Expedición Nicaragua: Relato del tiempo de la conquista


Este relato de los conquistadores españoles sobre una expedición a Nicaragua, es una de la serie de narraciones dirigidas a la juventud, coleccionadas por el Padre José Spillmann de la “Compañía de Jesús”. Obras sumamente amenas y de sana moral. Los hechos de estas narraciones se desenvuelven en países extraños. Se describen en ellas episodios de la vida de los Misioneros católicos y de los indígenas. Mucha atención se tiene a relatar en forma cautivadora las costumbres de los pueblos y a los dibujos fieles de los territorios en cuyos senos se desarrollan los sucesos, proporcionando así a la vez muy valiosos conocimientos de la geografía e historia. De la colección: “Desde lejanas tierras”, (España, 1945).

La expedición a Nicaragua: Relatos del tiempo de los conquistadores.

índice
1. El lanzamiento del “Rosario”
2. La partida
3. A la vela
4. Desaparecido
5. En la Santa Bárbara
6. El intérprete
7. En el Cabo de Judas
8. Santa Cruz
9. Planes hostiles
10. En la Montaña del fuego
11. Antes de la resolución
12. La resolución



1. El lanzamiento del “Rosario”

Unas cuantas casas, ligeramente construidas, y al abrigo de una muralla y de unas sencillas carronadas, era todo lo que existía el año de 1522 en la bahía de Panamá, en el lugar donde se alzó más adelante la importante y célebre capital que fue centro del comercio y de la conquista del Perú, por entonces aún no descubierto. El antiguo Panamá no estaba como el actual cerca de la orilla, sino a cierta distancia tierra adentro, junto al río Algarrobo, donde se encuentran sus ruinas, cubiertas por la magnífica vegetación de los trópicos. Gran actividad reinaba aquel año en esas riberas, pues se acababan de edificar el recinto, la primera iglesia de piedra y otras muchas construcciones importantes, en que trabajaban forzados centenares de indios, bajo la dirección de maestros y capataces españoles. A orillas del mar se había hecho un astillero, desde el cual fueron lanzados a las ondas del Océano Pacífico algunos barcos de vela, grandes y pequeños.
También, en el momento a que nos referimos, había allí un galeón a punto de ser botado al agua. El enorme cuerpo del bajel brillaba por efecto del alquitrán y de los colores, y en su proa se destacaba, a los rayos del sol matutino, la imagen dorada de Nuestra Señora del Rosario, que debía ser su patrona. Mástiles y vergas estaban cubiertas de gallardetes y banderas diversas, que ondeaban al viento como para invitar a la fiesta.
—Date prisa, Carlos —decía un robusto muchacho de unos catorce años a otro camarada algo más viejo—. Todavía tenemos que colgar esta corona en el arco de triunfo por donde el gobernador y el nuevo capitán tienen que pasar para venir sobre cubierta... ¡Así está perfectamente! Toma el martillo y clava, ¡pero no vayas a darme en los dedos según haces con frecuencia, gran torpe!
—Ya sé que no soy tan diestro como tú, Alfonso —contestó el niño—; pero tampoco tengo intenciones de llegar a ser un constructor de barcos como tu padre, que tan admirablemente ha hecho el Rosario.
—Ni yo por cierto, aunque así lo quiere mi padre. Mi deseo es ser navegante, como Colón; prefiero mandar un navío a construirlo. He de ir lejos, muy lejos, descubriendo y conquistando nuevas tierras para mi rey. Eso vale más que estar sudando aquí en los astilleros con la escuadra y la plomada, el torno y el martillo, en compañía de esos fastidiosos carpinteros. Ya verás cómo me saldré con la mía, y que iré en el primer viaje del Rosario.
Los negros ojos del muchacho brillaban de entusiasmo al decir a su compañero de escuela estas palabras.
—Espero que podré ir contigo; fray Bobadilla ha acogido bien anoche mi súplica, y el capitán no negará este favor al buen misionero que va a predicar el Evangelio a los salvajes —replicó tranquilamente Carlos.
—¡Irte tú y yo quedarme! —gritó exaltado Al fonso, mirando con arrogancia a su amigo—. Eso no puede ser. Me embarco contigo, cueste lo que cueste.
—Pero tu padre no lo permitirá —añadió Carlos—. Y tú no irás contra su voluntad.
—Eso corre a mi cargo —replicó el otro vivamente.
—Amigo mío —contestó su compañero, mirando con inquietud a Alfonso—; amigo mío, mucho me temo que tu obstinación te conduzca a proceder de manera que luego cueste a tu buen corazón lágrimas amargas. Recuerda el cuarto mandamiento de la ley de Dios.
—Guárdate tus sermones para los salvajes, piadoso fray Carlos Enríquez —replicó en son de burla Alfonso—, y recítame más bien de nuevo la poesía con que debemos saludar al gobernador y a don Gil. Ya llegan al bosque de palmeras, y pronto estarán aquí. ¿Debemos saludarles con una salva, padre?
Estas últimas palabras las pronunció Alfonso dirigiéndose a Núñez, el autor de sus días, constructor del Rosario, que salía de la cámara con el piloto para designar sus puestos a los carpinteros y a la tripulación.
—No es costumbre, hijo mío —contestó el digno hombre—. Es preciso que antes bendigan el Rosario; después, cuando flote felizmente sobre las olas, abrirá sus troneras para saludar al rey de Castilla. Espero, Hernández, que todo esté bien preparado para que el lanzamiento sea feliz y nos distingamos ante el gobernador y su séquito —dijo Núñez hablando al jefe de los calafates.
—Viva usted tranquilo, maestro —contestó el carpintero—. Los rodillos han recibido ya su capa de grasa y las vigas la de jabón. Bastará que los obreros retiren las cuñas para que el Rosario vaya a posarse como una gaviota sobre las olas.
—Está bien, Hernández ; si todo sale como lo deseo, he de regalarles, a usted y a sus compañeros, no con el insípido licor de las palmas, bueno para niños y mujeres, sino con un tonelito del ardiente vino de Alicante, que madura al sol de nuestra antigua España. Pero ya es hora de recibir a Su Alteza el Gobernador. Preparen ustedes las escalas para que esta autoridad pueda subir cómodamente a cubierta. Una guirnalda de flores es bonita, y si tú, Alfonso, recitas bien tu poesía, como lo hará de seguro tu amigo Carlos, te daré excelente recompensa.
—¿De modo que podré partir, padre?
—¿No te he prohibido acaso que me hagas semejante ruego antes de tener tres años más? —dijo con seriedad Núñez.
—No eras tú mucho más viejo cuando viajabas con Cristóbal Colón; y mi amigo Carlos...
—Yo tenía diez y ocho años y navegaba con la bendición de mi padre. Si aún insistes en tu pretensión, te haré encerrar en la bodega mientras dure la fiesta. ¿Has entendido? —exclamó el padre, más irritado todavía por el tono arrogante del muchacho que por el fondo de su petición.
—Ahora —siguió diciendo—, todo el mundo a su puesto, y durante la ceremonia rezad con recogimiento para que Nuestra Señora del Rosario proteja al buque en sus empresas.
Los carpinteros, vestidos de fiesta, formaban las filas, con sus brillantes hachas al hombro y en la cintura sus delantales de trabajo. Entretanto se acercaba el cortejo.
Al frente marchaban unos músicos con gaitas y tambores, tocando aires marciales. Seguía un destacamento de soldados españoles, con sus cascos y corazas; iban al compás y con el mosquete al hombro. El estandarte de Castilla flotaba al viento de la mañana. Después venían la cruz, sostenida por un franciscano, el clero, el cura buque, célebre más tarde por la parte que tomó en la conquista del Perú, algunos padres franciscanos, austeras figuras, y varios sacerdotes de la Merced, que tenían por misión obtener la libertad de los esclavos cristianos. El canto de las letanías de la Madre de Dios resonaba gravemente en los acentos de los guerreros. Inmediatamente detrás de los eclesiásticos cabalgaba, cubierto con brillante armadura, el gobernador don Pedro Arias de Avila, más comúnmente llamado Pedrarias Dávila, llevando a la izquierda a Gil González de Avila, el capitán designado para el nuevo barco. Difícil hubiera sido encontrar dos hombres de aspecto más distinto, cabalgando uno junto a otro. Mientras que el gobernador era pequeño y delgado, de color amarillento y de barba negra entrecana, el capitán le llevaba la cabeza y ostentaba rostro juvenil bronceado por el sol, cabellera rubia y barba de color castaño claro. Más diferente aún era la expresión de sus fisonomías. Pedrarias miraba con aire sombrío y desconfiado, bajo sus espesas cejas, mientras González, con sus ojos claros de franca expresión inspiraba inmediatamente confianza. Detrás de esos dos jefes seguía un grupo de oficiales a caballo, y luego otro destacamento de infantería española, terminando la comitiva con los habitantes de la naciente ciudad de Panamá, vestidos todos con sus trajes de fiesta. Por fin, cerrando la marcha, y más bien como curiosos que como participantes en la ceremonia, iban multitud de indios, esclavos no siempre bien tratados por sus señores.
—He ahí su buque, capitán —dijo el gobernador a su compañero—; ninguno más arrogante ha salido de Panamá.
—Espero mandarlo —contestó González— con ayuda de Dios, para el provecho de la cristiandad, del rey nuestro señor y de usted mismo.
—Así lo espero, pues me ha costado mucho oro —murmuró Pedrarias—. Recibirá usted la prometida quinta parte de los beneficios y el gobierno de los países descubiertos y conquistados para la corona de Castilla; pero si no se conduce usted bien conmigo...
—Don Pedrarias, está usted hablando con un caballero español —replicó irritado González.
—Está bien, pero también lo era Balboa y quiso trabajar por su propia cuenta. Si tuviese usted ganas de imitarle, piense en el fin que le cupo en suerte, pues juro por Santiago que, a pesar de ser usted mi primo, no lo pasaría mejor que él.
Y al decir esto lanzaba Pedrarias sombría mirada hacia las islas de las Perlas, que se veían a lo lejos, fuera de la azulada bahía. Allí había acabado cinco años antes, por orden suya a manos del verdugo, su rival Balboa, cuando quiso hacer un viaje en dirección al Perú por el Océano Pacífico que había descubierto.
Don Gil tuvo ya en los labios una acerba respuesta; pero por suerte suya la circunstancia de haber llegado el cortejo en aquel momento junto al barco, le impidió pronunciarla. Había resonado efectivamente la voz de alto. Los soldados se colocaron en dos filas, a derecha e izquierda del buque; los oficiales se apearon y se pusieron, sombrero en mano, al frente de sus fuerzas, que presentaban armas, mientras el clero daba vueltas al bajel, cantando salmos y rociándolo con agua bendita. Paróse delante de la imagen de Nuestra Señora del Rosario, y dirigióle hermosas oraciones para consagrarle el buque e invocar su protección y la de todos los santos para él y sus tripulantes.
Cuando se hubo dicho el último amén, fray Bobadilla, digno sacerdote de la Merced, y cuyo celo por la libertad de los indios era conocido, subió al barco y dirigió a la multitud un pequeño discurso, en el cual señaló como principal fin del nuevo bajel la extensión del reino de Jesucristo.
—Esa es la gloria de la nación española —dijo a la vez que centelleaban sus ojos con santo ardor— que Dios quiere servirse de ella y de sus católicos reyes para extender el nombre de su Hijo hasta los confines de la tierra, y para poner bajo su cetro pueblos que hasta ahora han vivido en sombras de muerte. Por eso guió, hace treinta años, los bajeles de Colón a través de estos mares desconocidos y al descubrimiento del Nuevo Mundo. Los reyes católicos han expresado claramente que el objeto principal de sus gobernadores debe ser la gloria de Dios y la salud eterna de los pueblos. Los intereses terrestres deben venir en segundo lugar; pero las pasiones humanas han perturbado el orden establecido por Dios y por los reyes. Lo primero que se busca es oro y siempre oro, a pesar de que no es posible llevarse ni una partícula de esa substancia a la eternidad. No quiero hablar de cómo muchos de los gobernantes, en lugar de servir al rey, buscan su propia grandeza. Pero lo más triste de todo es ver a los infelices indios, por quienes ha derramado el Salvador su sangre, sometidos a vergonzosa esclavitud contra toda justicia y sacrificados en orden a la vida temporal y a la eterna. El Señor pedirá severa cuenta por tal delito. La sangre inocente clama venganza al cielo.
Estas vibrantes frases del predicador no dejaron de producir efecto en la parte más sana del auditorio. Sin embargo, algunas personas, acostumbradas a las crueldades de los conquistadores, se burlaban de la cólera divina, mirando al sombrío Pedrarias, que hacía esfuerzos para contener el mal humor, estando casi a punto de interrumpir bruscamente al recto y franco religioso. Pero fray Bobadilla dirigía ahora fervorosa súplica a Nuestra Señora del Rosario, implorando su intercesión para calmar la ira del Señor, y prometiéndole que el nuevo bajel contribuiría seguramente a la gloria de su Hijo y a la salvación de las almas in mortales.
—¿Qué dice usted del sermón de su capellán? —preguntó el gobernador al capitán.
—Pues que habla con la franqueza de un apóstol, y esto me agrada. Me parece que nos entenderemos bien —contestó Gil González.
—Quiere usted decir: con la insolencia de un loco —replicó Pedrarias—. Ya era tiempo de que acabase, pues de otro modo le hubiera gritado que terminase. Me alegro de verme libre de ese viejo entusiasta. Dejémosle predicar y bautizar cuanto quiera, con tal que nos deje la tierra y el oro, a cuya conquista destino este buque. ¡Y ahora, a bordo para descender con el Rosario a su elemento!
El gobernador y el capitán fueron recibidos cerca del portalón por el jefe de la maestranza, y los dos muchachos ya mencionados trataron de dirigir a ambos personajes la poesía destinada a saludarles; pero Pedrarias, mal dispuesto, interrumpió a Alfonso desde el primer verso, exclamando :
—Por hoy tenemos bastante con un sermón. Guardad para vosotros vuestros ramos.
—Llevadlos al altar de Nuestra Señora —dijo en tono amistoso el capitán—. En, patrón, ¿está dispuesto todo para el lanzamiento?
—Todo, señor. Tan pronto como estén a bordo los soldados, podrá Vuestra Señoría dar sus órdenes.
Mientras la tripulación, en número de ciento cincuenta soldados y cincuenta marineros, subían al barco, colocándose en tres filas junto al castillo de popa, que se alzaba como una torre, el gobernador, el capitán y los oficiales superiores subían al primer puente. Allí se arrodillaron todos, según era costumbre, y rezaron en alta voz un Padrenuestro y un Avemaría. Luego se puso en pie don Pedrarias y, desenvainando la espada, gritó:
—En nombre de Dios, cruce el mar esta galera.
Las curias saltaron crujiendo, y al mismo tiempo los doscientos hombres que estaban junto al castillo de papa, corrieron lanzando alegre clamoreo hacia la proa del bajel; moviéronse los rodillos y el barco comenzó a deslizarse cada vez más rápidamente en dirección del Océano, a la vez que resonaban los vítores de la multitud. El Rosario cruza al fin las olas, y entra en el líquido elemento. La quilla y la proa tocan por primera vez las ondas; el buque se alza arrogante, y describe un semicírculo en la bahía, volviendo su costado hacia el fuerte. Ahora izan el pabellón de Castilla, que los cañones de la tierra saludan. El Rosario con testa con los suyos.
—¡Buena suerte y dicha al Rosario! —gritan a un tiempo los gentes del barco y las de la playa.
—¡Quiera Dios que su primer viaje dé honra y provecho a España! —exclamó el capitán.
—¡Y que sirva a la salvación de muchas almas inmortales! —dijo a su vez fray Bobadilla.
----------------------------

CASA DEL LIBRO de Nicaragua.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares