CABO GARCIIAAA —gritó el ordenanza desde la puerta del cuartel—, aquí
una mujer quiere verlo.
Del interior llegó una voz ronca y áspera: QUE PASE. Y pasó la mujer
acompañada de una muchacha que cifraba entre los 16 y 17 años.
—Señor Comandante, le dijo la mujer, al tiempo que tiraba con su mano
derecha a su hombro izquierdo, una punta de su rebozo, yo vengo para que se me
haga justicia.
El Cabo García, que simulaba escribir una nota sobre una mesa que le
servía de escritorio, sin alzar la vista y sin volver a ver a la quejosa,
contestó malhumorado:
—Hable que la escucho y me lo dice en cuatro palabras.
La mujer habló —mi hijita, mi comandante, mi hijita, es víctima de una
calumnia, ese desgraciado hijo de la Juana Renca y del ladrón de su querido,
anda diciendo en todo el pueblo que se ha acostado con mi muchachita, y eso no
es cierto, no es cierto. Mi muchachita, y no es que yo lo diga, no ha tenido
hombres, si es la que me ha salido más honrada, pues que las otras, qué se yo
de ellas, pero de ésta sí y no voy a permitir que ningún desgraciado barra con
ella las calles del pueblo.
El Cabo García dejó el lápiz y dirigió la mirada sobre la muchacha.
Esta bajó la cabeza. El Cabo la recorrió de arriba abajo, era bonita, bien
formada, bajo su blusa un poco desteñida, se asomaban sus senos ansiosos de
emprender el vuelo. La muchacha, como si sintiera el calor de la mirada del
Cabo, no subía la vista, no hacía ningún gesto; sólo sus dedos, como
avergonzados, trataban de encontrarse y sus labios temblaban al morderse entre
sí nerviosamente.
El Cabo, cuando hubo terminado de examinar a la muchacha, se dirigió a
la madre y le preguntó con intención maliciosa:
—Y qué: ¿qué quiere que haga yo? ¿Qué pruebas tengo yo para asegurar que
su capullito es una virgencita y que no se ha acostado con el hijo de la Juana
Renca? ¿Qué prueba me da —le repetía con dureza—. ¿Quiere usted que yo meta al
muchacho en la chirola y que en después a mí me hagan el clavo?
La madre volvió a ver a la muchacha y esta volvió a ver a lamadre, como
para pedirle su consentimiento; luego habló:
—A la prueba me remito, para eso usted es la autoridad, lerepuso la
madre con cierto timbre de orgullo, lo que yo quiero es... El Cabo no dejó que
la madre ofendida terminara de hablar. —A la prueba me remito —le dijo—, ya
veremos...
La mujer buscó en su rededor un lugar para sentarse. A pocos pasos del
escritorio del comandante, estaba un taburete, allí tomó asiento, se cruzó los
brazos y sin moverse, en aquella actitud estoica, esperó el resultado de la
prueba.
El cuartel, que daba a la plaza, formaba también parte del edificio
principal de la ciudad. Por una puerta y dos ventanas entraba hacia el interior
del edificio la radiante luz del trópico. Una de las piezas del cuartel servía
de despacho al Comandante, la otra de dormitorio para la guarnición que no
pasaba de tres alistados, más al fondo estaba la covacha del Comandante y un
poco más adentro la celda en la que se metía a los malhechores y picaditos
domingueros.
El Cabo ordenó a los alistados que habían presenciado la escena, que
salieran de su despacho. Cuando se vio solo, la mirada a la muchacha y con un
gesto indicó que lo siguiera. La muchacha volvió a ver a la madre y la madre
con otro gesto le dio su aprobación.
El Cabo entró a la covacha, tiró un par de botas que estaban sobre el
catre, recogió una ropa sucia y la tiró al suelo, tomó otra ropa planchada y la
puso sobre un cajón, luego sacudió la frazada. La frazada era su orgullo, lo
había acompañado durante su vida de soldado y la cuidaba más que a su revólver.
La muchacha le seguía con la mirada y esperaba sumisa la orden del Comandante.
El Cabo, cuando hubo tenido limpio el lecho se sentó para quitarse los zapatos,
luego se puso de pie para desvestirse hasta quedar desnudo. La muchacha no se
movía. El la tomó del brazo, intentó quitarle el vestido, pero la muchacha se
opuso y así con todo y ropa se acostó. La muchacha no reía, ni lloraba, ni se
ruborizaba o a lo mejor lo estaba, pero su color no le permitía el lujo de
exteriorizar sus sentimientos.
El Cabo se arrojó brutalmente sobre la muchacha, la muchacha quiso
gritar pero el cabo le puso la mano sobre la boca, eso fue todo. La muchacha se
levantó, se bajó el vestido, con la manga de la blusa se restregó unas pocas
lágrimas que a la fuerza le habían salido de los ojos y salió de la covacha.
El Cabo, viendo su frazada manchada de sangre, sólo se le ocurrió
exclamar: ¡JODIDO! esta hija de puta ya me manchó la frazada y ahora sin agua
en este maldito pueblo. Indignado y furioso echando rayos y centellas se vistió
a toda prisa.
Cuando la madre vio llegar a la muchacha se puso de pie y le preguntó:
YA..., y la muchacha le dijo que sí con la cabeza.
—¿Y QUE DIJO? —le volvió a preguntar la madre, la muchacha se encogió de
hombros.
Cuando el Cabo llegó, la madre de la muchacha le quedó viendo con una
mirada escrutadora, como queriéndole decir: ¿Y AHORA QUE ME DICE SU AUTORIDAD?
El Cabo, con voz áspera y ronca, gritó para que alguien le oyera: —A
capturarme a ese hijueputa hijo de la Juana Renca y me lo ponen a lavar mi
frazada.
La mujer le sonrió agradecida.
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