—AGARRENLO, agárrenlo. El ladrón, el ladrón, no lo dejen escapar.
La criatura tierrosa y vestida de harapos se abría pasos desesperadamente
entre la muchedumbre que en pocos minutos se había reunido para cerrarle el
paso. La mujer que así gritaba le señalaba desde lejos:
—Ese es; sí, ese es; se acaba de meter en mi casa y me ha robado. No lo
suelten, hasta que venga la policía.
Pero la policía no llegaba y el pequeño ladronzuelo hacía esfuerzos
desesperados para deshacerse de aquellas miles de manos que le aprisionaban y
de aquellas miles de voces que le echaban maldiciones.
—Tiene por que ser así —dijo alguien—, si es el hijo de una ladrona.
—Su madre es una ladrona —dijo otro.
—Su padre es un borracho que no sabe ni los hijos que tiene —gritó un
tercero.
Y siguieron las voces y los gritos:
—Le haríamos un bien si le damos una buena apaleada para que se acuerde
de ella toda su vida.
—Ya que los padres no le reprenden démosle hasta que se muera.
—Ya no le tiene miedo ni a la policía.
—Y que le va a tener si está curtido. Ha estado más de cien veces preso.
—Démosle palo. Que pasen la verguetoro.
—Que lo desnuden, para que sepa lo que es castigo.
Entre gritos de alegría y de burla, la muchedumbre empezó a desnudar al
ladronzuelo. Le quitaron totalmente los harapos, en los harapos no llevaba nada
oculto. El flaco cuerpecito lleno de cicatrices quedó al descubierto.
Totalmente desnudo fue difícil para la muchedumbre sujetarlo y el pequeño rapaz
logró la ocasión para desprenderse de las manos que lo aprisionaban.
La muchedumbre salió tras él. Las voces, los gritos y las maldiciones
le iban dando alcance.
—Agarren al ladrón, detengan a ese bandido.
—No lo dejes escapar que se lleva mis prendas, me ha robado, me ha
robado.
En medio de la muchedumbre un hombre corpulento se abrió paso. Era un
negro cargador de bultos conocido por toda la muchedumbre.
—Paren, paren —gritó alguien—, ya el negro Simón le va a dar alcance.
La muchedumbre se detuvo. Los gritos de entusiasmo continuaron:
—Ahora sí.
—Ahora no se escapará.
—Ya lo agarró.
—Que viva el negro Simó000nnnn
—Que viva el negro Simó000nnnn
—Que vivaaaa.
—Así se hace negrito, dele duro, arréele palo a ese maldito.
—VamosSimoncito, pórtate como hombre, así se hace. —Viva el negro Simó000nnnn
—Viva aaa
La muchedumbre se acercaba entusiasmada hasta el lugar en que el negro
Simón castigaba salvajemente, o hacía que castigaba salvajemente, al pobre
ladronzuelo. El negro Simón era incapaz de matar a nadie, menos de maltratar a
un niño, pero el negro Simón hacía (pie castigaba al pequeño ladronzuelo con su
grueso torsal que se había desenrollado de la cintura.
La muchedumbre seguía lanzando gritos histéricos.
El negro Simón tomó por los cabellos al ladronzuelo y presentándolo a
la muchedumbre que le rodeaba, como quien presenta un trofeo, le gritó:
—Aquí tienes al ladrón, ya está castigado.
El muchacho manaba sangre por la boca, era sangre que le había hecho
manar la muchedumbre; cuando el negro le atrapo ya el pequeño ladronzuelo
manaba sangre. El negro era incapaz de hacerle daño a nadie. Todos los niños
querían al negro. El negro era amigo de todos los niños pobres y desamparados.
El negro les daba consejos a todos los muchachos que caminaban por la senda del
mal.
Pero el muchacho manaba sangre por la boca y cuando el negro le soltó de
los cabellos, el cuerpecito débil y desnudo y lleno de cicatrices, se desplomó
o hizo que se desplomaba.
La muchedumbre dio un paso horrorizada.
Alguien gritó:
—Este negro bandido ha matado al muchacho.
Todo fue oír aquello para que la muchedumbre rodeara al pobre negro.
Todos estaban en silencio, todos tenían caras terribles, todos amenazaban al
negro con los puños, todos enseñaban los dientes, todos querían ser los
primeros en caer sobre el negro.
El ladronzuelo logró la ocasión para evadirse.
El negro Simón se fue poniendo pálido en medio de aquel círculo de ojos
amenazantes, le comenzó a temblar el cuerpo, comenzó a sudar copiosamente,
quiso reaccionar, pero no tuvo fuerzas para enfrentarse a la enfurecida
muchedumbre que continuaba en silencio, cerrando pulgada a pulgada su círculo
de muerte.
El negro ya no se movía, estaba pálido, por instinto hizo un ademán
amenazador. La muchedumbre cayó sobre él y lo aplastó.
Cuando llegó la autoridad todos se dispersaron.
El parte fue lacónico: "No hay culpables, lo mató la muchedumbre".
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CUENTO 4: LA POZA CEBADA
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