El oro y el cobre - Rafaela Contreras de Darío, Stella

Cuentos narrativos Stella

El oro y el cobre

El oro habitaba el principal; el cobre la portería.

Era en verdad un hermoso palacio, muy hermoso. Cuanto el refi­namiento, el arte y la moda pudieron inventar estaban allí bajo las for­mas más diversas.

Los marqueses Roberto y Cristina le habitaban. ¡Oh! eran ricos, muy ricos. Vestidos siempre de seda y oropeles, cubiertos de joyas y piedras preciosas, en el día y por la noche entre los cojines de plumas, las pieles blancas y suaves y los cobertores de seda, vivían.

Iban al teatro, tenían constantemente servida opípara mesa, paseaban en coche por el bosque y los campos Eliseos, asistían a las ca­rreras y a los grandes bailes y recibían los constantes saludos de los más pobres y escuchaban como el zumbido de una colmena, aquellas con­stantes palabras melosas de la turba de aduladores y se aburrían.

Su hijo Carlos Federico, el futuro marquesito, aun no tenía un año y era ya muy gracioso ¡y tan lindo! Era una delicada flor en botón.

Rosadita y suave su piel, sus labios rojos sonriendo siempre, sus lindos ojos azules grandes y vivos y su cabecita formada de pequeños e innumerables rizos color del oro que debía heredar.


Le amaban; es muy poco, le idolatraban sus padres. ¡Cómo vivía el pequeño, cubierto de riquísimos adornos y hermosas joyas! Sus pañales de suave seda y sus gorritas o bien de pieles blanquísimas o bien de valiosísimos encajes, según la estación.

¿Lloraba el niño? Se cantaba y se tocaba para hacerle reír o se le daban juguetes de gran valor que él rompíá en seguida, para obtener otros.

* * * * * * *

Abajo, en la portería del mismo palacio, Manuel el portero y Rosa su mujer, pobres, muy pobres, trabajaban todo el día. Manuel subía y ba­jaba, ya a dejar un recado, ya la correspondencia.

Rosa cosía y recosía, remendaba la ropa de hilo y bien ordinaria y la lavaba hasta dejarla más blanca que la nieve. Condimentaba sus esca­sos y groseros alimentos, pero de tal manera que llegaban a parecerles sabrosos y aun suculentos, limpiaba y barría su habitación, cantando sin cesar todo el día y se amaban mucho Manuel y Rosa y eran muy pobres, sólo monedas de cobre tocaban sus manos, pero eran felices.

Su hijo, el pequeño Luis, tenía como el hijo de los marqueses poco menos de un año.


No era blanco como aquél, pero a su color algo moreno daba mucha belleza el rojo encendido de sus mejillas y labios. Sus ojos negros, rasga­dos y su cabellera de un castaño casi obscuro, rizada y suave.

Siempre reía; nunca lloraba. Con su camisita de algodón, muy blanca, eso sí sus pañales también de hilo y en vez de gorro un pañuelo anudado alrededor de su cabeza.

¿Estaba ocupado su madre? Lo ponía en el suelo sobre un pequeño colchón de paja que ella misma hiciera y allí calladito jugaba y se mene­aba y reía con un pedazo de muñeco sin cabeza que Manuel recogió de la basura, restos de los que quebraba el marquesito.

Cuando Rosa concluía, le tomaba en sus brazos y jugaba con él y lo acariciaba, lo besaba, le hacía bailar sobre sus rodillas y le decía cuanta frase melosa encontraba a mano como intérprete de su amor.

Por la noche se dormía en brazos de su padre que le depositaba luego en su pequeño jergón, cubriéndole hasta con sus ropas para que no tuviese frío en invierno.

Cuando alguna moneda de cobre se podía librar a fuerza de economías, iba Rosa corriendo y traía cintas y género ordinarios y le con­feccionaba una gorrita para los domingos, y así, loca de alegría y llena de vanidad le llevaba fuera para que todo el mundo le admirase con traje de gala y cantaba sin cesar ella, y él sonreía y besaba al morenito.

* * * * * * *

Enfermó un día el pobre niño y su madre llorosa porque no tenía cómo llamar al médico fue a buscar con qué hacer una tisana, pero la fiebre no cedía y ellos lloraban. Diéronle otros remedios, de ésos de po­quísimo costo, y el niño recobró la salud y volvió a ponerse encendido y robusto; volvieron sus padres a ser felices.


Elmarquesito cayó a su vez en cama; lo mismo que Luis, teníafiebre.

Llamaron al médico, corrían los criados, abundaban las medicinas. El niño empeoraba. Se llamó a todos los médicos, disintieron mucho, re­cetaron y recetaron y dieron al pobre mil y mil drogas, pero el tercer día había muerto.

Sus padres lloraban, gemían y se desesperaban. El cuerpecito frío del pobre Carlos Federico, estaba deslumbrador de terciopelos, oro y sobre todo piedras valiosísimas.

Rosa con su pequeño Luis en los brazos, con la cabeza envuelta en un pañuelo negro en señal de duelo y su ropa de algodón blanco, fue a contemplar al marquesito. Luego que le vio mucho y le admiró aún más, tomó de la mano a su marido y exclamó:

—¡Cuánta miseria, adornada con esa opulencia!

—Tienes razón,—contestó él. —Y nuestro tesoro no se conoce ni se ve porque va cubierto de miseria.

Tomó de brazos de Rosa, a su Luis y se alejó besándolo mucho.

* * * * * * *

Al siguiente día, el entierro. ¡Oh! fue espléndido. ¡Cómo desple­garon pompas, cómo corrió el oro, para llevar dignamente al marquesito al hueco negro y sombrío donde él, lo mismo que sus lujosos vestidos de­bían quedar hechos polvo!

Al volver los pobres padres del cementerio, Manuel, todavía con su pequeño abrazado, les salió al encuentro para darles las muchas tarjetas que habían llevado para significarles su duelo los amigos y los adu­ladores.

Hasta entonces, por primera vez desde que aquellos porteros vivían allí, reparó en el lindo chico, mal vestido, pero sano y riente.

Mirólo el marqués lleno de envidia y le preguntó al padre:

—¿De quién es ese niño?

—Es nuestro, señor marqués.

—¿Lo quieren mucho?

—Le adoramos, señor. —¿Y sois felices?

—Mucho. Nada ambicionamos.

—¿Entonces sois ricos?

—No señor, nuestro tesoro y nuestra dicha es el amor que Rosa y yo nos tenemos y el que tenemos a nuestro Luis. Trabajamos mucho, pasamos muy pobremente, pero estamos siempre contentos y somos fe­lices.

—Ay, sí, tienes razón. Nosotros entre el oro y la abundancia nos fastidiamos. Adorábamos a nuestro hijo y él ha muerto. Para siempre ha huido de nuestro lado la dicha. ¿Qué somos hoy? Unos pobres, más po­bres que tú. ¡No es donde hay oro que hay felicidad y alegría!

—Toma,—agregó luego, dando a Manuel cuatro monedas de oro— toma ese oro que para nosotros no brilla más y que no ha impedido que fuésemos tan miserables y empléalo en dar a tu hijo más compostura y comodidad. Gozaréis y seréis aún más dichosos.

El oro, por primera vez en la vida de aquellos esposos, penetraba en la habitación donde el cobre moraba, pero también la paz y la alegría.

Aquel invierno Luis durmió envuelto en suaves pieles como un noble y en verano tuvo gorrito de cintas y vestidito completo. Y sonreía él, y sus padres locos de contento, le llevaron a paseo y le besaron y can­taron haciéndole saltar entre sus brazos.

Tomado de: Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío.
Seudónimo: Stella

La turquesa - Rafaela Contreras de Darío

Angelo era por fin libre. Tenía veintiún años, el capital mayor de Nápoles y el título de Marqués de Castelfiore. Era un joven verdadera­mente seductor—hermoso como la mayor parte de los que nacen bajo el cielo azul de la bella Italia. Su corazón era perla de un valor inestimable, y estaba dotado de grandes virtudes; pero desgraciadamente su cabeza era bastante ligera. Así, pues, una vez terminado el luto que llevaba por el difunto Marqués, su padre, lanzóse en ese torbellino del que muchas veces no se sale ileso y que se llama sociedad. Su belleza y su riqueza eran dos tarjetas de entrada tan valiosas como no lo es sino rara vez otra alguna. Abrió el mundo su boca de monstruo y el joven inexperto se pre­cipitó en ella ansioso de placer.
Angelo se divertía, ¡y tanto! Estaba siempre contento, siempre risueño y feliz. Y su madre, la buena y virtuosa Marquesa, sonreía al verle y gozaba con la satisfacción suya. Angelo era mimado. Los hombres gozaban con su dinero; para las mujeres, era un partido soberbio.
En sus palacios se veía el oro, la plata y el bronce en vajillas y es­tatuas. Las lámparas de rica porcelana o alabastro, los jardines de már­mol y las columnas de pórfido brillaban por doquier. Allí se daban festines en que corría el champaña en tanta abundancia, como el oro en las mesas de juego. En los bosques de sus posesiones había frecuentes cacerías, a las que asistía la nobleza. Era, pues, Angelo, el señor más poderoso de Nápoles. El llegó por desgracia a comprenderlo, y una em­briaguez más peligrosa que la del alcohol, invadió su cerebro.
—Angelo, le dijo un día un amigo, ¿has notado una cosa? —¿Cuál?
—Que Lucrecia te ama.
—¡Bah!, dijo él, soltando una carcajada; parece que hasta las feas se atreven a amarme.
¿Y tú?
¿Yo? ¡Pues me dejo amar! No amo sino a la duquesita de Rossi.
¡Hola! ¿Y es tu prometida?
—Ya lo creo.
—¡Pobre Lucrecia!
Era ésta una joven de diez y nueve años, delicada, sumamente del­gada y pálida; tenía los ojos hermosísimos, negros y brillantes; pelo cas­taño, corto y muy lacio; nariz recta y clásica, y boca adorable. Su corazón
era de ángel y su talento superior. Era bastante pobre, pero pertenecía a la nobleza. Vivía con su abuela materna, pues sus padres habían muerto. La Marquesa, madre de Angelo, quería mucho a la pobre niña, y fue allí, en su propia casa, donde conoció al joven. Comprendió las cualidades que le adornaban, vio la real hermosura y le amó con toda la fuerza de un corazón grande como el suyo, y con todo el estoicismo de la abnegación, pues creyéndose sumamente pequeña, le amaba sin aspirar a la recom­pensa. Sin embargo, no pudo guardar su secreto de manera que nadie lo descubriese. El fuego vivaz de su mirada, cuando estaba cerca del joven, la denunciaba. Así llegó aquel amigo del Marqués, que era muy suspicaz, a comprender la pasión de la joven, haciendo luego, mofa de ella. El tiempo pasado locamente así, no era para Angelo, sino breves instantes. Así, pues, no vio tampoco cómo en breve tiempo había derrochado la mitad de su fortuna, y cuando su madre se lo advirtió, alzó desdeñoso los hombros, y contestó:
—Ya lo repondremos. No hagáis caso.
Un día, paseando sólo por los alrededores de Nápoles vio a varias muchachas del pueblo y algunos jóvenes que rodeaban a una turba de gi­tanos, que vendían dijes, collares, aretes y mil chucherías más, a las cuales atribuían cualidades particulares, que podían influir en el destino de aquellos que las llevasen siempre consigo. Acercóse él y púsose a es­cuchar al gitano vendedor.
—El que lleve siempre este collar, conservará su juventud, mien­tras viva. Un florín, y se queda con él alguno de vosotros.
Vendido o rechazado el collar, volvióse a oír el grito:
Un alfiler, que tiene la virtud de lograr el amor de aquél o aquélla a quien desee el que llegue a ser su dueño.
El alfiler fue vendido inmediatamente, pues las muchachas todas se lo disputaban.
—Este anillo, es una magnífica turquesa, preservará al que lo lleve constantemente puesto, de ser engañado por nadie, pues da la doble vista. El que lo posea, verá el fondo de las conciencias y lo más profundo del corazón de todos los que lo rodeen.
Pareció curioso a Angelo esto, y tiró al gitano un bolsillo bien lleno de escudos. Luego se alejó, colocando en su mano la turquesa.
Por la noche había prometido ir al círculo. Cuando dieron las ocho, dirigióse hacia allá, sin quitarse la turquesa, de la que ya ni se acordaba. Cuando entró, un grupo de socios, al verle venir, le salió al encuentro. Díjole uno de ellos: Querido Angelo. Te esperábamos, y ya empezábamos a estar inquietos, temiendo que no vineras. Ya sabes cuánto te queremos.
El Marqués detúvose al empezar a hablar el joven, y viéndole fija­mente, le escuchaba con muestras de marcado espanto y cólera.
—Pero, ¿qué te pasa? volvió a decirle el joven, tendiéndole la mano. Angelo la rechazó gritándole: —¡Déjame! Y volviendo brusca­mente la espalda a todos aquellos que le vieron alejarse llenos de asom­bro, se dirigió al salón donde encontró a otros.
Llegó, les saludó y se sentó asustado de lo que había leído en la conciencia de aquel que primero le dirigió la palabra. ¿Qué fue? "¿Qué me importaría que vinieses o no, si te aborrezco porque eres más bello y tienes más oro que nosotros? ¡Pero debo adularte, porque a costa tuya nos divertimos tanto!"
Esto vio como si estuviera escrito detrás de aquella sonrisa de amistoso afecto, y de aquel rostro al parecer franco.
—Angelo, te veo triste. Tienes penas, tú, a quien todos amamos por tu bondad y excelentes prendas, díjole otro de aquéllos.
Miróle él y leyó:
—"¡Tienes penas tú, que escuchas siempre lisonjas, porque eres rico y lo suficientemente estúpido para derrochar tu oro en festines, para obsequiarnos!"
Levantóse, y sin responder nada, salió medio loco, y se dirigió a la calle. Una vez allí, empezó a caminar a la ventura, sin saber qué hacer. Después de andar mucho, paróse en una esquina, de donde se alejó luego, desesperado, pues veía pasar a muchas personas que, al verle, le decían sonriendo:
—Buenas noches, Sr. Marqués, me alegro mucho de veros.
—¡Hola, Angelo! ¿Cómo va tu salud? Hace días que no te he visto y he temido estuvieses mal. Adiós, Marqués; que os divirtáis mucho.
Y como estas, otras tantas protestas de cariño y amistad, tras de las cuales leyó:
—"No quisiera volverte a ver, porque te detesto. He creído que es­tabas enfermo y me alegraba, porque te tengo envidia. Eres hermoso y rico, y yo feo y pobre."
Dos lágrimas de fuego quemaron sus mejillas, pero pensó en su prometida y se dijo: ¡Tal vez ella! Esta idea le calmó un tanto, y tomó entonces el camino de la casa de su amada. Entró, todavía un poco triste, pero al verla tan hermosa, olvidó todo, y volvió a sonreír, ya contento.
—Mi querida Adela, le dijo, he querido acelerar nuestra unión. Me es imposible esperar más. ¿Lo deseas tú también?
—Sí, Angelo; ya sabes con qué ansia espero ese momento. Te amo demasiado.
Miróle él, y aterrado leyó: "Deseo casarme contigo, porque eres el hombre más hermoso de Nápoles, y sobre todo, el más rico. Me tienen en­vidia y esto halaga mi vanidad, que es lo principal. Te amo por mí misma."
Levantóse pálido como un muerto, y tendiendo su mano a la joven,le dijo:
—Me siento acometido de una repentina indisposición. Adiós.
—¿,De veras? Me afliges, Angelo. Cuídate mucho; no quiero que vayas a enfermar.
Clavó él en ella sus ojos, escudriñó hasta lo más recóndito de su corazón, y vio lleno de amargura, que aquellas frases habían tan sólo bro­tado de sus labios. En el interior había una indiferencia completa.
Salió el desgraciado joven tambaleándose como si estuviera ebrio. Llegó a su casa, entró a su alcoba sin ver a nadie, se encerró con llave, y se dejó caer en un sillón. Allí, con la cabeza entre las manos, permaneció por mucho rato olvidado de todo el mundo. Todo había desaparecido para él: no oía, no pensaba, estaba como aletargado. Sería como media noche cuando volvió en sí. Entonces se quitó de la mano aquella turquesa, causa de su desgracia, y después de ponerla sobre su velador, resolvió a sentarse y empezó a llorar de una manera desesperada. Después que se hubo desahogado un tanto, comenzó a reflexionar con más calma. La es­peranza, esa compañera que jamás debería abandonar al hombre, ocupó su puesto en el corazón del joven.
Sin embargo, no queriendo hacerse ilusiones, propúsose tocar la realidad antes que todo, y para esto se trazó un plan, con el corazón henchido de hiel; prometióse tener valor, y se acostó cuando ya despun­taba el día, rendido de tantas emociones terribles.
Al siguiente día nadie habría sospechado lo que el pobre joven había sufrido, lo que sufría y lo que meditaba. Durante un mes pareció tan espléndidamente obsequioso y disipador, que causó admiración a todos, y a su madre espanto. Al cabo de este tiempo, una noche se encerró en su cuarto, se metió en cama y mandó llamar al médico. Su madre pidió entrar a verle, pero él no quiso en manera alguna consentirlo. Largo rato permaneció hablando con el doctor, que salió de allí, dirigién­dose a ver a la Marquesa a quien encontró llorando. Cuando salió, la buena señora quedaba contenta y enteramente tranquila. Al siguiente día, todo el mundo sabía que Angelo estaba acometido de la viruela, y agregaban que quedaría horriblemente desfigurado. Sin embargo, todos acudían a saber de él y su prometida no faltó un sólo día a visitar a la Marquesa, para obtener personalmente, noticias de su salud. Muchosdías estuvo él en cama, y cuando al fin se levantó, llevaba el rostro com­pletamente cubierto con una especie de máscara que dijo haberle orde­nado el médico llevara puesta.
Una noche mandó poner su carruaje y fue a ver a su amada, lle­vando siempre la máscara y también la turquesa. Cuando entró, vio el movimiento de horror de todos los allí reunidos, pero hizo como si no lo hubiese notado, y sentándose al lado de Adela, le dijo en voz baja:
—Querida Adela, he venido a verte así porque no podía ya resistir tanto tiempo.
—Ah, contestó ella, ¿pues y yo?
Sonreíase él sin contestar; había leído:
—"¡Qué horror! ¡Más valiera que no hubieses venido!"
—Estoy muy triste, continuó él, porque temo que ya no me ames. He quedado horriblemente desfigurado. ¡Si me vieras!
Palideció ella, pero se repuso y le contestó: —¿Y qué me importa que estés o no desfigurado? ¿Te amo acaso por tu rostro?
(Concluirá)
* * * * * * *
Volvió él a sonreírse, pues veía que en realidad, no era tanto por su rostro por lo que ella le aceptaba, sino por su riqueza. Era el hombre más rico, y le veía cubierto por una máscara de oro. Temblaba de despecho.
Pasó un mes, y él aún no se quitaba la mascarilla. Por este tiempo corrió la noticia de que el Marqués estaba arruinado, y que sus palacios, último resto de su fortuna, iban a pasar a poder de un extraño. Todo el mundo corrió a verle y a saber la verdad a casa del Marqués, que confesó ser cierto el suceso. En seguida, los dueños del palacio fueron a habitar una casa de alquiler, modestamente arreglada. Allí recibió Angelo una carta de Adela en que rompía formalmente sus compromisos, porque, según decía, no podía convenirle un hombre que de tal manera mal­gastaba su capital.
Tenía puesta su turquesa, y por lo tanto, podía ver claramente. Levantóse cuando concluyó de leer la carta, y dirigióse a ver a su madre, a quien encontró con Lucrecia, la pobre huérfana de rostro feo, pero de alma de ángel.
—Madre, leed, le dijo entregándole la carta.
Leyó la buena señora, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Abrió sus brazos y estrechó a su hijo entre ellos.
Miróla él conmovido, y le preguntó en seguida:
¿Y vos no decís otro tanto? ¿No me dirigís recriminaciones hoy que todos lo hacen?
No, hijo mío, contestó ella; debes sufrir demasiado, y si estando pobre vuelves al buen camino y comprendes lo que es el mundo, me con­sideraré dichosa en mi pobreza. Mi cariño jamás te faltará, porque el amor de una madre aumenta en vez de disminuir, cuando la desgracia aqueja al hijo.
Las palabras de la Marquesa eran sinceras como las de toda buena madre; así lo comprendió él, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Además, continuó ella, nos queda una amiga, la buena Lucrecia, que nos quiere sincera y desinteresadamente.
La pobre niña, roja de vergüenza, bajó los ojos al oír este elogio; pero cuando los levantó, Angelo la miró profundamente, y la preguntó:
¿Eso es verdad, Lucrecia? ¿No me desprecias, no huyes de mí?
No, amigo mío, contestó ella; lo que os pasa es puramente una desgracia; pero sois joven, tenéis buenos sentimientos y podéis, con valor y constancia, reponer lo perdido.
—Y mi rostro que hoy es espantoso, ¿cómo componerle?
¿Y qué os importa tenerle o no hermoso? ¿Es únicamente por la belleza por lo que puede apreciarse y amarse?
—Tenéis razón, dijo él conmovido ante la lealtad, la virtud y la grandeza de una niña a quien Dios no dio mucha belleza, pero sí una bon­dad angélica y una inteligencia superior.
Muchos días permaneció Angelo sin salir de su pobre morada, y cuando al fin lo hizo, fue a pie a recorrer la ciudad. Algunos de sus an­tiguos amigos le vieron; aun hubo quienes pasasen a su lado, y ninguno le conoció ni le saludó. ¡Ya no era rico! ¡Era casi un mendigo!
Volvió a su casa, donde encontró a Lucrecia con su madre, en lo que tuvo un verdadero placer y un gran consuelo. ¡Así se lo dijo! y la pobre, casi llorando de placer, le dio las gracias. ¡Ese ser grande, ge­neroso, le amaba a pesar de todo! El conocimiento de esta desinteresada pasión hizo brotar en el corazón de Angelo, un amor profundo por la pobre huérfana, cuyo único patrimonio era la fuerza de su alma. Se lo confesó y escuchó de los labios de ella, la promesa de unirse a él a quien tanto había amado. Procuró él entonces que todo el mundo lo supiese y luego se informó de lo que decían. Todos se reían diciendo que sólo Lucre­cia era capaz de unirse a un hombre que tenía el rostro espantoso y cuyos bolsillos estaban vacíos. Preparó él todo, y sin decir nada ni a su madre ni a su amada, hizo repartir invitaciones a toda la nobleza, que las recibió llena de asombro, pues las señas de la tarjeta eran las del antiguo palacio, la morada casi real que antes habitaron. Mandó, la víspera de su enlace, a traer un carruaje, y llevó a su madre y a Lucrecia, atónitas, a su antigua morada, contándoles la historia de la turquesa y confesándoles que todo lo que había pasado, era una farsa, para convencerse de lo que son los amigos en la prosperidad y en la adversidad.
Arrancóse luego la máscara, y su hermoso rostro, tan hermoso como antes, apareció, pues la enfermedad tampoco había sido cierta.
Al siguiente día, todos acudían presurosos al palacio, llenos de cu­riosidad. Mudos de admiración, vieron aparecer a Angelo, siempre her­moso y siempre vestido con un lujo asiático, llevando del brazo a Lucrecia, a quien la felicidad transformaba y hacía aparecer casi bella en medio de la riqueza con que iba ataviada.
Ninguno se quedó sin ir a dar el parabién a Angelo, que sonreía con tal ironía, que hacía enrojecer o palidecer los semblantes de todos.
Cuando la inmensa comitiva entraba a la iglesia, pasaba casual­mente, Adela de Rossi, la antigua prometida del Marqués. Ella vio, y lanzándole una mirada de desprecio, y sonriéndola de una manera bur­lona, la saludó. Todos volvieron el rostro y también sonrieron al pensar en lo que debía sufrir aquella mujer, que medio loca de despecho, de en­vidia y de rabia, entró en la primera puerta que halló, y allí esperó oculta hasta que desapareció la comitiva en el templo.
Aquel mismo día, por la tarde, cuando ya todos se habían mar­chado, Angelo regaló a Lucrecia la turquesa, pidiéndole la colocara en su mano cuando quisiera convencerse de su amor. Para el mundo, jamás. Valía más bien vivir en el engaño.
Desde aquel día se concluyeron las fiestas y las locuras. Solas, amándose siempre, profundamente, vivieron aquellas dos almas ge­nerosas, en medio del mundo ruin y mezquino, que en su felicidad olvi­daron.

Tomado de: Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío.
Seudónimo: Stella

Mira la Oriental o La mujer de cristal -Rafaela Contreras de Darío

Ahmed Walla Kand, príncipe de una de las más grandes secciones del Indostán, aun no conquistadas por los europeos, subió al trono de sus mayores a la edad de veinticinco años.
Un mes después de tomar posesión de su reino, mandó dar libertad a las mujeres del harem, ordenando al mismo tiempo comprar y traer a su presencia otras de las más lindas de su reino y de los mercados de Asia.
Cuando sus vasallos reunieron las que él ordenó, avisáronle, y dos días después su palacio fue invadido por una turba de mujeres, cuya es­pléndida belleza las hacía rivales.
Allí las persas, acá las nubias, más allá las circasianas, las árabes, en fin, todas ricamente ataviadas y ostentando las unas sus ojos negros y deslumbradores, las otras sus labios rojos cual la flor del terebinto, las otras su cabellera, soberbio manto que les dio la naturaleza, más esplén­dido aún que un manto real.
Todas una a una fueron llevadas ante el príncipe, quien las envi­aba al harem u ordenaba darlas libertad, según la mejor o peor impre­sión que hacían en él los encantos de sus esclavas.
Un año después, no volvió al harem, ni quiso nada. Se aburría.
Las orgías, sus museos, la caza, de todo había gustado en exceso y todo le fastidiaba ya.
Llamó a los sabios y con ellos se entregó por completo al estudio de las lenguas europeas, de las ciencias y de su religión, deseando por este medio tributar los debidos homenajes a los dioses.
Hizo verdaderos progresos en poco tiempo, sobre todo en religión.
Cuando creyó que ya sabía bastante en esta materia, hizo grandes mejoras a los templos y dio gran impulso al culto. Sin embargo, pronto se aburrió de esto también.
Emprendió entonces un largo viaje, el cual principió por las colo­nias europeas de la India. Pasó luego a Persia, a Turquía, a la Arabia, donde se detuvo, y en seguida regresó fastidiado de viajar y fue a ence­rrarse a su palacio, presa de una gran melancolía.
Cuando él y su comitiva regresaron, no se hablaba allí de otra cosa que de una mujer de cristal que tenía el encantador Marust, y la cual, según él decía, rompería su encanto y volvería a ser mujer, y mujer muy linda, el día que llegase a amar y ser amada de un hombre.
Llegó esto a oídos de Ahmed y mandó inmediatamente llamar a Marust, ordenándole, cuando estuvo en su presencia, decirle lo que sobre el caso hubiera.
Príncipe y señor,—dijo él, saludando por tres veces y cruzando ambas manos sobre el pecho—habéis de saber que hará poco más de tres meses, estando yo en mi gabinete de estudio, vi aparecer en medio de una nube de humo, a Thur el encantador, que murió hace veinticinco años, el cual traía de la mano una mujer cubierta con un velo.
Dirigióse a mí y me dijo:
—Marust, tú has sido mi discípulo, y quiero que me obedezcas hoy como antes. Júrame por la diosa hacer cuanto te ordene.
—Maestro,—le contesté yo—te lo juro.
Bien; si no cumples, Siva te castigue—dijo él.
Dirigióse luego a la tapada que se había quedado un poco atrás y le arrancó el velo, dejando descubierta la mujer más bella que puede verse ni soñarse. Quedé absorto contemplándola.
—Marust,—volvió a decir él—esta mujer tan bella como la ves, tiene el corazón de bronce; ha visto morir a sus plantas príncipes, reyes y emperadores y no se ha ablandado jamás. Siva se ha irritado y me or­dena castigarla.
Extendió luego su brazo, tocó con su varilla mágica el pecho de la mujer y pronunció las palabras cabalísticas, quedando ella instantánea­mente convertida en estatua de un cristal oscuro.
La guardarás—me dijo—y haz saber a todo el mundo que cesará su castigo el día en que siendo amada, ame a su vez.
El día en que mire con buenos ojos a algún hombre, el cristal se romperá en pedazos y reaparecerá ella siempre tan linda.
Si ama a ese hombre, quedará libre del castigo; si no le ama, volverá a tomar su cubierta de cristal.
Advierte a los que la ambicionen que tengan mucho cuidado, pues la menor ruptura que la causen, será la sentencia de muerte de ambos.
Vigila mucho. A ti te la recomiendo.
Hízome luego con la mano un signo de despedida y desapareció de­jando a mi lado la hermosa estatua.
Cuando se hubo disipado en mí la impresión de terror que todo aquello me causó, tomé entre mis brazos aquella mujer y la coloqué en un nicho, temiendo la desgracia que Thur me anunció si llegaba a romperse, y en seguida he dado aviso a vuestros súbditos de todo lo que me pasó.
Desde ese día todos los señores de vuestro reino han visitado a la pobre encantada, quedando un número inmenso, prendados de la cu­bierta de tan prodigiosa belleza.
Esto es, señor y soberano, lo que tengo que deciros y ahora espero las órdenes que tengáis a bien darme.
Inclinóse de nuevo por tres veces el encantador y esperó para reti­rarse, que el príncipe se lo ordenase.
Ahmed con la cabeza inclinada permaneció breves instantes, man­dando luego a uno de sus vasallos hiciera preparar su carroza para salir.
Cuando estuvo todo listo, subió a ella rodeado de sus guardias, y habiendo ordenado a Marust guiarle a su casa, se dirigió a ella.
Dejó a su puerta a todos, y entró sólo con el encantador, que le con­dujo frente a la estatua.
Contemplóla él en silencio largo rato, examinando sus manos tan lindas, su pie tan diminuto, su rostro tan melancólico, pero de rara belleza, y todo ello de un color tan oscuro.
Hablóla luego con acento apasionado, aunque no brotaba sino de sus labios, sabiendo por Marust que aunque de vidrio, oía, veía y sentía perfectamente.
Ella permaneció impasible y aun creyó verla él desdeñosa.
Marchóse al fin, pero quedó sumamente preocupado, pensando que por qué a todos cantaban su hermosura y nunca mujer alguna se le había resistido, aquélla le miraba con indiferencia y hasta con desprecio.
Volvió al siguiente día, y de este modo durante un mes, al cabo del cual estaba perdidamente enamorado de la desdeñosa mujer.
Se arrojaba a sus plantas, besaba sus pies, su vestido, lloraba, su­plicaba pidiéndola su amor.
Ella permanecía muda e impasible.
Pidió entonces a Marust le permitiera llevarla a su palacio ofre­ciéndole por ello un tesoro y la entrada libre a todas horas a ver a la en­cantada siempre que quisiera.
Consintió él y la mujer de cristal fue colocada entre cojines de seda y oro y llevada solemnemente al palacio, yendo Ahmed a pie a su lado.
Había hecho preparar para recibirla, la mejor habitación del pala­cio, adornándola con un lujo deslumbrador.
Veinte esclavas que escogió entre las más lindas, debían estar ve­lando a su lado.
De noche la colocaban con todo cuidado en un lecho cuyas col­gaduras y ropa se mudaba diariamente, ordenando siempre fuera todo de lo mejor y nuevo.
En el día, la colocaban en una especie de sitial rodeado de flores y pedrerías; a sus pies, en un cojín, mandó poner su propia corona.
El no salía de allí, mirándola siempre, llorando y jurando amarla siempre.
Un día de éstos que estaba a sus plantas de rodillas, entró Marusty él le llamó a su lado.
—Marust, Marust,—le gritó—esta mujer es una roca; me estoy muriendo de amor, me consumo por ella y no me mira, me desprecia.
Rompió a llorar, y en medio de sollozar, volvió a decir al encantador:
Oye, Marust, oye amigo mío, si esta mujer me amase, yo dejaría por ella mi trono, mi religión, si la mía no fuere la suya, mi lengua, mi patria. ¡Oh! ¡Que me ame, que me ame y seré su esclavo!
—¿Decís, señor, que por ella dejaríais vuestro reino y vuestro culto?
Sí, sí, todo lo dejaría por ella.
—¿Os haríais protestante si ella lo fuese?
—Me haría, ¡sí, mil veces!
¿Católico?
—También, todo, todo me haría; no me desesperes Marust, ya te lo he dicho y lo repito: sería su esclavo.
Señor, ¿dejaríais vuestras mujeres, tan lindas todas, por una sola, y exclusivamente os entregaríais a ella?
—¡Oh, sí! ¿Qué me importan todas ellas que se mueren por una mirada mía, cuando ésta me está costando la vida y no quiere oírme? Si algún día llegara a amarme, toda mi vida estaré temiendo perderla.
—¡Oh! ¡Cuán cierto es que sólo lo que nos cuesta conseguir esti­mamos, y que lo imposible nos enloquece!
—¿Qué podré yo hacer para probarle mi amor, para que ceda a mis súplicas?
—Haced, señor, todo lo que vuestro corazón os dicte y tal vez se humanice.
Pasaron tres meses más, pasaron seis, pasó un año, y por más es­fuerzos, por más que lloró, suplicó y se arrastró a las plantas de aquella mujer, el cristal no se-rompió.
Esto causó tal desesperación al príncipe, que un día fue ante ella y juró en presencia del encantador, que desde aquel día no pro­baría más alimento de ninguna clase, pues quería morir lentamente para contemplarla hasta el último momento y llamarla ingrata antes de expirar.
Puso en práctica su promesa, encerrándose en su gabinete, con­tiguo al que ocupaba ella, y allí permaneció sentado sin dormir ni de día ni de noche. Cada rato abría la puerta que comunicaba las dos estancias, y silencioso y triste venía a contemplarla y a besar sus pies.
Un día y una noche habían transcurrido sin que probara él nada y sin que cerrase sus ojos. Los primeros rayos del sol penetraban en el palacio, viniendo a iluminar la estancia, en medio de la cual entre los más suaves y ricos lienzos de seda y recostada en medio de los más suaves cojines, estaba la mujer, o más bien dicho, la estatua de cristal.
Ahmed, sentado en un sitial dorado y adornado de pedrería, en su apartamento, lloraba teniendo su hermosísima cabeza ornada de negros y lustrosos cabellos apoyada en la palma de la mano.
De repente, un ruido espantoso, como de algo que estalla, vino a herir sus oídos, dejándole aterrado.
Púsose en pie medio loco, y vino corriendo para ver lo que pasaba y temblando por su estatua.
Entró, acercándose al lecho, pero quedó mudo de admiración y de gozo al ver en medio de los suaves lienzos y cojines, recostada y sonriente una mujer de una belleza enteramente nueva.
Multitud de pedazos de cristal oscuro, estaban diseminados por toda la estancia y aun por el lecho.
Ahmed bajó sus ojos ante las fascinadoras miradas de aquella mujer, y silencioso y temblando vino a ponerse de rodillas a sus pies.
Entonces ella se incorporó y tendiéndole una mano blanca y suave, cuyos dedos finísimos tenían las uñas sonrosadas y delicadas.
—Levantáos, amigo mío—le dijo.
Tomó él aquella mano que cubrió de besos y de lágrimas y cayó desplomado en el pavimento.
Ella al verle caer, lanzó un grito pidiendo socorro y sus esclavas que venían ya para sacar la estatua del lecho, entraron corriendo, retro­cediendo espantadas al ver una mujer tan soberanamente hermosa, en vez de la de cristal, y al príncipe desmayado o tal vez muerto.
—Venid, amigas mías—les dijo ella—venid y llevad a nuestro señor a su lecho y que le vean sus médicos pronto; en tanto, vestidme.
Corrieron ellas a obedecer sus órdenes y en breve se la vio vestida de seda, oro y pedrerías al lado del príncipe que no tardó en volver en sí, llamando a la ingrata que se apresuró a llegar sonriendo de la manera más seductora.
Al verla, él saltó del lecho, y poniéndose de rodillas, besó su manto y su mano, loco, ciego de amor.
Suplicóle ella tomase alimentos, pues la debilidad y el susto habían sido causa de su desmayo.
Consintió él sentándose a su lado y pidió le sirvieran.
Durante ocho días hubo fiestas por todo el reino en honor de aque­lla mujer.
Sin embargo, ella no dijo a Ahmed que le amase, lo cual volvió a afligirle, pues estaba ciego de amor por ella, ahora más que antes de que cesara su encanto.
Un día vino ante ella, y tomando entre las suyas su mano llena de hoyuelos, blanca y perfumada, la dijo con tristeza:
Dime, si no me amas, ¿por qué rompiste tu encanto impidiendo así que muriese? ¿Qué quieres de mí en cambio de tu amor? Habla y dímelo todo; si no me has de amar, quiero morir.
—No, Ahmed;—contestó ella—yo no quiero que mueras, pues habré de amarte mucho si eres complaciente conmigo.
Pide, pide todo que yo en cambio de tu amor habré de darte hasta lo imposible.
¿Amarás a una mujer que no tenga tus creencias?
Si esa mujer eres tú, la amaré y creeré en lo que ella crea, pues debe ser su culto el verdadero, siendo tan lindas las mujeres que le siguen.
—¿Te harás católico?
¿Eres tú católica?
Sí.
Pues ya lo soy yo.
—¿Dejarías tu reino por seguirme? ¿Tus vasallos?
Si tú te vas, me iré yo y en vez de tener vasallos, lo seré tuyo.
Gracias, Ahmed. Yo te recompensaré si es suficiente mi amor a recompensarte. ¿Dejarás tus mujeres y me tomarás a mí por única, eter­namente según las leyes europeas?
—¡Oh, sí! sólo a ti y tú sola para mí.
—Bien, Ahmed, reúne tu oro y tus joyas y en silencio llama a tu hermano, entrégale el mando y vamos a las colonias inglesas.
Ocho días después, salió Ahmed con aquella mujer y diez esclavos, conduciendo sus riquezas para Calcuta, donde se instalaron sin que sus vasallos tuvieran conocimiento de su partida, hasta que el príncipe her­mano de Ahmed se los hizo saber, por lo cual, irritados contra Marust, fueron en su busca para darle muerte, pero él que había previsto el caso, había marchado con sus riquezas a otra parte.
Dos años pasó Ahmed en Calcuta, esperando que aquella mujer quisiera unirse a él.
Durante ese término aprendió perfectamente el francés y el inglés, tomó por religión la católica y recibió en las fuentes bautismales el nom­bre de Guillermo.
Al cabo de este tiempo, y cuando ella vio que la venda que la igno­rancia tuvo ante sus ojos ya no existía, le hizo llamar a su casa, y sentán­dose a su lado, le dijo:
—Guillermo, ¿me amas aún?
—¿Cómo aún?—contestó él. ¿Cuándo he dejado de amarte, si cada día te amo más y a medida que eres más ingrata conmigo?
—No, no soy ingrata, todo lo contrario; he temido perderte y por eso he querido probarte y además, hacerte ver todo tal cual es, como ha pasado.
Soy inglesa, hija del Marqués de Wisp y viuda del Duque de Alta-Mira, de origen español, con quien me unieron a la edad de quince años, contra toda mi voluntad y sin amarle jamás. A los seis meses de matri­monio murió él y yo quedé libre y sumamente rica.
Quise viajar y me vine aquí después de visitar casi toda Europa.
Un día te vi aquí, poco después de subir al trono, viajando para distraerte, aburrido ya de todo placer. Me enamoré de ti y me prometí hacer que me amaras.
Desde ese momento empecé a estudiar el idioma y me fui dis­frazada de árabe a tu reino donde te vi llegar más hastiado aún.
Fui entonces a ver a Marust y le prometí una bolsa repleta de oro, si hacía todo lo que yo le dijese, y otra, si todo me salía bien.
Aceptó él y yo mandé a hacer la estatua a Europa, enviándomela en seguida.
Yo le dije lo que había de decirte y le encargué me contase siempre todo lo que hacías y decías, hasta en sus menores detalles.
Cumplía él su palabra con todo celo y exactitud, y así supe tu re­solución de dejarte morir de hambre.
Entonces me disfracé con su mismo vestido, y de este modo pe­netré donde estaba la estatua, me vestí sus ropas, me recosté en los co­jines y di un golpe a la estatua que siendo tan delgada, voló en mil pedazos. Lo demás ya lo sabes.
—¿Me amas aún?
Te adoro.
—Mañana seré tu esposa y nos vamos luego a Inglaterra.
Ocho días después, unidos ya, se embarcaron con rumbo a las islas Británicas.
La duquesa, que era muy querida del rey, le presentó a su marido ante la corte y le contó su historia.
El reya quien causó verdadera admiración el ingenio de aquella mujer, y deseando demostrar al príncipe su satisfacción de verle como súbdito suyo, les concedió el título de príncipes de India Británica.
Sin embargo, nadie conoció a la princesa por su título, sino por Mira la Oriental, de su antiguo título de Alta-Mira.

Tomado de: Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío.
Seudónimo: Stella

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