BAJO LA CRUZ DEL SUR
Ya está en tierras
de Chile, en el país en que, según la profecía de Bolívar, la democracia
tendría su primera cristalización hispanoamericana, como en efecto ha sido; y
al llegar el joven nicaragüense, goza de un período de prosperidad después de
cuatro años de guerra con el Perú y Bolivia en la que, victorioso, el
territorio anexado, grávido de salitre, es su más precioso surtidor de riqueza.
Una jocunda alborada de bienestar y de cultura anuncia un futuro luminoso.1
Se hospeda en
“el mejor hotel” en donde de pronto se distrae escuchando a un pianista francés,
ex-capitán del ejército galo, llamado Yoyer. Con la premura que las
circunstancias exigen busca al señor Eduardo Poirier, 2 porque lleva
para ese caballero una de las cartas que le dio en Nicaragua el general Juan J.
Cañas. Por la benévola acogida que el señor Poirier le hace, se diría que ya se
ha hecho cargo de la misión que desempeñará mientras el joven poeta resida en
Chile, la misión de providencia siempre oportuna y eficaz, y por eso lo primero
que hace es hospedarlo en su casa.
Por Poirier conoce
al gran poeta chileno del momento, Eduardo de la Barra, 3 y a ambos
presenta su credencial personal: copias impresas de los poemas que se están
editando en Managua y otros inéditos. Los dos intelectuales chilenos reconocen
que ese mozo larguirucho, de ojos negros y taciturnos, que fulguran cuando
habla, humildemente vestido con pantalones que le quedan cortos y una americana
estrecha, es un gran poeta en cierne.
Como puerto
principal de Chile, Valparaíso tiene un tráfico activo; pero tiene también comercio
intelectual, es asiento de un liceo y circulan dos periódicos, La Unión y
El Mercurio.
Este último le
da una bienvenida calurosa, obra seguramente de Poirier, haciendo el recuento
de los triunfos literarios que ha obtenido en Centroamérica y de los periódicos
en que ha colaborado.4 Del mismo origen e igual simpatía es el
saludo de Los debates, de Santiago, y allí se revelan los nombres de los
caballeros Adolfo Valderrama y Adolfo Carrasco Albano como los de las personas
a quienes el general Juan José Cañas escribió recomendando a Darío.
El Mercurio publica sus primicias chilenas: un
artículo sobre “La erupción del Momotombo”,5 el volcán que atalaya
el horizonte a orillas del lago de Managua, y otro sobre el poeta Hermógenes
Irisarri,6 chileno, hijo del “cristiano errante”, Antonio José de
Irisarri, guatemalteco eminente de la primera mitad del siglo XIX.
Poirier es un
joven de veintiséis años, intelectual de extensas lecturas, que cultiva las
letras con acierto y como traductor experto. Es además gerente de una empresa
de comunicaciones, el Telégrafo Nacional.
Desde meses
anteriores La Unión tiene abierto un concurso de novelas y el plazo para
la recepción de originales está para terminar. Poirier invita a Darío para que
trabajen juntos en una novela que acaso le produzca los dos mil pesos del
premio ofrecido. El generoso chileno solo piensa en un arbitrio para obtener
fondos a favor del recomendado del general Cañas.
De esa
colaboración nace la novela Emelina, presentada con los seudónimos Orestes
y Pílades. Discutida y escrita en diez días por la proximidad del plazo, el
talento y la buena voluntad no logran una elaboración madura, y Esta novela no
obtiene el anhelado premio. Y no podía ser otro el resultado porque es novela
plena de truculencias que tienen como escenario París, Londres y Valparaíso.
Lord Darington, padre de la protagonista, muere envenenado por el conde du
Vernier, miembro de una gavilla de tahúres y esposo de Emelina.7
Eduardo de la
Barra ejerce el magisterio como director del Liceo de Valparaíso y profesa una
cátedra más extensa como polemista vigoroso en favor de las ideas liberales; pero
el ejercicio más perdurable es el estético, el más suyo, como poeta que es. Es
yerno del insigne autor de la Política positiva, don Victorino
Lastarria, que cuenta setenta y seis años de edad, pero bajo la blancura que ha
invadido su cabeza, vibra un cerebro pujante, late un corazón entusiasta y
noble, nido de bondad y hontanar de pensamientos. De la Barra le franquea los
anaqueles de su copiosa biblioteca y, allí y en la Biblioteca Municipal, en la
de su generoso anfitrión Poirier, en la prensa local y en la que llega de
Santiago, aprende de todo, se informa de todo. Poirier lo relaciona con los
periodistas locales e igual que de la Barra, le da pormenores de los que viven
en Santiago y de la vida chilena en general.
Pero los días
transcurren y todavía permanece en Valparaíso. ¿Es que Poirier lo retiene en
espera de respuestas de Santiago que aseguran la manera de “haber la
mantenencia”? ¿Es que ese excelente hombre se ha percatado de la ineptitud de
este joven de diecinueve años para insinuarse e imponerse? Esto lo acusan su
habitual taciturnidad y escasa palabra, y sobre todo su poquedad de ánimo. Es
también que quizás la ayuda personal del presidente Cárdenas y amigos en
aportes pecuniarios, no fue tan liberal que soportara las erogaciones ni por
breve tiempo en la capital chilena, y la prudencia le aconseja esperar. Menos
mal que Darío no tiene que lamentar descenso en la vida urbana de Managua a
Valparaíso; aquí hay vida activa, tránsito bullente, tráfico intenso como
puerto principal de Chile; vida social e intelectual, y goza del mar, ora
rumoroso —poeta lírico— ora tonante —poeta épico—, y siempre majestuoso. Poco
escribir en un mes son los artículos dados a El Mercurio “La erupción
del Momotombo” y “Don Hermógenes Irisarri” y la carta a doña Victoria
Subercaseaux, viuda del gran don Benjamín Vicuña Mackenna, lamentando que su
artículo sobre su ilustre esposo no hubiera sido incluido en la corona fúnebre
que la admiración nacional le dedicó. Pero ha leído mucho, lo que es prepararse
para el trabajo en el futuro inmediato.
Poirier, en el ejercicio de su papel de valedor,
ha despachado a Santiago otra de las cartas del general Cañas para un
personaje, quien suponiendo que se trata de alguien, prepara alojamiento en el
Hotel Francés y se dispone a hacer un recibimiento digno al viajero
centroamericano. Así lo comunica a Poirier, y bajo tan excelentes
auspicios Rubén toma el tren de Santiago en los últimos días de julio. El
tardío acceso a la capital de Chile no tiene cariz auspiciador, pero el viajero
por el momento es todo ojos ante los parajes que el tren va dejando atrás.
Lleva como provisiones para luchar, buena salud, brillante intelecto, ambición
de gloria, confianza en su capacidad de productor literario y un acopio
cuantioso de conocimientos sobre diversas cuestiones, pues no ha desdeñado
leer, para informarse debidamente, libros y artículos sobre ciencias,
filosofía, religión. Su acervo literario es vasto: Ha leído en Managua los
clásicos castellanos de Rivadeneira y los clásicos griegos de la Biblioteca
clásica, de Luís Navarro; muchos libros facilitados por sus amigos de León
y Managua; está embebido de Víctor Hugo y sus acólitos románticos, entre los
cuales Teófilo Gautier lo ha deslumbrado tanto que lo proclamó en Managua “el
primer estilista del siglo”, y otro, Francisco Coppée, en quien ve al portador
del cetro lírico de Francia. ¡Exaltación de su inicial juventud! Cosa más seria
es que ha traducido poemas de Shakespeare, Longfellow, de Hugo y de otros.
Por fin el tren
suspende su jadeo. Ha llegado a Santiago.8 En la estación Alameda de
la gran ciudad chilena, sus ojos se deslumbran ante el intenso movimiento de
gentes y vehículos, y busca y busca sin saber a quién, a la vez que el
personaje que lo espera también busca en vano al que seguramente allí está. Por
fin:
—¿Sería usted
acaso el señor Rubén Darío?
—¿Sería usted
acaso el señor Adolfo Carrasco Albano? —preguntó Rubén cohibido.
El personaje lo
mira de pies a cabeza, y no necesita más para darse cuenta de que el
recomendado del diplomático salvadoreño es un muchacho pobre, pero seguramente
inteligente, que el general ayuda con la carta enviada para procurarle en
Santiago la mejor acogida. Luego llama a su secretario, que está en un lujoso
coche, y dirigiéndose a Rubén:
—Tengo mucho
placer en conocerle. Le había hecho preparar habitación en un hotel de que le
hablé a su amigo Poirier.— No le conviene—. Y lo conduce a otro hotel modesto
en donde no llame la atención su larga melena, sus viejos zapatos y sus ropas
estrechas. No al Hotel Inglés, sino al Ambos Mundos. Pocos días después, al
iniciarse el mes de agosto, y más de treinta de haber hollado tierra chilena,
pertenece al personal redactor de La Época,¨9 en calidad de
repórter, gracias a la mediación del señor Carrasco Albano. Dirige este periódico
Eduardo Mac Clure, de la alta sociedad chilena y con figuración en la política
del momento.10
Es Manuel
Rodríguez Mendoza11 su primer gran amigo en Santiago, es él quien ha
recibido el encargo de conducirlo a la oficina de redacción de La Época.
El día que llegan están allí Samuel Ossa Borne, Alfredo Irarrázabal y otras
personas afectas al periódico.12 Desde ese momento la cadena de
amigos se alarga cada día con algún eslabón más. Redactores, colaboradores
ocasionales, o simplemente amigos del diario son Alberto Blest Bascuñán, Luís
Orrego Luco,13 Jorge y Roberto Huneeus Gana, Alfredo y Galo
Irarrázabal, Carlos Luís Hübner, Vicente Grez. Pedro Nolasco Préndez, Daniel
Riquelme y algunos más.
La Época es la más importante empresa periodística
de Chile: es un diario montado a lo grande, en cuyas oficinas hay derroche de
elegantes muebles y bellos cuadros pictóricos y esculturas. Sus fundadores
Edwards y Mac Clure parece que no quieren aumentar sus fortunas, que la tienen
suficiente, si no satisfacer el orgullo personal y nacional con ese periódico
que no produce ganancias halagüeñas. En verdad que no solo los propietarios,
sino el pueblo chileno todo puede vanagloriarse de tener un periódico en que
suele verse, al pie de colaboraciones, el nombre del gran estadista inglés
Gladstone; del más grande orador español de todos los tiempos, Castelar; del
político y orador francés, Julio Simón; del gran poeta Ramón de Campoamor y
varios más, además de reproducciones de otros igualmente eminentes. Es redactor
de La Época, Manuel Rodríguez Mendoza, periodista de fuerte pluma. En el
comercio intelectual de ese periódico conoce Rubén a personas de distinción
social y política, lo que le satisface íntimamente; tales don Pedro Montt,
futuro presidente de la República, don Agustín Edwards, propietario de La
Época, don Augusto Orrego Luco, don Federico Puga Borne, y algunos más.
Pero naturalmente, son los jóvenes los que han de formar su ambiente, y muchos
de ellos serán amigos entrañables.
Parece que
Santiago recibe a Darío en la puerta mayor de su intelectualidad y gentileza.
El administrador de La Época recibe orden del señor Mac Clure de
atenderlo, y lo hace llevándolo a una tienda elegante, la Casa Francesa, a
proveerlo de ropa adecuada a la distinción que prima en La Época, lo
cual está muy bien, por generoso, y luego lo instala en un cuartucho próximo a
las maquinas del periódico, lo que no está tan bien, por mezquino.14
Ha llegado el
poeta nicaragüense a Santiago cuando el ambiente político caldeado por una
campaña electoral, todavía no acaba de enfriarse. Los conservadores, los viejos
“pelucones”, que tienen a don Diego Portales en el altar mayor de su devoción,
han tenido que turnar el poder a los liberales, y uno de estos acaba de ser
elegido presidente de la República, don José Manuel Balmaceda. La Época
es adicta al liberalismo y hay, por supuesto, periódicos en mayor número
conservadores como la Revista de Arte y Letras y El Estandarte
Católico. Existen asociaciones políticas de ambas tendencias, y como en el
credo religioso se injertan las convicciones políticas, el Círculo Católico se
define por su nombre, esto es, como conservador. La antigua clase social
dominante durante medio siglo tiene figuras representativas en la cultura, pues
no permaneció ociosa en el gobierno de la nación; administró esta con
patriotismo ejemplar y tuvo el acierto de hacer de la educación una especie de
religión oficial.
Rubén no tiene
que tomar ninguna decisión ante las banderillas políticas que esgrimen los
chilenos; él abomina la política y además, aunque ciudadano de un pueblo
hermano, es legalmente extranjero.
En el periódico
tiene el encargo de hacer diariamente gacetillas sobre los sucesos del momento,
que es como tener en él un lugar equivalente a la habitación que le ha
asignado. Pero no es así porque también puede escribir prosas y versos a su
guisa, que no sabemos si significan ingresos extraordinarios para su escuálido
bolsillo.
No irrumpe en
La Época con el estruendo de una oda que llame la atención del gran
público lector de ese periódico. El 3 de agosto La Época ofrece a sus
clientes un breve poema, firmado por Rubén Darío. Es el apólogo de un enamorado
que tiene el amor clavado como un venablo con el cual no puede vivir, y sin él
tampoco. El título es “Caso cierto”15 y vale por el ingenio de la
moraleja:
¿No has
comprendido, Asunción,
la historia que te he contado,
la del garrido garzón
con el acero clavado
muy cerca del corazón?
Pues el caso es verdadero;
yo soy el herido, ingrata,
y tu amor es el acero:
si me lo quitas, me mata,
si me lo dejas, me muero.
Pero dos días
después se aproxima al ser chileno, no en la persona de ningún prócer de la
política, ni de la plutocracia, sino de la mujer santiaguina, a la que ha visto
entrar y salir de la catedral, de oír misa, con la cabeza tocada con un manto
discreto e insinuante a la vez. A ella celebra, halaga y acaricia con estos
octosílabos que titula “El manto”:16
La
bella va con el manto
con tal modo y gracia puesto,
que se diría que esto
es el colmo del encanto.
(Santiaguina, por supuesto).
Vela
el cuerpo la hermosura
y va enseñando la cara;
tal parece una escultura
hecha en mármol de Carrara
y con negra vestidura.
Con
esa faz placentera,
esa negrura enamora;
pues le parece a cualquiera
que la noche apareciera
con la cara de la aurora.
¡Que par de ojos! Son luceros.
¡Que luceros! Fuegos puros.
Con razón hay, caballeros,
compañías de bomberos
y pólizas de seguros.
Y
ahora entiendo yo por qué
cierto joven que llegó,
cuyos gustos yo me sé,
siente algo de qué sé yo
por causa de no sé qué.
Y
siempre que mira un manto,
se fija en la faz un tanto,
lleno de dulces antojos:
que en la faz están los ojos,
y en los ojos el encanto.
De
una garbosa doncella
con un rostro encantador,
se afirmará, al conocella,
que sin el manto es muy bella,
pero con manto, mejor.
Tiene
ello mucho de santo,
mas despierta cierto anhelo
cuyo velo no levanto;
si no fuera ese recelo,
andarían en el cielo
los querubines con manto.
Faz
linda, forma hechicera;
esa negrura enamora,
pues le parece a cualquiera
que la noche apareciera
con
la cara de la aurora.
¡Cuántas
santiaguinas sonríen al leer estos versos graciosos, gentiles, algunos
delicados y todos bañados de buen humor, el autor no lo sabe, porque los
“querubines con manto”, están allá arriba, en la estratosfera social, a donde
él solo puede llegar con la imaginación. Es que el auge económico que la
aristocracia chilena goza como consecuencia de la victoria de la guerra de
1879, ha acendrado su vanidad de clase. Debajo de todo bienestar hay un estrato
económico, y el de los burgueses chilenos está hecho ahora de cobre y salitre.
Reproduce
poemas escritos en Nicaragua y traducciones de trozos de Víctor Hugo, y dos
artículos que demuestran el interés por los problemas de su país. Uno de estos
es sobre el Canal de Nicaragua17 y otro sobre la unión política de
Centroamérica.18 Por su falta absoluta de orientación política precisa,
se expone a contradicciones hasta en materias a las cuales tiene simpatía, y
eso le ocurre en esos artículos. Considera que el imperialismo yanqui no es
peligroso: “Su orgullo sería ver el pabellón de la Casa Blanca ondeando a la
entrada del Canal de Nicaragua. Por lo demás, el caso de Tejas no es fácil por
allá de repetirse”, dice el ingenuo poeta. De la unión centroamericana dice que
“Es un bello ideal: pura poesía”. Y esto después de la “Oda a la Unión”, del
“Apocalipsis de Jerez”, etc.
Carlos Toribio
Robinet19 lo presenta a Lastarria, que en esos días es ya un anciano
venerable que yace inmóvil en un sillón, víctima de cruel enfermedad. Al llegar
a su gabinete, Rubén siente como que entra en un santuario, y siendo como es
tímido y propenso al culto de las jerarquías intelectuales, aquel varón de
tanta edad y prestigio le parece un profeta de los viejos tiempos. La muerte
sube ya por su cuerpo como una enredadera letal.
El 21 de agosto
se lee en las columnas de La Época la “Historia de un picaflor”,20
un cuento con giros estilísticos novedosos, algo muy distante, por superior, “A
las orillas del Rhin,” “Las albóndigas del coronel” y “Mis primeros
versos”, sus narraciones primigenias nicaragüenses.
¿Es posible que
en solo dos meses, que es como decir que sin solución de continuidad, Darío
haya evolucionado hasta alcanzar un preciosismo de estilo insólito en el
idioma? En efecto, así es, y ese cuento lo prueba. En los cincuenta y nueve
días transcurridos desde el 24 de junio al 21 de agosto, la provisión de letras
que trajo de Nicaragua y el aporte de sus lecturas en Valparaíso y Santiago,
han producido un nuevo fluido mental que acaba de escaparse por el electrodo de
su pluma. Y es para asombrarse más si el cuento lo escribió en Valparaíso; es
decir, un mes antes. Aun el lector habituado a lecturas selectas le llamará la
atención una imagen tan original como “llama con alas” con que
designa un pajarito de color amarillo; y leer “Sátiro de mármol” y “la
cordillera estaba de novia, con su inmensa corona blanca y su velo de bruma”,
“auras maliciosas;” y el desfile de nombres y adjetivos, como tornasol,
arrebolado, paulonias, campánulas... y hasta repugnara con razón el helenismo
“ornis”, por pájaro, que es explicable si sabe que el autor tiene la mente
afiebrada de novedad.
También escribe
versos que tienen una profunda y triste significación. Es que en La Época
no todo es flores de cantueso para Darío; al lado de los comprensivos y
cordiales y constantes en el aprecio, como Manuel Rodríguez Mendoza, hay
quienes le hacen amargo el pan frío que come, y entre ellos figura el director
del diario, Eduardo Mac Clure. El poeta contribuye a la situación de
incomodidad moral en que está con su silencio que creen, acaso, indiferencia
por los temas de interés público, y seguramente así es; pone su atención en
otra cosa, un libro, un periódico, alguno de los objetos de arte que adornan la
oficina, cuando los demás discuten a voces, y eso quizás lo ven como un
menosprecio a sus personas mismas. Hacer gacetillas le displace, y a veces no
las tiene listas a la hora que al cajista le faltan galeras que levantar.
¡Cuántas veces le habrá llamado la atención Mc Clure con voz de patrón engreído
y desconsiderado! ¡Cuántas veces habrá salido de la redacción para una taberna
a diluir su pena en alcohol! ¡Cuántas otras se habrá refugiado en el cuartucho
que le sirve de habitáculo a rumiar su angustia! Aquí, un lecho que no reclama
camarera, una silla en que descansa su cofrecillo de madera cuando no hay
visitante, y un clavo hundido en la pared que sirve de percha, es todo el
menaje. Y libros, periódicos, papeles y más papeles por los rincones.
Los breves
poemas en que trasiega su tristeza, sus desengaños y conceptos sobre la
multiforme perversidad humana, reciben el nombre genérico de “Abrojos”.21
Hay en ellos ironías, escarnio, sarcasmo; es la burla en diversas formas
expresada; la cólera y el despecho por experiencias vividas y cuyos causantes
no se dan por aludidos. Los leen como versos de un joven pobre que sufre las
naturales consecuencias de su situación, o simplemente como cosas de poeta.22
Cuando los compañeros de redacción y visitantes hablan de los incidentes de
la política o de la vida social, permanece indiferente o fija la atención en
alguno de los objetos de arte que hay en la oficina; en cambio, si el tema es
la literatura le cintilan los ojos, aunque la lengua permanezca inactiva, y se
anima más si una bella santiaguina es el objeto de la charla. Una vez se habla
de Campoamor, 23 de quien ya había leído en Nicaragua los “Pequeños
Poemas”, “las Doloras” y “las Humoradas”. No participa en la conversación, pero
escribe en breves minutos el retrato psicológico de Campoamor, mostrándolo a
los compañeros, que leen alborozados:
Este
del cabello cano
como la piel del armiño,
juntó su candor de niño
con su experiencia de anciano;
cuando se tiene en la mano
un libro de tal varón,
abeja es cada expresión
que, volando del papel,
deja en los labios la miel
y pica en el corazón.
Un
versificador, coterráneo suyo, tiene la humorada de contestarle en nombre del
autor de los “Pequeños Poemas”, con esta décima que lo hace sonreír, como la
suya a Campoamor:
A
este del negro cabello
como la nocturna bruma,
púsole Dios en la pluma
luz de sideral destello.
Cuando de su verso bello
nos llega la vibración,
se escuchan con gozo, al son
de músicas orientales,
melódicos atabales
de las selvas de Colón.
Acontecimiento memorable es la llegada a Chile de la gran trágica francesa
Sarah Bernhardt. Hace su ingreso a Santiago el 7 de octubre de 1886, y debuta
el 9 con Fedora, de Victoriano Sardou. Durante el mes que permanece en
el país da veinticinco representaciones entre Santiago, Valparaíso y Talca.
Todo Chile siente la onda de entusiasmo que irradia de Santiago por la
fascinante presencia de la sublime y caprichosa eminente actriz. Los diarios
compiten en elogios para la famosa trágica gala, y Darío, como cronista de La
Época, guiado de su entusiasmo por todas las manifestaciones del arte y por
su profunda vocación francesa, hace de sus crónicas poemas en prosa y aun la canta
en verso.24 Diligente como nunca, estudia en los libros que hay a la
mano toda la información que es posible hallar sobre las obras representadas,
sus autores, estrenos, éxitos y fracasos en los teatros europeos. Su crónica
sobre la representación de Hernani, de Víctor Hugo, es un alarde de
erudición a la vez que de inflamado entusiasmo por la actriz y por el autor.
Terminada la temporada teatral, vuelve Darío a las tareas ordinarias. La
penuria en que vive ha tenido probablemente un alivio durante el mes que ha
estado Sarah Bernhardt en Chile. Sus crónicas le han producido algunos ingresos
extraordinarios, pues no puede ser sino por orden del director de La Época,
y costeado por la empresa, que ha ido a Valparaíso a presenciar las
representaciones hechas allí por la eximia actriz. Pero solo ha sido un alivio,
y como por su mente no ha cruzado todavía la idea de ahorrar, vive al día.
Pedro Balmaceda
Toro es un brillante escritor en sus apenas dieciocho años.25 Conoce
a Rubén una tarde en la redacción de La Época, y después de cambiar
algunas palabras son ya amigos. La amistad iniciada aquella hora es la víspera
de la fraternidad que habrá entre ellos al día siguiente. Ambos entregan sus
almas gemelas el ensueño, departen sobre arte, discuten opuestos puntos de
vista con el gusto de quienes, además de estimarse y comprenderse, saben que en
el fondo están de acuerdo. El taciturno se torna locuaz en la compañía de ese
amigo, que no solo tiene la aristocracia del talento, sino también la que le
viene de antepasados preclaros. Y no deja agregar codos a su consideración, el
pertenecer su amigo a la familia gobernante, con la que reside en el Palacio de
la Moneda, mansión oficial del Presidente de Chile.
Es Manuel Rodríguez Mendoza quien ha puesto en contacto a los dos jóvenes
talentos, sin duda intencionalmente, reconociendo las afinidades preexistentes
en ellos. Rubén ha leído en Los Debates un artículo necrológico sin
firma, que le llamó la atención por el estilo desusado campeante en él. El
autor es Pedro, y este no hay duda que ha leído por lo menos los últimos
artículos y poemas firmados por Rubén. En la edición del día 9, anterior al de
la presentación, La Época publica un cuento, “Bouquet”, 26
que es la apología de las flores. Allí aparecen citadas y con adjetivos que las
hacen más bellas, la azucena, la hortensia, el lirio, la nomeolvides, la
camelia, el azahar, la lila, la violeta y el pensamiento. La rosa es la que le
merece los ditirambos más admirativos: ...“la mejor urna del rocío, la mejor
copa del pájaro y la rival más orgullosa de las mejillas rosadas. De rosa son
hechos los brazos de las ninfas y los dedos de la aurora”. Y más memorable es
otro cuento, “El pájaro azul”,27 aparecido dos días antes del
anterior, porque Darío adopta una actitud evasiva de la realidad, sea chilena o
americana, al contar la historia del infortunado Garcín, el soñador que se
suicida, situándola en París, y además porque usa como con aceptación
definitiva, los procedimientos literarios que ha ensayado, aprendidos ante todo
de Catulle Mendés. No hay duda que Balmaceda también ha leído este cuento.
Pedrito, como
suele llamarlo el cariño de los amigos, tiene una biblioteca selecta de autores
franceses que Darío no conoció en Nicaragua, y revistas de París, como la Révue
des deux mondes, la Revue Bleue, y otras en que colaboran los
escritores franceses que tienen la primacía del arte en París. Son sobre todo
los parnasianos, entre los cuales, Catulle Mendés se convierte en ídolo de
Rubén. En los parnasianos franceses descubre el secreto de su nuevo estilo.
El ambiente
intelectual de Santiago le permite explayar su espíritu en un espacio cultural
que antes no ha tenido. Santiago cuenta con una Biblioteca Nacional en la que
su curiosidad y su apetito intelectual pueden encontrar todo lo que deseen.
Pedrito, hijo del Presidente Balmaceda, suele llevarlo consigo a su propia
habitación en Palacio. Hay allí un gran acopio de piezas artísticas: cuadros,
retratos, esculturas, decoración suntuosa, que el alma suya ingurgita
golosamente; pero más aprovecha de las lecturas y comentarios que allí hace con
Pedro y los demás jóvenes amigos: Alfredo Irarrázabal, Luís Orrego Luco,
Ernesto Molina, Daniel Riquelme, Jorge Huneeus Gana, Alfredo Valenzuela Puelma,
Manuel Rodríguez Mendoza, Alberto Blest Bascuñán y el joven conde Fabio
Sanminatelli, hijo del ministro de Italia en Chile.28 Cada cual
comenta lo que ha leído, sostiene su punto de vista sobre esto y aquello, los
poetas dicen sus últimos versos y Narciso Tondreau deleita a todos con sus
virtuosos dedos de pianista. El dueño de casa, adora a Chopin y Darío es una
antena sensible a toda emoción estética. También él sabe arrancar melodías al
teclado “al oído”.29 El joven Balmaceda suele invitarlo a pasear en
elegante carruaje oficial por la soberbia calle del Ejército Libertador, la
aristocrática Alameda de las Delicias y el parque Cousiño. Con su amigo, y solo
gracias al acceso que este puede procurar, visita la regia mansión de don Luís
Cousiño, donde por primera vez impresiona sus pupilas el esplendor en que viven
los dichosos de la tierra. Pedrito es tan gentil que al terminar las visitas
nocturnas del poeta a su habitación en Palacio, lo hace acompañar por un
servidor doméstico a la calle Nathaniel Cox, 51, a donde se ha mudado.
Visitan con
frecuencia al gran escultor Nicanor Plaza, cuyo diestro cincel ha creado un
soberbio Caupolicán. Darío dedica a Plaza un ejemplar de su poema “Del arte”,
precedido de dos estrofas elogiosas.30
Samuel Ossa
Borne es otro de los acompañantes más asiduos, y esto para las andanzas cuando
el sol alumbra el otro hemisferio. El cerro de Santa Lucía, que con templos
sería el Acrópolis de Santiago, es sitio que Rubén prefiere para soñar y
meditar ante el universo estrellado y admirar la hermosa metrópoli chilena
donde tiene minutos de gozo y horas de dolor. Los ágapes con tertulia de
cofrades festivos tienen lugar en el restaurante de Gage, y como en todas
partes, Rubén escucha y sonríe más de lo que habla.
Su vida social
discurre entre amigos, en visitas a Rodríguez Mendoza en su casa, a Orrego Luco
en su oficina y ya sabemos que a Pedro Balmaceda en su habitación de palacio.
Muchos cambios
experimentan su gusto e ideas estéticas. Lo que escribe en Chile, en efecto,
apenas tiene antecedentes en su labor anterior. Ninguno de los cuentos, ninguno
de los poemas nicaragüenses tiene semejanzas con los cuentos y poemas chilenos.
El fenómeno lo explica satisfactoriamente su flexibilidad mental y su pasmosa
capacidad de asimilación. La lectura de los parnasianos franceses, con su pontífice
Leconte de Lisle, le hacen la revelación de la forma escultórica de la estrofa,
precisa y rotunda; el colorido de la adjetivación y el brillo de las imágenes,
destacadas y pulidas como camafeos. Se siente como Aladino ante el tesoro
hallado y lo ha aprovechado desde en seguida de su contacto con él. En sus
versos santiaguinos obedece a la nueva concepción del poema que ha adquirido
mediante la lectura de aquellos poetas. Son poemas breves, ya no tiradas de
seiscientos versos como hacía en Nicaragua; sobre todo son poemas en que la
forma es todavía clásica, pero por los versos y estrofas circula un hálito
nuevo.31
Pedro Balmaceda
y habituales camaradas, lo invitan para ir a conocer a una cortesana y cantante
extranjera que se halla en Santiago. Durante la visita se hastía y acaba por
desentenderse de la conversación, leyendo o aparentando que lee una revista.
Los compañeros, terminada la visita, lo reprenden por su descortesía. Rubén
dice que no se ha puesto a leer, sino a escribir, y les muestra los versos que
ha hecho, entre los cuales unos dicen:
Porque
para oír su voz,
que nada tiene de rara,
oler cold cream en su cara
y besar polvos de arroz,
treinta millones de veces
prefiero a la Domitila.
La Domitila es
una amante momentánea del taciturno poeta. Muchos años después, esta mujer que
dio solaz a la carne del joven lírida recordará su carácter meditabundo y
retraído, que solo al calor de la confianza, y no frecuentemente, hablaba con
entusiasmo.32
El 18 de enero de 1887 ¡que reflexiones se hará! Inevitablemente su memoria
actualiza el cumpleaños del año anterior en Managua en el que sus amigos
quebraron los cristales de la alegría alrededor de una mesa servida en su
honor. En esta opulenta Santiago “que paga poco a sus escritores y mucho a sus
palafreneros”, el cumpleaños de un poeta no puede ser acontecimiento social, y
menos si ese poeta solo es apreciado en el círculo que cierran una docena de
amigos y otra de conocidos.
Poco a poco su
situación en Santiago se torna imposible. La mala voluntad del director del
periódico en que trabaja, las deudas que ha contraído, y su vida en una
sociedad que lo ignora, lo ponen en las proximidades de la desesperación.
Y de pronto una
noticia que le pone la piel de gallina: el cólera ha cruzado las fronteras de
Chile y él, que recuerda el ataque de viruela que sufrió en El Salvador y que
muy bien sabe que aquí en Santiago no habría distinguidas señoritas Cáceres
Buitrago que lo cuidasen, carga con su cofrecillo de madera y se va a
Valparaíso, al abrigo del techo de Poirier, el amigo de inexhausta
magnanimidad.
Pocos son los
“Abrojos” publicados, pero tiene muchos inéditos que solo conocen Rodríguez
Mendoza, que ha sido testigo de la composición de algunos, y Pedrito Balmaceda,
que ha llegado hasta la intimidad de Rubén. Pedro recibe los originales antes
de marcharse a Valparaíso.
En el año de 1887 lo ven los vecinos de Valparaíso pasearse a ciertas horas
por los parajes en que busca sosiego, o material humano de observación o la
comunión con la naturaleza en el muelle y en Playa Ancha. Esto último tiene
honda repercusión en su mente. Si en Nicaragua el mar ya le había inspirado una
oda a los trece años, aquí en Valparaíso, como en Santiago, los Andes, la
Naturaleza, en fin, lo avasalla tanto que su amor por ella es casi un
panteísmo. Lo más valioso que escribe en prosa y verso refleja el naturalismo
filosófico o más bien sentimental que en Chile ha adquirido.33
Sus providentes amigos santiaguinos, Pedro Balmaceda Toro y Manuel
Rodríguez Mendoza, que conocen ya la crónica situación económica del poeta, se
ocupan de él. Balmaceda obtiene en favor de su hermano en el amor de Apolo, el
nombramiento de guarda inspector de la Aduana de Valparaíso. Es de claridad
meridiana la verdad de que Pedro Balmaceda, poseedor de la intuición artística,
no ha intuido la idiosincrasia de su compañero, que solo es capaz de
concentración, de abstracción y éxtasis, dedicado a la poesía, nunca a la prosa
oficinesca. El resultado es el que la lógica temperamental impone: Darío se
hastía y a los pocos días obtiene permiso para ausentarse por “enfermedad” y no
vuelve más a revisar pólizas.
No faltan sus
colaboraciones en prosa y en verso en La Época principalmente, en La
Revista de Artes y Letras y en La Libertad Electoral.
En los días de
guarda inspector de la Aduana de Valparaíso, ha estado en contacto inmediato
con los trabajadores. Uno de estos le contó el drama de su vida, drama que con
infinitas variantes se repite en la vida proletaria. Ese relato es el sencillo
argumento de “El fardo”, cuento escrito a la luz solar del naturalismo de Zola,
y que es digno arquetipo de la narrativa social.34
Comenta en La Época el libro de versos “Penumbras”, de Narciso
Tondreau.35 En ese artículo hay una declaración que revela el empleo
discriminado que hace de los procedimientos literarios franceses de la hora, y
es también un embrión de manifiesto. “La moda francesa invadiendo la literatura
ha hecho que la lengua castellana se convierta en una jerga incomprensible. La
tendencia generalizada es la imitación de escritores y poetas franceses. Puesto
que muchos hay dignos de ser imitados, por razones de escuela y de sentido
estético, sígaseles en cuanto al sujeto y lo que se relaciona con los vuelos de
la fantasía, pero hágase el traje de las ideas con el rico material del español
idioma, adunando la brillantez del pensamiento con la hermosura de la palabra”.
Su proclividad hacia el francés acaba de imponérsele con el galicismo con que
empieza ese párrafo.
Apoyado en ese
criterio escribe poemas y cuentos en que ideas e imágenes a veces tomadas de
autores del país galo, las reviste con las galas verbales que el castellano le
presta. Una imagen de la diminuta Mab leída en el William Shakespeare de Víctor
Hugo, pintada de este modo:
“El hada,
paseándose por sobre la nariz de los hombres dormidos, en su carroza techada
con un ala de langosta, tirada por ocho moscardones uncidos con rayos de luna y
castigados con un látigo de hilo de la virgen...”
Darío la
transmuta en su fantasía y de ella sale tan primorosa como modelo para los
dedos de Cellini:
“La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro
coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol...”36
El momento de
la evolución poética en que está acelerada por los maestros franceses que ha
estudiado con Pedro Balmaceda en fraternal comunión, se revela en las columnas
de La Época, del 11 de febrero, con el poema “Anagke”,37
la tragedia de la paloma que celebra su belleza y su dicha en el gozo de la
vida y a la que de improviso interrumpe un gavilán que se la engulle. La forma
es la silva clásica de versos endecasílabos y heptasílabos, y la novedad, el
ritmo de suave ondulación y la delicadeza de los sentimientos e imágenes. La
paloma entona su propio himno sin clarinadas como hecho con la modulación de su
propia garganta.
Con el “Pájaro
Azul” y “Anagke” algo original adviene a la literatura del idioma: una
renovación se anuncia. Porque un proceso lento —que empezó en San Salvador—,
pero con fatalidad natural, se ha operado en su conciencia de escritor y poeta:
la de llevar a cabo una revolución en las letras del idioma.
Al mismo tiempo
que esto ocurre, Pedro Balmaceda, con fraternal interés y Manuel Rodríguez
Mendoza, con sentimiento igual, hacen imprimir, obteniendo fondos del erario
chileno en la dependencia oficial en que ahora trabaja el segundo, el libro Abrojos,38
que sale de la Imprenta Cervantes, y en el mes de marzo está a la venta en muy
coqueta presentación. Los editores no solo sirven al autor en forma que ninguna
palabra de elogio sería exagerada, sino que celebran esta primera obra suya
publicada en Chile.39
El intuitivo
Balmaceda proclama que Rubén es el portavoz de la nueva escuela, palabra con
que objetivamente alude a la corriente literaria que fluye de Francia hacia
América, y subjetivamente expresa el presentimiento de “algo” transformador del
oficio de cantar en español. Pero eso no es atingente a Abrojos, libro
que no ha sido fecundado por aquella corriente, ni en el fondo, ni en la forma.
Concentrando en el libro la atención el crítico, dice que “es toda una
historia”. “Algo de ella, crónica de su vida”. Y puede asegurarlo, porque es
confidente de los pesares del autor, y tanto que puede llamar a Abrojos,
“El libro de Job de la adolescencia”.
Poirier cala en
la intimidad sentimental de los versos de Abrojos y por eso expresa que
“Domina en las estrofas del nuevo libro de Darío un tinte de profunda
melancolía y de amarga decepción de los hombres y las cosas”.
El propio autor
reconoce que sus Abrojos tienen como ascendientes Las Doloras de
Campoamor en cuanto al humor filosófico, y Las saetas de Leopoldo Cano
por la ironía; en ellas hay además despecho e imprecaciones. El nombre lo discutió
con Rodríguez Mendoza, pero la palabra abrojo usada por Manuel Acuña en dos
doloras suyas, decidió el título. Los versos de Acuña dicen:
Sin
ver en nuestros delirios,
de la razón con los ojos,
que si hay en la vida lirios,
son muchos más los abrojos.
(Mentiras de la existencia)
Hoy
es un vergel risueño,
la senda por donde vas;
pero mañana, mi dueño,
verás abrojos en ella.
(Ya verás)
Como reflejos
de la vida cotidiana de Darío en los seis meses de su primera temporada
santiaguina, los breves poemas de Abrojos, fueron escritos en su mayoría
al compás de las amargas experiencias sufridas que los inspiraron, y otros ante
la impresión de incidentes que afectaron su sensibilidad; también los hay que
evocan dolores de días pretéritos no lejanos. Uno de esos “abrojos” es
particularmente famoso por haber sido experimentado, según una versión, por el
propio Darío, y por un joven de la sociedad santiaguina, según otra. Aquel o
este se enamora de una alta dama capitalina que no le corresponde; en una
ocasión entra la dama acompañada del triunfante rival en un bar en donde el
dolido amante se encuentra con otros compañeros de libaciones.
—Allí está —le
dice uno de ellos. Él sesga la cabeza, se hunde el sombrero cuando puede y
luego bebe su copa. Darío convierte en “abrojo” el episodio:
Cuando
la vio pasar el pobre mozo
y oyó que le dijeron: —¡Es tu amada...!
lanzó una carcajada,
pidió una copa y se bajó el embozo.
—¡Que improvise el poeta!
Y habló luego
del amor, del placer, de su destino.
Y
al aplaudirlo la embriagada tropa,
se le rodó una lágrima de fuego,
que fue a caer al vaso cristalino.
Después tomó su copa,
y se bebió la lágrima y el vino.
¿Qué ingresos
recibe su cartera de la venta de Abrojos? La contestación que puede
darse es que la nobleza moral de Balmaceda y Rodríguez Mendoza, ha decidido que
el producto íntegro de la venta descontando la ganancia de los libreros, sea
para el autor. Y esto no ha podido ser de otro modo por ser quienes son esos
amigos. Abrojos está dedicado a Manuel Rodríguez Mendoza y en el
prólogo-dedicatoria en verso recuerda el autor cómo han sido escritos esos Abrojos,
en los momentos en que la charla de redacción se suspendía entre sorbo y sorbo
de té, en los ratos de soledad dolorosa y en todo caso:
...Descocado, antimetódico,
en el margen de un periódico
o en un trozo de papel.
La
significación de Balmaceda Toro en la vida chilena de Darío es difícil de
ponderar por lo grande que es, y esto debido a la importancia de los elementos
culturales que la relación con el joven chileno le ha permitido adquirir. Como
escritor Pedro Balmaceda apunta hacia el nivel cimero, como puede apreciarse
por el artículo dedicado a Abrojos, admirable en un joven de diecinueve
años.40
Desde
Valparaíso escribe al general Cañas una carta muy interesante, curiosa o
extraña por la índole de algunos conceptos.41 Le informa que ha
llegado a ser segundo redactor de La Época, lo que al instante dibuja en
la mente un signo de interrogación; le asegura que “en mi tierra no hubiera
hecho lo que aquí por mil motivos. El primero que aunque tengamos alas no podemos
volar sin haber aire”, lo que hace mover enérgicamente la cabeza como signo
afirmativo; le avisa el envío de Abrojos, lo que regocija por su sentido
de trabajo y de triunfo, pues el libro ha merecido elogios de Pedro Balmaceda,
de Poirier y por el seudonimista Ruy Blas, que no sabe quién es; le cuenta la
acogida hecha por el señor Carrasco Albano —que nombra solo con el primer
apellido—; que en casa de Poirier “He recibido de esta casa, cariño a corazón
lleno, amistad grande, agasajos impagables”. Pongamos punto para fijar la
atención separadamente en lo que le dice sobre su asistencia a la Universidad
como estudiante de Derecho Público e Internacional, cuyo titular es don Jorge
Huneeus, con la mira “de servir de algo positivo a mi patria”, y le ruega que
gestione en el gobierno el logro de una pensión, y que él se comprometería
mediante contrato “a estar a las órdenes de ese mismo gobierno para la
enseñanza o servicio que se necesiten. —¿Conseguiré? —Harán algo los de mi
país, hoy que les pido eso? Quién sabe. Ello sería una pequeñez. Por lo demás,
si no se realiza, si no aceptan mis propuestas, santo y bueno. Ni se me quita,
ni se me da nada. Abrojos! “¡Nada más!”.
Rubén está encarado con la vida real, y en ese país práctico que es Chile,
quiere procurarse un instrumento más eficaz que la pluma para luchar. Si ha
asistido a la Universidad en Santiago no puede haber sido más que como oyente,
no como alumno regular, ¡no es bachiller! Pero ofrece una bella imagen de joven
que quiere superarse. ¿Y el resultado por el lado de Nicaragua? Pues lo que él
dice ¡Abrojos! ¡Nada más! Sin embargo, cavila, crea proyectos para
insistir en ponerse en un nivel en que un biftec pueda ser algo
cotidiano y su creación un producto sin ingredientes de amargura. Escribe,
pues, otra vez al general Cañas, y como lo que ha pensado no es tal sino
soñado, empieza con una frase que sin duda monopoliza la atención de su amigo:
“Va esta carta con grandes cosas”, y lo responsabiliza del éxito y del fracaso
de lo que va a proponerle. Un preámbulo es necesario para que Cañas se convenza
de la viabilidad de su proyecto: que Centroamérica es ignorada allá; que apenas
Walker, el filibustero, Justo Rufino Barrios y el proyecto de Canal por
Nicaragua han sido noticias en la prensa. “Mis artículos sobre Nicaragua, sobre
su gobierno, sobre el canal, reproducidos por casi toda la prensa argentina y
uruguaya, demuestran que no he dejado un solo momento de servir a la patria”...
“A pesar de la divergencia de ideas de los órganos a que pertenecemos, don
Zorobabel Rodríguez dio acogida en La Unión, a un largo y ardiente
artículo que publiqué el 1.º de marzo, día de la elevación al poder del
presidente Carazo”. Siguen unos renglones más insistentes y luego entra en
materia. En Chile no hay legación diplomática y es preciso que la haya, que don
Juan Cañas es el más indicado para presidirla y quien debe solicitarla al
presidente Carazo, y algo esencial es que el secretario sea Rubén Darío.
En su dulce
delirio le dice a don Juan que asegure que “después de un año de servicio
pagado, no recibiremos un solo centavo, permaneciendo, si es voluntad del
gobierno, empleados ad honórem.
Don Eduardo
Poirier ya es cónsul de Nicaragua en Valparaíso, y Rubén, que presiente el cero
resultado de la gestión, le dice que en último extremo proponga al señor
Poirier para sustituir al señor Nachiname por estar ausente, y a él, Rubén,
como secretario. Una noticia que lo entusiasma le transmite: “Le envío un
número de La Época en que se publica una carta que me dirigió Campoamor,
y un juicio del francés Groussac sobre mi último libro”.
El iluso poeta
está hablando en serio y elabora un código telegráfico para que el general
Cañas le comunique la resolución del gobierno de Nicaragua: Poirier.
Valparaíso: Bueno, que significa que Cañas ha sido nombrado ministro de
Nicaragua en Chile, con Darío como secretario.42
Poirier.
Valparaíso. Prince, que quiere decir que Poirier ha sido nombrado
ministro de Nicaragua en Chile, con Darío como secretario.
Poirier.
Valparaíso. Power, que hace saber que Poirier ha sido nombrado Encargado
de Negocios de Nicaragua en Chile con Darío como secretario.
El poeta no ha
tenido la sencilla ocurrencia de pensar que el general Cañas, por decoro, no
moverá un dedo en su propio favor. Aunque en Centroamérica, por una obvia razón
histórica, altos funcionarios y hasta jefes de Estado han sido naturales de
otro Estado. Con el decurso del tiempo, el separatismo triunfante ha creado un
nacionalismo que los gobiernos conservadores acentúan en cada Estado, y Cañas,
salvadoreño, no se expondrá a una negativa por almibarada que se la den.
NOTAS DEL CAPITULO VI
1. Autobiografía XIV,
XV y XVI. En el
capítulo XIV cuenta su llegada a Valparaíso y que buscó a Eduardo Poirier, este
escribió: “Una mañana vi llegar a mi oficina a un mozo casi imberbe, flaco,
semientumecido de frío”, “Añoranzas y recuerdos”. El Mercurio, Valparaíso, 9 de febrero de 1916.
2. Eduardo Poirier (1860-1924). Cuando Rubén
llegó a Valparaíso, Poirier era un joven de 26 años, pero ya una personalidad
distinguida como periodista y traductor de novelas que publicaba El Mercurio, diario porteño. El hecho de que el
General Cañas lo apreciara desde su breve temporada de representante
diplomático en Chile, 1883, acusa que ya tenía alguna relevancia en la vida pública.
Fue cónsul de Nicaragua en Valparaíso (1886) y después encargado de negocios
del mismo país (1889) y también de El Salvador. En 1910 publicó un grueso
volumen, Chile en 1910, con motivo del centenario de la declaración de
independencia, que Darío comentó elogiosamente (Todo al vuelo, 1912).
3. Eduardo de la Barra (1839-1900) fue la
segunda personalidad chilena conocida por Rubén en Valparaíso: allí de La Barra
era director del Liceo de Valparaíso. Fue poeta de corte clásico, teórico de la
métrica, profesor, crítico y publicista ideológico del liberalismo, por
consiguiente, polemista. Como amigo y protector de Darío fue de los más
eficaces todo el tiempo chileno de aquel, y el más decisivo para ayudarlo a
regresar a Nicaragua. Rubén recuerda en su Autobiografía XVI que a él debió la intercesión de don
Victorino Lastarria ante el general Mitre para ser corresponsal de La Nación; en el prólogo a Asonantes, de Narciso Tondreau, habla de él con
entusiasmo con los epítetos “noble poeta y excelente amigo mío”. En una nota de
la edición guatemalteca de Azul... alude a de la Barra con términos más lisonjeros: “mi egregio amigo el
poeta chileno de la Bara”, y también: “Ese hombre eminente que honra a su país,
ha vivido una vida de luchas por las ideas liberales, ha sido maestro de la
juventud, difusor de luz, poeta de las glorias patrias y, sin embargo, ¡cuántos
hombres nulos fueron profetas antes que él! Ley dura, por desgracia, peor que
en ninguna parte en nuestros países de la América Latina”. La amistad con de la
Barra sufrió un paréntesis de desavenencia, pero la frase de la Autobiografía
XVI: “noble poeta y
excelente amigo” sella el aprecio y gratitud de Rubén.
4. Los saludos de la prensa chilena, supone
con razón Silva Castro, que se debieron a informes dados por Poirier (Rubén Darío
a los veinte años,
por Raúl Silva Castro) Edit. Gredos, Madrid. 1956. El Mercurio, de Valparaíso, dijo el 13 de julio de
1886: “Don Rubén Darío. —Se halla hace algunos días en Valparaíso este joven
poeta nicaragüense que ha venido a establecerse entre nosotros por instancias
del exministro residente de El Salvador en nuestro país don Juan J. Cañas,
fervoroso admirador de Chile.”
“El joven señor Darío, laureado poeta y
brillante escritor en su país, ha venido en calidad de corresponsal del Diario
Nicaragüense, El Imparcial y El Diario de la tarde, de Nicaragua”.
“En nuestras mismas columnas hemos
reproducido hace pocos meses un brillante artículo necrológico sobre nuestro
ilustre Vicuña Mackenna, debido a la pluma y bajo la firma de don Rubén Darío”.
“Se halla hospedado en casa de nuestro
amigo don Eduardo Poirier, a quien ha sido recomendado por el general
salvadoreño don Juan José Cañas, a que ya hemos hecho referencia”.
“Deseamos al señor Darío grata
permanencia en este país, del cual dice hallarse encantado.” Los debates, de Santiago, lo saludó en términos
lisonjeros: Valparaíso, 10 de julio. “Desde el 23 del mes pasado tenemos entre
nosotros al distinguido poeta centroamericano don Rubén Darío, que goza en su
patria de una merecida reputación como literato y periodista, habiendo tomado
parte en Nicaragua en la redacción de los periódicos El
Imparcial, El Porvenir, El Diario Nicaragüense, El Diario de la tarde, La
Gaceta Oficial, y en
El Salvador en la Ilustración Musical Centroamericana.” —“Hemos tenido, además, ocasión de leer
un tomo de poesías del señor Darío, joven de 19 años, poesías que revelan la
inspiración y conocimiento de nuestra lengua que posee el fecundo vate.”
—“También ha publicado varios poemas, entre ellos una traducción de “Los cuatro
días de Elciis”, último poema de Hugo, traducción que viene precedida de un
juicio crítico muy honroso para el autor, emitido por el eminente poeta,
también centroamericano y miembro correspondiente de la Academia Española, don
Francisco Antonio Gavidia.” Silva Castro, (Ob. Cit).
5. R. D. “La erupción del Momotombo”. —El
Mercurio. Valparaíso,
16 de julio de 1886.
6. R. D. Hermógenes de Irisarri. El Mercurio, Valparaíso, 26 de julio de 1886.
7. Emelina. El plazo para la recepción de novelas
presentadas al concurso abierto por el periódico La Unión era el 1. º de agosto, y la elaborada con
ese título por Poirier y Rubén, en diez días, fue descalificada, obtuvo el
primer premio Enrique del Solar con Dos Hermanas. Del seudónimo Orestes y
Pilades, con que fue
presentada Emelina, el segundo nombre corresponde a Rubén. Los jueces del certamen fueron
Guillermo Blest Gana, Ramón Sotomayor Valdés, Carlos Walker Martínez, Zorobabel
Rodríguez y Miguel Luís Amunátegui, todos distinguidos hombres de letras. La
primera edición de Emelina fue hecha en Valparaíso en 1887, por la Imprenta y Litografía Universal, y
la segunda dirigida y prologada por Francisco Contreras en París, 1927. Silva
Castro en la obra citada abunda en detalles sobre el particular.
8. La llegada a Santiago, la recepción que le
hizo un personaje y su incorporación a La Época lo refiere Rubén en Autobiografía
XIV y XV. El nombre
de don Adolfo Carrasco Albano ha sido identificado por Silva Castro satisfactoriamente,
como el de la persona que recibió a Rubén en la estación ferrocarrilera de
Santiago (ob. Cit. y Rubén dice que a él debió su trabajo en La Época en la carta al director de La Libertad
Electoral y publicada
en La Época, 25 de septiembre de 1886. Silva Castro, (Ob. cit pág. 55) Alfa: “El viaje
literario”. Aenea. Universidad de Concepción. Chile. Artículos sobre la llegada
de Rubén Darío a Santiago en 1886 y dice que fue hospedado en el Hotel Ambos
Mundos.
9. La Época, en el gran diario santiaguino está
descrito por Rubén en Autobiografía XV y por cuantos se han ocupado de Rubén y
de ese diario: R. Silva Castro en la obra citada. Luís Orrego Luco, en el
capítulo de sus memorias Rubén Darío en Chile, publicado en Mapocho. Tomo V. N.º 4, Santiago 1966, y en los
artículos “Bellas Letras.Rubén Darío”. en La Libertad
Electoral, N.º 913,
20 de febrero y 914, 21 de febrero, Santiago, 1889. Emilio Rodríguez Mendoza en
el artículo “Darío o el hermano verso” de La flecha en el
arco, Ediciones
Ercilla, Santiago 1940 y Vida de Rubén Darío en Chile, sin firma. La razón, Buenos Aires, 4 de febrero de 1913, y
Armando Donoso: Rubén Darío en Chile, Introducción a Obras de Juventud de
Rubén Darío, Edit.
Nascimento, Santiago de Chile, 1927.
10. Eduardo Mac Clure (1850-1901) director de La Época, cuñado del propietario Agustín Edwards,
carga con la responsabilidad del alojamiento de Rubén en el cuartucho del
edificio del periódico, inmediato a la imprenta, y del tratamiento
desconsiderado que le prodigó. Luís Orrego Luco refiere la visita que hizo a
Rubén acompañado del dramaturgo Daniel Caldera: “Salí junto con Daniel Caldera,
atravesando un corredor oscuro, el patiecito del motor del diario, y penetramos
a un cuarto un poco más estrecho que esos que guardan los perros bravos en las
haciendas: Era la habitación de Darío. Después de las presentaciones de estilo
nos sentamos: ellos en la cama del poeta, y yo en una maleta vieja, remendada y
con clavos de cobre. No había sillas en el cuarto, pero en cambio había un lavatorio
de fierro y un paño
de manos que en esas circunstancias desastrosas debían de tener un valor
infinito. En la muralla, en la parte más visible y donde los ricos ponen de
ordinario su cuadros de Meisonier y de Benjamín Constant, había colgado de un
clavo el único pantalón de mi nuevo amigo; miento, porque tenía otro par que
llevaba puesto. El pobre muchacho, que deseaba atendernos cuanto le era
posible, sacó una caja de cigarros puros que nos pasó, con la recomendación de
ser cigarros de su tierra. Les cortamos las puntas y los encendimos, pero...
aquellos cigarros no daban humo, era inútil que chupáramos con toda la fuerza
de nuestros pulmones y de nuestro buen deseo.”
“Amigo Darío, sus cigarros no son
mejores que sus Abrojos, exclamó Daniel Calderas” Esta descortesía la contestó Rubén con modestia y
convicción.
—“Es verdad que los cigarros no son
buenos, pero las poesías... yo estoy contento de ellas”.
En el segundo de sus artículos Orrego
Luco cuenta:”... No daba más señales de vida que el movimiento acompañado de los pies —unos pies enormes que habrían hecho su fortuna por un precio
módico… (Subrayado por el autor).
Es probable que después de esta visita
escribiera Darío la fábula “El zorzal y el pavo real” que publicó prudentemente
un año después en La Época, el 23 de septiembre de 1887:
Ve un zorzal a un
pavo real
Que se espanta y
gallardea;
Le mira la pata fea
Y exclama”!
Horrible animal!”
Sin ver la pluma
oriental
El pájaro papanatas
Gentes que llaman
sensatas,
Son otros tantos
zorzales,
Que si encuentran
pavos reales,
Solo le miran las
patas.
11. Manuel Rodríguez Mendoza fue el
tercero, cronológicamente considerado, de los amigos de Rubén, y quien lo llevó
a la oficina de redacción de La Época para hacer su
presentación al director Eduardo Mac Clure, y colaboradores. Rodríguez Mendoza
fue un periodista vigoroso; como amigo, de los más íntimos de Darío y su
defensor más pertinaz. Sus artículos no los recogió en libro; vivía en el mismo
edificio de La Época y después se
trasladó a la Calle Nataniel Cox, la misma en la que Rubén habitó un cuarto de
la casa N.º 51, cuando abandonó el cuartucho de La Época.
En el ejemplar de Abrojos de este compañero escribió Darío la
siguiente “Dedicatoria:
Pocas veces he encontrado
la lealtad con la expresión,
la caricia en el saludo
y el pensamiento en la voz.
Los rostros han sido máscaras,
el abrazo una ficción,
y la sonrisa una burla,
y el compañero un traidor.
En el dueño de este libro
algo muy raro vi yo:
que cuando me tendió la mano
me ofrecía el corazón.
Y así hay gentes que se admiran,
con filosófico ardor,
de cómo Manuel no es víbora,
y yo no soy camaleón.
Léanse en Anales del
Literatura Hispanoamericana: “Más versos de Rubén surgen de las hemerotecas y álbumes”, por Edelberto
Torres, (Madrid ,1972). Copiado de Cien águilas, Santiago, 22 de agosto de
1945. Dedicatoria autógrafa en un ejemplar de Abrojos —libro dedicado a Manuel Rodríguez
Mendoza— encontrado por Pedro Pinto Téllez en la Biblioteca Militar. (Fondo
Bibliográfico Silva Castro. Santiago de Chile).
12. Samuel Ossa Borne fue amigo constante de
Rubén y dejó sus recuerdos del poeta en “Un manojo de recuerdos rubendarianos”.
en Pacífico Magazine, abril de 1918, y “Cómo nació la “Canción del oro”, Revista
Chilena, N.º 9.
Santiago de Chile, diciembre de 1917. De Gregorio Ossa Borne, hermano de aquel,
Darío dice: (Prólogo a Asonantes de N. Tondreau): “...Gregorio Ossa, que nos
leía sus comedias.”
13. Luís Orrego Luco (1866-1948). Fue de los
contertulios en La Época y en la habitación de Pedro Balmaceda Toro. Rubén le prodiga elogios más
que a todos, exceptuando a Balmaceda y a Tondreau, pero no pudo detener la
pluma para calificar de hipócritas los encomios que le hizo en los artículos de
despedida en 1889 citados aquí. Fue novelista, y Casa Grande provocó acres polémicas. El retrato de
Rubén lo hizo en estos términos:
“Era alto de cuerpo, de color
avellanado, de ojos pequeños y brillantes, nariz aplastada, barba escasa y era
flaco. Cualquiera hubiera dicho un indio sentado en un wig wam, al verlo con su aspecto indolente, su
fisonomía inmutable y cobriza”.
Orrego Luco fue incapaz de
comprender al Rubén que acaba de conocer; dice que “...la ignorancia de Darío
era casi absurda y apenas distinguía un coche de una casa, y no percibía
diferencia entre un cuadro y una oleografía. Su bagaje literario se reducía a
Víctor Hugo, que era su maestro y su dios; no conocía cosa alguna fuera del
gran poeta”. En El Mercurio, Santiago, 22 de
mayo de 1966, Raúl Silva Castro publicó un artículo sobre “El centenario de
Luís Orrego Luco”, en el que refiere la visita de este con Caldera y la amistad
renovada con Orrego Luco, en Madrid 1892. El propio Orrego Luco en sus Memorias
—inéditas—, uno de cuyos capítulos publicó Mapocho, N.º 4, 1966, volvió a recordar la visita, y entonces dice: “La cama
estaba cubierta de periódicos norteamericanos extendidos, con los cuales se
abrigaba de noche. Al verlos exclamó alguno de nosotros (Daniel Caldera, según
el artículo citado antes): Ahora comprendo que la prensa sirve para algo”.
Es el artículo de marras, el que
contiene los elogios que Rubén llama “hipócritas” en el prólogo a Asonantes, de Tondreau, pero en las Memorias,
Orrego Luco es más admirativo. (Luís Orrego Luco. “Bellas Artes. Rubén Darío”. La Libertad
Electoral, N.º 913,
20 de febrero de 1889).
14. Raúl Silva Castro. (Ob. cit), da a conocer la
única gentileza de Mac Clure con Darío, que fue la orden al administrador de La Época para que le proveyese de ropas.
15. R. D.: “Caso”, La Época, Santiago de Chile, 3 de agosto de 1886.
En “Canto errante” con el título de “Caso cierto”.
16. R. D.: Cantos chilenos. “El manto”. Santiago,
1886. La Época, Santiago, 6 de agosto de 1886.
17. R. D.: “El canal por Nicaragua”. Santiago,
agosto de 1886. La Época, Santiago, 6 de agosto de 1886.
18. R. D.: “La unión de Centro América”.
Santiago, agosto de 1886. La Época, Santiago. 12 de agosto de 1886.
19. Carlos Toribio Robinet fue de los amigos más
eficaces de Rubén; escribía en prosa y verso, pero su profesión era la de
comerciante. En Autobiografía XVI dice: “Debo agregar para esto la amistad de un
hombre muy querido y muy desgraciado en Chile: Carlos Toribio Robinet” (se
suicidó), se refiere a la obtención de trabajo en El Heraldo, de Valparaíso, en lo que ese amigo
cooperó con de la Barra. Con extensión habla de Robinet en el prólogo a Asonantes de Tondreau.
20. R. D.: “La historia de un picaflor”. La Época, 21 de agosto de 1886.
21. R. D. “Abrojo”. La Época, Santiago, octubre 13 de 1886. Es el
primer poema de la serie en que Darío reflejó su situación en Chile, según la
bibliografía de R. Silva Castro, en (Ob. cit).
Manuel Rodríguez Mendoza: “Los Abrojos
de Rubén Darío” (Para el álbum de Samuel Ossa Borne). Revista
Chilena. N. º 3
Santiago, junio de 1917. Cuenta que el origen de los Abrojos está en las
Humoradas de Campoamor y las Saetas, de L. Cano, y el título en los versos de
Manuel Acuña citados en el texto.
22. Emilio Rodríguez Mendoza: “Rubén Darío en
Chile”. La Lectura “Madrid”, abril de 1916. Sobre el aspecto cultural de Rubén cita los
autores franceses que estaban en la Biblioteca de La Época: Hermanos Goncourt, Charles Baudelaire,
Leconte de Lisle, Hipólito Taine, Barbey d’Aureville. Catulle Mendés, Teófilo
Gautier, Armand Silvestre, Honorato de Balzac, Alfonso Baudet, Pablo de
Saint-Víctor y V. Mezeroy.
La cultura literaria de Rubén en 1886
tiene el precioso respaldo de la carta que dirigió a su maestro, Lic. Ricardo
Contreras, copiada en la nota pertinente del Capítulo V y para corroboración
del conocimiento que adquirió en Chile, Charles D. Watland ofrece una
disquisición prolija en La formación literaria de Rubén Darío. Traducción de Fidel Coloma González.
Managua, 1966.
23. R. D.: “Campoamor”. La Época. Santiago, 24 de octubre de 1886. Es una
décima.
Rubén recuerda en Autobiografía
XV: “...entré
inmediatamente a la redacción de La Época, que dirigía el señor Eduardo Mac Clure”. Al
contar el imaginario concurso sobre Campoamor —que no lo hubo, según los
testimonios de varios amigos— en que dice que obtuvo los doscientos pesos del
premio ofrecido, agrega: “Una noche apareció nuestro director y nos dijo... “En
el prólogo a Asonantes, de Narciso Tondreau: “...se hablaba en voz alta hasta muy entrada la
noche, hasta la hora del té, a riesgo de alterar la paciencia de mi estimado
director don Eduardo Mc Clure.” No hay la caricia de una loa, pero tampoco la
púa de un ‘abrojo’. En Abrojos, de los que provocó muchos, más que inspiró, las púas que apuntaban hacia
él fueron otras tantas. El versificador nicaragüense que compuso la décima a
Rubén Darío, contestando la de este a Campoamor, es desconocido; en Nicaragua
son centenares, quizás millares, los pequeños intelectuales capaces de esas
menudas hazañas poéticas, entre los cuales hay obreros y campesinos.
24. Julio Saavedra Molina: Rubén Darío
y Sarah Bernhardt.
Anales de la Universidad de Chile. Prensa de la Universidad de Chile. 1941. No
han sido publicadas todas las crónicas teatrales de Darío de la temporada de
Sarah Bernhardt en Santiago y Valparaiso. Julio Saavedra Molina en su estudio Rubén Darío
y Sarah Bernhardt le
atribuye diez crónicas, y asegura que “la prosa periodística del nicaragüense
empieza con esta serie, considerando que la anterior no vale nada
artísticamente. Rubén comentó la representación de: El estreno de Sarah
Bernhardt (octubre 10); La Dama de las Camelias, por A. Dumas, hijo (octubre 12); Adriana
Lecouvreur, por
Eugenio Scribe y Lecouvé (octubre 14); Frou-Frou, por Enrique Meilhac (octubre 15); Fedra, por Rauno (octubre 16); Le maitre
de forges, por
Georges Ohnet (octubre 23); Hernani, por Víctor Hugo (octubre 29); La Dama de las
Camelias (otra
representación, octubre 30); La Esfinge, por Octavio Feuillet (noviembre 3); Theodora, por Victoriano Sardou (noviembre 6).
Rubén escribió también el poema Sarah que los lectores de La Época leyeron en el número de homenaje a la
insigne actriz, 17 de octubre de 1886, en la primera página y al pie del
retrato, obra del pintor L. F. Rojas.
25. Pedro Balmaceda Toro (1868-1889) fue una
brillante promesa literaria, a quien la muerte malogró a los veintiún años de
edad; el artículo con que comentó Abrojos, es prueba fehaciente de su talento, y lo es más
el ensayo sobre La novela social contemporánea. Fue el amigo que más contribuyó a
aliviar los pesares de Darío en Santiago por la acogida fraternal que le brindó
desde que se conocieron en la redacción de La Época, el 10 de octubre de 1886, como lo
demuestra R. Silva Castro en el trabajo citado. Las veladas en la aristocrática
habitación de Pedro en el Palacio de la Moneda fueron paréntesis de felicidad
en la vida santiaguina de Rubén, Eugenio Orrego Vicuña menciona como
contertulios, además del anfitrión, a Rubén Darío, Luís Orrego Luco, Alberto
Blest Bascuñán, Daniel Riquelme, Alfredo Irarrázaval, Jorge Huneeus Gana,
Alfredo Valenzuela Puelma y Ernesto Molina. Otros más, entre ellos, Manuel
Rodríguez Mendoza y Fabio Sanminatelli, hijo del Ministro de Italia, asistían
con menos frecuencia. Darío no se despidió de Pedro a causa del incidente que
los separó para siempre físicamente. Hay pruebas de que Pedro creyó que Rubén
se pasó al bando político adverso a su padre, el presidente Balmaceda (Carta de
Pedro a Narciso Tondreau, de 7 de marzo de 1888, citada por E. Orrego Vicuña,
Nota 90 del ensayo citado. Anales de la Universidad de Chile N.º 41. Santiago), y también la hay de
que Darío protestó por una gacetilla en que se le hacía aparecer politiqueando:
es el telegrama que envió a Tondreau diciéndole: “Aunque sé no es de usted
primer suelto Epoca de hoy, lo he lamentado profundamente, pues no me mezclo en nada político
ni tengo responsabilidad en gacetillas o semanas que no sean noticias comunes o
literatura”. Pedro Balmaceda Toro falleció el 1ro de julio de 1889.
Los oradores dijeron sus trenos en su tumba, entre ellos, Carlos Luís Hubner,
Narciso Tondreau, Luís Orrego Luco y Eduardo Poirier; en verso lloraron su
duelo Alfredo Irarrázaval y Santiago Escuti Orrego. Cuando Rubén lo supo,
estando en la hacienda La Fortuna, en El Salvador, se puso a escribir la
biografía de su amigo, con el título A. de Gilbert, seudónimo que usó el malogrado escritor
chileno. El padre, don José Manuel Balmaceda, encargó a Manuel Rodríguez
Mendoza, reunir los artículos, cuentos y ensayos de Pedrito, que salieron a luz
en seguida con el título de Estudios y Ensayos Literarios, Santiago 1889, con prólogo del propio
Rodríguez Mendoza. El presidente Balmaceda envió a Rubén un ejemplar, que este
recibió cuando su A. de Gilbert estaba para ver la luz en la Imprenta Nacional,
San Salvador, 1.º de enero de 1890. La carta de acuse de recibo y condolencia
de Rubén al presidente Balmaceda, pudo ser incluida en ese libro y allí se lee.
26. R. D.: “Bouquet”. La Época, Santiago, 9 de diciembre de 1886.
27. R. D. “El pájaro azul”. La Época, Santiago 7
de diciembre 1886.
28. Armando Donoso: Obras de Juventud.
Memorias de Chile. —Abrojos. Impresiones de Santiago, Emelina, Rimas,”Canto épico a las glorias de Chile”. Azul...,
“Hombres de Chile”, A. de
Gilbert. Edición
ordenada con un ensayo sobre “Rubén Darío en Chile”, por... Santiago, Chile.
Concepción: Editorial Nascimento. 1927. Cuenta las tertulias en casa de Pedro
Balmaceda.
29. Eugenio Orrego Vicuña: Antología
Chilena. Selección,
estudio preliminar y notas de... También informa sobre los amigos jóvenes de
Rubén Darío en Santiago de Chile.
30. “El Arte” a Nicanor Plaza, estatuario, en La Época, Santiago, 6 de diciembre de 1887. (Pág.
107 de Obras desconocidas, de Silva Castro). Con dedicatoria de dos
sextetos alejandrinos.
31. La violencia del cambio de estilo, de temas,
de conceptos estéticos, con evidente solución de continuidad, de Nicaragua a
Chile, tiene, sin embargo, el antecedente cultural que poseía, aunque también
es evidente que el ambiente cultural de Santiago saturado, exterior e
interiormente de cultura francesa (Eugenio Orrego Vicuña: “Introducción a la
antología chilena”. Anales citados) y particularmente las nuevas lecturas y
relecturas de escritores galos, produjeron la eclosión de los cuentos de Azul... Según Watland, en los artículos de la
segunda mitad de 1886 se hallan mencionados los escritores franceses que
entonces conoció: Theodoro Barriere, Charles Baudelaire, Paul Leroy Beautieu,
Augusto Becquerie, Charles Bigot, Henri Chantavoine, Jules Claretie, Corneille,
Edouard Delpit, Dumas padre, Dumas hijo, Octave Feuillet, Gallo, Ludovico
Halévy, Rouget de L’sle, Joséph Jovert, Ernest Legouvé, Jules Lemaitre, Paul
Maurice, Meilac, Próspero Merimée, André Michel, Georges Ohnet, Alexander
Parodi, Français Ponsard, Frederic Mistral, Racine, Maurice Rollinat, Victorian
Sandou. Albert Saviñe, Eugenio Soribe, Stendhal, Augusto Vacquerie, Alfred de
Vigny y Paul Groussac. La pesquisa de lecturas en Chile, llevada a cabo por
Charles D. Watland y de la influencia de los amigos chilenos en Rubén, hacen
indispensable ese libro para conocer el nivel cultural alcanzado en Chile (Ch.
D. Watland. La formación literaria de Rubén Darío, Managua, 1966).
32. La anécdota de la Domitila la cuenta Ossa
Borne en el artículo citado.
33. El regreso de Rubén de Santiago a Valparaiso
fue en febrero de 1887 según Silva Castro,( Ob. cit). Este autor afirma que el
regreso de Rubén se debió a invitación de Balmaceda Toro para veranear en su
casa de Viña del Mar, lo que solo pudo ocurrir en el verano siguiente, cuando
Rubén gozaba del prestigio que le dio el “Canto épico de las glorias de Chile”,
que dedicó al Presidente Balmaceda. El Autor acepta la versión de que la causa
fue la epidemia del cólera como lo dice Autobiografía XV, y a las molestias que le causaba Mac
Clure.
.
34. Raúl Silva Castro descubrió, después de años
de diligente búsqueda, el nombramiento de Rubén para el cargo de guarda
inspector de la Aduana de Valparaíso y que tiene fecha 29 de marzo de 1887. En
junio tomó posesión y a los pocos días pidió permiso de un mes; el 2 de julio
le es concedido y como no se presentó a reasumir el empleo, este fue declarado
vacante el 2 de agosto. El cuento “El Fardo” es la huella de sus pocos días de
guarda inspector. En el frontispicio de la Superintendencia de Aduanas, una
placa de mármol conmemorativa dice: “Rubén Darío (1867-1916). Renovador de la
poesía hispanoamericana y cantor de las glorias navales de Chile. Desembarcó en
esta bahía el 24 de junio de 1886. Aquí, siendo empleado de la Aduana publicó
la primera edición de Azul... (1888). Instituto de Conmemoración histórica de Chile, 1968.” Azul... no fue publicado cuando su autor era
empleado de la Aduana, en 1887, sino el año siguiente de 1888.
35. R. D.: “Apuntaciones literarias”. Penumbras. Poesías de N. Tondreau. La Época. Santiago, 14 de enero de 1887.
36. “La reina Mab” es un cuento sugerido por lo
que Mercurio dice de esa hada a Romeo en la Escena IV del Acto I de Romeo y
Julieta. Víctor Hugo:
(William Shakespeare, traducción de Edmundo Barthelemy, Editorial Claridad,
Buenos Aires, 1963. Víctor Hugo sintetiza esa descripción como se lee en el
texto, y es claro que Rubén la embelleció como lo hizo siempre con sus modelos.
Arturo Marasso no recordó o no conoció el texto de Hugo y por eso no alude a él
(Arturo Marasso: Rubén Darío y su creación poética, primera edición, La Plata, Argentina
1934). Más alejadas de esas fuentes son las referencias de E. K. Mapes (La
influencia francesa en la obra de Rubén Darío. Managua, 1966). a “La piel
de tigre”, de Gautier; El
Almanaque, de Catulle Mendés, y a un poema de Leconte de Lisle.
37. R D.: “Anagke”. La Época. Santiago. 11 de febrero de 1887.
38. Rubén Darío: Abrojos, Santiago de Chile. Imprenta Cervantes.
Calle de la Bandera, N.º 13, 1887. Tiene 128 páginas de 17 1/2 centímetros. La
portada va en la primera, y al reverso, así como casi todas las páginas pares,
está en blanco (Julio Saavedra Molina y E. K. Mapes: Obras
escogidas de Rubén Darío, publicadas en Chile. Santiago de Chile 1939). Comprende 58 abrojos, ocho de los cuales aparecieron en La Época, el primero el 13 de octubre de 1886 y el
último el 31 de diciembre del mismo año. El lapso que va de octubre de 1886 a
marzo de 1887, que es cuando el libro empezó a circular, demuestra que los
poemas fueron escritos entre cortos intervalos, probablemente después de cada
incidente penoso. Cuatro ‘abrojos’ más aparecieron también en La Época, el último el 3 de febrero de 1889, seis
días antes de embarcarse. El prólogo de Abrojos en verso, tiene dedicatoria: “A Manuel
Rodríguez Mendoza. De la redacción de La Época”. No comentó esta obra en Historia de mis
libros. Darío publicó cuatro más, incorporados en ediciones posteriores.
39. Samuel Ossa Borne: “Un manojo
de recuerdos rubenianos”. Dice que posee todos los originales de Abrojos y Rimas. Pacific Magazine. Santiago de Chile. Abril de 1918.
El artículo de Luís Orrego Luco, el del
21 de febrero de 1889, dice de “La canción de oro”: “En estas páginas hay una vida palpitante
y un sentimiento profundo. Al escribirlas se halla el poeta de Nicaragua sumido
en la miseria más tremenda, y esas páginas eran sus lágrimas calladas”. En
cambio, de Abrojos dice, en el del día anterior: “La vida tal como se desprende de los
Abrojos de Darío, no es la vida real, es un mundo recargado con los colores de
la miseria y de las tristezas de aquel tiempo, es un mundo falsificado por el
instrumento que lo observa. Esta falsificación yo la perdonaría si fuese
sincera, si tuviera el relieve y el sentimiento profundo de las desentrañadas
decepciones de Leopardi, de Heine y de Musset”. “Abrojos” apareció a principios
de marzo de 1887 y “La canción del oro” en la Revista de Artes y
Letras, el 15 de
febrero de 1888; es decir, un año justo media entre una y otra obra. Cuenta el
mismo Orrego Luco refiriéndose a la época de Abrojos... “cuando don Eduardo Mac Clure le suprimió
su sueldo de La Época, por economía, aun cuando seguía consignándolo en los libros de Caja”. Hay
contradicción evidente entre las afirmaciones sobre la verdad de los
sentimientos expresados en “La canción...” y la falsedad de los que se leen en Abrojos. Lo que parece claro es que es el mismo
autor: Orrego Luco. y la misma víctima: Rubén Darío; y que Orrego Luco quiso —o
lo hizo involuntariamente— ver con distintos anteojos La canción... y Abrojos. La expresión “cuando don Eduardo Mac
Clure le suspendió su sueldo de La Época...”, probablemente fundada en lo que ocurrió de
veras, explica que Rubén dejara Santiago y que eso coincidió con el cólera que
azotó la ciudad. Continúa Orrego Luco (Memorias): “Aún le veo friolento,
envuelto en una manta de Castilla, suspirando por el sol, en su estrecho zaquizami
de La Época,
sometido a los caprichos del director Eduardo Mac Clure, que se empeñaba en que
hiciera párrafos de crónica y gacetillas, de hechos diversos, descontento con
las poesías y artículos del poeta que nunca pudo apreciar en su justo valor. Es
verdad que a la mejor poesía de Homero el director del diario hubiera preferido
un biftec jugoso o un asado de palo”.
40. Pedro Balmaceda Toro: “Abrojos”. Este notable comentario apareció en La Época, 20 de marzo de 1887 y el de Eduardo
Poirier, en la Revista de Artes y Letras, el 1.º de abril. Sobre Abrojos escribieron otros, censurándolo, y a
ellos se refirió Rodríguez Mendoza: cuando dijo a Samuel (Ossa Borne): “Tales
fueron, amigo Samuel, los orígenes de esta obra tan discutida por algunos Zoilos y
Tartufos de nuestra
tierra”. Rubén, que ignoraba el A B C del odio, habló con cariño fraternal en
su Autobiografía, de
uno de esos Tartufos, Orrego Luco, en el prólogo a Asonantes, de Tondreau y en A. de Gilbert. Sin embargo, en el segundo trabajo
citado, lo sancionó con este arcabuzazo: “...Orrego Luco en uno de los
artículos embusteros y llenos de elogios hipócritas respecto a quien este
prólogo escribe”.
41. Papeles históricos V. 2.º Recopilación de Miguel Ángel Gallardo.
Santa Tecla, El Salvador, 1964. Contiene las cartas de Rubén Darío a don Juan
J. Cañas en que lo informa de sus trabajos y triunfos en Chile, y le sugiere
que gestione una pensión para seguir estudios de Derecho Internacional y el
nombramiento del propio Cañas para Encargado de Negocios de Nicaragua en Chile,
con él de secretario. Las cartas tienen fechas: 25 de marzo de 1887; 16 de
julio del mismo año, y otra sin fecha, que seguramente fue a principios de
julio del mismo año, a juzgar por la alusión que hace a don Carlos de Borbón,
saludado por La Época, el 10 de julio, y Rubén le dice a Cañas: “Ayer conocí a un rey”. Pero si
Rubén ya estaba en Santiago en julio, es cosa a discutir pues según Silva
Castro viajó de Valparaiso a Santiago a fines de agosto o principios de
septiembre y el 8 de septiembre aquí estaba, pero no asistió ese día a recibir
su medio premio por El Canto...
42. Emilio Rodríguez Mendoza: “Rubén Darío en
Chile”. Buenos Aires, 1916. en La Lectura. Madrid. Tip. de La Lectura. —10 (1955-7).
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