Cuentos con moralejas

El Pez Gordo y otros 3 cuentos más de Mauricio Valdez

El pez gordo

—Mañana te atrapo, mañana vas a ver —le decía todos los días a un pez un campesino que acostumbraba cortar y recoger leña en un bosquecillo no muy lejos de donde estaba su humilde vivienda, por allí pasaba un riachuelo donde él se detenía a pescar, habían muchos peces pero uno en particular llamaba su atención, era un guapote, el más grande de la poza a ése lo quería atrapar, pero era tan astuto el pez, que siempre lograba escaparse hasta del mismo anzuelo llevándose la carnada y otras veces se mostraba tan escurridizo que ni tan siquiera picaba. Cada vez que el campesino se iba, el guapotón alegre, daba saltos fuera del agua como burlándose del hombre.

Cuando llegaba a su casa les decía a sus hijos:

—Un día de estos, hijos míos, les traeré un gran pescado gordo, pues ya estoy aburrido de traerles sólo pequeños pescaditos.

Pero los días pasaban y nada que lo atrapaba, ni porque le ponía todo tipo de carnadas; él le ponía chapulines, él le ponía mazamorras, él que gusanos y hasta trozos de tortilla le tiraba al agua a ver si así salía a la superficie y darle un sólo sopapo en la jupa, pero nada, por eso es que estaba gordo el bandido pez, de tanto que el campesino le daba de comer.

Una vez el campesino quiso atraparlo con sus propias manos; se zambulló en las turbias aguas de la poza y con los ojos bien abiertos trataba de ver dónde se escondía el pez gordo, vio una pequeña cueva; y ahí estaba dormido, adivinen quién, pues sí, el pez gordo. Con mucho cuidado y tratando de no hacer ruido estiró sus brazos y ¡zas! atrapó al pez, éste se retorcía de un lado a otro tratando de escaparse. El hombre asomó su cabeza fuera del agua, tomó una bocanada de aire y en ese mismo instante el pez se le zafó, era tan gordo y fuerte que no lo pudo sostener con firmeza. Por más que lo volvió a buscar ya no lo encontró, tuvo que regresar una vez más a su casa, con sólo unos cuantos pescaditos para cenar.

En la mañana siguiente, el campesino fue, como ya era costumbre, a intentar atrapar al escurridizo pez; —esta vez fabricaré una lanza— dijo y se puso a cortar una vara, agarró la rama de un árbol y en seguida se alborotaron unas abejas, le comenzaron a picar y corrió como un loco huyendo de los insectos y se tiró a la poza donde vivía el pez gordo, estando dentro del agua miraba como las abejas revoloteaban en la superficie.

—Si salgo éstas abejas me seguirán picando, pero si no lo hago me puedo ahogar —pensaba muy afligido el pobre hombre.

Ya el aire se le estaba acabando, no podía contener más la respiración, de pronto el pez gordo apareció saltando fuera del agua, saltaba de un lado a otro, por encima del campesino y cada vez que lo hacía se pasaba tragando una abeja, hasta que éstas asustadas se fueron, así el campesino pudo respirar sin ser picoteado y comprendió que el pez le había salvado la vida.

Salió de la posa dispuesto a irse para su casa dejando tranquilo al pez cuando escuchó un tremendo ruido que venía de lo más profundo del bosque, los pajaritos volaban asustados, los venados corrían huyendo, todos los animales querían escapar del lugar por donde venía el infernal ruido, El campesino caminó durante unos minutos hasta que llegó donde unos hombres que derribaban árboles con sus motosierras y él les gritó:

—Deténganse, no sigan.

—Fuera de aquí, esta propiedad es privada —le dijeron los hombres enojados y campesino tuvo que irse.

A día siguiente no pudo levantarse, estaba enfermo, nadie sabía que es lo que tenía, sus hijos creían que tal vez era por tanta obsesión que tenía por atrapar al pez gordo: —lo atraparemos por ti— le dijeron a su padre, pero éste les aconsejó diciéndoles:

—No crean que ese pez tiene la culpa de que yo esté enfermo, él es un buen pez, ahora lo considero mi amigo— y les contó lo que le había pasado con las abejas.

A los pocos días se curó y lo primero que hizo fue ir a visitar a su amigo el pez, pero se sorprendió al ver que en el pequeño bosque casi no quedaban árboles, ya no había lugar donde los animales pudieran vivir. Observó con espanto que el riachuelo se había secado y muchos peces estaban muertos, corrió a la poza de su amigo y allí estaba en un pequeño charco lleno de lodo, se le acercó y vio como el pobre animalito se esforzaba por respirar dando su último aliento de vida.

—¡Oh mi amigo! ¿Qué te han hecho? —dijo con profunda tristeza y sus lágrimas caían sobre el gran pez que ya no se movía, ni sus lágrimas pudieron resucitarlo y allí lo dejó ya sin vida.

El tiempo pasó, el campesino se fue a la ciudad. Donde hubo bosque ahora hay cultivos y casas, sólo un gran árbol rechoncho permanece en la zona, se distingue a lo lejos por sus frondosas ramas, un árbol que nació y creció justamente donde estaba la poza del gran pez gordo.

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Moraleja: Haz el bien sin mirar a quién.




Ilustraciones Mauricio Valdez.

El Duende Zeta

Una mañana Carolina despertó riéndose, sentía que algo le hacía cosquillas en sus pies, levantó la sábana esperando ver salir despavorido algún roedor pero no vio nada, en eso escuchó una ricita proveniente de debajo de la cama, de una salto se puso de pie y agachándose preguntó con curiosidad: 

—¿Quién está ahí? 

Se acostó boca bajo sobre el piso, viendo detenidamente hizo de nuevo la pregunta:
—¿Quién está ahí? 

¡jijiji! Otra vez la ricita, y saliendo de su escondite delate de sus ojos se dejó ver un pequeño ser vestido de rojo, su piel era verdosa parecida a la de un sapo y sus orejas las tenía puntiagudas, éste le sonrió y le dijo:

—¡Hola Carolina! Vine a hacerte compañía.

— ¿Y tú quién eres? —preguntó la niña retrocediendo ante la fea figura del pequeño y raro ser.

—Mi nombre es Zeta, —dijo con una voz ñaja— soy un duende amistoso al que le gusta hacer reír a los niños, por eso les hago cosquillas mientras duermen y magia cuando despiertan.
Entonces el duende sacó de su bolsillo polvo de hada y lo lanzó al aire, y muchas mariposas de todos los colores revolotearon por toda la habitación, Carolina se reía y estaba maravillada de la magia del duende.

Las mariposas se desvanecieron y niña buscó a Zeta a su alrededor, lo buscó entre sus sabanas, por debajo de la cama, por todos los rincones de su habitación y de pronto vio que una de sus muñecas de trapo caminaba sola, ella se asustó, pero pudo ver que era Zeta la que la sostenía por detrás.
— ¿Estabas invisible? —le preguntó Carolina.

—Sí —le dijo Zeta—, nosotros los duendes podemos desaparecer a nuestro antojo, nos dejamos ver por los niños pero nunca por los adultos, pues éstos siempre nos quieren hacer daño.
Carolina agarró su muñeca, la puso en su lugar y dijo:

—Pero yo tengo que decirle a mi mamá que tú eres mi nuevo amiguito.

—¡No! —Gritó Zeta—, guardemos este secreto, que esto quede sólo entre tú y yo. Pero Carolina no le hizo caso y le fue a contar a su mamá, por supuesto que su mamá no le creyó y esa noche acostada ya en su cama disponía a dormir, de nuevo le apareció Zeta, se subió a su pecho y viéndola su los ojos le dijo:

—¡No guardaste nuestro secreto!

El duende estaba enojado y se puso más verde todavía y mucho más feo; los dientes se le salieron y sus uñas crecieron, sacó otra vez de sus bolsillos polvo de hada y lo sopló en la cara de Carolina, ella estornudó varias veces botando a Zeta sobre el colchón, la pobre niña jadeaba, se esforzaba por respirar mientras Zeta se reía a carcajadas de forma maliciosa, de pronto, de la nada, aparecieron cuatro duendes vestidos de azul que rodearon a Zeta, lo agarraron con fuerza como que se lo llevaban preso y desaparecieron junto con él, sólo se escuchaba a Zeta gritar: Déjenme, no me lleven.
Carolina de apoco pudo respirar con normalidad, afligida y temblando se puso a llorar, en eso su mamá entró corriendo a la habitación y la abrazó calmándola y diciéndole que solo había tenido una pesadilla.

—No mamá, no fue una pesadilla, era Zeta el duende de quien te hablé.

Las dos quedaron abrazadas por un largo rato hasta que la niña se durmió. Con el tiempo Carolina casi olvidó lo sucedido y hasta llegó a creer que realmente se trataba tan sólo de una pesadilla, lo bueno era que; ya sea en sueños o en la realidad, nunca más volvió a ver a Zeta, el duende malo.
Y es que por generaciones se ha creído que si un niño o niña lo desea, puede llegar a conocer a los duendes, sólo tienes que desearlo de verdad y preguntar entre sus sábanas en voz baja antes de dormir: ¿Quién está ahí? Pregunta todas las noches y una de tantas, en cualquier momento, aparecerá un duende jugando y haciéndote cosquillas en tus pies, pero ten cuidado si te aparece un duende cuando tú no has llamado a ninguno y dice ser tu amigo, ese puede ser Zeta, no le creas nada de lo que te diga y mándalo a volar lejos.

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Moraleja: No todas las personas que se te acercan y dicen ser tu amigo, tienen buenas intenciones, pueden ser lobos vestidos de ovejas.


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El Pájaro Desgarbado

En un gran patio de una pequeña casa, bajo un frondoso árbol de mamón una viejita había construido su gallinero, en el que solamente tenía un pollo. Todas las mañanas ella le daba de comer algunos granos, de maíz y a veces de trigo, todo el día el pollo se la pasaba rascando y buscando entre la leña alguna cucaracha o cualquier otro insecto para embuchárselo.

Una mañana cuando el pollo estaba comiendo, se apareció volando un pájaro, el pobre estaba con hambre, sus plumas lucían desarregladas y hasta una de sus alitas se veía un poco caída, tal parece que no tenía mucho tiempo de haber abandonado su nido y por su apariencia seguramente se cayó del mismo. Dio unos saltos y se acercó en donde estaban algunos granos de trigo y se puso a comer, el pollo lo observó por un instante, pero luego parecía no darle importancia al descaro de la inesperada visita y él también continuó comiendo aunque más de prisa viendo de reojo al pájaro.

Cada mañana la desgarbada ave llegaba volando a comer los granos y luego tomaba agua de un recipiente que le viejita le había puesto al pollo y luego así volando se iba por donde había venido. A la mañana siguiente hizo lo mismo; comió, tomó agua y esta vez hasta se bañó, en los días siguientes el pollo se había acostumbrado al pájaro que lo esperaba y hasta lo dejaba dormir junto a él, allí en el gallinero, los dos se hacían compañía, ya eran buenos amigos, un día el pollo logró escaparse del gallinero y juntos los amigos anduvieron rascando y comiendo insectos y gusanos por todo el gran patio. El tiempo pasó y el pollo se convirtió en un elegante y gallardo gallo, y por supuesto el pájaro también creció, pero éste siempre lucía todo desgarbado.

Ahora cada día, lo primero que hacía el gallo, era cantar al alba, despertando a su amigo el pájaro quien también intentaba cantar al igual que su amigo el gallo, pero no podía. De pronto escuchó muy cerca de allí, cantos de otros pájaros, e intentó imitarlos y por fin se escuchó su melodioso trino, cantó tan bonito que los pájaros que le escucharon se le acercaron, lo rodearon, algunas pajaritas lo acariciaron y tanto lo hicieron que hasta su plumaje que estaba desarreglado quedó muy bien arreglado, en eso estaba, extasiado por su fama, cuando su amigo el gallo volvió a cantar, el estruendo asustó a los pajaritos y las pajaritas obligándolos huir de tan monstruoso sonido, su plumaje se erizó y quedó nuevamente desarreglado, enojado voló siguiendo a las pajaritas y sus nuevos amigos que en otro árbol estaban, se posó sobre una rama muy cerca de ellos y comenzó a cantar nuevamente y de nuevo lo rodearon y las pajaritas lo volvieron a acariciar, pues su canto era el más perfecto y merecía tal atención. Así vivió por muchos días, convertido en una celebridad, pareciera que esa era la vida que eternamente quería vivir, hasta que se enfermó, una gripe lo atrapó, se contagió de tal manera que ya su canto no se escuchó, por más que intentaba cantar, de su pico no salía más que un feo jadeo, sus amigos lo abandonaron, sus plumas se desarreglaron, adolorido y desanimado se fue a buscar al único amigo que no le importaba de cómo él lucía o de cómo cantaba, pero ya no lo encontró, habían muchas plumas en el gallinero pero nada de su amigo el gallo. El pájaro esperó para poder verlo, deseaba escucharlo cantar, pero sólo se escuchaba cerca de allí; el hervor de una olla que estaba sobre un fogón. Pasó esa navidad triste pero no estuvo solitario por mucho tiempo ya que la viejita puso otro pollo en el gallinero, el pájaro con su nuevo amigo compartían los granos de maíz o trigo y de vez en cuando salían al patio a comer insectos y gusanos, pero el pájaro no volvió a ser como era antes, pues extrañaba a su amigo el gallo gallardo, de él aprendió el valor de amistad.

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MORALEJA: Muchas veces se valora la amistad hasta que se pierde.

© Cuentos e ilustraciones de Mauricio Valdez Rivas}


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