EL SARGENTO esperó que la gente estuviera dormida, que la plaza se
llenara de sombras, que la torre de cal de la iglesia se hundiera en el
silencio, que todo ruido callara.
Sólo quería oír bien claro el reloj de la torre. Era un reloj extraño
que repetía las horas, como cuando el alma repite los remordimientos. El reloj
dio las doce. A los cinco minutos volvió a repetirlas. Las doce campanadas
tenían un sonido agudo, punzante, y por algún tiempo quedaron colgadas vibrando
en el espacio.
El Sargento dejó de pasearse, estaba nervioso, tembloroso, como gato
asustado. No había dormido esperando esa hora, no pudo dormir. Los celos que
sentía por Juan Emeterio le hacían mantenerse en pie.
Se oyó una voz que dijo: "Ya es hora Sargento"
¡Mejor que no hubiera llegado esa hora!
El Sargento ordenó: Saquen al reo...
Y sacaron a Juan Emeterio, o mejor dicho, sacaron un bulto que llevaba
las manos atadas, amordazada la boca, sin camisa, descalzo; sobre la frente
unas guedejas donde ya se le había cuajado la sangre. Los ojos ya no eran ojos
y por ellos se le escapaban los gritos.
Las calles de la ciudad estaban tétricas, oscuras; por algunas ventanas
semi-abiertas se colaba la tibia luz de una vela. El cielo estaba hosco. Una
estrella solitaria, insignificante, denunciaba que había cielo; no soplaba
viento y los árboles estaban inmóviles, como soldados presentando armas.
El reo caminaba empujado, los soldados le iban volando. La calle era
larga. La única calle del pueblo.
Un soldado iba adelante, se asomaba a los claros de las avenidas, y
luego daba orden de seguir; el Sargento iba detrás y daba la orden de partir.
El reo tropezaba con las piedras, pero a fuerza de puntapiés lo hicieron
llegara la orilla de la alambrada de púas que rodeaba el cementerio. Un perro
aulló y luego el aullido, como un cuchillo de espanto, partió en dos el
silencio de la noche. Las tumbas se
crecieron y las cruces abrieron aún más sus brazos angustiados. Cerca
del cementerio, estaba el "matadero", la patrulla dio un rodeo para
no oír el lastimoso grito de un degüello.
¡El Sargento podía arrepentirse!
Se oyó el disparo, un disparo seco y largo que se desenvolvió como un
hilo de metal profundo, y se prendió en la noche y se amarró a la profunda
oscuridad. Un disparo tan fino que llegaba a las alcobas de los soñolientos
habitantes, abrieron estos los ojos, no oyeron otro, y siguió el sueño.
El reo cayó en la fosa como pudo, sin hacer resistencia, y como cayó lo
dejaron y así le echaron la tierra.
El Sargento ordenó que la patrulla se reconcentrara al cuartel. El más
joven de los soldados lloraba.
Cuando cayó el primer aguacero, la tierra se hundió en la fosa, y tierra
y cuerpo dibujaron la silueta de Juan Emeterio. Había caído arrodillado.
El pueblo se persignó frente al difunto, el cura le echó agua bendita,
volvieron a rellenar la sepultura, y le pusieron la cruz.
El Sargento fue transferido.
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