Cuentos para aprender a vivir

Tres cuentos de León Tolstoi en adaptación nicaragüense.




Acción Ecuménica para la capacitación y Reflexión Teológica 
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Teyocoyani es una palabra de origen náhualt que significa
"Forjador de personas".


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¿Cuánta tierra necesita un hombre?


La vida se vuelve imposible cuando no se tienen tierras propias, pensaron Pascual y su esposa. Y se pusieron a calcular cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien dólares. Vendieron un potrillo, y la mitad de sus cerdos, pusieron a trabajar a uno de sus hijos en una construcción y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron luego prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pascual escogió una parcela de veinte manzanas, donde había selva, fue a ver a la dueña y se la compró.

Pascual ahora tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la señora y su cuñado. Así se convirtió en finquero, y cortaba sus propios árboles, y alimentaba a su ganado en sus propios pastos.


Cuando salía a arar los campos, o a mirar su milpa o sus potreros, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía y las flores que allí florecían le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pascual estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo frente a la puerta. Pascual le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de la Costa Atlántica, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el maíz crecía altísimo y una manzana daba allí más que cuatro en otras partes. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pascual se llenó de ganas de comprar esas tierras.

"¿Por qué me voy a quedar sufriendo en este hueco —pensó— si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con ese dinero comenzaré allá de nuevo y voy a tener todo nuevo".

Pascual vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pascual estaba ahora en una posición mucho mejor que antes. Compró muchas tierras arables y potreros, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pascual se sentía complacido, pero cuando se acostumbró, comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar un maizal más grande, pero no tenía tierras suficientes para hacerlo, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pascual ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

"Si todas estas tierras fueran mías —pensó—, sería independiente, y no sufriría estas incomodidades."

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los misquitos, donde había comprado seiscientas manzanas por tan sólo mil dólares.

—Sólo debes hacerte amigo de los jefes —dijo— Yo les regalé como cien dólares en ropa y provisiones, además de una caja de café, y les repartí ron, y obtuve la tierra por una bagatela.
"Vaya —pensó Pascual—, allá puedo llegar a tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte."

Pascual encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su mozo. Pasaron por un pueblo donde compraron ropa, café, ron y otros regalos más, tal y como el vendedor le había aconsejado. Continuaron su viaje hasta recorrer más de trescientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde vivían los misquitos.

En cuanto vieron a Pascual, salieron de sus ranchos y se reunieron alrededor del visitante. Le ofrecieron café y le dieron de comer un rico pescado frito con yuca. Pascual sacó los regalos de su equipaje y los distribuyó, diciéndoles que venía en busca de tierras. Los misquitos parecían muy contentos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había llegado Pascual.

El jefe lo escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pascual:

—De acuerdo. Escoge toda la tierra que quieras. Tenemos tierras en abundancia.

—¿Y cuál será el precio? —preguntó Pascual.

—Nuestro precio es siempre el mismo: mil dólares por día.

Pascual no comprendió.

—¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas manzanas son?

—No sabemos calcularlo —dijo el jefe— Vendemos la tierra por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es de mil dólares por día.

Pascual se quedó sorprendido.

—Pero en un día se puede recorrer muchísima tierra —dijo.

El jefe se echó a reír.

—¡Será toda tuya! Pero con una condición: si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes tu dinero.

—¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

—Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese lugar y emprender tu viaje, llevando un azadón contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada vuelta, cava un hoyo grande y amontona la tierra; luego iremos con un arado de hoyo en hoyo. Puedes hacer el recorrido que quieras, pero antes de que se ponga el sol debes regresar al mismo lugar de donde saliste.

Toda la tierra que cubras será tuya. Pascual se puso contentísimo. Decidió comenzar por la mañana. Platicaron, bebieron más café, comieron más pescado, y así llegó la noche. Le dieron a Pascual una cama con buen colchón, muy bien arreglada, y los misquitos se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente en la madrugada, para viajar juntos al punto convenido antes del amanecer.

Pascual se acostó, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.

"¡Qué gran extensión marcaré! —pensó—. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará una gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o se las dejaré a mis mozos, pero yo escogeré la mejor tierra y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes, y contrataré dos peones más. Unas noventa manzanas la destinaré a la siembra, y en el resto criaré ganado."

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

—Es hora de despertarlos —se dijo—. Debemos ponernos en marcha.

Se levantó, despertó al mozo (que dormía sobre unos sacos de maíz en una bodega vecina), le ordenó ensillar los caballos y se fue a despertar a los misquitos.

—Es hora de ir al campo para medir las tierras —dijo.

Los misquitos se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a desayunar, y le ofrecieron comida y café a Pascual, pero él no quería esperar.

—Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los misquitos se prepararon y todos se pusieron en camino, algunos a caballo, otros a pie. Pascual y su mozo iban a caballo, y él llevaba un azadón. Cuando llegaron al punto deseado, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron a una loma y se apearon de los caballos, reuniéndose en un lugar. El jefe misquito se acercó a Pascual y extendió el brazo hacia la llanura.

—Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes. A Pascual le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, plana como la palma de la mano y se veía fértil y llena de pasto.

El jefe se quitó su gorra, la puso sobre el suelo y dijo:

—Esta será la marca. Empieza aquí, y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya. Pascual sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó la camisa y se puso una camiseta sin mangas. Se aflojó la faja y la apretó duro en la barriga, se colgó un morral con tortilla y cuajada y se amarró una botella de agua al cinturón, se amarró bien las botas, agarró el azadón y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

—No importa —dijo al fin—. Iré hacia el sol naciente.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte. "No debo perder tiempo —pensó—, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco." Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pascual, cargando el azadón, se internó en la llanura.

Pascual caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un hueco y amontonó la tierra para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que se había desperezado, apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro hueco. Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y se divisaba al jefe mirando al horizonte. Pascual calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más caliente; se quitó la camiseta, se la echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

—He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para dar la vuelta. Pero me aflojaré las botas —se dijo.

Se sentó, se aflojó las botas y retomó la marcha. Ahora caminaba más cómodo. "Seguiré otros cinco kilómetros —pensó—, y luego daré luego vuelta a la izquierda. Este lugar es tan prometedor que sería una lástima perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece esta tierra."

Siguió recto por un tiempo, y cuando miró alrededor, la loma ya casi no se veía y las personas parecían hormigas, y apenas se veían bajo el sol.

"Ah —pensó Pascual—, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de dar la vuelta. Además estoy sudando, y tengo mucha sed."

Se detuvo, cavó un gran hoyo y amontonó la tierra. Bebió un sorbo de agua y dio la vuelta hacia la izquierda. Continuó la marcha, el monte era alto y hacía mucho calor. Pascual comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía. "Bien —pensó—, debo descansar."

Se sentó, comió su tortilla con cuajada y bebió agua, pero no se acostó, por temor a quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: "Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo".

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba de nuevo a dar vuelta hacia la izquierda, cuando vio un valle muy fértil. "Sería una pena excluir ese terreno —pensó—Aquí los frijoles crecerían muy bien". Así que rodeó el valle y cavó un hoyo del otro lado antes de girar. Pascual miró hacia la loma. El aire estaba lleno de vapor y parecía temblar con el calor, y a través del vapor apenas se veía a la gente de la loma. "¡Ah! —pensó Pascual. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pascual aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

“No —pensó—, aunque mis tierras no queden bien cuadradas, debo volver ahora en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra". Pascual cavó un hoyo apurado.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía los pies chimados y sentía que se le aflojaban las piernas. Deseaba mucho descansar, pero era imposible si acaso quería llegar todavía antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

"¡Dios santo! —pensó—, ojalá no haya cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?"

Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pascual siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, tiró la camiseta, el morral y la botella, y conservó sólo el azadón que usaba como bastón. "¡Ay de mí! He deseado mucho y lo he arruinado todo. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol."

El temor le quitaba el aliento. Pascual siguió corriendo y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas se aflojaban como si no le pertenecieran. Pascual estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento. Aunque temía la muerte, no podía detenerse. "Después de que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los misquitos gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y vaporoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pascual ya estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se apurara. Veía la gorra y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.

"Hay tierras en abundancia —pensó—, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"

Pascual miró el sol, que ya desaparecía devorado por el horizonte. Con el resto de sus fuerzas apuró todavía más el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pascual dio un alarido.

"Todo mi esfuerzo ha sido en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los misquitos aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo.

Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pascual soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de boca y tomó la gorra con las manos.

—¡Vaya, qué tipo tan admirable! —exclamó el jefe—. ¡Ha ganado muchas tierras! El criado de Pascual se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre por la boca. ¡Pascual estaba muerto!

Los misquitos menearon la cabeza para demostrar su compasión. Su mozo empuñó el azadón y cavó una tumba para Pascual y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

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Donde está el Amor, allí está Dios

Había una vez en una ciudad un zapatero remendón llamado Miguelito. Vivía en un bajareque construido en un barranco, al cual entraba la luz por una ventana que daba a la calle. Por ella se veía pasar a la gente. Aunque sólo se distinguían los pies de los transeúntes, el zapatero reconocía por el calzado a cuantos cruzaban por allí. Viejo y competente en su oficio, era raro que hubiese en la ciudad un par de botas que no hubieran pasado una o dos veces por su taller, a las que él no hubiera remendado, poniéndole medias suelas o tacones nuevos. Por esa razón veía él con mucha frecuencia, a través de su ventana, la obra de sus manos.


Miguelito siempre tenía encargos de sobra, porque su trabajo era nítido, sus materiales eran buenos, no cobraba caro y entregaba el calzado que le confiaban el día convenido y con toda puntualidad. Por esa razón todo mundo lo estimaba y nunca le faltaba trabajo en su taller.

En todas las ocasiones Miguelito había demostrado ser un buen hombre; pero al envejecer comenzó a pensar más que nunca en su alma y en acercarse a Dios. Cuando aún trabajaba en casa de un patrón, murió su esposa dejándole un hijo de tres años. Habían tenido antes otros hijos, pero todos habían muerto.

Al verse solo con su pequeño hijo, pensó en enviarlo al campo a la casa de un hermano suyo; pero se dijo:

— Va a ser muy duro para mi pequeño Julián vivir separado de mí. Es mejor que se quede conmigo.

Así que Miguelito se despidió de su patrón y se estableció por su cuenta. Sin duda, Dios no había bendecido a Miguelito en sus hijos y cuando el único que le quedaba comenzó a crecer y a ayudar a su padre, éste cayó enfermo y al cabo de una semana murió.

Miguelito enterró a su hijo. Aquella pérdida hirió tan profundamente su corazón, que hasta llegó a murmurar de la justicia divina. Se sentía tan desgraciado que con frecuencia pedía al Señor que le quitase la vida. Le reprochaba no habérselo llevado a él, que era viejo, en vez de arrebatarle a su único hijo, tan adorado. Hasta dejó de ir a la iglesia.

Pero un día —era por Pascua Florida—, llegó a la casa del zapatero un paisano suyo que desde hacía ocho años recorría el mundo como peregrino. Hablaron largamente y Miguelito se quejó amargamente de sus desgracias.

— He perdido hasta el deseo de vivir, decía: sólo pido la muerte. Y es todo lo que le pido a Dios, porque ya no tengo ninguna ilusión en la vida.

El viejo le respondió:

— Haces mal en hablar de esa manera, Miguelito. Los humanos no debemos juzgar las obras de Nuestro Señor, porque sus pensamientos están muy por encima de nuestra inteligencia. Él ha decidido llevarse a tu hijo y que tú vivas. Luego, así debe ser. Tu desesperación viene de que quieres vivir para ti, para tu propia felicidad.

— ¿Y para qué se vive entonces, si no es para eso?, preguntó el zapatero.

—Hay que vivir por Dios y para Dios, contestó el viejo. Él es quien da la vida y para Él debes vivir. Cuando empieces a vivir para Él dejarás de sufrir como ahora y tendrás la fortaleza de sobrellevarlo todo con paciencia.

Miguelito se quedó callado un momento y, por fin, dijo:

— ¿Y cómo se vive para Dios?


— Cristo lo ha hecho. ¿Sabes leer? No necesitas más que comprar los Evangelios y allí lo aprenderás. En las Sagradas Escrituras encontrarás respuesta a todo cuanto preguntes.

Esas palabras hallaron eco en el corazón de Miguelito, quien aquel mismo día se fue a comprar su Nuevo Testamento, impreso en letras grandes, y se puso a leerlo. Se había propuesto leer solamente en los días de fiesta; pero una vez que hubo comenzado, sintió en su alma un consuelo tan grande, que adquirió la costumbre de leer todos los días algunas páginas. A veces se enfrascaba de tal modo en la lectura, que no se decidía a dejar el libro hasta que se consumía todo el kerosine de su lámpara. Así pues, leía cada noche y cuanto más avanzaba en la lectura, más claramente se daba cuenta de lo que Dios quería de él y de cómo hay que vivir para Dios. Así fue penetrando, dulcemente, la alegría en su alma.

Antes, cuando se iba a acostar, suspiraba y gemía, recordando a su hijo; ahora se contentaba con decir:

— ¡Gloria a ti, gloria a ti, Señor! Esa ha sido tu voluntad.

A partir de entonces la vida de Miguelito cambió por completo. Antes, en los días de fiesta, iba a algún bar a beber sus traguitos de ron. A veces bebía con algún amigo y aunque no se picaba, salía del bar bastante alegre, lo que lo llevaba a decir tonterías y hasta a insultar a las personas que se topaban con él en su camino. Todo esto desapareció. Ahora su vida transcurría apacible y feliz. Ya de madrugada se ponía a trabajar y cuando terminaba su tarea, descolgaba su lámpara, la ponía en la mesa, sacaba los Evangelios del estante, lo abría y empezaba a leer. Cuanto más leía, más iba comprendiendo. Una dulce serenidad invadía poco a poco su alma.

Cierto día le ocurrió que estuvo leyendo hasta más tarde que de costumbre. Había llegado al Evangelio según San Lucas y vio en el capítulo 6 los versículos siguientes:

“Al que te golpea en una mejilla, preséntale la otra. Al que te arrebate el manto, entrégale también el vestido”.

“Da al que te pida, y al que te quita lo tuyo, no se lo reclames”.

“Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes”.

Después leyó los versículos en los que el Señor dice:

“¿Por qué me llaman Señor, Señor, y no hacen lo que yo digo?”

“Todo aquel que viene a mí, y oye mis palabras y las pone práctica, les voy a decir a quien se parece. Es semejante a un hombre que al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca: y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca”.

“Mas el que oyó y no puso en práctica mis palabras, se parece a un hombre que edificó sobre tierra, sin fundamento. El río dio con ímpetu contra ella y en seguida se desmoronó, siendo grande el desastre de esa casa”.

Miguelito leyó estas palabras y su corazón se inundó de alegría. Se quitó los anteojos, los dejó sobre el libro, apoyó los codos sobre la mesa y se quedó pensativo. Comparó sus propios actos con esas palabras y dijo:

— ¿Estará mi casa fundada sobre roca o sobre arena? ¡Qué bueno si estuviera sobre roca! ¡Qué feliz se siente uno cuando se encuentra a solas con su conciencia y ha procedido como Dios manda! En cambio, cuando uno se distrae de Dios, puede volver a caer en el pecado. De todos modos, he de continuar como hasta ahora, porque esto es bueno. ¡Dios me ampare! Después de haber pensado así, quiso acostarse: pero le daba lástima separarse del libro y comenzó a leer el capítulo séptimo. Allí leyó la historia del centurión y del hijo de la viuda y la respuesta de Jesús a los discípulos de Juan el Bautista. Llegó al pasaje en el que el rico fariseo invita a su casa al Señor; vio cómo la pecadora le ungió los pies y se los lavó con sus lágrimas y cómo le fueron perdonados sus pecados. Luego, en el versículo cuarenta y cuatro, leyó:

“Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies: más ella regó mis pies con sus lágrimas y los secó con sus cabellos.

“No ungiste mi cabeza con aceite: más ella ha ungido con perfume mis pies”.

Leyó este versículo y pensó: “Tú no me has dado agua para los pies, no me has dado el beso de la paz, ni has ungido con aceite mi cabeza”.

Y Miguelito, quitándose de nuevo los anteojos, dejó el libro y volvió a reflexionar.

“Seguro que ese fariseo era como yo — se dijo— . Yo también he pensado únicamente en mí. Con tal de beber yo mi cafecito, que no me falte el fuego en el fogón y que no me haga falta nada, casi no le hago caso al invitado. Sólo pensaba en mí y para nada en el huésped. Sin embargo, ¿quién era el convidado? ¡El Señor en persona! Si hubiese venido a mi casa ¿hubiera actuado de esa manera?

Y Miguelito, apoyando los codos sobre la mesa, dejó caer sobre las manos la cabeza y, sin darse cuenta, se quedó dormido.

— ¡Miguel! — dijo de pronto una voz en su oído.

Miguel se despertó asustado.

— ¿Quién es? Preguntó, poniéndose de pie. Miró a la puerta, pero al no ver a nadie, volvió a dormirse.

Pero en el acto oyó estas palabras:

— ¡Miguel! ¡Miguel! Mira mañana a la calle, porque voy a venir a verte. Volviendo en sí, se levantó de la silla y se frotó los ojos. Él mismo no sabía si aquellas palabras las había oído en sueños o en realidad.

Así que apagó la lámpara y se acostó.

Al día siguiente, antes del amanecer, se levantó, hizo su oración acostumbrada y encendió el fogón. Se puso a cocer su sopa y puso a hervir el agua para su café. Luego se puso su bata de zapatero y se sentó al pie de la ventana para comenzar su tarea cotidiana.

Mientras trabajaba no podía apartar de su imaginación lo que le había sucedido el día anterior y no sabía qué pensar. Tan pronto le parecía que había sido víctima de una fantasía, como que alguien le había hablado en realidad.

— Esas cosas suceden en la vida — se dijo.

Siguió trabajando y de vez en cuando miraba por la ventana y cuando pasaba alguien cuyas botas no conocía, se inclinaba para ver no sólo los pies, sino la cara del desconocido.

Pasó un finquero calzando botas nuevas; luego un estudiante; después un viejo soldado de los tiempos de la revolución, cargando una pala y con unas botas tan viejas como él mismo.

Ese soldado se llamaba Juan Potosme y estaba posando en casa de un comerciante del vecindario, que lo había recogido por sus muchos años y su gran pobreza. Y para darle alguna ocupación adecuada a su edad, le había encargado de barrer la calle frente a su casa.

El viejo soldado se puso a barrer la calle ante la ventana de Miguelito. Este lo miró y continuó su tarea.

— ¡Qué tonto que soy pensando de este modo! — se dijo el zapatero riéndose de sí mismo... ¡Si es Juan Potosme el que está barriendo la calle y yo me figuro que es Cristo quien viene a verme! La verdad es que ando perdido en mis fantasías y ya ni sé lo que pienso.

Sin embargo, al cabo de otros diez minutos, miró de nuevo por la ventana y vio a Juan Potosme que, apoyando la escoba contra la pared, descansaba y trataba de refrescarse un poquito.

— Es muy viejo ese pobre hombre — se dijo Miguel. Se ve que ya no tiene fuerzas ni para barrer la calle. Tal vez le convenga tomarse un pinolillito con unas rosquillas.

Al decir esto clavó la aguja de zapatero en el banquillo, se levantó, sacó el pinolillo, lo mezcló con agua y azúcar en un pichel y le hizo una seña a través de la ventana a Juan Potosme. Éste lo volvió a ver y se acercó a donde lo llamaban. El zapatero hizo una seña y fue a abrir la puerta.


— Ven a refrescarte un poco, le dijo — has de tener calor.

— ¡Uh, Dios mío mi lindo! Claro que sí: estoy todo sudado — respondió Potosme.

El viejo entró, con el pañuelo se secó el sudor y sus piernas vacilaron.

—No te molestes en limpiarte los zapatos—dijo Miguelito. Yo barreré eso luego: no tiene importancia. Ven, pues, a sentarte y tomemos juntos un pinolillo.

Llenó dos vasos de sabroso pinolillo y le tendió uno a su invitado. Después le sirvió las rosquillas en un plato.

Potosme bebió, puso el vaso boca abajo y dio las gracias al zapatero. Pero se le veía en la cara que encantado se bebería otro vaso de pinolillo.

— Toma más — dijo Miguelito, llenando de nuevo los dos vasos.

Mientras bebía, el zapatero continuaba mirando hacia fuera.

— ¿Esperas a alguien? — preguntó el invitado.

— ¿Que si espero a alguien? Me da vergüenza decirte a quién espero. No sé si tenga o no razón para esperar. Pero una palabra me ha llegado al corazón.... ¿Habrá sido un sueño? No lo sé. Figúrate, amigo mío, que anoche estaba leyendo los Evangelios. ¡Cuánto sufrió Jesús cuando estaba entre los hombres! Has oído hablar de esto, ¿verdad?

—Sí, algo he oído decir —respondió el soldado— pero nosotros los ignorantes no sabemos leer.

— Pues, como te digo, estaba yo leyendo cómo pasó por el mundo Nuestro Señor y llegué a aquel pasaje en el que se dice que él estaba en casa del fariseo y que éste no salió a su encuentro....Después de haber leído esto, pensé: “¿Cómo es posible no honrar del mejor modo posible a Nuestro Señor? Si me ocurriese algo parecido, todo me resultaría poco para honrarle. Sin embargo, el fariseo no lo recibió bien”. En esto pensaba cuando me dormí. Y en el momento de dormirme oí que me llamaban por mi nombre. Me levanté y me pareció que la voz murmuraba: “Espérame, que vendré mañana”. Y lo dijo dos veces seguidas....Y no me lo vas a creer. Tengo esa idea metida en la cabeza y aun cuando yo mismo me burlo de mi credulidad, sigo esperando a Nuestro Señor.

Potosme meneó la cabeza sin responder. Bebió hasta la última gota de pinolillo y puso su vaso vacío sobre el plato, pero Miguelito se lo volvió a llenar.

— Toma más — le dijo — y que te aproveche. Pienso que Él, Nuestro Señor Jesús, cuando andaba por el mundo no rechazó a nadie y buscaba sobre todo a los humildes, cuyas casas visitaba. Eligió a sus discípulos entre los de nuestra clase, pescadores y artesanos como nosotros. El que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado...Me llaman Señor — dijo — y yo les lavo los pies. El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos.... Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Juan Potosme se olvidó del pinolillo. Era un anciano sensible: escuchaba y las lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.

— Vamos, bebe más — le dijo Miguelito.

Pero Potosme hizo la señal de la cruz, le dio las gracias, apartó el vaso y se levantó.

— Mucho te agradezco, Miguelito —le dijo— que me hayas tratado de este modo, alimentando al mismo tiempo mi alma y mi cuerpo.

— ¡A la orden y hasta la próxima! Acuérdate que me alegra mucho que me vengas a ver, dijo Miguelito.

Cuando Potosme se fue, el zapatero acabó de tomarse su pinolillo y se volvió a sentar junto a la ventana para trabajar.

Mientras cosía miraba por la ventana y esperaba a Cristo. Sólo en Él pensaba y en su imaginación repasaba lo que Él hizo y lo que dijo. Pasaron dos soldados; uno llevaba las botas del ejército; otro, botas comunes; luego pasó un comerciante con unos zapatos extranjeros y después un panadero cargando su canasto.

En esto, frente a la ventana, apareció una mujer con chinelas de hule. Se arrimó a la pared. Miguelito la vio por la ventana y vio que era una campesina cargando un niño. Apoyada en la pared, volvía la espalda al viento. Procuraba proteger a su criatura de la lluvia que comenzaba a caer, pero no tenía nada para abrigar a su niño. Aquella mujer, a pesar del invierno, no llevaba nada para protegerse del agua.

Miguelito, desde su ventana, oyó al niño llorar y a su madre intentar tranquilizarlo, pero sin lograrlo.

Se levantó, abrió la puerta, salió y gritó desde las gradas:

— ¡Mujer, ven para acá!

La desconocida lo oyó y se volvió hacia él.

— ¿Por qué te quedas ahí a la intemperie con tu hijo? Ven a mi casa y podrás cuidarle mejor. Pasa por aquí, por aquí.

La mujer, sorprendida, miraba a un viejo con bata y anteojos que le hacía señas de que se acercara y le hiciera caso.

Bajó las gradas y entró en el cuarto.

— Ven acá — dijo el anciano — y siéntate junto al fogón. Caliéntate y da de mamar al pequeño.

— Es que ya no tengo leche — respondió la mujer. Es más, desde esta mañana no he probado bocado.


A pesar de todo la mujer le dio el pecho a su criatura.

Miguelito se volteó, se acercó a la mesa, tomó una tortilla con cuajada y un plato sopero y se acercó al fogón en donde hervía la sopa. Sacó un cucharón humeante lleno de caldo con verduras, lo vertió en el plato y lo colocó sobre la mesa. Extendió una servilleta y puso un cubierto.

— Siéntate — le dijo — y come. Mientras tanto, yo te voy a chinear al niño. He sido padre y sé cuidar a las criaturas.

La mujer se santiguó, se sentó a la mesa y comió mientras Miguelito, sentado sobre su cama con el niño en brazos, lo besaba para tranquilizarle. Como la criatura a pesar de todo seguía llorando, a Miguel se le ocurrió amenazarle con el dedo, que alejaba y acercaba alternativamente de los labios del niño, pero sin tocarlo, ya que su mano estaba toda negra de pasta de lustrar zapatos y el niño, mirando aquello que se movía cerca de su rostro, dejó de gritar y hasta comenzó a reír, con gran contento del zapatero.

Mientras recuperaba sus fuerzas, la recién venida contó quién era y de dónde venía.

— Yo —dijo— soy esposa de un soldado. Hace ocho meses que mandaron en misión a mi marido y no tengo noticias de él. Vivía de mi empleo de cocinera cuando di a luz. A causa del niño no quisieron tenerme en ninguna parte y hace tres meses que estoy sin empleo. En este tiempo he gastado todos mis ahorros. Me he ofrecido como doméstica, pero nadie me da trabajo, porque dicen que estoy muy flaca. Entonces fui a la tienda de una comerciante, donde está colocada nuestra hija mayor, y allí me han ofrecido trabajo. Creí que me lo darían de inmediato, pero me dijeron que vuelva la semana entrante.... La mujer vive muy lejos y estoy agotada y mi pobre criatura también. Por suerte mi cuñada ha tenido compasión de nosotros y, por amor de Dios, nos deja dormir en su casa. Si no fuera por eso, no sé qué sería de mi hijo y de mí.

Miguelito suspiró y preguntó:

— ¿No tienes capote de invierno?

— No. El que tenía ya está todo viejo y roto y no me sirve más.

La mujer se acercó a la cama y cogió al niño. Miguelito se levantó y, acercándose a la pared, buscó y halló un viejo capote que tenía guardado.

— Toma — le dijo — está bastante usado, pero siempre servirá para cubrirte. La recién venida miró el capote, miró al viejo, tomó la prenda y rompió a llorar. Miguelito apartó la mirada no menos conmovido, fue luego hacia su cama y sacó de debajo de ella un cofrecito: lo abrió, sacó algo de él y volvió a sentarse frente a la pobre mujer.

Ésta dijo:

— Dios te lo pague. Sin duda, Él es quien me ha traído junto a tu ventana. Sin ti el niño se hubiera empapado. Cuando me llamaste estaba por caer un gran aguacero y ahora ¡qué soleado está! ¡Qué buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la ventana y tener compasión de nosotros!

Miguelito sonrió:

— Es verdad que fue Él quien me inspiró esa idea — dijo. No fue por casualidad que miré por la ventana.

Y le contó su sueño a la mujer, diciéndole cómo había oído una voz y cómo el Señor le había prometido venir a su casa ese mismo día.

— Todo puede pasar — comentó la mujer, quien se levantó, tomó el viejo capote, lo metió en su bolso y le dio las gracias al zapatero.

— Quiero ofrecerte esto en nombre de Dios — dijo Miguelito, poniéndole en la mano un billete de doscientos córdobas. — Es para que puedas comprarle algo al niño. La mujer se santiguó; Miguelito también y luego la acompañó hasta las gradas de la puerta. La recién venida se fue.

Después de tomarse una sopa, Miguelito se puso otra vez a trabajar. Mientras manejaba su aguja de zapatero no perdía de vista la ventana y. cada vez que una sombra aparecía, levantaba los ojos para examinar al transeúnte. Pasaban algunos a los que conocía y otros desconocidos, pero ninguno de ellos tenía nada especial.

De pronto vio detenerse, precisamente frente a su ventana, a una vendedora ambulante, una señora ya mayor que cargaba un pequeño canasto de naranjas. Le quedaban pocas porque, sin duda, ya había vendido la mayor parte. Cargaba además un saco con leña que había debido recoger en los alrededores de una finca y regresaba para su casa. Como el saco la lastimaba, quiso cambiarlo de hombro y mientras lo hacía, puso en la acera el canastito de naranjas; ella comenzó a arreglar los pedazos de leña. Mientras la señora estaba ocupada haciendo esto, un muchacho vago, salido de no se sabe dónde y cubierto con una gorra hecha trizas, robó una naranja del canasto y trató de escapar, pero la mujer se dio cuenta y, volviéndose rápidamente, lo agarró de una manga. El muchacho forcejeó, pero ella lo retuvo con fuerza y le jaló el pelo.

El muchacho gritaba y la señora se ponía cada vez más brava. Miguel, sin perder tiempo, deja caer al suelo su aguja de zapatero y corre a la puerta. Sale tan en carrera que por poco rueda por la gradas y se le caen los anteojos en el camino. Llega apurado a la calle y encuentra a la señora jalando todavía de los pelos al ratero, golpeándolo sin misericordia y amenazándolo con entregarlo a la policía. El muchacho seguía forcejeando y negaba su delito.

— Yo no he cogido nada — gritaba — ¿por qué me pegas? ¡Déjame!

Miguel quiso separarlos. Cogió al muchacho de la mano y dijo:

— Déjelo, señora, ¡perdónelo por Dios!

— ¿Qué lo perdone? ¡Ya va a ver este bandido! Ahora mismo lo llevo a la estación de policía.

Miguel le volvió a suplicar:

— Déjelo ir señora. No lo volverá a hacer. ¡Déjelo en nombre de Cristo!

La mujer soltó a su presa y el muchacho iba a escapar, pero Miguel lo retuvo.

— Ahora le vas a pedir perdón a esta señora y no vuelvas a hacer eso nunca más, porque yo te vi coger la naranja.

El chavalo rompió a llorar y pidió perdón entre sollozos.

— Vaya — exclamó Miguelito — eso está bien. Y ahora toma una naranja. Yo te la regalo.

Y Miguel cogió una del canasto y se la dio al muchacho.

— Yo se la pago, no se preocupe — le dijo a la vendedora.

— Mimas demasiado a este bandido — dijo la mujer. Más le hubiera valido una buena apaleada de la que acordara toda la semana.

— ¿Cómo dice? — exclamó el zapatero — Nosotros juzgamos así, pero Dios nos juzga de otro modo. Si tuviéramos que apalearlo por una naranja ¿qué habría que hacer con nosotros por nuestros pecados?

La anciana guardó silencio.

Miguelito le contó a la señora la parábola del acreedor que perdonó la deuda y del deudor que, habiendo sido él perdonado, quiso matar a quien le debía.

La vieja y el muchacho escuchaban.

—Dios nos manda perdonar—, prosiguió Miguelito, porque de otro modo no seremos perdonados. Hay que perdonar a todos y, sobre todo, a los que no saben lo que hacen.

La anciana inclinó la cabeza y suspiró.

— No digo que no — murmuró la vendedora, pero hay que reconocer que estos niños están muy inclinados a hacer el mal.


— Por eso a nosotros los viejos nos corresponde enseñarles a hacer el bien.

— Eso es lo que yo digo — contestó la anciana. He tenido siete hijos y sólo me queda una hija.

Y la vieja se puso a contar que vivía en casa de su hija y cuántos nietos tenía.

— Ya ves lo débil que estoy — dijo — y sin embargo trabajo para mis nietos. ¡Son tan lindos y salen a mi encuentro con tanto cariño! Mi Adelita no se va con nadie sino es conmigo. No hace más que decirme: “¡Abuelita, te quiero mucho!”

Y la anciana se enterneció.

— La verdad es que todo esto que ha pasado no es más que una travesura, así que: ¡vete y que Dios te proteja! — agregó dirigiéndose al muchacho.

Pero como en aquel momento la anciana iba a cargar de nuevo el saco sobre sus hombros, el joven se apresuró a decirle:

— Déjeme ayudarle, señora, yo se lo llevaré: usted va precisamente por mi mismo camino.

Y se fueron juntos, olvidándose la vendedora de reclamar a Miguel el precio de la naranja. El zapatero, al quedarse solo, los miraba alejarse y oía su conversación.

Los siguió un rato con la vista y luego volvió a su casa: encontró los anteojos intactos en las gradas. Recogió su aguja de zapatero y se puso de nuevo manos a la obra. Trabajó un poco, pero ya no había suficiente luz para coser. Echó kerosine a su lámpara, la colgó y continuó el trabajo. Terminada la bota, la examinó: estaba bien. Recogió sus herramientas, barrió los recortes, descolgó la lámpara, la colocó sobre la mesa y tomó del estante el Evangelio. Quiso abrir el libro en la página en la que había quedado en su lectura, pero fue a dar a otra. En aquel momento, recordó su sueño del día anterior y sintió que algo se agitaba detrás de él. Volvió la cabeza y vio, o al menos así se lo figuró, que había alguien en un rincón de la pieza...Era una persona, en efecto, pero no se veía bien.

Una voz le susurró al oído:

— ¡Miguel! ¡Miguel! ¿No me reconoces?

— ¿Quién eres? — preguntó el zapatero.

— Soy yo — dijo la voz — ¡Soy yo!

Y era Potosme. Surgió del oscuro rincón, sonrió a Miguel y desapareció, esfumándose como una nube.

— Soy yo también — dijo otra voz.

Y del rincón oscuro salió la campesina con el niño: la mujer sonrió, sonrió el niño y ambos se desvanecieron en la sombra.

— ¡También soy yo! — exclamó una tercera voz. Aparecieron entonces la anciana y el muchacho. Éste llevaba una naranja en la mano. Ambos sonrieron y no tardaron en esfumarse como los anteriores.


Miguelito sintió en su corazón una inmensa alegría. Se santiguó, se puso los lentes, y leyó el Evangelio en la página en que lo había abierto:

Porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y me acogiste.

Y al final de la página:

Lo que han hecho por el más pequeño de mis hermanos es a mí a quien lo han hecho (San Mateo, capítulo 25).

Y Miguelito comprendió que su sueño había sido un aviso del cielo y que, efectivamente, el Salvador había estado aquel día en su casa y que era a Él a quien había acogido.

*********************

Dios ve la verdad, pero no la dice sino cuando quiere.


En la ciudad de Chinandega vivía hace muchos años un joven comerciante, de apellido Escobar. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre de buena presencia, de pelo crespo. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantante de la ciudad. En sus años juveniles había bebido mucho, y cuando se emborrachaba, acostumbraba armar grandes alborotos. Pero desde que se había casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.

Un día, Escobar iba a ir a una fiesta a El Sauce. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:

—Juan José: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.

—¿Es que temes que agarre una borrachera? –respondió Juan José, echándose a reír.

—No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de otra ciudad y, en cuanto te quitaste el sombrero, vi que tenías el pelo blanco.

—Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.

Después de esto, Escobar se despidió de su familia y se fue.

Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pasar la noche. Después de cenar, se fueron a acostar, en dos cuartos vecinos. Escobar dormía poco; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con el frescor de la madrugada, pidió que le ensillaran su caballo. Después, arregló las cuentas con el dueño de la pensión y se fue.

Ya había avanzado unas veinte leguas, cuando se detuvo para dar de comer a su caballo; descansó un rato en el zaguán de una posada y, a la hora de comer, pidió una sopa. Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un grupo de hombres armados montados a caballo. Se apearon dos uniformados y un oficial, que se acercó a Escobar y le preguntó quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó al que le preguntaba a tomar una taza de café. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado aquella noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Escobar se sorprendió de que le preguntaran todo aquello.

—¿Por qué me interroga? –averiguó a su vez—. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.

—Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la noche —contestó el oficial—: quiero ver tus cosas —añadió después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.

Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la alforja de Escobar. De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en una de las bolsas de cuero.

—¿De quién es esto? —exclamó.

Escobar se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.


—¿Por qué está manchado de sangre? —preguntó el jefe de policía.

Escobar apenas pudo tartamudear lo siguiente:

—Yo... yo no sé... yo... este cu... no es mío...

—De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde ustedes pasaron la noche estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, a no ser ustedes dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres culpable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.

Escobar juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante, después de cenar con él: que los ocho mil pesos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.

El jefe de policía ordenó a los soldados que amarraran a Escobar y se lo llevaran preso. Cuando lo arrastraban amarrado, se encomendó a Dios y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y lo encerraron en la cárcel de León. Pidieron informes de Escobar a la ciudad de Chinandega. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de joven había sido bebedor, era un hombre bueno. Juzgaron a Escobar por haber matado a un comerciante de Chichigalpa y por haberle robado veinte mil pesos.

Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a León, donde Escobar se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, después de mucho suplicar, los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de preso y esposado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños a su alrededor, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los asuntos de la casa y le hizo algunas preguntas. Escobar relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.

—Hay que pedir clemencia al tribunal. No es posible que perezca un hombre inocente.

La mujer le explicó que había hecho una apelación; pero que no sabía si prosperaría.

—No fue por nada que soñé que el pelo se te había vuelto blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje —exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza de su marido, añadió—: Mi querido Juancho, dime la verdad, ¿fuiste tú?

—¿Eres capaz de pensar que he sido yo? —exclamó Escobar; y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.

Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Escobar que se fueran. Esta fue la última vez que Escobar vio a su familia.

Más tarde, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia». Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.

Lo condenaron a prisión perpetua y a trabajos forzados, pero, para comenzar, le dieron en la cárcel una tremenda golpiza que lo dejó medio muerto. Cuando le cicatrizaron las heridas de los golpes, fue enviado a una isla lejana donde encerraban los peores criminales. Su familia no supo adónde lo enviaron.

Así vivió veintiséis años; los cabellos se le pusieron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría desapareció por completo. Andaba lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, con frecuencia, rogaba a Dios.


En la cárcel aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró elLibro de los mártires, que acostumbraba leer cuando había luz en su celda. Los días festivos asistía a la misa del capellán de la prisión, leía Los Hechos de los Apóstoles y cantaba en el coro.

Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión le tomaron cariño a Escobar por su carácter tranquilo. Sus compañeros lo llamaban «abuelito» y «hombre de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si estallaba alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.

Escobar no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.

Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a la isla; venían también condenados a trabajos forzados. Por la noche, todos se reunieron alrededor de ellos y les preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Escobar acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.

Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta entrecana. Contó por qué lo habían detenido.

—Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté dos bueyes de una carreta y me acusaron de haberlos robado. Expliqué que había hecho aquello porque me sentía apurado, porque tenía que arar un terrenito. Además, el dueño de la carreta era amigo mío. No creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.

—¿De dónde eres? —preguntó uno de los prisioneros.

—De la ciudad de Chinandega. Me dedicaba al comercio. Me llamo Jairo Manuel Campos.

Escobar preguntó levantando la cabeza:

—¿Has oído hablar allí de los Escobar?

—¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre fue condenado a prisión perpetua. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo, ¿por qué estás aquí?

A Escobar no le gustaba hablar de su desgracia.

—Hace veinte años que estoy preso a causa de mis pecados —dijo suspirando.

—¿Qué delito has cometido? —preguntó Campos.

—Si estoy aquí, será que lo merezco —exclamó Escobar, poniendo fin a la conversación.

Pero los prisioneros explicaron a Campos por qué se encontraba Escobar trabajando en las canteras; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Escobar. Por ese motivo, lo habían condenado injustamente.

—¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! —exclamó Campos, después de examinar a Escobar; y le dio una palmada en el hombro.

Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Escobar; pero Campos se limitó a decir:

—Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.

Al oír las palabras de Campos, Escobar pensó que tal vez supiera quién había matado al comerciante.

—Campos: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? —preguntó.

—El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello, y ya casi no me acuerdo.

—Tal vez sepas quién mató al comerciante.

—Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo –contestó Campos, echándose a reír—. Hasta si alguno lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu alforja si la tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.

Cuando Escobar oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer, tal como era cuando la acompañó, por última vez, a una fiesta familiar. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una camisita nueva y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que hablaba sentado a la entrada de la posada, tocando la guitarra, y vinieron a detenerle. Recordó cómo lo golpearon en la cárcel y le pareció volver a ver a su torturador, a los soldados que estaban alrededor, a los demás presos...Se le representó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.


«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malvado», pensó.

Sintió una ira invencible contra Jairo Manuel Campos y quiso vengarse de él, aunque esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Campos y procuró no mirarlo siquiera.

Así transcurrieron dos semanas. Escobar no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.

Una noche empezó a dar unos pasos entre los catres de los presos. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre. Se detuvo para ver qué era aquello. De pronto, Campos salió de debajo del catre y miró a Escobar con expresión de susto. Éste quiso alejarse; pero Campos, cogiéndole de la mano, le contó que había cavado un túnel debajo de los muros de la cárcel y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.

—Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me van torturar; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.

Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño, Escobar tembló de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó:

—No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios mede a entender.

Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Campos llevaba tierra escondida en las botas. Después de una serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Campos, no lo delataron, porque les constaba que lo golpearían hasta dejarlo medio muerto. Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Escobar. Sabía que decía la verdad.

—Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.

Campos miraba el jefe de la prisión como si nada; no se volvió siquiera hacia Escobar. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una sola palabra. «¿Por qué no delatarle cuando él ha destruido mi vida? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo denuncio, lo maltratarán. ¿Y si lo acuso injustamente? Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.

—Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? —preguntó, de nuevo, el jefe.

—No puedo, mi coronel –contestó Escobar, después de mirar a Campos—. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es el que manda.

A pesar de que el jefe insistió muchas veces, Escobar no dijo nada más. Y no se dieron cuenta de quién había cavado el subterráneo.

A la noche siguiente, cuando Escobar se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Campos.

—¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? —exclamó.

Campos guardaba silencio.

—¿Qué es lo que quieres? ¡Vete de aquí! Si no te vas, llamaré al guardián —insistió Escobar, levantándose.

Campos se acercó a Escobar; y le dijo, en un susurro:

—¡Juan José, perdóname!

—¿Qué tengo yo que perdonarte?

—Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la ventana.

Escobar no supo qué decir. Jairo Manuel Campos se arrodilló ante su compañero, inclinó la cabeza hasta el suelo y exclamó:

—Juan José, perdóname, ¡perdóname, por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.


—¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?... Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado... No tengo adónde ir...

Sin cambiar de postura, Campos golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:

—Juan José, perdóname. Me fue más fácil soportar los golpes, cuando me torturaron, que mirarte en este momento. Y como si fuera poco, te apiadaste de mí y no me has denunciado. ¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un criminal.

Campos se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Escobar se deshizo en lágrimas.

—Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú —dijo.

De pronto un sentimiento de dicha invadió su alma. Dejó de sufrir pensando en regresar a su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.

Campos no hizo caso a Escobar y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de libertad, Escobar ya había muerto.

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Ilustraciones de Pablo Téllez.



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