago

y que a Aníbal dio calor.

Llevan las gymnesias brisas

algo de azahar. Y son

para ti gratas, ilustre

nieto de conquistador.

Por tu sangre de Cortés

puedes ornar tu blasón

con signos que aquí en España

mejorara sólo Dios.

Y pues de Cortés blasonas,

vaya esta salutación

llena de frases corteses

a tu hogar de sabidor.

Yo te recordé por Lulio,

a quien amas con razón,

pues no hay para seres tales

más que razonado amor.

De las plantas de Raimundo

tu herbario bien sabe el don,

si él tuvo antes don de lenguas,

donde lenguas tienes hoy.

Raimundo fue combativo;

tú lo eres en lo interior,

y si lapidado fue,

tú mereces el honor

de ser quemado en la hoguera

de la Santa Inquisición.

Aquí hay luz, vida. Hay un mar

de cobalto aquí, y un sol

que estimula entre las venas

sangre de pagano amor.

Aquí estaría Simona

bajo un toronjero en flor,

viendo las velas latinas

en la azulada visión.

Y tú tendrías la mente

en un eco, en una voz,

en un cangrejo, en la arena,

o en una constelación.



Eco y yo

A la señora Susana Torres de Castex.


–Eco, divina y desnuda

como el diamante del agua,

mi musa estos versos fragua

y necesita tu ayuda,

pues sola, peligros teme.

–¡Heme!


–Tuve en momentos distantes,

antes,

que amar los dulces cabellos

bellos

de la Ilusión que primera

era

en mi alcázar andaluz,

luz;

en mi palacio de moro,

oro;

en mi mansión dolorosa,

rosa.

Se apagó como una estrella

ella.

Deja, pues, que me contriste.

–¡Triste!

–¡Se fue el instante oportuno!

–¡Tuno!...



–¿Por qué, si era yo suave

ave,

que sobre el haz de la tierra

yerra

y el reposo de la rama

ama?

Guiome por varios senderos

Eros,

mas no se portó tan bien

en

esquivarme los risueños

sueños,

que hubieran dado a mi vida

ida,

menos crueles mordeduras

duras.

Mas hoy el duelo aún me acosa.

–¡Osa!

–¡Osar, si el dolor revuela!

–¡Vuela!

–Tu voz ya no me convence.

–Vence.

 –¡La suerte errar me demanda!

–Anda.

–Mas de ilusión las simientes...

–¡Mientes!

–¿Y ante la desesperanza?

–Esperanza,

y hacia el vasto porvenir

ir.

–Tu acento es bravo, aunque seco.

eco.

Sigo, pues, mi rumbo, errante,

ante

los ojos de las rosadas

hadas.

Gusté de Amor hidromieles,

mieles;

probé de Horacio divino,

vino;

entretejí en mis delirios

lirios.

Lo fatal con sus ardientes

dientes

apretó mi conmovida

vida;

mas me libró en toda parte,

Arte.

Lista está a partir mi barca,

arca

do va mi gala suprema. 

–Rema.

–Un blando mar se consigue.

 Sigue.

–La aurora rosas reparte.

–¡Parte!

¡Y a la ola que te admira,

mira,

y a la sirena que encanta,

canta!



Balada en honor de las musas de carne y hueso

A G. Martínez Sierra.


Nada mejor para cantar la vida,

y aun para dar sonrisas a la muerte,

que la áurea copa en donde Venus vierte

la esencia azul de su vida encendida.

Por respirar los perfumes de Armida

y por sorber el vino de su beso,

vino de ardor, de beso, de embeleso,

fuérase al cielo en la bestia de Orlando,

¡voz de oro y miel para decir cantando:

la mejor musa es la de carne y hueso!


Cabellos largos en la buhardilla,

noches de insomnio al blancor del invierno,

pan de dolor con la sal de lo eterno

y ojos de ardor en que Juvencia brilla;

el tiempo en vano mueve su cuchilla,

el hilo de oro permanece ileso;

visión de gloria para el libro impreso

que en sueños va como una mariposa,

y una esperanza en la boca de rosa.

¡La mejor musa es la de carne y hueso!


Regio automóvil, regia cetrería,

borla y muceta, heráldica fortuna,

nada son como a luz de la luna

una mujer hecha una melodía.

Barca de amar busca la fantasía,

no el yacht de Alfonso o la barca de Creso.

Da al cuerpo llama y fortifica el seso

ese archivado y vital paraíso;

pasad de largo, Abelardo y Narciso:

¡La mejor musa es la de carne y hueso!


Clío está en esa frente hecha de Aurora,

Euterpe canta en esta lengua fina,

Talía ríe en la boca divina,

Melpómene es ese gesto que implora;

en estos pies Terpsícore se adora,

cuello inclinado es de Erato embeleso,

Polymnia intenta a Caliope proceso

por esos ojos en que Amor se quema.

Urania rige todo ese sistema:

¡La mejor musa es la de carne y hueso!


No protestéis con celo protestante,

contra el panal de rosas y claveles

en que Tiziano moja sus pinceles

y gusta el cielo de Beatrice el Dante.

Por eso existe el verso de diamante,

por eso el iris tiéndese y por eso

humano genio es celeste progreso.

Líricos cantan y meditan sabios

por esos pechos y por esos labios:

¡La mejor musa es la de carne y hueso!


ENVÍO


Gregorio: nada al cantor determina

como el gentil estímulo del beso;

gloria al sabor de la boca divina:

¡La mejor musa es la de carne y hueso!



Agencia...


¿Qué hay de nuevo?... Tiembla la tierra.

En La Haya incuba la guerra.

Los reyes han terror profundo.

Huele a podrido en todo el mundo.

No hay aromas en Galaad.

Desembarcó el marqués de Sade

procedente de Seboím.

Cambia de curso el gulf-stream.

París se flagela a placer.

Un cometa va a aparecer.

Se cumplen ya las profecías

del viejo monje Malaquías.

En la iglesia un diablo se esconde.

Ha parido una monja... (¿En dónde?...)

Barcelona ya no está bona

sino cuando la bomba sona...

China se corta la coleta.

Henry de Rothschild es poeta.

Madrid abomina la capa.

Ya no tiene eunucos el Papa.

Se organizará por un bill

la prostitución infantil.

La fe blanca se desvirtúa

y todo negro «continúa».

En alguna parte está listo

el palacio del Anticristo.

Se cambian comunicaciones

entre lesbianas y gitones.

Se anuncia que viene el judío

Errante... ¿Hay algo más, Dios mío?...



Flirt


Que a las dulces gracias la áurea rima loe,

que el amable Horacio brinde un canto a Cloe,

que a Margot o a Clelia dé un rondel Banville,

eso es justo y bello, que esa ley nos rija:

eso lisonjea y eso regocija

a la reina Venus y a su paje Abril.


El ilustre cisne, cual labrado en nieve,

con el cuello en arco, bajo el aire leve,

boga sobre el terso lago especular.

Y aunque no lo dice, va ritmando un aria

para la entreabierta rosa solitaria

que abre el fresco cáliz a la luz lunar.


Albas margaritas, rosas escarlatas,

¿no guardan memoria de las serenatas

con que un tierno lírico os habló de amor?

¿Conocéis la gama breve y cristalina

en que, enamorado, su canción divina

con su bandolina trina el ruiseñor?


Estas tres estrofas, deliciosa amiga,

son un corto prólogo para que te diga

que tus bellos ojos de luz sideral

y tus labios, rimas ricas de corales,

merecen la ofrenda de los madrigales

floridos de líricas rosas de cristal.


De tu fresca gracia los elogios rimo;

de un rondel galante la fragancia exprimo

para ungir la alfombra donde estén tus pies.

Yo saludo el lindo triunfo de las damas,

y en mis versos siento renacer las llamas

que eran luz del triunfo del Rey Sol francés.



Campoamor


Este del cabello cano

como la piel del armiño,

juntó su candor de niño

con su experiencia de anciano,

cuando se tiene en la mano

un libro de tal varón,

abeja es cada expresión

que, volando del papel,

deja en los labios la miel

y pica en el corazón.



Esquela a Charles de Soussens


A la vista del blanco lucero matutino

a tu amistad envío mi saludo cordial,

pues tus dedos despiertan el alambre divino,

sobre la lira, sobre el tímpano inmortal.


Tu Suiza, coronada de un halo diamantino,

circundada en abismos de torres de cristal,

alzará un día, para tu numen peregrino,

un busto blanco y fino, de firme pedestal.


Compañero que traes, en tu lira extranjera,

caras rosas nativas a nuestra primavera,

y que tu Ranz nos cantas en el modo español,


¡que la América escuche tu noble melodía

y a Suiza, Buenos Aires pueda enviar algún día

tu cabeza lunática coronada de sol!

1895


Helda


Helda c’est la musique et le rythme charmant,

évocateur. C’est la femme mystérieuse

et plastique, amoureuse, et pleureuse, et rieuse,

et même elle est le vers qui câline et qui ment.


Je ne boirai jamais le vin de son serment,

et la coupe d›or de cette femme amoureuse

n›enivrera jamais mon âme malheureuse,

malheureuse d›Amour, ma Belle au bois dormant.


Mais Helda est pour moi comme une harpe éolienne:

et des mes rêves est aussi musicienne

en fleurissant sa voix des paroles de jour.


je voudrais être Roi du pays d›Utopie

et je donnerais la couronne à mon amie,

des perles de musique, et des diamants d›amour.



A una novia


Alma blanca, más blanca que el lirio;

frente blanca, más blanca que el cirio

que ilumina el altar del Señor:

ya serás por hermosa encendida,

ya serás sonrosada y herida

por el rayo de luz del amor.


Labios rojos de sangre divina,

labios donde la risa argentina

junta el albo marfil al clavel:

ya veréis cómo el beso os provoca,

cuando Cipris envíe a esa boca

sus abejas sedientas de miel.


Manos blancas, cual rosas benditas,

que sabéis deshojar margaritas

junto al fresco rosal del Pensil:

¡ya daréis la canción del amado

cuando hiráis el sonoro teclado

del triunfal clavicordio de Abril!


¡Ojos bellos de ojeras cercados,

ya veréis los palacios dorados

de tina vaga, ideal Estambul,

cuando lleven las hadas a Oriente

a la Bella del Bosque Durmiente,

en el carro del Príncipe Azul!


¡Blanca flor! De tu cáliz risueño

la libélula errante del Sueño

alza el vuelo veloz, ¡blanca flor!

Primavera su palio levanta,

y hay un coro de alondras que canta

la canción matinal del amor.



Soneto

Para el Señor don Ramón del Valle-Inclán


Este gran don Ramón, de las barbas de chivo,

cuya sonrisa es la flor de su figura,

parece un viejo dios altanero y esquivo

que se animase en la frialdad de su escultura.


El cobre de sus ojos por instantes fulgura

y da una llama roja tras un ramo de olivo.

Tengo la sensación de que siento y que vivo

a su lado una vida más intensa y más dura.


Este gran don Ramón del Valle-Inclán me inquieta,

y a través del zodíaco de mis versos actuales

se me esfuma en radiosas visiones de poeta,


o se me rompe en un fracaso de cristales.

Yo le he visto arrancarse del pecho la saeta

que le lanzan los siete pecados capitales.



Querida de artista

Cultiva tu artista, mujer,

que por cierto debes tener

los ojos de las hechiceras...

Cultiva tu artista, mujer,

sin abusar del alfiler

y del filo de las tijeras.

Y si eres de las hechiceras

que, desnudas, se dejan ver

en las pieles de las panteras,

o si de las tristes y fieras,

cultiva tu artista, mujer...



Tant mieux...


Gloria al laboratorio de Canidia,

gloria al sapo y la araña y su veneno,

gloria al duro guijarro, gloria al cieno,

gloria al áspero errar, gloria a la insidia,


gloria a la cucaracha que fastidia,

gloria al diente del can de rabia lleno,

gloria al parche vulgar que imita al trueno,

gloria al odio bestial, gloria a la envidia.


Gloria a las ictericias devorantes

que sufre el odiador; gloria a la escoria

que padece la luz de los diamantes,


pues toda esa miseria transitoria

hace afirmar el paso a los Atlantes

cargados con el orbe de su gloria.



Lírica

A Eduardo Talero


Eduardo: está en el reino de nuestra fantasía

el pabellón azul de nuestro rey divino.

Saludemos al dios en el pan y en el vino,

saludemos al dios en la noche y el día.


Todavía está Apolo triunfante, todavía

gira bajo su lumbre la rueda del destino

y viértense del carro en el diurno camino

las ánforas de fuego, las urnas de armonía.


Hundámonos en ese mar vasto de éter puro

en que las almas libres del cautiverio obscuro

de la sombra, celebran el divino poder


de cantar. Tal será nuestra eterna retórica.

En tanto suena la música pitagórica

y brilla en el celeste abismo Lucifer.



Danza elefantina


Oíd, Cloe, Aglae, Nice,

que es singular.

El elefante dice:

Voy a danzar.


Lleno de filosofía

tiene el testuz;

la trompa es sabiduría,

los colmillos, luz.


Las formidables orejas

gravedades son,

muy llenas de cosas viejas

y de erudición.


Cuatro patas misteriosas,

pues no viene sin

haber chafado las rosas

de griego y latín,


van a trenzar unas danzas

que son la verdad,

los ensueños y esperanzas

de la Humanidad.


¿El elefante está enfermo?

¿Harto de laurel

índico, está el paquidermo

rehúso al rabel?


Basta pesadez le sobra

para la función;

y danza mejor la cobra,

de la flauta al son.


Ninfas, danzad. El alisio

besa vuestros pies.

El virtual don de Dionisio

con vosotros es.


Oíd, Cloe, Nice, Aglae:

toda mi ciencia es amor,

y en mis danzas se distrae

mi maestro el ruiseñor.



Interrogaciones

–¿Abeja, qué sabes tú,

toda de miel y oro antiguo?

¿Qué sabes, abeja helénica?

–Sé de Píndaro.


–León de hedionda melena,

meditabundo león,

¿sabes de Hércules acaso...?

–Sí. Y de Job.


–Víbora, mágica víbora,

entre el sándalo y el loto,

¿has adorado a Cleopatra?

–Y a Petronio...


–Rosa, que en la cortesana

fuiste sobre seda azul,

¿amabas a Magdalena?...

–Y a Jesús...


–Tijera que destrozaste

de Sansón la cabellera,

¿te atraía a ti Sansón?

–No. Su hembra...


–¿A quién amáis, alba blanca,

lino, espuma, flor de lis,

estrellas puras? ¿A Abel?

 –A Caín.


–Águila que eres la Historia,

¿dónde vas a hacer tu nido?

¿A los picos de la gloria?...

–Sí. ¡En los montes del Olvido!



Los piratas


Remacha el postrer clavo en el arnés. Remacha

el postrer clavo en la fina tabla sonora.

Ya es hora de partir, buen pirata; ya es hora

de que la vela pruebe el pulmón de la racha.


Bajo la quilla el cuello del tritón ya se agacha;

y la vívida luz del relámpago dora

la quimera de bronce incrustada en la prora,

y una sonrisa pone en el labio del hacha.


¡La coreada canción de la piratería,

saludará el real oriflama del día

cuando el clarín del alba nueva ha de sonar


glorificando a los caballeros del viento

que ensangrientan la seda azul del firmamento

con el rojo pendón de los reyes del mar!

Rubén Darío


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares