¡Vimos al Sisimique! Misterio en la Quebrada Encantada
El hombre mono o Pie Grande de Centroamérica
Parte 1: “La Quebrada de los Secretos”
En las montañas verdes y calurosas de Chontales, donde las gallinas se levantan antes que el sol y los gallos cantan con complejo de locutores, hay un pequeño caserío perdido entre caminos de tierra, cafetales, y árboles centenarios que guardan más secretos de los que cuentan. Ahí llegaron hace poco Eddy y su hermano menor Mauricio, de 11 y 10 años respectivamente. Venían con sus papás desde la ciudad, y aunque al principio todo les olía raro —incluso el aire— pronto descubrieron que vivir cerca del campo tenía algo especial… algo salvaje, libre… y quizás, peligroso. Fue ahí donde conocieron a Goyo, un muchacho de 16 años, curtido por el sol y la aventura, que parecía tener un mapa en la cabeza. Él no necesitaba brújula ni celular: le bastaba con mirar al cielo y oler el viento para saber si iba a llover… o si el río traía buena pesca. El cuarto en unirse a la pequeña pandilla fue José, de la misma edad que Eddy, un niño callado, con mirada curiosa y risa fácil. Los cuatro, en poco tiempo, se hicieron inseparables.
—¿Y si vamos a la quebrada? —sugirió Goyo una tarde, mientras pateaban una lata vacía bajo la sombra de un almendro.
—¿Ahí se pesca? —preguntó Mauricio con ojos brillantes.
—Claro. Hay pozas donde el agua se queda quieta… como si esperara que uno le lanzara un anzuelo —respondió Goyo con una sonrisa misteriosa.
Pero luego bajó la voz.
—Solo hay que tener cuidado… porque dicen que por ahí ronda el Sisimique.
—¿El qué? —preguntó José, con una ceja levantada.
—El Sisimique… Un ser peludo, gigante, más alto que el poste de la luz, con ojos rojos como brasas y que deja huellas más grandes que un sartén. Dicen que se lleva a los que andan solos por el monte… sobre todo si no piden permiso al entrar.
Mauricio tragó saliva. Eddy soltó una risa nerviosa.
—¡Ah, ya! Vos y tus cuentos —dijo Eddy—. Seguro también viste a la Cegua montada en una vaca.
Goyo alzó los hombros.
—Rían si quieren… pero yo solo les aviso.
Y así, con mochilas improvisadas con mecates, varas de pescar hechas de guácimo, y un montón de entusiasmo, emprendieron la caminata hacia la quebrada, sin saber que esa tarde la naturaleza les iba a susurrar algo que nunca olvidarían…
Parte 2: ¿La Quebrada Encantada?
El camino hacia la quebrada no era fácil. Estaba lleno de piedras resbalosas, ramas secas que crujían como huesos al romperse, y sombras que se movían con el viento entre los árboles. Pero los muchachos iban emocionados, riéndose, contando chistes malos y lanzándose retos entre ellos.
—El último que llegue tiene que cargar los pescados… aunque huelan a calcetín mojado —gritó José, echando carrera cuesta abajo.
—¡Mauricio es el más lento! —bromeó Eddy mientras le sacaba la lengua.
—¡Más lento pero más sabio! —respondió Mauricio con una risa nerviosa, porque aunque quería parecer valiente… algo dentro de él le decía que aquel lugar tenía un aire distinto.
Goyo iba al frente, caminando como si conociera cada piedra del camino.
—¿Y aquí nadie más viene a pescar? —preguntó Eddy mientras esquivaba una raíz torcida.
—Muy pocos —respondió Goyo sin mirar atrás—. No por los peces… sino por los cuentos. Dicen que a veces, al amanecer, aparecen huellas gigantes cerca del agua. Y una vez, un viejo del pueblo juró haber visto a una criatura entre los árboles… con los ojos encendidos como luciérnagas enojadas.
José se encogió de hombros.
—Capaz y era tu abuela buscando gallinas —bromeó.
Pero Goyo no se rió. Solo hizo una pausa. Olfateó el aire.
—Ya casi llegamos.
Y así fue.
De repente, entre los arbustos, se abrió un claro, y allí estaba: la quebrada.
El agua corría limpia, saltando entre piedras y raíces como si tuviera prisa. Más abajo, se formaban pequeñas pozas donde el agua quedaba quieta, tan clara que se podían ver los peces nadando sin preocupación. La luz del sol se colaba entre las ramas, y un olor fresco a tierra mojada llenaba el ambiente.
—¡Wow! —susurró Mauricio, maravillado—. Parece un lugar mágico.
—O encantado… —añadió José en tono burlón.
Sin perder tiempo, armaron sus varas de pescar, amarraron lombrices como carnada y se sentaron a la orilla de una de las pozas. Durante un buen rato, solo se oían los zumbidos de los insectos, el crujido lejano de una rama y el murmullo del agua.
Pero entonces, José frunció el ceño.
—¿Escucharon eso?
—¿El qué? —preguntó Eddy.
—Un ruido… como un suspiro… o un gruñido bajito.
—¡Fijo es tu estómago! —rió Goyo.
Todos rieron, menos Mauricio, que miraba hacia el bosque.
—Allá… entre los árboles… juraría que algo se movió.
Goyo se levantó despacio. Sus ojos buscaban algo más allá del follaje.
—Es mejor no bromear con eso —dijo con voz seria.
En ese momento, un pez picó el anzuelo de José, y todos gritaron emocionados. Entre gritos, risas y agua salpicando, casi se les olvida el momento extraño… casi.
Porque mientras volvían a concentrarse en la pesca, una
figura oscura los observaba desde lejos, agazapada entre los
árboles, apenas visible… pero con los ojos encendidos como
brasas.
Y a su alrededor, el bosque comenzó a guardar
silencio, como si todo lo vivo se hubiera escondido.
Parte 3: “Huellas en la Orilla”
La emoción de haber atrapado un pez distrajo a los muchachos por un rato. José lo sostenía como trofeo olímpico mientras Goyo lo ayudaba a quitarle el anzuelo. Eddy sacó una bolsita para guardarlo con algo de agua, y Mauricio tomaba una ramita para apuntar rayitas en la tierra… uno por cada pez.
—Llevamos uno. Solo faltan como… cien para cenar todos —dijo riéndose.
Pero a pesar del buen ambiente, algo seguía sintiéndose raro.
El bosque estaba demasiado callado. Ni el canto de los zanates, ni el zumbido constante de los insectos, ni el típico "grito" de algún mono a lo lejos. Solo silencio… un silencio grueso, como si se pudiera cortar con machete.
Eddy se quedó mirando hacia la parte más densa del bosque, donde la quebrada hacía una curva y desaparecía entre la sombra de los árboles.
—Goyo… ¿qué tan seguro estás de que por aquí no hay osos o algo así?
—¿Osos? —preguntó Goyo, casi soltando la risa—. Aquí lo más grande que hay es un toro bravo… y ese es de don Heriberto.
—Entonces… ¿qué rayos es eso?
Todos se giraron donde señalaba Eddy.
A unos seis metros de donde estaban, justo en la orilla fangosa de
la quebrada, había una huella.
Una sola. Enorme.
Parecía el pie de un hombre… pero más ancho, con dedos largos y marcados. No había huellas de botas ni zapatos. Era una pisada desnuda… como si alguien, o algo, hubiera salido del bosque, se hubiera acercado al agua… y luego desaparecido.
—¿Es broma? —dijo José, intentando sonar tranquilo.
—Yo no hice eso —respondió Goyo, ya sin sonrisa.
Mauricio se acercó despacito, con los ojos bien abiertos.
—¡Está fresca! Miren… ¡aquí el agua todavía se está metiendo en la huella!
Goyo asintió con gravedad.
—Y no hay otras alrededor… ni de ida ni de venida. Solo esa.
El grupo se quedó en silencio por unos segundos, cada uno atrapado en sus pensamientos, sintiendo cómo un escalofrío les recorría la espalda, a pesar del calor.
Entonces, sin aviso, algo cayó de los árboles: una rama seca, quebrada desde arriba.
—¡PUM! —el sonido hizo que todos saltaran.
—¡Ya estuvo! —gritó José—. ¡Eso fue a propósito! ¡Aquí hay alguien más!
Goyo, con una mezcla de temor y valentía rural, tomó su machete viejo y se levantó lentamente.
—Yo no vi a nadie pasar. No hay sendero por allá. Y esa rama… no cayó sola.
Mauricio miraba a todos con los ojos redondos.
—¿Y si es el Sisimique?
Eddy, que siempre era el más escéptico, tragó saliva y bajó la voz.
—Tal vez... deberíamos regresar.
Y justo entonces, como si alguien hubiera querido darles la razón,
un sonido se oyó desde el monte:
una respiración fuerte y pesada… como si algo enorme estuviera justo detrás de los
árboles.
No era un rugido.
No era un animal común.
Era un resuello profundo, rítmico, como el de una bestia dormida…
o esperando.
Los cuatro se quedaron paralizados.
El agua dejó de correr por un segundo…
El aire pareció
hacerse más denso…
Y el monte, ese que siempre les pareció
un lugar de juegos, de pronto… tenía ojos.
Parte 4: “La Carrera del Monte”
El sonido de esa respiración bestial volvió a escucharse. Lenta… pesada… y demasiado cercana.
Eddy retrocedió con pasos cortos, sin dejar de mirar al monte.
—Eso no es un toro, Goyo… ¡eso ni siquiera es humano!
José estaba blanco, y no por la falta de sol.
—¡Ya vámonos! —dijo, recogiendo su mochila a la carrera.
Goyo no discutió. Guardó el machete, agarró su atarraya y señaló el sendero por donde habían venido.
—¡¡Corran, pero no se separen!!
Y así, con los corazones latiendo a mil, los cuatro muchachos se lanzaron monte abajo, entre raíces, ramas que les arañaban la cara y zancudos que no respetaban el pánico.
Mauricio, que iba de último, volteó solo una vez… y deseó no haberlo hecho.
Entre los árboles, en la sombra más oscura, algo se movía. Una
figura alta. Muy alta.
Cubierta de pelo… con los ojos
brillando como brasas.
El Sisimique.
No había duda.
—¡VIENE DETRÁS DE NOSOTROS! —gritó Mauricio, acelerando con una velocidad digna de olimpiada escolar.
Pasaron entre matas de chilamate, cruzaron un tronco caído como puente improvisado, y cuando ya estaban casi por llegar al claro del bosque… ¡Eddy se resbaló!
—¡Eddy! —gritó José.
El mayor de los hermanos cayó sobre su costado, rodando por el lodo, y el silencio volvió por un instante.
—¡Ay mi costilla… creo que me la quebré…! —se quejó Eddy con cara de dolor, mientras Goyo y los demás lo levantaban a la carrera.
No podían quedarse ahí.
Goyo, con su experiencia de campo, cargó a Eddy por el hombro.
—¡Aguantá, hermanito! ¡Ya casi salimos!
Mauricio y José corrían delante, abriendo camino entre el monte espeso. Las ramas les dejaban marcas en la piel, pero el miedo era más fuerte que el dolor.
De pronto, entre la espesura, apareció una silueta.
¡Una persona!
Un hombre viejo, encorvado, con sombrero de palma y camisa
rota.
Estaba sentado al borde de un tronco… como si estuviera
esperándolos.
—¡Don Simón! —gritó Goyo, aliviado—. ¡Ayúdenos! ¡Algo viene detrás!
El anciano los miró con ojos pequeños y sabios. Se levantó lentamente y levantó una mano arrugada.
—Shhhhh… cállense… ya sé lo que es. Yo lo vi hace muchos años.
Los niños se quedaron en silencio. El viejo olía a humo, tierra y tabaco viejo… y tenía un machete tan oxidado como su mirada.
—¿Vieron la huella, verdad? —preguntó.
—Sí —dijo Mauricio—. ¡Y lo vimos a él también!
Don Simón asintió despacio.
—El Sisimique. No mata… pero no le gusta que lo molesten. Es viejo, viejo como el monte… y si uno no respeta su quebrada, él sale a enseñar quién manda.
Eddy, apoyado aún en Goyo, miró al viejo con cejas fruncidas.
—¿Entonces no nos va a atacar?
El viejo soltó una risa que parecía venir desde las raíces del bosque.
—Si ya los hubiera querido agarrar… no estarían aquí preguntando. Pero si quieren vivir tranquilos, tienen que hacer algo.
—¿Qué cosa? —preguntaron los cuatro al unísono.
Don Simón tomó del suelo un puño de tierra, se la echó al pecho y dijo:
—Mañana en la madrugada… antes que el gallo cante… tienen que volver a la quebrada. Dejarle una ofrenda. Algo del monte… algo sincero. Y pedir perdón.
Los muchachos se miraron sin saber si reír o llorar.
—¿Y si no lo hacemos? —preguntó José, con la cara llena de lodo y miedo.
Don Simón miró al monte, luego a ellos.
—Entonces el monte no los va a olvidar. Y cuando menos lo esperen… los va a llamar.
Parte 5: “El Llamado del Bosque”
Esa noche, ninguno de los cuatro pudo dormir bien.
Eddy se quedó en la hamaca con un pañuelo amarrado al pecho. Cada vez que respiraba hondo, soltaba un quejido bajito. Don Beto, el papá de José, le había puesto una pomada casera de chichicastle y aguardiente, pero el dolor seguía allí… igualito que el miedo.
Goyo, en su cuarto, no dejaba de pensar en la mirada del Sisimique. No eran solo ojos… eran como faroles que lo miraban por dentro. Sentía que, si cerraba los ojos, lo iba a ver otra vez entre los árboles.
Mientras tanto, José soñaba con la quebrada. Pero no era la
quebrada real: era más oscura, con el agua corriendo al revés, como
si el tiempo también retrocediera. En medio de esa agua turbia, algo
flotaba…
Un sombrero de palma.
Y de pronto, la voz de don Simón, retumbando como tambor:
—"El monte no olvida..."
José despertó empapado en sudor, con la sensación de que alguien lo estaba mirando desde la ventana.
Pero lo más extraño le ocurrió a Mauricio.
En mitad de la noche, una brisa helada entró por la rendija del techo de zinc. No era normal para un lugar tan cálido.
Mauricio abrió los ojos… y vio, colgado en una viga de madera,
un tucán.
Sí. Un tucán.
Grande, con el pico multicolor
brillando como si fuera de otro mundo.
Pero no cantaba. Lo miraba… fijo… y luego soltó un sonido seco, casi como una palabra:
—"¡Volvé...!"
Mauricio se sentó en la cama. Parpadeó. El tucán ya no
estaba.
Solo quedaba una pluma negra y amarilla sobre el piso de
tierra.
Corrió a contárselo a Eddy, que también estaba despierto.
—¿Un tucán? ¿Aquí? ¿Y habló?
—¡Te juro que sí! Dijo “volvé”. Y era como si… como si me conociera.
Eddy se quedó pensativo. A pesar del dolor, su mente comenzaba a hilar las piezas como un rompecabezas de miedo:
—¿Y si… es una señal? ¿Y si de verdad tenemos que ir mañana? No por miedo… sino por respeto.
Mauricio asintió. Su cara ya no era de susto. Era de decisión.
—Vamos a dejarle la ofrenda.
A la mañana siguiente, al amanecer, Goyo ya los esperaba con un machete al cinto, una mochila con pan casero, una piedra con forma de sapo que había encontrado en una cueva, y una flor roja que crecía solo en el cerro.
José llevó un guacal de agua con semilla de jícara.
Eddy, aún adolorido, cargaba una figurita de madera que había tallado su abuelo… un jaguar en miniatura.
Y Mauricio, sin contarle a nadie, guardó en su bolsa la pluma del tucán.
—Si esto es parte del monte —pensó—, entonces que regrese a donde pertenece.
Parte 6: “Donde el Silencio Camina”
El camino hacia la quebrada no era el mismo.
No porque
hubiera cambiado… sino porque ellos ya no eran los mismos.
Caminaban en fila india, con los machetazos de Goyo abriendo paso entre las ramas húmedas. La bruma matutina se colaba entre los árboles como una telaraña blanca. A veces escuchaban pasos… pero cuando se daban vuelta, solo eran ardillas correteando o pájaros saltando de rama en rama.
—¿Y si mejor dejamos la ofrenda en la piedra grande? —sugirió José, mirando con nerviosismo a ambos lados.
—No —respondió Goyo, serio—. Hay que llegar a la poza donde
lo vimos.
El respeto no se deja a medias.
Mauricio iba en silencio, con la pluma del tucán apretada entre los dedos.
Al llegar a la quebrada, el sol apenas tocaba el agua. Todo parecía… demasiado callado. Ni siquiera el sonido del agua era el mismo. Era como si el monte contuviera la respiración.
—Aquí es —dijo Goyo, y dejó su piedra con forma de sapo sobre una roca. Luego colocó la flor roja a su lado.
José vertió el agua del guacal con cuidado, formando un pequeño
remolino que desapareció en segundos.
Eddy, con un gesto
solemne, dejó la figura del jaguar de madera frente a un tronco
caído.
Y finalmente, Mauricio dio un paso adelante.
—Yo… encontré esto —dijo, sacando la pluma del tucán.
Cuando la puso sobre la piedra… una ráfaga de viento bajó por
la quebrada, tan fuerte que hizo temblar las hojas de los
árboles.
Una bandada de aves salió volando de golpe.
Y el aire se tornó espeso… como si una presencia invisible los rodeara.
—¿Lo sienten? —susurró Eddy.
—Sí —dijo José, tragando saliva—. Algo… nos está viendo.
Entonces, en medio del silencio, se escuchó:
—“Uuuuh… ¡¡que no me miren que me enamoooro!!”
Todos se quedaron congelados.
—¿¡QUÉ!? —saltó Goyo, desenfundando el machete.
Pero no era el Sisimique.
Era Eladio, el
viejo loco del caserío, que andaba buscando su gallina “Prudencia”
por el monte.
—¡Jesús María, don Eladio! ¡Casi nos mata del susto! —gritó José, entre el susto y la risa.
—¿Y qué hacen ustedes, chamacos, con un altar aquí? ¿Van a casar sapos?
Los cuatro soltaron la risa como un estallido, liberando el miedo
acumulado.
Pero cuando se calmaron… el ambiente volvió a
cambiar.
Don Eladio los miró serio por primera vez:
—No jueguen con estas cosas. Ustedes creen que el monte es
parque de diversiones.
Pero el Sisimique no es
leyenda.
Es guardián, es espíritu… y a veces, es castigo.
Y sin decir más, se fue, cantando bajito:
—"Una gallina blanca se fue a casar… con un gallo ciego de más allá…"
Los chicos lo vieron alejarse, hasta que el monte se lo tragó de nuevo.
—Bueno… —dijo Goyo, bajando el machete—. Yo creo que ya hicimos lo que había que hacer.
Y justo cuando iban a darse la vuelta, vieron las huellas.
En la arena mojada, junto al altar improvisado, había unas
pisadas enormes.
No eran de humano, ni de vaca, ni de ningún
animal que conocieran.
Eran profundas… de dedos largos… y
descalzas.
—Esas no estaban cuando llegamos —susurró Eddy.
—Ni tampoco son de don Eladio… —agregó José, dando un paso atrás.
Las huellas se internaban hacia el bosque.
Y lo peor… eran cuatro pares.
Como si alguien —o algo— los hubiera estado siguiendo…
Parte 7: “La Sombra del Monte”
Las huellas desaparecían entre los árboles como si se
desvanecieran en el aire.
Los chicos se miraron sin saber si
avanzar o correr.
Pero Goyo, con una mezcla de respeto y
terquedad campesina, susurró:
—Si ya estamos metidos… más vale entender con qué tratamos.
Avanzaron despacio, siguiendo las pisadas.
Y conforme se
internaban, el monte cambiaba.
Los árboles eran más altos, los
troncos más gruesos. La luz apenas lograba colarse.
El aire
tenía un aroma a tierra vieja, como si estuvieran entrando en un
lugar que había permanecido intacto por siglos.
De pronto, José se detuvo.
—¿Escucharon eso?
Todos aguzaron el oído…
Un murmullo… como voces que se
repetían entre los árboles.
No en español.
No en ningún
idioma que conocieran.
—Parece un canto —dijo Eddy—. Como un rezo antiguo…
Entonces, entre las raíces de un árbol enorme, vieron algo.
Una especie de círculo de piedras, con símbolos
tallados que nadie supo interpretar.
Y en medio…
una máscara de madera, vieja,
con colmillos tallados, ojos rasgados y pelo de mico seco.
Mauricio se acercó, como si algo lo llamara.
Se arrodilló
sin hablar y puso la mano sobre la máscara.
En ese instante,
una ráfaga de viento circular giró a su alrededor,
y las hojas del suelo comenzaron a moverse como si
tuvieran vida.
—¡Mauricio! —gritó Eddy, jalándolo hacia atrás.
Pero Mauricio no respondía.
Sus ojos estaban abiertos… pero veían hacia dentro.
—Está soñando despierto —murmuró Goyo—. ¡No lo toquen más!
Y entonces, Mauricio habló, pero con una voz más grave, profunda… como si fuera otra persona:
—“Él no caza… Él vigila…
Él fue hombre…
Fue traicionado…
Y se convirtió en guardián del límite.
Donde
el hombre destruye, él protege.
Donde el hombre se burla… él
castiga.”
Un segundo después, se desmayó.
Todos lo rodearon, asustados.
—¡Mauricio! ¡Despertá! —gritaba Eddy, sacudiéndolo.
Y de repente, como si nada, el menor abrió los ojos.
—¿Qué pasó? ¿Dónde estamos?
—¡Casi hablás como brujo, loco! —dijo José, más pálido que un cuaderno nuevo.
—¿Brujo? ¿Qué?
Goyo, aún con el machete en la mano, señaló la máscara.
—Creo que acabás de tocar algo viejo… algo que no quería ser tocado.
Y entonces, el canto se detuvo.
El monte se quedó mudo.
Pero detrás de ellos… se oyó un crujido de ramas.
Luego otro.
Y otro más…
Y los cuatro sintieron lo mismo, al mismo tiempo:
No estaban solos.
Algo los miraba desde el follaje.
Y no era don Eladio.
Parte 8: “El Guardián del Bosque”
El crujir de las ramas se volvió más intenso.
Un sonido
seco, lento, como si algo muy pesado caminara entre
hojas secas.
Los chicos retrocedieron instintivamente, con el
corazón golpeando como tambor.
Goyo alzó el machete, pero no por valentía... sino por reflejo.
—No corran —dijo en voz baja, los ojos bien abiertos—. Si corremos… él va a seguirnos.
Mauricio sentía las piernas como gelatina.
José se aferró
al brazo de Eddy, y este solo murmuraba:
—Esto no es un animal…
Entre los árboles, lo vieron.
Una silueta enorme,
oscura, más alta que cualquier hombre.
Pelaje espeso y
enmarañado, como una mezcla de lodo y musgo.
Sus ojos... no
eran rojos.
Eran blancos, como los de un
anciano ciego, pero que ve mucho más allá.
El Sisimique se detuvo a unos veinte metros.
No rugió. No
corrió.
Solo se quedó mirando.
Como si
reconociera a los niños.
Como si los pesara en una
balanza invisible.
Entonces, algo insólito sucedió.
Mauricio dio un paso al frente.
No sabía por qué, pero
sentía que debía hacerlo.
Eddy quiso detenerlo, pero la misma
fuerza invisible que antes los había envuelto volvió a rodearlos.
Mauricio levantó una mano…
y el Sisimique también lo
hizo.
—¿Qué rayos está pasando? —murmuró José.
Y fue ahí cuando todos lo oyeron…
No con los oídos.
Con la mente.
Una voz
profunda, cavernosa, antigua:
—“Ustedes han cruzado al corazón del monte…
Aquí no
se viene a jugar…
Aquí se escucha.
Se aprende.
Y se
guarda silencio.”
Luego, el Sisimique bajó la mano y, con lentitud, dio media
vuelta.
Se internó entre los árboles sin dejar huella.
El monte quedó en un silencio pesado, como si
hubiera soltado un gran secreto.
Los niños no sabían si habían
sido salvados… o marcados.
Eddy fue el primero en hablar, con voz entrecortada:
—¿Qué fue eso? ¿Qué... fue eso?
Goyo bajó el machete.
—No era un animal.
—¿Un
espíritu? —preguntó José.
Goyo negó con la cabeza.
—Era un aviso.
Mauricio, aún sin entender del todo, dijo con una voz que no parecía suya:
—El monte tiene memoria.
Y nosotros… fuimos vistos.
Parte 9: “Nunca se va del todo”
El camino de regreso fue en silencio.
Los cuatro caminaban
rápido, como si el monte pudiera cambiar de idea en cualquier
momento.
Pero ni una rama se quebró.
Ni una hoja cayó.
Todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo.
Al llegar a la quebrada, Goyo hizo que todos se detuvieran.
—Aquí vamos a prometer algo.
—¿Qué cosa? —dijo Eddy, aún con la cara pálida.
—Que esto no se lo vamos a contar a nadie.
Ni a nuestros
papás.
Ni a don Eladio.
Ni al cura del pueblo.
José frunció el ceño:
—¿Y por qué no? ¡Si es lo más loco que nos ha pasado!
y con voz seria respondió:
—Porque el monte nos dejó ir.
Nos vio.
Nos habló.
Y si andamos contando su secreto por ahí… tal vez la próxima vez no
se quede callado.
Hubo silencio.
Mauricio asintió.
—Está bien. Es como
un trato. Nosotros salimos… y nos callamos.
Y ahí, junto a la quebrada, sellaron su pacto.
Nada de
fotos.
Nada de contar leyendas.
Solo el recuerdo… y el
respeto.
Días después, todo parecía haber vuelto a la normalidad.
Eddy y Mauricio siguieron explorando con José, pero evitaban la
quebrada.
Goyo volvió a sus labores con su papá, aunque a
veces se quedaba mirando el monte con el machete colgado y una mirada
lejana, como si esperara algo.
Una tarde, José pasó corriendo a contarles algo:
—¡Don Eladio dice que los gallos han empezado a cantar a medianoche! ¡Y que los perros ladran al monte sin razón!
—¿Otra vez con cuentos? —dijo Eddy, intentando sonar escéptico.
José bajó la voz:
—Y hay una huella… en el barro…
Como de pie
humano.
Pero grande.
Demasiado grande.
Todos se quedaron callados.
Esa noche, mientras el viento movía las hojas del techo de zinc,
Mauricio despertó sobresaltado.
Había soñado con la máscara,
con el círculo de piedras, y con el Sisimique
parado en la quebrada, como si lo esperara.
Fue a la ventana.
La luna llena iluminaba los potreros.
Y justo en la linde del monte…
…había una silueta grande.
Quietecita.
Mirando
hacia la casa.
No se movió.
No rugió.
Solo observó…
y luego se desvaneció
entre los árboles, como si nunca hubiese estado ahí.
Mauricio volvió a la cama y se tapó hasta la cabeza.
Y aunque con el tiempo todos siguieron sus vidas…
…jamás volvieron a ir a esa quebrada.
Y si algún niño nuevo preguntaba por ella, los cuatro solo respondían con una frase:
"Allí vive algo… que no quiere ser molestado."
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