Aventuras de Juan Parado - Cuentos

Carlos Alemán Ocampo

Esta colección de relatos es el libro más entrañable del narrador Carlos Alemán Ocampo (El Diriá, Granada, 1941), maestro de oralidad e inventor de historias. Pero aquí reinventa —a partir de una admirable contextualización y recreación— la fantasía popular, centrada en un personaje: Juan Parado (cuyo apellido era Mena), émulo de Pedro Urdemales, Machón Gago, Juan Ventura y otros célebres "mentirosos". Aquí se plasman los sueños y las aspiraciones de la gente que en su entorno vital el autor conoció, recurriendo a un sentido mágico de la vida.

Alemán Ocampo, lingüista formado en España, obtuvo el “Premio Nacional Rubén Darío” en 1995 con su novela Vida y amores de Alonso Palomino y es miembro de número, desde 1998, de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Entre sus obras figuran las novelas "En esos días" (1972) y "Bardmg House San Antonio" (1985); el cuentario "Tiempo de llegada" (1973), la crónica "Y también enséñenles a leer" (1984) y el libro de ensayos culturales "Entre el fuego y el agua" (1986).

Aventuras de Juan Parado. Segunda edición

—1—

EL AYOTAL DEL CABALLO

UN HOMBRE recién casado debe ser cumplidor. Cumplirle con el gasto a la mujer y nunca dejarla sola. No es por la desconfianza, es por la ilusión del cariño con que se casa y porque en los primeros años se le van haciendo las costumbres. El otro asunto es con la mantenencia, el hombre que no mantiene su casa mejor que ni busque mujer, así decía Juan Parado y así lo cumplía.


Cuando Juan Parado se casó con la Fulgencia, fue asunto de admiración, hasta doña Adelita, una señora de Nandaime, de buena familia, casado con un dirialeño, de los hijos del Cabo Ríos, pobres pero muy honrados y decentes, era su vecina, y una vez, cuando ya se fue familiarizando con el barrio, al verla pasar, exclamó:

— ¡Qué suerte la de ese hombre! Esa mujer nunca ha pecado ni con el pensamiento. Hermosa y hacendosa.

En El Diriá, para esos tiempos, Juan Parado, seguía trabajando como tendalero, oficio que conocía desde muchacho. Un tendalero trabaja en todo, desde batir el barro con los pies, hasta darles el fino en los moldes de tejas y ladrillos cuarterones para colocarlos al sol en el enorme patio vacío, que relucía limpio y los hombres en constante movimiento tendían tejas y ladrillos. Buenos ladrillos, cuarterones y buenas tejas. Él trabajó en el mismo tendal donde aprendió Teódulo Ríos que en su día gozó de fama por producir los mejores ladrillos y las mejores tejas que se ocuparon en la reconstrucción de Managua después del aluvión. Suerte para los managuas que acababan de inaugurar el ferrocarril de “Los Pueblos” que pasaba por Catarina. El asunto de los tendales es que únicamente se puede trabajar en verano. Cuando caen los rayos del más ardiente sol para que en una sola mañana, seque el barro que después entrará a los hornos para ser quemado. Algunos de los tendaleros tenían huertas, pero los que no las tenían salían a trabajar por otro lado.

Un año, a la entrada del invierno, se fueron a Rivas a trabajar a los campamentos de siembra de caña que puso ese año Don Rafael Ocampo, en el camino de Veracruz. Allí, esa vez, había trabajo todo el año, desde la siembra y limpia, hasta el cuidado de las ratas para que no molestaran la caña de azúcar cuado iba sazonando. Los trabajadores de El Diriá siempre han sido muy bien acogidos en el trabajo porque son hombres de ñeque y le avientan mejenga a los tacotales y luego al destronque para dejar limpio el terreno. Son hombres que, en tiempos de zafra, antes de que caliente el sol ya tienen cortada una carretada de caña cada uno. Y si es limpia, para esa hora ya tienen por lo menos dos o tres tareas cada uno. Con esa fama arrimó Juan al campamento de Ocampo y se quedó trabajando. Llegó desde El Diriá en su cholenquito, un caballo colorado, brioso en sus tiempos, pero que muy poco le quedaba de los antiguos bríos.

Todos los días, a la caída del sol, colocaba la albarda sobre el maltrecho lomo de El Tayacán, así se llamaba el caballo, y salía para El Diriá: dormía con su Fulgencia y regresaba rayando el amanecer, listo para entrar al pegue antes que los demás trabajadores. Como era puntero, debía ser el primero en estar sobre los surcos en la deshierba, en el desmonte o en el corte de la caña.

Al pobre caballo, de tanto viajar, se le peló el lomo, se le puso una enorme chonela que casi alcanzaba el tamaño de la albarda. No aguantó la viajadera. Juan Parado no lo había visto porque lo agarraba de noche y lo soltaba al amanecer. Compadecido, para darle chance que se restableciera. Juan, autorizado por Ocampo, lo soltó en un potrero cerca de donde cruzaba el río. El caballo anduvo comiendo como desesperado en unos rastrojos de arroz, aunque un poco alejadito de los animales de Ocampo, como que le daba pena juntarse con los animales de raza. Después de comer se revolcó contra el suelo para rascarse la chonela, se levantó más chollado, caminó lento, como que la pensaba para dar el paso, a Juan le dio pesar verlo como cabeceaba. Pensó que la comida de quince tareas de rastrojo de arroz casi una manzana lo habían agotado, porque de ser tan flaco, el caballo desesperado sintió como que nunca más volvería a tener tanta comida enfrente, tragó y tragó tanto zacate del arrozal que se le inflamó la panza y no pudo seguir en pie. Se echó sosegado, muy lentamente, al lado del río. Juan, después de mirarle un rato la paciencia y el acomodo, allí lo dejó.

Pero la ilusión de una mujer no contiene a nadie. Juan no se contuvo en su viajadera, con caballo o sin caballo, él tenía su obligación de promesa. Todas las tardes, después que se enfermó el caballo, salía al camino, se ponía sus caites de burrucha, esperaba la oscuridad y llegaba saltando a El Diriá. A la pasada de los ríos, sobre todo el Ochomogo, tenía que saltar un poco más fuerte para no caer en los pantanos del otro lado. Una vez llegado a El Diriá, se quitaba los caites y tranquilo se dirigía a su casa, donde la Fulgencia lo esperaba con la cena y con ropa limpia para que se alistara al siguiente día. Mientras los otros se quedaban en las barracas de la casa hacienda jugando naipes, bebiendo guarapo fermentado y cantaban al son de guitarras de talalate, hasta que se le acababa el aceite a los candiles.

Un día de tantos, poco después del medio día, cuando ya había despegado del trabajo, los demás amigos, entre risitas soslayadas, indirectas, rectas por allá, se quisieron burlar de él. Juan Parado que tenía mal carácter, en el primer momento se enfureció y amenazó con pegarle un tiro con su rifle guatusero al primero que se volviera a reír.

— No es al primer pendejo que voy a joder, — dijo con el mayor énfasis para dejar claro que hablaba en serio.

Como le conocían la decisión, todos callaron, sólo José Luis Selva, también trabajador y originario de El Diriá, se decidió a romper el silencio, peligroso entre hombre duros y acostumbrados a jugarse la vida por cualquier motivo. Habló:

— Hombré Juan. Yo te creo. Y quiero que me hagás un favor. Ahora que te vayás en la noche al pueblo, si llegás temprano, haceme el favor de ir donde la Chilo, mi mujer y decile que me mande unos puros que dejé amarrados a las teleras de la cama. No le digás ni por favor, así nomás; que me los mande con todo y pañuelo. Vos sabés que aquí los puros están muy caros.

— Ve José Luis, yo te traigo los puros, pero quiero saber a cuántos tengo derecho, esos favores no se hacen de balde.

— Pues te doy la mitad de los puros.

— Trato hecho —confirmó Juan.

Al momento salieron otros que también pidieron favores, para que les trajera o llevara encomiendas, pero Juan los paró:

— Un momento que no soy carreta de carga. Esos puros se los voy a traer a José Luis, porque yo no me hallo a fumar otro tabaco que no sea cosechado en El Diriá.

El día que llevó los puros, todos pensaron que Juan, llegaría cansado o que entraría tarde al trabajo, pero ese día se especializó en despertarlos temprano. Entró a los camarotes mucho antes de la salida del sol… y dando voces, decía:

—Esos haraganes, levántese que ya está a punto de salir el sol.

Todavía sin la claridad completa de la mañana, lo vieron parado junto al camarote de José Luis, en ese momento le entregaba los puros envueltos en el mismo pañuelo rojo que la Chilo recogió en donde José Luis los había dejado.

—Que nadie me haga bulla —dijo con firmeza, sabedor del carácter jocoso de los dirialeños— nada más le hice el favor a mi amigo.

Mientras terminaba de hablar exigía su parte de puros después de cerciorarse que venían completos. A partir de ese momento nadie volvió a dudar de Juan Parado. El grupo de peones siguió trabajando en el mismo campamento durante el resto del año. Para Octubre, todavía con los últimos aguaceros, comenzó la zafra. Limpiaron los trapiches, asearon las calderas, reforzaron los hornos, alistaron bueyes y malacates, buscaron mecates nuevos, reforzaron carretas con estacas grandes apropiadas para el acarreo de la caña. La zafra es alegría y se trabaja día y noche, por turnos. A mediados de diciembre, después de la Purísima, cortaron la primera caña. Juan trabajaba dando el punto de cocimiento en las calderas y de vez en cuando se ponía a hacer alfeñiques para llevarle algo a la Fulgencia, entonces los viajes tenían que ser más rápidos, entre la vaciada de una caldera, la puesta de la miel en los moldes del dulce y dejar que la miel se solidificara. Mientras se llenaba de guarapo la canoa para rellenar de nuevo la caldera, él hacia su viaje. Llegaba a su casa, dejaba su tarro de miel gorda, su alfeñique, hacía lo que llegaba a hacer y se regresaba. Eso sí, a veces no le daba tiempo ni de cambiarse de mudada. Pero durante la zafra así es, hay gente que se pone una ropa cuando comienza y se la quita hasta que termina. Sudada, llena de miel y guarapo y con olor a mujer, de esas que llegaban a los cañales para aprovechar que los hombres están solos y andan con reales porque la mujer se queda en la casa. Aparta son los que llevan hasta el perro y se quedan todos los cuatro meses. Muchas llegan con un hombre y se regresan con otro para otro lado. Ha habido mujeres que anochecen y no amanecen y el hombre se queda con la duda de con quién se fue. Porque para eso se pinta la gente, nunca habla, nunca dice cuál camino tomó una mujer que se fue al descuido del hombre. Lo que se termina diciendo es que se la llevaron los duendes y que desapareció por encanto. Lo peor es que todos los hombres siguen trabajando, como si nada hubiera pasado y ya se sabe que uno de ellos, cometió el hecho.

Así pasaron los meses y la zafra terminó, todos estaban listos para regresar a El Diriá. Juan entre ellos. Puesto en camino, se acordó de su caballo y lo salió a buscar, pensó que estaría repuesto y curado de las chonelas. Lo buscó donde había estado el rastrojo de arroz que estaba de nuevo cultivado, y no lo encontró, entonces se fue a los potreros, llegó al río y lo recorrió de alambrada a alambrada y nada, ni los huesos. Sabía que podía estar vivo, porque en toda la temporada en ningún momento se vieron zopilotes volando en ruedas en la zona.

Varias veces había pasado por un ayotal, con unos ayotes hermosísimos, pero pasaba de viaje. Detenido por un momento decidió chiflarle al caballo cerca del lugar donde lo había visto echarse la última vez. Le silbó.

— Fiiu, fiiu. Fiiu, fiiu.

El caballo relinchó sin aliento, metido entre el ayotal, desde allí venían los relinchos, muy débiles, pero eran los relinchos del Tayacán, su caballo. Se le acercó con el cuidado de no enredarse entre los bejucos del ayote y llegó hasta tocarle el hocico. En la mera chonela, al revolcarse, se le había pegado una semilla de ayote y que, por el cansancio acumulado, la gran comida y la falta de fuerzas, no se pudo levantar. La semilla germinó, echó sus raíces y cuando el caballo quiso despertar, ya era tarde, el bejucal lo tenía enredado. Tuvo que quedarse en el mismo lugar.

Juan Parado se fue a llamar a Ocampo para decirle que allí estaban esos ayotes, que los quitara para llevarse su caballo. Al llegar Rafael Ocampo y ver el cuadro, le dice:

— Amigo, esos ayotes son suyos, la raíz está en la chonela de su caballo. Lo que puedo hacer es prestarle unas carretas para que los lleve a vender. Recuerde que viene la Semana Santa y le pueden dar buena plata.

Salieron cuatro carretadas de ayote que fueron vendidas en Granada, Masaya y Rivas. Muchos reales le quedaron de esa venta, de allí fue que compró su caballo tordillo, compuso su casa y sembró su primer tabacal. El caballito cholenco murió antes de que terminaran de cargar las carretas con los ayotes. No pudo aguantar, ya se le había cerrado el estómago.





CONTENIDO DEL LIBRO:

1. EL AYOTAL DEL CABALLO
2. EL CABALLO VOLADOR
3. LA PASADA DEL TREN
4. EL CORREVENADO
5. EL HOMBRE-SOMBRA
6. LOS SANTOS ÓLEOS DEL SEÑOR OBISPO
7. EL PADROTE
8. LOS CERDOS VIAJEROS
9. EL CAITE SALTADOR
10. EL FORZUDO
11. EL KIKIRIMIAU
12. EL CORRECUSUCO
13. EL VENCEDOR DE LAS CEGUAS
14. EL VENDE CHOCOYOS
15. LAS CABEZAS QUEJOSAS
16. EL FRENO Y LOS FRENITOS
17. EL RESUCITADO
18. EL INQUIETO
19. LOS NIÑOS ENCANTADOS
20. EL UÑUDO
21. EL PIERDEFORTUNA
22. EL VENDEALAMBRE
23. LOS SENTIDOS DE LAS VACAS
24. EL ÁRBOL MÁS GRANDE DEL MUNDO
25. EL CICLISTA
26. EL CORTARROZ

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Carlos Alemán Ocampo, el autor.


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