La duendes del camino
En una comarca no muy lejos de la ciudad de El Viejo, en Chinandega, vivía una humilde familia compuesta por un padre, una madre y sus dos hijos: Estefanía y Ángel.👀
Cada mañana, los hermanos recorrían un largo trayecto en bicicleta para llegar a la escuelita rural. El camino era una vereda polvorienta durante el verano y un lodazal en el invierno. Aunque intentaban llegar limpios, siempre terminaban sucios: cubiertos de polvo o de barro, como todos los demás niños. Nadie se burlaba de nadie por eso. Era parte de la vida en el campo.
Sin embargo, desde hacía algunos días, al pasar por un cruce de caminos, los hermanos comenzaban a oír unas risitas burlonas. Nunca veían a nadie, y al principio no les dieron importancia. Pero las risas eran diarias, y eso ya comenzaba a inquietarlos.
—Estefanía, ¿escuchaste? —preguntaba Ángel.
—Sí... deben ser los duendes —respondía ella sin darle mayor importancia.
No comentaban nada ni con la maestra ni con sus compañeros. Al día siguiente, lo mismo.
—¿Escuchaste?
—Te dije que son los duendes.
—¡¿Cuáles duendes?! —saltó Ángel, ya molesto.
—¡Pues cuáles más! ¿Acaso no sabés que por aquí hay duendes que se burlan de la gente?
—¿Y por qué de nosotros?
—Tal vez... porque siempre pasamos sucios —opinó ella.
—¡Ajá! Entonces mañana vendremos limpios, a ver si se callan.
Así lo hicieron. Al día siguiente llegaron impecables. Y al pasar por el cruce... nada. Silencio total. Pero al regresar, cubiertos de lodo y tierra tras una buena revolcada en el recreo, las risas volvieron a escucharse.
—¿Ves? Te dije que tenía razón —dijo Estefanía.
Ángel frunció el ceño. Ya no se conformaba con suposiciones.
—Ahora quiero saber cómo son esos duendes.
—¡No, Ángel! Si los molestás o tratás de descubrir dónde viven, pueden volverse agresivos.
—¿Y ellos sí pueden burlarse de nosotros? ¡Pues no! ¡También nosotros los vamos a molestar!
Sin más, Ángel tiró su bicicleta a la orilla del camino y comenzó a seguir el sonido de las risas. Estefanía, algo asustada, lo siguió. Las risas se movían, rebotaban entre las piedras y los árboles, guiándolos hacia un pequeño bosquecillo donde corría un riachuelo claro y fresco. Allí, junto a unas piedras húmedas, había una diminuta cueva.
—¡Con que aquí viven esos traviesos! —exclamó Ángel.
—Vámonos, Ángel. No deberíamos estar aquí —susurró Estefanía.
Pero su hermano, curioso y terco, metió la mano en la cueva. Un grito le sacudió el cuerpo.
—¡Ay! —exclamó, sacando la mano con un cangrejo colgando de los dedos.
—¡Es la cueva de un cangrejo! —dijo entre enojado y avergonzado, lanzando al animalito al agua.
Acto seguido, desbarató la cueva a patadas.
Cuando regresaron al camino, las bicicletas ya no estaban. Tuvieron que caminar de vuelta a casa.
—¿Y las bicicletas? —preguntó el papá.
—Nos las robaron por ir tras unos duendes —dijo Estefanía con naturalidad. Luego ambos se pusieron a hacer sus tareas.
Al día siguiente, que era sábado, los hermanos se levantaron tarde y salieron a jugar con su perro, Sarnos, cerca de un montón de leña. De pronto, Ángel gritó:
—¡Un ratón!
—¿Dónde? —preguntó Estefanía.
—¡Ahí, entre la leña!
Sarnos comenzó a ladrar furiosamente. Los niños removieron la leña y, de pronto, algo salió corriendo. Pero no era un ratón.
Era un ser pequeño, verdoso, con orejas puntiagudas: un duende.
—¡¿Viste eso, Ángel?!
—¡Sí! ¡Es uno de los duendes del camino! ¡Atrápemoslo!
Sarnos ladraba sin parar. Ángel, armado con una raja de leña, golpeó al escurridizo ser en la cabeza, matándolo al instante.
—¡Aquí está! ¡Vengan a verlo!
Toda la familia corrió a presenciar la escena. El pequeño cuerpo yacía inmóvil. Sarnos, aún exaltado, lo agarró con el hocico y salió corriendo rumbo al bosque. Por más que lo llamaron, no regresó.
Estefanía decidió ir tras él... y tampoco volvió.
Pasaron las horas. La familia alertó a las autoridades y se organizó una búsqueda en el bosque. Sin éxito.
Al día siguiente, al amanecer, Sarnos volvió solo: sucio, jadeante, pero con la intención clara de que lo siguieran. Todos lo acompañaron, con el corazón en la garganta. El perro los llevó hasta un punto profundo en el bosque... pero Estefanía no estaba.
Buscaron durante horas. Nada. Nadie. Ni rastro. La niña, al parecer, se la había tragado la tierra.
Con el tiempo, los vecinos comenzaron a murmurar lo que muchos temían decir en voz alta:
“Fue la venganza de los duendes. Por destruir su cueva... y matar a uno de los suyos.”
Ángel cargó con la culpa toda su vida. Comprendió, demasiado tarde, que toda acción tiene una consecuencia. Y que a veces, la imprudencia cobra el precio más alto.
Moraleja:
Cada acción provoca una reacción. Si actuás con maldad o imprudencia, las consecuencias pueden dañar incluso a quienes más amás.
Cada acción provoca una reacción. Si actuás con maldad o imprudencia, las consecuencias pueden dañar incluso a quienes más amás.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.