Nicaragua: Una exploración de Océano a Océano - Ephraim G. Squier

Ephraim Geoge Squier (1821-1888) fue el treceavo encargado de negocios de los Estados Unidos de Norteamérica ante las Provincias Unidas de Centroamérica. Este joven diplomático visito la provincia de Nicaragua en dos ocasiones y en cada una de ellas produjo un libro de memorias, relatos y valoraciones.

Era un autodidacta quien se destacó como periodista, ingeniero, antropólogo, arqueólogo y cartógrafo entre otras erudiciones.

De ahí que cuando narra sus travesías por Nicaragua -el segundo en esta ocasión- con conocimientos, sensibilidad geográfica y una exquisita pluma incorpora a sus relaciones y relatos todo ese bagaje cultural que le era propio.

Si bien es cierto que desde su primer viaje como diplomático en mayo de 1849 tenia un objetivo expreso: obtener un tratado con el Estado de Nicaragua para la construcción de un canal interoceánico; si bien es cierto también, que promovió el retiro de importantes piezas arqueológicas hacia su país, las cuales hoy se encuentran en un museo en Washington, -sin que ningún gobierno de antes y de ahora hayan formulado reclamación para su devolución-, también es cierto que fue uno de los cronistas que con mayor cientificidad describe nuestros principales accidentes geográficos; la naturaleza de su gente y la problemática socioeconómica e internacional en que vivían los nicaragüenses de mitad del siglo XIX. Hemos incorporado a la versión original publicada en Harper`s New Monthly Magazine (1855) y sus traducciones al español, los cambios necesarios para corregir algunos equívocos en nombres y fechas. Sólo hemos recurrido al uso mínimo de notas necesarias para explicar algunas situaciones que en el original pudieran dejar dudas al lector. Por lo demás nos hemos atenido rigurosamente al texto y espíritu de escritura de Squier.

Creamos así mismo un pequeño glosario con aquellas palabras que puedan presentar a nuestros lectores algunas dificultades.



EL CASTILLO, o ruinas del viejo fuerte de San Juan, es el primer sitio que el viajero encuentra sobre el río San Juan al entrar en territorio nicaragüense.1 Aquí, por primera vez, se le saluda con la bandera náutica azul, blanco y azul, con un óvalo al centro que encierra un triángulo y tres volcanes; y según sugiere H______, los tres volcanes son el más típico emblema de la situación política del país. Aquí también la seriedad del visitante se verá puesta a prueba por un pelotón de andrajosos soldados con sus parvos mosquetes, a quienes se llaman “valientes” en los documentos oficiales, y que suponen integran la guarnición de El Castillo. Digo,— ha de suponerse— puesto que no ocupan el viejo fuerte, sino un par de cobertizos recién levantados en la colina, al pie de sus muros. Hay un centinela que se pasea frente al portón de la fortaleza, en cuyo interior no hay ni un sólo cañón y al que sólo se puede entrar por un destartalado puente de troncos derruido que se extiende sobre la fosa. Exterioriza su responsabilidad, cuando alguien lo mira, momento en que cargará su mosquete con un tieso remedo de aire militar que resultaba por demás irresistible. Pero si bien los descastados y amestizados hijos de los conquistadores sólo nos inspiran una mezcla de compasión y desdén, el viajero no puede evitar un sentimiento de admiración por aquellos férreos aventureros que en medio del vasto trópico salvaje, mucho antes que los Puritanos desembarcasen en Plymouth o que Nueva York fuese fundada, levantaron aquí estas macizas fortificaciones que aún en ruinas parecen desafiar al destructor: ¡el Tiempo!

La colina donde está situado el fuerte es empinada y ocupa un ángulo del río donde la corriente se ve interrumpida por dificultosos raudales. Por consiguiente, domina el río aguas arriba y abajo a lo largo de un buen trecho. La vista desde la cumbre es en extremo bella, abarca millas y millas de bosque esmeraldino, interrumpida por anchos y plateados remansos de agua. A excepción del villorrio fundado por la Compañía del Tránsito al pie de la colina, no existe otra señal de civilización, ni una sola cabaña, ni un verde huerto, sólo la silenciosa selva interminable.

Era ya de noche cuando llegamos al Castillo, tras cuatro días de viaje desde San Juan del Norte, y ahí nos recibió con gran cordialidad Mr. Ruggles, agente de la Compañía del Tránsito en el lugar, quien nos proporcionó camas, donde pudimos estirar las extremidades con la feliz consciencia de saber que había “amplitud y margen suficiente”, H_____ sin embargo, pretextó que luego de haber pasado los últimos cuatro días embalado en un cajón de tres pies de largo por dos de ancho, había adquirido una casi irresistible tendencia a doblarse como navaja plegadiza. El Capitán M_____, para no quedarse atrás, se quejó formalmente de la insustancial naturaleza de su almohada, en comparación con el frasco de encurtidos y el par de botas que le habían servido como tal a bordo de nuestro bote.
Durante toda la noche llovió, pero, como suele suceder, amaneció despejado y nos levantamos temprano para ayudar a halar nuestro bote sobre el “Raudal del Castillo”. Estos rápidos casi ameritan el nombre de saltos, y se remontan sólo con gran dificultad. Los vapores de la Compañía del Tránsito ni siquiera lo intentan, sino que desembarcan a los pasajeros aguas abajo, para cruzar a pie y reembarcar aguas arriba en otros navíos a pocos cientos de yardas. Un rústico carril de madera, que conecta el anclaje inferior con el superior, transporta el equipaje y la carga. Poco antes de nuestra visita, uno de los vapores que navegaba por los raudales se vio arrastrado por la caída de agua, ahogándose un considerable número de pasajeros. Este incidente fue silenciado con mucha diligencia, para evitar que su publicidad dañase la reputación de la ruta.

Cuando se dio mi primera visita (1849), la única evidencia de ocupación humana era un rancho solitario, construido sobre la “plataforma”, es decir, la antigua barrera rompeolas de la fortaleza, donde permanecían estacionados algunos soldados para ayudar a los boteros a remontar los raudales. Un año después, cuando regresé río abajo rumbo a casa, hasta ese solitario rancho estaba desierto; lo habían invadido las malezas, su techo había colapsado, y al acercarme, un enjuto lobo salió disparado por la entrada. Han transcurrido menos de tres años desde entonces, y ahora una pujante villa de varios centenares de habitantes ha surgido al pie de la antigua fortaleza; el sitio del solitario rancho lo ocupan ahora una nítida fila de cabañas ya lo largo de la otrora desierta y desolada ribera, varias estructuras grandes a modo de establos ostentan el “divertido” rótulo de Hotel.

Desayunamos juntos en el “Hotel Crescent” con huevos y jamón servidos al precio de California, lo que es decir más de veinte veces su valor, y a las nueve estábamos otra vez apretujados en nuestro bote para remontar el río. A mediodía alcanzamos los últimos raudales que se encuentran en el ascenso, los llamados “Rápidos del Toro”. Aquí el río se desparrama sobre un amplio lecho de rocas, entre cuyas masas inconexas el agua gira y se arremolina en profundas y oscuras pozas, tornando la navegación tanto difícil como peligrosa. Durante la estación seca estos raudales son infranqueables para los vapores fluviales, y los pasajeros se ven obligados a hacer un tercer acarreo a pie. Dejamos que nuestros hombres forzaran el bote contra la poderosa corriente y entramos a la angosta trocha que atraviesa el bosque bordeando los raudales. A mitad del camino, rodeados ya por la vegetación fresca y húmeda, encontramos las ruinas de un ranchito de paja, y evidencias de que su anterior ocupante había intentado hacer allí un claro en la selva. A pocos pasos de ahí dos cruces rústicas, pudriéndose sobre una depresión oblonga donde se empozaba verdosa y putrefacta el agua de lluvia, narraba muy a las claras el destino de quienes lo habían construido. Pocos meses más y ya no quedará testimonio alguno de su existencia; pero quizás estos solitarios durmientes dejaron tras de sí, en las riberas del rutilante Hudson o del turbio Mississippi, corazones que sangran y ojos que lloran amargas lágrimas, cuando el afecto evoca la memoria de los amados y desaparecidos. Nuestro alegre y casi temerario grupo quitó se los sombreros en señal de reverencia, pasando en silencio frente a las tumbas hundidas en el bosque.

Arriba de los “Rápidos del Toro”, aunque posee aún una fuerte corriente, el río es ancho y profundo, y casi merece el nombre de estuario del Lago de Nicaragua. Los bancos también empiezan a disminuir de altura y los troncos de árboles caídos, con sus raíces aferradas aún a las orillas, bordean la ribera. De ellos cuelgan largas lianas o bejucos, como cables suspendidos de las ramas más altas de los árboles, que sirven a su vez de apoyo a racimos de plantas parásitas encendidas de alegres flores. A medida que el viajero avanza, observa que las riberas se hacen aún más bajas y que los árboles del bosque, ahora de menor tamaño, alternan con palmeras de hojas finas como plumas, que gradualmente usurpan las orillas con sus elegantes penachos, desterrando otras formas vegetales. Todo ello forma un tupido toldo que cubre la tierra e impide todo rayo de sol, manteniéndola empozada y desprovista de vida bajo su sombra. Los arroyos que abajo serpentean son oscuros y lentos —madriguera propia para lagartos y otros monstruos impuros— como aquellos que hicieron detestable el período Sáurico, con sus figuras enormes y contrahechas que los geólogos nos han mostrado impresas en estratos rocosos, ¡en cuyas pétreas hojas, damos gracias al celo, se mantienen a buen resguardo! Los nombres de esos arroyos indican certeramente las características de los alrededores. Allí se encuentran el río Palo de Arco, bajo un arco de árboles, Poco Sol, (Palabra de los Guatusos, que significa dos saltos) sumido en la penumbra, y río Mosquito, nombre que sugiere noches de insomnio y juramentos rayanos en lo blasfemo.

La segunda mañana después de nuestra salida del Castillo nos puso a la vista de la alicaída asta de la bandera y los ranchos de paja del fuerte San Carlos, situado en la margen izquierda del río, en el punto donde éste se separa del lago. El viejo fuerte está cubierto por una densa vegetación que lo oculta por completo de la vista. Posicionada sobre un promontorio o cabeza de playa que parece haber sido colocada allí para marcar el punto preciso donde termina el lago y comienza el río. Bajo la Corona, se le daba cuidadoso mantenimiento y contaba con un fuerte destacamento. Pero hoy su puente levadizo está en deterioro; grandes árboles crecen en el foso, las lianas suben por sus muros, se enredan en los desmantelados cañones y enrollan sus delicados zarcillos en las rejas de sus celdas desiertas.

Un viejo amigo mío, Don Patricio Rivas, era Comandante de San Carlos, en lugar de aquel coronel regordete y ameno que me hizo honores haciendo marchar a su ralo pelotón en celebración de mi primera visita. Don Patricio nos invitó a saborear una taza de café matutino e insistió en que nos quedásemos a desayunar, pero estábamos ansiosos por continuar el viaje y sin más miramiento declinamos su invitación. Olvidando mis anteriores experiencias en el país, me engañé pensando que en el curso de tres o cuatro horas estaríamos en camino, pues nada nos detenía sino la instalación de un mástil temporal. Pero hasta ahora no se ha sabido de ninguna tripulación nicaragüense capaz de zarpar de San Carlos en el mismo día, pues cada uno tiene su enamorada de piel canela a la que invariablemente trae del puerto algún regalito.

Al desembarcar habíamos dejado instrucciones estrictas a los hombres para que tuvieran todo listo de modo de partir de inmediato, cosa que sin vacilar prometieron. Pero a nuestro regreso, no sólo no habían hecho nada para lograr tal propósito, sino que los hombres mismos se habían dispersado por el pueblo. Esperamos su regreso, pero fue en vano, y finalmente nos pusimos en marcha, ya con un humor infernal, decididos a echar mano a sus negros cuerpos donde quiera que se hallasen. Logramos dar con el patrón y con uno de sus hombres y los llevamos al bote, pero pronto ingeniaron un escape so pretexto de ir en busca de sus compañeros. Las horas pasaron, y el sol estaba ya alto y caliente; vimos el desayuno del Comandante pasar humeante y apetitoso de la cocina a su casa, y después, con melancólico interés, contemplamos de vuelta los platos ya vacíos acarreados de la casa a la cocina, ¡y los testarudos lancheros seguían sin aparecer! El sol ascendió más y el viento, que había soplado bastante a nuestro favor, cesó por completo. Ya era mediodía y nosotros esperando aún en la costa. Sin poder tolerarlo presenté formal queja ante Don Patricio, quien ya se había acomodado en su hamaca para disfrutar su siesta. Se encogió de hombros y dijo que los marineros eran siempre así, sin embargo, ordenó al sargento de guardia dar caza a los remisos.

Mientras tanto yo había comprado un mástil para nuestro bote a un costo de diez veces su valor y lo habíamos instalado en su base para evitarnos cualquier atraso que esto pudiese ocasionar. ¡Y seguíamos a la espera! Finalmente, al rayar las tres de la tarde, cuando teníamos el ánimo tan corrompido que el lector difícilmente podría imaginarlo, se logró juntar a los hombres. Pero en vez de ocupar sus posiciones se sentaron aparte, bajo la sombra de un árbol, a conferenciar largo y tendido. El resultado de sus deliberaciones fue que habían escuchado que el gobierno estaba reclutando tropas en Granada (es decir, reuniéndolas a la fuerza) y que por tal razón no podían continuar el viaje. Seguramente se imaginaban que no podríamos proceder sin ellos, y que recurrían a ese pretexto para sacarnos una paga adicional. Conocían a los “americanos” lo suficiente para comprender la impaciencia que les acomete ante los retrasos, e intentar valerse de ella en nuestro caso. Pero no estábamos de humor para seguirles el juego y resolvimos que, ya que el viento era propicio, nosotros mismos podríamos gobernar el bote. Así que despachamos a empujones sus escasas pertenencias, los mandamos al Demonio con lujo de vehemencia, como hombres sin vergüenza, y, para su gran asombro, izamos velas y zarpamos.

Tan pronto como nos alejamos de la costa por sotavento, las velas tomaron una fuerte brisa que disparó nuestro bote como caballo de carreras. El Teniente J_____— fue elegido como comodoro,nem con (sin oposición) y se asignaron sus lugares a los demás miembros del grupo, según lo permitían sus habilidades y experiencias. H____ solía trazar muchos dibujos de elegantes botes, veleros y vapores; casi siempre lograba distinguir la proa de la popa, pero su conocimiento de navegación era deplorablemente imperfecto. Aun así se le instaló como responsable de vigilar los tensores, o según él mismo decía, como “operario de las cuerdas.” El doctor, más ducho en asuntos náuticos, fue asignado a las drizas, mientras que al voluminoso Capitán M ____ le encomendamos equilibrar el navío, desplazando su corpulenta masa de un lado a otro, según lo requiriese la ocasión.

Zarpamos animosos del fuerte San Carlos y en son de burla disparamos nuestras armas frente a las narices de la insubordinada tripulación. Por momentos el viento refrescaba y nuestro bote parecía aligerarse e infundirse de vida. Pero nuestro mástil era débil y se doblaba bajo el esfuerzo. De pronto escuchamos un crujido sospechoso, como si estuviera a punto de quebrarse, a lo que siguió prontamente la orden de “¡soltar las drizas!” Pero H___ ya había olvidado la diferencia entre tensores y drizas, y en su premura por “operar las cuerdas” dio un espasmódico tirón a las amarras, dejando caer la vela “a plan” En un instante ésta voló sobre cubierta, inclinando el bote con tal fuerza que hombres, remos y equipaje quedaron revolcados y apilados y el bote se llenó de agua hasta la mitad. Por breves instantes estuvimos en situación de peligro, pero a costa de una empapada general, logramos por fin arriar la vela. Como ya estábamos ocultos de la vista del fuerte, gracias a un generoso promontorio, decidimos hacer un par de reparaciones en la lona y proseguimos nuestro derrotero con mayor seguridad, aunque con menos celeridad.

Era una tarde de insuperable belleza y el paisaje alrededor armonizaba en todos los aspectos con los cielos que formaban arcos sobre nuestras cabezas, embellecido aquí de carmesí y de oro y allá desvaneciéndose en delicados tonos nacarados, con retazos de nubes tan esponjadas y livianas que parecían disolverse en el aire ante los ojos del espectador. Las costas de Italia y los lagos en el regazo de los Alpes, coronados de nieve y resplandecientes al pie de la frontera de Lombardía, ciertamente combinan casi todos los elementos de la grandiosidad y la hermosura. El azur de sus aguas es insuperable y las escarpadas rocas que serpentean en su entorno dejan poco que desear a la imaginación en cuanto a imponencia y grandeza. Pero los lagos de Nicaragua les superan por sus rasgos novedosos e impresionantes. Aquí se yerguen altivos volcanes, los irregulares conos emulan a las Pirámides en la simetría de sus perfiles.

En torno a sus faldas se congregan espesos bosques de un verde oscuro, como labrados en esmeralda. Por encima de éstos, combinado con incomparable sutileza, se encuentra el verde tierno de los pastos de montaña, mientras las cumbres de color terroso, donde la árida escoria se niega a nutrir la vida, se adornan con blancas coronas de nubes a cuyo través la luz solar se estremece en un centenar de tonos opalinos. También las islas que enjoyan las aguas son una exuberante arboleda tropical. La palmera yergue su regio tronco muy arriba de los bosques y se dibuja etérea contra el cielo, mientras que plantas de robusto tallo y enredaderas en densas masas revisten las rocas, o penden de los árboles por encima del agua, que se oscurece y parece adormecerse bajo su fresca sombra. Y aunque aquí no existen ni castillos encaramados en altas cumbres, ni aferrados al tajo de los precipicios, ni siquiera villas de blancos muros anidando en la costa, aun así el viajero percibe vistas marinas que se abren entre la arboleda y revelan paisajes de chozas primitivas y pintorescas, enmarcadas por plátanos y papayas cargados de doradas frutas.

Canoas de gráciles líneas yacen en la sombreada costa, y oscuras formas humanas de una raza extraña y en decadencia observan al forastero con curioso interés cuando éste se desplaza en silencio frente a ellos. Tales son algunos de los variados elementos de lo grandioso, lo bello y lo pintoresco que otorgan a los lagos de Nicaragua su indiscutible preeminencia sobre aquellos consagrados por los recuerdos e inmortalizados en los cantos, y que reciben el homenaje de los amantes de la naturaleza en el Viejo Mundo.

Navegamos alegremente frente al grupo de isletas de El Boquete y el villorrio de San Miguelito, ubicado en la costa norte del lago. Hatos de ganado se holgaban en la playa, las jóvenes pueblerinas llenaban sus cántaros bajo la sombra de los árboles, mientras que lapas de brillantes alas y bulliciosas loras curioseaban desde las ramas, y hacían resonar la costa con sus ásperos llamados.



Fue mucho después de haber anochecido que bordeamos el elevado promontorio de negras rocas volcánicas que aíslan la playa de “El Pedernal” y a su resguardo anclamos esa noche. Habíamos realizado, en términos náuticos, “un recorrido espléndido” y completado casi una tercera parte del trayecto entre el fuerte y Granada, que era nuestra ciudad destino. Habíamos dejado atrás la región de las lluvias perennes. Era la época seca en la zona de los lagos, y las estrellas irradiaban un fulgor claro y casi sobrenatural, bajo un cielo sereno y despejado. Nuevas constelaciones giraban en lo alto; la Cruz del Sur enjoyaba el seno de la noche mientras la familiar Estrella Polar, rolando bajo en el horizonte, era apenas visible sobre las copas de los árboles. Minúsculas olas jugueteaban y tintineaban bajo la proa de nuestro bote, mientras que el oleaje de lago adentro se cimbraba con un sonido sordo y monótono contra las rocas ásperas y oscuras que hacían de rompeolas al pequeño puerto. Permanecí por horas en un estado de duermevela, somnoliento, consciente sólo de aquellas impresiones que proceden de la naturaleza misma, y que moldean y conforman todo un flujo de ideas en simpatía con su propia belleza armoniosa. Pero al fin vino la inconsciencia, quieta y libre de sueños, y reinó supremo el silencio hasta que el gris amanecer reanimó al vigilante Capitán, cuyo grito: “¡A levantarse!” puso enalerta a todos los yacentes y de un salto ponerse de pié. Con ello el sueño huyó de cada párpado.



Al asomar el sol, encendiendo con sus rayos los altos conos volcánicos en la isla de Ometepe, (el Concepción y Maderas), nos encontrábamos a medio lago, claramente enrumbados hacia el azulado pico del volcán Mombacho, que se yergue sobre la ciudad de Granada. Los marineros del lago raras veces se aventuran a cruzarlo en sus rústicos bongos, más bien bordean por la costa norte, evadiendo a veces las pequeñas bahías, pero más frecuentemente apegándose a la curva del terreno. Esta precaución obedece a lo agitado de las aguas. Impulsadas por los fuertes alisios del noreste, sus olas emulan las del océano y dan majestuosos tumbos en su costa meridional. En ciertas épocas del año, súbitas turbonadas aparecen como por encanto en el horizonte, avanzan sobre la superficie con impetuoso vigor, y con frecuencia engullen los frágiles botes que encuentran a su paso bajo las bullentes aguas. Para suerte nuestra, el tiempo estuvo sereno y el viento bueno, y proseguimos ruta con feliz celeridad. Al mediodía, se distinguía nítido el perfil de la elevada isla de Zapatera, y el grupo de isletas llamadas “Los Corrales” que tachonan el lago al pie del volcán Mombacho, asomaban de las aguas como aristas de esmeralda.

Zapatera tenía para mí un interés especial. Tres años atrás había dedicado una semana a explorar las antiguas ruinas que se desmoronan bajo sus bosques colosales —una semana de interés y emoción incomparables, pues cada hora traía consigo algún nuevo descubrimiento y cada porción de terreno rendía algún curioso testimonio de una raza ya desaparecida. Me sentí casi inclinado a enrumbar el bote hacia sus costas y reiniciar las investigaciones que entonces me había visto obligado a suspender en deferencia a responsabilidades oficiales. Antiguamente Zapatera llevaba el nombre de Chomitl—Tenamitl. (Del Náhuatl, Piedras en forma de comal)y su lejana isla vecina, con sus dos altivos picos, tuvo el característico nombre mexicano de Ometepec.—Dos Montañas—. Éstas, junto con las islas de Solentiname y el estrecho istmo que yace entre el lago y el Pacífico, fueron asiento de una nación que hablaba una misma lengua y que tenía en común las mismas costumbres, formas de gobierno y religión que aquellos que habitaron el altiplano de México, y que constituían el imperio de Moctezuma. Pero si fueron una colonia de éstos últimos o de sus ancestros, ¿quién habrá de esclarecerlo, en el laberinto de tradiciones contradictorias y ante la ausencia de archivos auténticos?

Al mediar la tarde bordeábamos las islas del encantado grupo de “Los Corrales”, éste comprende, literalmente, cientos de isletas de origen volcánico, que se elevan en forma cónica a una altura de veinte a cien pies. Están formadas por inmensas rocas de lava, negras y ampolladas por el fuego; pero sus cumbres están coronadas de verdor y largas enredaderas cuelgan de sus ásperos costados hasta la mera orilla del agua. Algunas de ellas, ahí donde hay suficiente acumulación de suelo, están salpicadas por pintorescas chozas indias, sombreadas por altas palmeras y circundadas de platanares. La mayoría de ellas (Isletas de Granada) están abandonadas y son el refugio natural de aves acuáticas y loros.
Súbitamente, al doblar el islote de Cuba, el más remoto de Los Corrales, la playa de Granada se abrió ante nosotros. Allí, como antaño, se erguía el viejo fuerte, y la playa, igual que la había visto por la última vez, pululaba con sus variados grupos de lancheros, lavanderas y vagos. Allí seguían, posadas en la costa, las mismas gráciles canoas y los mismos envejecidos bongos que han transportado el comercio de Granada desde tiempos de la Conquista. Pero en raro contraste con lo demás, el único elemento nuevo o novedoso en este panorama era uno de los vapores de la Compañía del Tránsito, con su penacho de vapor al aire, y su bandera de estrellas ondeando al viento —portentoso pionero en esa carrera de empresas que pronto habrán de dar una nueva vida, un nuevo espíritu y una nueva gente a estas gloriosas tierras del sol.

Fondeamos nuestro bote al resguardo del viejo fuerte y saltamos a tierra, habiendo realizado el viaje desde San Carlos —una distancia de más de cien millas— en el breve lapso de dieciocho horas de navegación, algo sin precedente. Apenas había tocado tierra cuando fui casi alzado en vilo por el hercúleo abrazo de Antonio Paladán, mi antiguo patrón, quien se valió de este gesto elefantino para manifestar su agrado por verme de nuevo. Me había acompañado él en mi visita a Zapatera y luego me había llevado a San Juan en su bongo preferido, “La Granadina.” ¡Pobre Antonio! Poco después fue asesinado sin motivo por un brutal Capitán de la Compañía del Tránsito, un refugiado portugués que logró escapar de la justicia debido a la intromisión de un muy afanoso embajador americano. No me motiva el egoísmo al vindicar la memoria del pobre patrón; es para mí tan sólo un justo tributo a su humilde mérito afirmar que nunca ha habido un corazón más honesto y más fiel que el que palpitaba bajo el moreno pecho de Antonio Paladán, el ya olvidado patrón del lago de Nicaragua.

Granada ocupa el sitio del poblado indio de Xalteba o Jalteva. La ubicación fue sabiamente elegida, en una pequeña bahía o playa que traza en el terreno su elegante media luna, de modo que brinda cierto resguardo de los vientos nordestinos. La playa es amplia y arenosa, bordeada por árboles bajos aunque umbrosos, bajo los cuales parte hacia la ciudad una multitud de veredas y anchos caminos carreteros, ocultos por completo de la vista por su intrincado verdor. Toda el agua para el uso de la ciudad se acarrea del lago, y allá van mañana y tarde las mujeres en tropel, con sus rojas tinajas en equilibrio sobre la cabeza, formando largas y pintorescas procesiones en alegre parloteo, siempre con una atrevida sonrisa y un agudo comentario para el forastero audaz. Aquí las lavanderas —dulce vocablo español que contrasta con nuestro áspero inglés washerwomen— laboran mañana y tarde en su imprescindible oficio, y aquí también acuden los bañistas para sus diarias abluciones —un proceso que se conduce en feliz desafío a nuestro convencionalismo, que es más severo. Así, con los morenos grupos de lancheros medio desnudos y con caballos alegremente engalanados que son el orgullo de sus amos cuando, espoleados sobre las suaves arenas, el declinante sol los impulsa a buscar la sombra de los árboles, la playa de Granada presenta una escena de alegría y vitalidad que en su exultante abandono y pintoresco efecto no se podría igualar en ninguna parte del mundo.

Al dejar la costa, el viajero asciende en suave pendiente por una serie de terraplenes hasta alcanzar el nivel de la ciudad. Primero se encuentra con chozas dispersas, algunas construidas de caña y cubiertas de paja; otras revestidas de barro, encaladas y techadas con tejas. Un macizo de árboles, usualmente jocotes, es decir, ciruelos silvestres, le da sombra a cada una, y puertas adentro puede mirarse a las mujeres hilando algodón en una pequeña rueca de pedal, o atareadas moliendo maíz para las tortillas. En casi todas las casas hay una o dos loras intercambiando chillidos, o alguna torpe lapa que se bambolea sobre el tejado, mientras alrededor los cerdos, perros, gallinas y niños desnudos discurren en términos de perfecta igualdad.

Más allá de las chozas comienza la ciudad propiamente dicha. Las construcciones son por lo general de ladrillos de barro secados al sol, o adobes, montadas sobre bases de piedra cantera y coronadas por techos y aleros de teja. Las ventanas en su mayor parte son de balcón, protegidas por fuera con ornamentadas rejas de hierro y por dentro por persianas de colores vivos. Todas son bajas, rara vez excede su altura más de un piso, y están edificadas en plantas cuadrangulares, se entra a ellas a través de sólidos y ornamentados zaguanes, o arcadas, desde los cuales se vislumbran naranjos y jardineras de flores con los que el gusto femenino decora los patios. Los andenes se elevan a uno o dos pies sobre el nivel de la calle y apenas tienen el ancho suficiente para permitir el paso de una persona a la vez. Las calles que llevan al centro de la ciudad, o plaza, son empedradas, como en nuestras propias ciudades, con la diferencia de que en vez de ser convexas, éstas presentan una superficie cóncava, y forman el desagüe en el centro de la calle.
Granada —al igual que todas las demás ciudades españolas—, luce una apariencia pobre para quien está acostumbrado a la arquitectura europea. Pero pronto se llega a comprender el perfecto acoplamiento de las edificaciones con las condiciones del país, donde la seguridad ante los terremotos y la protección contra los calores y las lluvias son los principales criterios que se consultan en su erección. Las ventanas nunca se recubren con vidrio, y los aposentos raras veces cuentan con cielo raso, son por consiguiente bien ventilados, mientras que los gruesos muros de adobe resisten con ventura los calurosos rayos del sol.

Granada fue fundada por Hernández de Córdoba en 1524 y es, por tanto, una de las ciudades más antiguas del continente. La región que la rodea, según palabras del pío de Las Casas “era una de las más pobladas en toda la América” y era rica en productos agrícolas, entre los cuales el cacao, o nuez de chocolate, era el de más alto valor, y pronto llegó a constituir un importante rubro de exportación. A la postre, las ventajas que poseía para la comunicación con ambos océanos, el Atlántico y el Pacífico, hicieron de ella centro de gran comercio. Se negociaba directamente con Guatemala, Honduras y San Salvador, así también con Perú, Panamá, Cartagena y España.

Gage, el viejo fraile inglés nos cuenta que durante su visita en el año de 1636 “entraron a la ciudad en un sólo día no menos de mil ochocientas mulas procedentes de San Salvador y Honduras, cargadas de añil, cochinilla y cueros. Y en los dos días subsiguientes, —agrega— arribaron novecientas mulas más, una tercera parte de las cuales venían cargadas de plata, que era el tributo del rey.”

Los filibusteros abundaban en esos tiempos tanto como ahora —menos escandalosos pero más osados; y era frecuente, según observa el viejo y pintoresco cronista, que “a los comerciantes hacían temblar y sudar con un sudor frío”. No se contentaron con merodear por la boca de “El Desaguadero” o río San Juan, y capturar las embarcaciones fletadas desde Granada, sino que, en 1686, tuvieron la audacia de desembarcar y tomarse la ciudad. Aquel viejo y raro bandido De Lussan, quien era uno de la banda, nos ha dejado un jactancioso relato de la aventura: “De Lussan describe la ciudad de aquel entonces como grande y espaciosa, con iglesias señoriales y casas bastante bien construidas, además de varios establecimientos religiosos, para hombres y mujeres”.

Aunque el comercio de Granada ha menguado debido a la apertura de otros puertos en los demás países centroamericanos, sigue siendo sin embargo la principal ciudad comercial de Nicaragua. Hasta el momento de nuestra visita había sufrido mucho menos violencia que su rival León, la capital política de la provincia bajo la Corona y del Estado durante la República. Y, mientras que esta última ciudad en varias ocasiones ha sido casi devastada por prolongados sitios, durante uno de los cuales no menos de mil ochocientas casas fueron incendiadas en una sola noche, Granada había escapado sin mayores daños a su prosperidad. Pero en hora aciaga algunos de sus principales ciudadanos, ambiciosos de poder político y militar y deseosos de figuración, lograron colocar a uno de ellos en el puesto de Director del Estado, Don Fruto Chamorro, hombre de escaso intelecto, pertinaz en su propósito y obstinado de carácter. Los métodos que para ello se emplearon fueron bastante dudosos, y probablemente no soportarían un minucioso escrutinio. Esto ocasionó gran descontento entre la gente, mismo que fue atizado por las políticas reaccionarias del nuevo Director. Una de sus primeras acciones fue derogar la Constitución del Estado y sustituirla por otra que confería al Ejecutivo poderes poco menos que dictatoriales. Por oponerse a ello en la Asamblea Constituyente, y bajo el pretexto de que conspiraban para derrocarlo, Chamorro desterró de súbito a la mayor parte de los líderes del partido Liberal, y arbitrariamente encarceló al resto.

Estos hechos precipitaron, si es que de hecho no causaron justo los resultados que se pretendía evitar. En la primavera de 1854, pocos meses después de su expulsión, los perseguidos liberales regresaron de pronto al Estado y fueron recibidos con júbilo por la población, que de inmediato se levantó en armas contra el nuevo Dictador. Éste fue derrotado en todos los frentes, y fue finalmente obligado a refugiarse en Granada, donde, apoyado por los comerciantes y los marineros del lago, resistió un sitio que duró desde mayo de 1854 hasta el mes de marzo del presente año [1855], cuando las tropas sitiadoras se retiraron. Pero antes que pudiera valerse de esta mejor situación, cayó enfermo y murió; y aunque sus partisano s están aún alzados en armas, es de Suponer que no podrán prevalecer en el Estado contra la inequívoca opinión pública. Sea como sea, lo cierto es que el sitio ha dejado en ruinas una gran parte de Granada y ha infligido un golpe contra su prosperidad de la que no podrá recuperarse en muchos años. 



La población de Granada se calcula entre 12,000 y 15,000 almas, incluyendo el suburbio y municipio separado de Jalteva. Cuenta con siete iglesias, un hospital y una universidad nominal. Antiguamente tenía dos o tres conventos, pero fueron todos suprimidos durante la revolución de 1823 y desde entonces no se ha hecho intento alguno por reactivarlos. Los edificios que ocupaban están en ruinas o han sido destinados a otros propósitos.

He dicho ya que la posición de Granada se eligió bien. Hacia el sur, a distancia de pocas millas, se yergue el volcán Mombacho con su escarpado cráter, mientras hacia el oeste, ondulantes colinas y bajas crestas se interponen entre la ciudad y el océano Pacífico. Hacia el norte hay sólo extensas llanuras aluviales densamente arboladas, que poseen un suelo rico y muy a propósito para cultivar arroz, azúcar, algodón y cacao. Pero en ningún sitio de los alrededores puede el viajero obtener un panorama satisfactorio de la ciudad. Sus bajas casas están cubiertas por los árboles que crecen en los patios y que rodean la ciudad por todos sus costados, de modo que poco puede apreciarse, excepto largas hileras de monótonos tejados rojos y la torre de las iglesias. El grabado adjunto, dibujado desde el lado oeste, da una buena idea de la apariencia de los suburbios, donde las casas están esparcidas y son comparativamente pobres. Se eligió principalmente para mostrar un profundo cauce, que al parecer es una hondonada abierta originalmente por un terremoto que luego fue socavada por la acción del agua. Se extiende en torno a la ciudad por tres de sus lados y constituye una defensa natural de no poca importancia. Tiene entre sesenta y cien pies de profundidad, sus paredes son abruptos precipicios, y sólo puede cruzarse en dos o tres sitios donde se han cortado terraplenes, de arriba hacia abajo por un lado y de abajo hacia arriba por el otro. Esta singular característica posiblemente tuvo algo que con la ubicación del antiguo poblado indígena.



El gran lago de Nicaragua fue llamado Cocibolcapor los aborígenes. Es sin duda alguna el accidente natural más notable del país, y, aparte de su belleza, ha sido objeto de singular interés por las supuestas facultades que presenta para la apertura de un canal navegable entre los grandes océanos. Modernas investigaciones han disipado muchas de las ilusiones que han existido en lo que concierne a ese proyecto, y demuestran que los obstáculos para su realización han sido hasta ahora sólo a medias comprendidos. Esas investigaciones han demostrado que el río San Juan nunca será navegable para navíos, y que el mayor obstáculo en la empresa propuesta no se halla, como antes se había supuesto, entre el lago y el Pacífico, sino entre el lago y el Atlántico una distancia de 128 millas, en cien de las cuales sería necesario cavar un canal a través de un territorio insalubre y de lo más adverso para la realización de esta empresa. También se ha determinado que, aunque ese canal facultaría grandemente el comercio de los Estados Unidos, acortando la travesía hacia la costa oeste de América, a las islas Sandwich y a las Indias Orientales, aún así, en lo concerniente a Europa, el ahorro sumado sobre la ruta del Cabo de Buena Esperanza sería poco considerable y de ningún modo equivaldría al valor de los peajes que el canal requeriría para mantenerlo abierto y bien mantenido. Usando el propuesto canal, el viaje desde Inglaterra hasta Cantón sería 200 millas más largo de lo que es ahora por el Cabo de Buena Esperanza; ¡a Calcuta serían 3,900 millas más, y a Singapur 2,300 millas! Ante tales datos, sería locura pensar que la empresa recibirá el apoyo comercial o político de las potencias de Europa, que de suyo han sido bastante humilladas por la competencia marítima americana, de modo que no prestarían su apoyo para revertir la favorable superioridad física que ahora poseen sobre los Estados Unidos en el comercio con el Oriente.

El lago de Nicaragua tiene una longitud de no más de ciento veinte millas y mide entre cuarenta y cinco o cincuenta de anchura en promedio. Es profundo, excepto en la costa norte, donde presenta extensos bajíos y se nutre de numerosos ríos, principalmente del elevado distrito de Chontales. Un estero llamado “Estero de Panaloya” y un pequeño riachuelo, el río Tipitapa, lo conectan con el lago de Managua, más elevado. Abundan en él los peces y también está infestado por una especie de tiburones, que los nativos llaman tigrones debido a su ferocidad. En ocasiones atacan al hombre con resultados fatales. Existe una especie de flujo y reflujo en las aguas del lago, lo que hizo pensar a los primeros exploradores que era un estuario o bahía del mar. El fenómeno, sin embargo, tiene una fácil explicación. Como he dicho antes, el viento predominante en Nicaragua es el alisio noreste, que aquí sopla cruzando todo el continente. Es más fuerte al mediodía y hacia el atardecer, cuando empuja y acumula las aguas, por así decirlo, contra la costa occidental del lago; mengua hacia la mañana, restableciéndose el equilibrio, y esto causa el reflujo. La regularidad con que sopla este viento imprime al flujo y reflujo del lago una regularidad correspondiente. A veces, cuando sopla de continuo y con mayor fuerza que lo normal, se inundan las tierras bajas de la costa occidental, pero esto rara vez ocurre.

Durante nuestra breve estadía, Granada estaba en profunda conmoción. Había sido escenario de algo bastante común allá en casa, pero novedoso y sin precedente aquí: ¡Una estafa! Tras la apertura del Tránsito, se había adoptado la costumbre de que los comerciantes hicieran envíos a sus corresponsales en el extranjero mediante notas emitidas por los agentes de la Compañía del Tránsito, evitando de esta manera el riesgo y la molestia de enviar efectivo. Un hábil mañoso, procedente quizás de Nueva York o de San Francisco, modesto caballero de gafas y sencilla vestimenta negra, se presentó un día ante uno de los principales comerciantes, y mostró un giro por $10,000 que deseaba cambiar por oro y plata. Sus necesidades eran apremiantes, por lo que no se oponía a acceder a un pequeño “recorte”. El ingenuo comerciante, para nada reacio a que se le tomase por un banquero y tampoco indiferente a llevarse “una pingüe ganancia”, se sintió halagado, y de inmediato reunió, de sus propios fondos y los de sus amistades, la suma requerida –entre ella una extraña colección de plata nómada, reales españoles, seis peniques ingleses, francos franceses y monedas de diez centavos de los Estados Unidos—. El documento fue debidamente endosado y la plata entregada a cambio. Esa noche se escuchó un carretón que crujía rumbo a la playa, donde su carga fue prontamente transferida a una “baja, oscura y sospechosa goleta” que mucho antes de la aurora se alejó de la vista de Granada. A los pocos días se supo la verdad. La gente podía comprender un robo o un asalto, una ventana forzada, o que balearan a un viajero, pero esta forma tan callada y sutil de lograr el mismo objeto era un refinamiento de la civilización que dejó perpleja a toda Granada. Se miraba a la gente presa de la ansiedad, hablando en murmullos por las esquinas, y hasta los aguadores abrían tamaños ojos del asombro. Los hombres se olvidaron de sus rezos y, enloquecidos, hicieron caso omiso de su siesta.

Los centinelas en las esquinas de la Plaza desatendieron sus riñas con los transeúntes, y los oficiales de la guarnición se sentaban en las gradas del cuartel, ¡sin encender sus puros! Todos parecían consternados, tenían la vaga noción de que los habían “embaucado” o que estaban soñando, pero no tenían muy claro qué había ocurrido.

A los pocos días el estupor empezó a disiparse; alguien sugirió que los perpetradores fuesen perseguidos, a lo cual todos dijeron “¡Cómo no!” y acto seguido ensillaron sus caballos. Pero entonces otro preguntó en qué dirección debían ir; pregunta que puso todo de nuevo en su lugar, así que desensillaron sus caballos. Finalmente, una vez que los “embaucadores” habían tenido tiempo de sobra para ponerse a salvo, es cuando empezó la persecución. Esta resultó en la captura de un médico inglés residente en el país, quien de hecho había amputado una pierna sin matar al paciente, por lo que se le tuvo como alguien demasiado astuto e ingenioso para ser honesto. Se le retuvo en prisión por varios meses, pero al no haberse reunido evidencia para condenarlo, fue finalmente liberado. ¡Así terminó la primera lección en Granada acerca del arte y el misterio de las finanzas modernas!

— “Fue cosa muy extraña.”

— “Así lo fue, amigo, ¡pero si viviera usted en Nueva York!”

El volcán Mombacho, a veces escrito Bombacho en los más antiguos, presenta una base ancha y una cumbre escarpada. Mide cerca de 4,500 pies (Se sabe hoy que su altura es de 1400 metros s/nivel del mar Entre los nativos son muy pocos los que lo han escalado, aunque casi todos tienen alguna historia que contar sobre la espléndida laguna que hay en su cumbre y las cosas maravillosas que encuentra el viajero en su ruta hacia ella. Con mucho trabajo logré persuadir a un antiguo marinero —que había ascendido varios años antes con el Caballero Friedrichthal (Un naturalista austriaco que lo visitó en 1841) —en cuya compañía pasé varios días en la cumbre, sirviéndome de guía. La cara del volcán que mira a Granada es inaccesible, y decidimos que sería menester ir hasta el poblado indio de Diriomo, situado en la base suroeste de la montaña, y desde allí intentar el ascenso.

Por consiguiente, hicimos nuestros arreglos esa víspera y, temprano a la mañana siguiente, todavía a oscuras, montamos nuestras mulas y partimos hacia Diriomo. Pasamos los muros del Campo Santo, pálido y espectral bajo la incierta luz, y entramos de inmediato al bosque por un angosto sendero. Apenas podíamos percibir la mula blanca de nuestro guía, que punteaba el camino, y tuvimos que confiar en la sagacidad de nuestras bestias para seguir la ruta. A intervalos, el roce de las ramas colgantes sobre el sombrero ahulado de nuestro guía, y su agudo “ ¡Cuidado!” nos alertaba a agacharnos en nuestras sillas, para evitar caer derribados de nuestras monturas. “Agachado va seguro” es una sabia indicación cuando se cabalga de noche por bosques tropicales. Luego de una hora o más de esta precaria travesía, empezó a rayar el alba, y poco después emergimos del bosque a una región relativamente abrupta y escarpada. Las laderas del volcán están hendidas por profundas barrancas que hieren sus costados y que irradian de su falda. Estas barrancas están cundidas de árboles, arbustos y lianas, pero las crestas entre ellas están desnudas, nutriendo apenas pastos largos y montunos, agostados y amarillentos por los continuos calores. A medida que cabalgábamos, a ratos nos veíamos inmersos en oscuras malezas; para emerger de pronto a las estrechas sabanas de las crestas, desde donde divisábamos brevemente el lago, que reflejaba apenas la sonrosada luz que se levantaba sobre las colinas de Chontales. La brisa matutina soplaba dulce y bondadosa en nuestras frentes y saturaba nuestros pulmones con un reconfortante frescor.

Una hora después ya habíamos llegado a la base de los altos promontorios cónicos de escoria, carentes de árboles pero cubiertos de pasto, que conforman una característica sobresaliente del panorama a espaldas de Granada. Su forma es por demás regular, y parecen haber sido modelados con cenizas y escorias expulsadas por el volcán durante una erupción y acarreadas aquí por el viento. De hecho, son acumulaciones de ceniza volcánica, y, puesto que se les halla en mayor o menor cantidad en las cercanías de casi todos los volcanes del país, indican de modo infalible la dirección de los vientos prevalecientes.

En torno a estos conos encontramos áreas taladas, ahora cubiertas por tupidas malezas, que antiguamente fueron haciendas de maíz y añil. Más allá, el camino se interna en una espesa floresta y serpentea por una alta cresta de rocas volcánicas y lava, que se extiende en dirección al volcán Masaya. A medio camino de la cumbre, fulgurante como diamante entre las rocas, se halla un copioso manantial de frescas aguas, portador de un sonoro nombre indígena que he olvidado, donde nos detuvimos para llenar nuestras cantimploras y dar descanso a las mulas. Es un paraje encantador, arqueado de árboles, que las nutrientes aguas mantienen ataviados de un verdor perenne. De tiempos inmemoriales ha sido refugio predilecto de los indios, y las rocas en su entorno se ven pulidas por el paso de miles de pies.

En la cumbre de la colina nos encontramos una figura labrada en piedra, firmemente plantada en el suelo, a la vera del sendero. Tiene el mismo estilo de los ídolos que descubrí en las isletas del lago durante mi primera visita a Nicaragua, pero hoy en día se usa —según dijo nuestro guía— para marcar el lindero entre los territorios de los indios de Diriomo y los de Jalteva. Por toda Centroamérica el viajero se encuentra a la vera de los senderos con túmulos de piedras que tienen un uso similar. Pues entre los indios, como entre Labán y Jacob, son testimonio de alianza: “Que no cruzaré yo sobre este montículo hacia vos, y vos no habrás de cruzar este montículo y este pilar hacia mí, para hacernos mutuo mal.”

Luego de ascender la cresta, el terreno se tornó ondulado, y hallamos por doquier parcelas de plátanos, caña y maíz, que comparados con la vegetación de otras áreas, lucían frescos y lozanos. Esto se debe al volcán, que se interpone al paso de los vientos alisios e intercepta las nubes que ellos portan en sus alas para luego precipitarlas en chubascos bajo su alero, y así, mientras el país entero sufre sequía, la bondadosa lluvia acaricia este privilegiado sitio, reteniendo su verdor y su belleza.

Eran escasamente las nueve cuando arribamos a la villa de Diriomo, extensa pero desperdigada. Sin embargo, no hicimos alto allí. Girando abruptamente hacia la izquierda, cabalgamos al galope por un sendero ancho y bien apisonado, hasta llegar a la hacienda de cacao de la familia Bermúdez. Este es un sitio recoleto y encantador, desde donde se domina una hermosa vista de la ladera sur del Mombacho. Una pequeña laguneta en primer plano, y macizos de árboles intercalados con parches de oscura lava y unos cuantos campos de escoria rojiza, formaban el centro de una imagen de novedosa e insuperable belleza, donde el volcán se erguía majestuoso a la distancia.



Tras dejar las mulas al cuidado de los mozos de la hacienda, sin más pérdida de tiempo proseguimos nuestra expedición. Por espacio de dos horas el sendero serpenteaba por un terreno muy accidentado. A veces teníamos que abrirnos paso entre lechos de crujiente lava, caliente ya bajo el fuego del sol, para luego hundirnos en la espesura de arboledas enanas, y emerger, tal vez, sobre una árida pendiente de ceniza y escoria, donde sólo medraban las secas púas del maguey o agave y macollas de espinosos cactos.

Finalmente iniciamos el ascenso a la montaña propiamente dicha. Por este lado las paredes del cráter están desmoronadas, y presentan un temible boquete escarpado en forma de cono invertido, revestido de rocas negras y amenazantes que parecían ceñirse coléricas a nuestro paso. La cima lucía ahora dos veces más alta que antes, y en vano aguzamos la vista para distinguir el remedo de un sendero entre las erizadas masas de lava y rocas volcánicas agrupadas en salvaje desorden a uno y otro lado. Dos de nuestro grupo, amedrentados por las dificultades que encarábamos, decidieron anteponer al placer de contemplar un amanecer desde la cumbre, pero también la posibilidad de desnucarse o, resultar con uno de sus de miembros destrozados por alcanzarla. Prefirieron una apacible noche en una cómoda hamaca en la hacienda. Así pues, a la sombra de una gigantesca roca vaciamos sus cantimploras y nos separarnos.

A partir de este punto, el ascenso fue sencillamente un fatigoso y caótico escalamiento. Ora aferrados a ásperas rocas angulares, ora asidos de raíces y ramas de retorcidos y esmirriados árboles, o desplazándonos penosamente por inclinadas pendientes de cenizas y arenas volcánicas que cedían bajo los pies, ascendíamos lenta y arduamente la montaña, cuya cumbre parecía elevarse más y más por los aires, mientras las nubes se desbocaban por transponerla con vertiginosa velocidad. También el sol brillaba sobre las áridas laderas con ingente calor, y las radiaciones de las ampolladas rocas prácticamente nos quemaban los ojos cegándonos la vista. Al cabo de dos horas habíamos subido tanto que apenas podíamos divisar a nuestros amigos allá abajo, y aún así, al mirar hacia arriba, era imposible descubrir un perceptible avance en nuestro ascenso.

Pese a todo, seguíamos adelante, hiriéndonos las manos y magullándonos las extremidades en nuestro afán por alcanzar la cumbre antes de la puesta del sol. A eso de las tres de la tarde nos detuvo el repentino desvanecimiento del señor Z___, un joven caballero granadino que se había decidido a acompañarnos. Dichosamente lo vi tambalearse y pude sostenerlo ante que cayera desvanecido. Unos instantes más y habría caído entre las rocas pereciendo sin remedio. Trató de recuperase y continuar, pero le fallaron la fuerzas y sufrió otro episodio de desmayo. Era evidente que no podría caminar y propusimos pernoctar. Pero él no quiso escuchar tal propuesta e insistió en quedarse acompañado por el guía hasta nuestro regreso. Lo condujimos a una hendidura, donde entre las rocas estaría resguardo del sol. Proveyéndole de agua y comida nos despedimos de él y continuamos nuestro ascenso.

Ahora que habíamos perdido a nuestro guía, me correspon­dió ser puntero del grupo. Era esta una posición de cierta res­ponsabilidad, pues la montaña estaba aquí hendida por nume­rosos y profundos riscos, algunos de ellos de centenares de pies de profundidad, y era difícil escoger un rumbo que los evitara y que al mismo tiempo nos condujera hacia la cima. Además, habíamos alcanzado ya la región nubosa, que a menudo oculta la cumbre, y las nubes nos envolvían en sus pliegues húmedos y oscuros, aunque refrescantes. Mientras iban pasando no podía­mos movernos, pues un solo paso en falso hubiera sido fatal.

Había encaminado mis pasos hacia un pico alto y anguloso, que juzgamos ser la parte más elevada de la montaña. Pero al al­canzarlo, luego de un esfuerzo prodigioso, vi que era sólo uno de los bordes quebrados del cráter y que el verdadero cuerpo de la montaña quedaba lejos, a la izquierda, separado del punto don­de estábamos por una profunda fisura que sólo podría cruzarse descendiendo de nuevo por las rocas un trecho de casi mil pies. Esto fue, en varios aspectos, una gran desilusión, pero aún así nos alegramos de no tener que pasar allí la noche. Antes de vol­ver sobre nuestros pasos, me arrastré con cautela hasta el pro­pio borde de la roca. Ésta sobresalía por encima del antiguo cráter que allá abajo abría sus fauces como un infierno. Retrocedí con un escalofrío, no sin antes avistar, en el mero fondo del rocoso abismo, una pequeña laguneta que brillaba con vivo fulgor en su áspera montura.

Una vez de regreso a lo firme del volcán llegamos a una pendiente relativamente lisa, cubierta por unos cuantos arbustos y un bosquecillo perenne; y, justo antes de la puesta del sol, luego de pasar varios cráteres o antiguos fumarolas, logramos alcanzar la cima de la montaña.

Me había abstenido de ver el panorama mientras ascendía­mos, ansioso por contemplar el portentoso paisaje que sabía que habría de extenderse ante mis ojos, en toda su vastedad y belleza. Agotado, desfalleciente, lastimado y sangrante, ¡aun así, esa sublime vista compensó todo ello! El lenguaje puede apenas insinuarla. El inmenso Pacífico, dorado bajo el sol poniente, se extendía al infinito hacia el oeste; y el lago de Nicaragua yacía inmóvil a nuestros pies con sus resplandecientes aguas tacho­nadas de islas. Más allá se alzaban las ocres colinas de Chonta­les, y aún más allá, alineadas de nivel en nivel, ¡las altas, azules hileras de las Cordilleras de Honduras, veteadas de plata! Giré hacia el sur y ahí, hendiendo el diáfano aire con sus altivos conos, se erguían los elegantes picos de Ometepe y Maderas, y aún más allá, se levantaba el volcán de Orosí, con su oscuro penacho de humo ondeando en la distancia, por leguas y leguas, contra el horizonte, delineando un cinturón de ébano contra la gigantesca masa del Cartago, (volcán Irazú en Costa Rica) coronado de nubes, dominando airoso los dos grandes océanos. Hacia el norte la vista era igual­mente variada y extensa. Allí, anidado entre colinas de eterno verdor, se extendía el grande y bello Lago de Managua. En su extremo más remoto se erguía enorme el volcán Momotombo, vigilando cual gigantesco guardián las dormidas aguas, y más lejanas aún, rematando la tenue perspectiva, se perdían en la distancia los picos que erizan la llanura de León. Y, aparentemente a nuestros pies, pese a que dista diez millas de la falda de la montaña, se hallaba el volcán Masaya, ancho y bajo en medio de extensos campos de lava, que, rugosa y negra, contrasta agu­damente con los bosques y sembradíos aledaños. Las blancas iglesias de Granada y de los pueblos vecinos parecían puntas de plata bajo los sesgados rayos del sol. ¡Pocas veces, en verdad, ojos humanos contemplaron escena más bella!

Mientras contemplábamos con incansable deleite, el sol descendía, y anchas sombras púrpuras se tendían sobre los lagos y planicies, y a su vez cada pico y montaña resplandecía con incrementado fulgor, como islas de ensueño en algún mar encantado. Pronto las sombras empezaron a invadir sus laderas, ascendiendo más y más, envolviéndolas una a una en su fresco abrazo. Al cabo, sólo quedaban las crestas más altas de Ometepe y Maderas, y en su entorno galanteaban los rayos del sol, como un amante que se demora en los labios de su amada en amorosos y prolongados adioses.
Pasaron el esplendor y la gloria; y arribó la imponente noche en su rutilante manto, en calma y majestuosa belleza, y entonces, de cara a las estrellas, nos arropamos con nuestras mantas y nos tendimos sobre el desnudo suelo. El silencio era profundo, casi doliente, y más que disiparlo, hacía más hondo el retumbo del gran Pacífico, atenuado y remoto pero claramente discernible. De pronto escuchamos el tañer de las campanas de Granada marcando el paso de las horas. El sonido casi nos sobresalta por su aparente cercanía, pero, suave y armonioso en la atmósfera enrarecida, semejaba las expansivas notas del arpa eólica al ser pulsada por una brisa repentina.

La primera parte de la noche fue deliciosamente fresca, pero hacia la alborada nos despertó una bruma fría que se asentó en la cumbre de la montaña, cubriendo las rocas con gruesas gotas de rocío, y no se disipó sino hasta mucho después que el sol se había elevado sobre el horizonte. Perdimos así el principal objeto de nuestra visita, pero nos consolamos con la reflexión de que nuestra imaginación no hubiera podido concebir nada más portentoso que el ocaso de la víspera. Eran pasadas las diez y no habíamos podido tender la vista más allá del reducido círculo en que nos encontrábamos, o avanzar hacia la pendiente oriental de la montaña, donde una abrupta depresión y el canto de los pájaros parecían indicar que en esa dirección hallaríamos la laguneta de la que tanto nos habían hablado. No nos decepcionamos, pues pronto arribamos al borde de uno de los antiguos cráteres secundarios, o fisuras de lava del volcán. No era tan profundo como los otros que habíamos visto, y sus paredes, suavemente convergentes, estaban parejamente cubiertas de grama. Era, para usar una comparación doméstica, una hermosa oquedad semejante a un cuenco, de algo más de un cuarto de milla de ancho y unos doscientos pies de profundidad. En su fondo dormitaba una laguneta bordeada de árboles y arbustos, cargados de lianas que caían al agua en opulentas masas. Entre los árboles había palmeras de coyol. Diminutas pero florecientes. Aunque lo más curioso de todo eran varios helechos arborescentes —los primeros que habíamos visto en Nicaragua — creciendo entre rocas sueltas, y parcialmente cubiertos por otros árboles. En ningún otro lugar de Centroamérica los había encontrado, salvo en la gran barranca de Guaramal en El Salvador. Sus frágiles hojas parecen translúcidas en los rayos del sol, tan etéreas y delicadas como el encaje de la escarcha en las ventanas de nuestras regiones septentrionales. Entre los árboles, y asomando ocasionalmente aquí y allá, había centenares de bulliciosos chocoyos. Mientras avanzábamos, una banda de guatusas (Dasyproctapunctata)—una especie de liebre muy común en los trópicos— se irguieron de pronto en sus patas traseras por sobre la hierba, nos miraron por un instante con evidente asombro, y huyeron en busca de refugio. En vano les disparé con mi revólver. El efecto de las descargas fue una maravilla. Una nube de chocoyos se alzó sobre los árboles y revolotearon en loca confusión en torno del antiguo cráter. Una pareja de cuervos que no habíamos detectado antes, también se alzaron volando en círculos sobre el agua, emitiendo sus roncos y discordantes graznidos, y una bandada de tucanes aleteó pesadamente de una a otra copa. En verdad, todo cuanto estaba dotado de vida en aquel remoto sitio parecía haberse espantado en salvaje estampida. Nosotros mismos estábamos un poco sorprendidos por aquel súbito batir de alas.

Más pronto se acalló la algarabía y las asustadas aves regresaron de nuevo a sus frondosos escondites, desde donde nos vigilaron en silencio. Intentamos penetrar la maleza que rodeaba la laguneta, pero eran tan espesas las lianas y el suelo por demás tan pantanoso que desistimos del intento y nos contentamos con una grata taza de café bajo la sombra de un tupido árbol. Al hacer una medición barométrica descubrí que esta laguneta de montaña se encontraba a 4,420 pies sobre el nivel del mar.2



Cerca del mediodía, luego de echar un último vistazo desde la cumbre del Mombacho, iniciamos nuestro descenso. Éste fue más rápido y menos fatigoso que el ascenso, pero también más peligroso. Para nosotros era mucho más motivo de temor bajar algunas de las pendientes, rocosas y casi perpendiculares, que lo que había sido escalarlas. De hecho, en un par de ocasiones apenas podíamos creer que regresábamos por el mismo sendero que habíamos escalado. Sin embargo, sin más infortunio que los que suelen acompañar estas aventuras, como fuera el rompimiento de nuestro barómetro. Llegamos al sitio donde habíamos dejado a nuestro exhausto compañero. Pero para nuestra sorpresa y momentánea alarma, no lo encontramos allí. Pero luego de una búsqueda encontramos un trozo de papel bajo un pequeño túmulo de piedras, donde nos informaba que su descanso nocturno lo había restablecido y que había aprovechado el fresco de la mañana para regresar a Granada. Complacidos de que no seríamos entorpecidos por un enfermo, proseguimos nuestro descenso y al caer la tarde nos encontramos disfrutando de una aromática taza de chocolate en el hospitalario corredor de Bermúdez.

Pasamos la velada refiriendo las maravillas de la montaña ante un ramillete de señoritas, que a cada pausa de la narración agrandaban sus lustrosos ojazos y exclamaban ¡Mirá! Todas, menos la encantadora Dolores, que enrollaba cigarritos con sus ahusados dedos, y quien no hablo del todo, más que con miradas tan intensas, que el narrador trastabilló en su recuerdo y admiración ¡y olvidó su relato cuando esas miradas se toparon con las suyas! ¡Si valoráis la paz de vuestro espíritu, oh forasteros cuidaos de la ensoñadora Dolores!
Noviembre 1855

Una hacienda de cacao es una de las posesiones más co­diciadas del mundo para un hombre de buen gusto y libre de obligaciones. Se asemeja más a un hermoso parque, con sus an­chas veredas que corren en diferentes direcciones, que a cual­quier otra cosa con la que se le compare. El árbol que produce la semilla, o mejor dicho el fruto, se conoce entre los botánicos como Theobroma, que en griego significa “alimento de los dioses”. Rara vez crece más allá de los veinte pies; sus hojas son grandes, oblongas y puntiagudas, y guardan cierto parecido con las de nuestro nogal. Las flores son pequeñas, de color rojo pálido. Las semillas crecen en grandes bayas y en su madurez son de color rojizo, llegando a medir cuatro o cinco pulgadas de largo y dos y media o tres de diámetro, con estrías o surcos como los de cierta variedad de melón. Algunas de estas bayas contienen hasta cincuenta semillas. El árbol es frágil y se debe proteger de los abrasadores rayos solares, sin privarlo del calor necesario para propiciar su crecimiento y la maduración de su fruto. Esto se logra dándole sombra, cuando joven, con cepas de plátano. Al mismo tiempo se siembra a su lado una planta de Erythrina, que, por ser más rápido su crecimiento, eventualmente le dará toda la protección requerida. Se derriba entonces la cepa de plátano y el árbol de cacao empieza a medrar. Al cabo de siete años comienza a rendir frutos, pero no alcanza su perfección sino hasta los quince años. La Erythrinao árbol de coral, también llamada Cacao Madre ( Elequeme o Poró ), alcanza una altura de cerca de sesenta pies, y a finales de marzo o inicios de abril produce infinidad de flores de color carmesí brillante. En esta temporada, una llanura extensa cubierta de cacaotales es algo magnífico. Vistos desde un otero, los extensos bosques de Erytrhrinadan la impresión de estar envueltos en llamas.

El cacao es originario de América, donde su semilla era muy usada por los indios antes de la Conquista, no sólo como ingrediente de una deliciosa y nutritiva bebida, sino también como moneda. De hecho, todavía se usa como valor de intercambio en los mercados de todas las principales ciudades de Centroamérica, donde la escasez de monedas de valor inferior a los tres centavos hace conveniente su uso en transacciones menudas. Antiguamente, y creo que todavía hoy, doscientas semillas o granos equivalían a un dólar. El cacao de Nicaragua es de proverbial excelencia, y ocupa el segundo lugar después del de Soconusco, el que durante el dominio español fue monopolio de la Corona. 

Su valor, incluso en el mismo país donde se produce, es tres o cuatro veces mayor que el de Guayaquil, siendo ésta la única variedad que llega a los Estados Unidos.
Gran confusión existe en nuestro país en lo que concierne a tres nombres similares que pertenecen a tres productos diferen­tes, a saber: Coco, Cacao y Coca. El primero es el nombre de una variedad de palma cuya semilla, harto conocida como semilla de coco, no requiere descripción. Cacao es el fruto del árbol del cacao, (Theobroma cacao), descrito en los párrafos anteriores. 0, si el erudito lector prefiere la descripción científica a la mía, es “una cápsula coriácea grande, tiene casi la forma de un pepi­no, de cuyas semilla se prepara la sustancia grasosa y ligeramen­te amarga llamada chocolate”. Finalmente, Coca es el nombre que se aplica a un arbusto (Erythroxylon coca) que crece en las laderas orientales de los Andes en Perú y Bolivia y que es, para los nativos de esos países, lo que el opio y el betel para los del sur de Asia. Las hojas son gruesas y aceitosas y se comen con un po­co de cal para darle cierto sabor. Los indios de la puna con fre­cuencia subsisten de ellas durante varios días cada vez.

Como he mencionado, el árbol de cacao es tan delicado y tan sensible al sol directo, que requiere sumo cuidado para pre­servarlo durante los primeros años de su crecimiento. Empieza a dar fruto a los siete u ocho años y continúa siendo productivo por treinta y hasta cincuenta años. Capital y tiempo son, pues, indispensables para iniciar una finca; pero una vez establecida, es fácil que prospere mediante adiciones anuales. Se ha calcula­do que un sólo hombre puede atender mil árboles y recoger su cosecha. Por consiguiente, las fincas de cacao son más valiosas que las de azúcar, añil, algodón o cochinilla. Una buena planta­ción, bien atendida, rendirá un producto anual promedio de veinte onzas de semillas por árbol, lo que, multiplicado por mil árboles, suma mil doscientas libras. Al precio usual del mercado de $25 por quintal, esto daría $300 al año por cada mil árboles y por cada peón. La finca se valora a un dólar por árbol; puesto que se considera que la hacienda de Bermúdez contiene 130,000 árboles, su valor se calcula en $130,000 sin incluir el terreno, y su rédito anual es de unos $40,000.

El índigo o añil constituye otra de las principales cosechas de Nicaragua; y el producto de este Estado solía obtener un precio más alto en los mercados de Europa que el de cualquier otro país del mundo. Su producción ha decaído mucho en años recientes, y sólo unas pocas haciendas de reconocida fama siguen en operación. Hay entre ellas una, que es propiedad de Don José León Sandoval, en la inmediata vecindad de Granada. Es bien sabido por los visitantes que desde allí se domina la mejor vista del lago y del panorama adyacente que pueda hallarse en los alrededores de aquella ciudad. Es, por consiguiente, el punto de remate predilecto para todo paseo o cabalgata vespertina. Por supuesto que todos fuimos allí, no una, sino muchas veces.

La casa hacienda se encuentra en el borde de un altiplano, con vista a los ricos suelos aluviales que se extienden desde ahí hasta el lago, y que ofrecen una encantadora variedad de prade­ras, plantaciones y floresta. Más allá de estos aluviones, el lago se extiende en la distancia hasta las altas y remotas costas de Chontales y hacia los picos de Ometepe por el sur. Al mirar tierra adentro se contempla la purpúrea mole del Mombacho, escoltada por los dorados conos de escoria que antes mencioné.

El añil de Nicaragua se obtiene de una planta nativa trianual (indigofera disperma), que se halla profusamente distribuida por todo el país. Si bien alcanza su máximo desarrollo en los suelos más ricos, crecerá también en cualquier suelo, y poco le afectan las sequías o las lluvias excesivas. Para sembrarla, se limpia por completo el terreno, usualmente se quema, y con un apero pa­recido a un azadón se divide en pequeños surcos de dos o tres pulgadas de profundidad, a una separación de un pie o catorce pulgadas, en cuyo lecho se siembran a mano las semillas. Una fanega de semillas basta para cuatro o cinco acres de terreno. En Nicaragua se acostumbra plantar el añil al cierre de la estación seca, en abril o mayo, y para propósitos de manufactura, en dos y medio o tres meses alcanza su máximo desarrollo. Durante este tiempo hay que desyerbar con esmero, para evitar cualquier mezcolanza de plantas que pudiesen afectar la calidad del añil. Cuando está tierna la planta, que crece a una altura de dos a tres y medio pies, es muy parecida a la que en Estados Unidos se conoce popularmente como “trébol dulce” y se parece también a los tiernos y delicados retoños del algarrobo.

Cuando las plantas se cubren de un polvillo verdoso, están listas para cosecharse. Esto se hace con cuchillos, a corta dis­tancia arriba de las raíces, de modo que queden algunas ramas —lo que en las Antillas Occidentales se conoce como “ratoons”—para un segundo crecimiento que producirá una segunda cosecha, misma que estará lista para cortarse seis u ocho semanas después de la primera. La cosecha del primer año es bastante nimia, la del segundo año se considera la mejor, aunque la del tercero es apenas inferior. Se dice que ciertos plantíos han sido segados a lo largo de diez años consecutivos sin necesidad de ser replantados.

Después que se cortan las plantas, se atan en pequeños manojos y se ponen a remojar en una gran pila de mampostería que llaman la “maceradora” (remojadora). Esta pila puede contener de mil a diez mil galones, según sean las necesidades de la finca. Sobre las plantas se colocan luego unos tablones cargados de pesas, y se agrega agua suficiente de pesas, y se agrega agua suficiente para cubrirlo todo, que lue­go se deja macerar o fermentar. La rapidez de este proceso de­pende mucho del clima y de la condición de la planta. A veces se completa en seis u ocho horas, pero por lo general no dura menos de quince a veinte horas. La duración apropiada se de­termina por el color del agua saturada; pero el gran secreto de toda la operación consiste en cuidar el punto justo de fermen­tación, pues de ello depende sobremanera la calidad del produc­to. Procurando no dañar la planta, el agua se escurre a una pila de menor altura, o “golpeadero” donde se aporrea recio y sin ce­sar, con paletas de mano en las haciendas pequeñas; en las ma­yores, con ruedas impulsadas por tracción animal o por fuerza hidráulica. Esto se sigue haciendo hasta que el color verde que presenta inicialmente cambia a un azul, y hasta que la materia colorante o floculae muestra una tendencia a cuajarse o a preci­pitarse. Esto a veces se acelera añadiendo ciertas hierbas. Se de­ja entonces asentar, y el agua se escurre con cuidado. La pulpa se acumula en gránulos, que semejan una suave y fina arcilla de color azulado. Posteriormente se guarda en sacos y se pone a secar al sol. Una vez seca, se acopia y se empaca en bolsones de cuero, que llaman zurrones y que contienen 150 libras cada uno. La calidad tiene no menos de nueve gradaciones, siendo la me­jor la de más alta cifra. La pulpa de seis a nueve grados recibe el nombre de flores y es la mejor; la de tres a seis, cortes; y la de uno a tres inclusive, cobres. Las dos calidades más pobres no cubren ni los gastos. Una manzana de cultivo, es decir, cien yardas por cien, produce un promedio de un zurrón por cada corte. Una vez que las plantas han pasado por la pila, es requisito de ley que­marlas, pues al descomponerse generan millones de molestos insectos que se conocen como “moscas de añil”.

La planta de añil exige constante atención durante su desa­rrollo, y se debe cortar en un determinado período, pues de otro modo pierde su valor. Los procesos subsiguientes son delicados y requieren del mayor cuidado. Así pues, se comprenderá fácil­mente que la producción de este rubro es la que más sufre por las revoluciones y disturbios del país, cuando se hace imposible obtener mano de obra, o cuando los campesinos están sujetos a que en cualquier momento los reclute el ejército. Por consiguiente, este cultivo ha decaído en gran medida; muchas hermosas fincas están en completo abandono, y la exportación del rubro se ha reducido a menos de una quinta parte de lo que fue en otros tiempos. Su producción se encuentra ahora concentrada en El Salvador, donde la industria está mejor organizada que en los demás Estados.



Al cabo de una semana de nuestro arribo a Granada habíamos completado nuestros preparativos para viajar a León. Fijamos nuestra salida para la mañana, de modo de poder estar en Managua ese mismo día. Pero al llegar la mañana se habían extraviado algunas mulas, lo que es muy frecuente, y tuvimos otro ataque agudo de indolencia y rezago nicaragüense. Al rayar el alba ya estábamos “con el pie en el estribo” pero nos dimos el gusto de andar resonando por los corredores de arriba abajo, hasta las tres de la tarde, cuando, luego de invocar poco cristianamente los castigos del Infierno para nuestros muleros, logramos por fin ponernos en marcha.

Llegamos al anochecer al gran pueblo de Masaya, situado cerca de las faldas del volcán del mismo nombre, que dista cuatro leguas de Granada. La región entre ambas ciudades forma ondulaciones y presenta numerosas escotaduras de barrancas como las que irradian de las faldas del Mombacho, que ya he descrito. Hay, sin embargo, algunos claros esporádicos de suelo llano, empleados para cultivos de maíz, algodón o tabaco, sin que falte el invariable acompañamiento de un platanar. El plátano es, de hecho, el principal sustento vegetal del pueblo de Nicaragua, verde o maduro, asado, cocido, frito o en conserva, se incluye de mil maneras en cada comida. Y, como un acre de plátanos puede rendir igual cantidad de nutrimento que ciento treinta y tres acres de trigo, y además requiere de poca o ninguna atención, se infiere que el país que lo produce carece de grandes incentivos para ser industrioso. Pues donde las necesidades del hombre se satisfacen con tanta facilidad, la gente, por natu­raleza, cae en un estado de indolencia del que rara vez se des­piertan, como no sea por influjo de sus pasiones. H __ anotó en su libreta, bajo un boceto de la mata de plátano: “Plátano, voca­blo español: ¡una institución para alentar la holgazanería!”.

Al acercarnos a Masaya, los campos lucen salpicados de huertas, y vimos al paso cientos de indios, con sus morrales o salbeques repletos, unos de leña, otros de plátanos, naranjas, papayas, cocos y maíz, que llevaban de sus sembradíos a sus hogares. Niñas y niños, completamente desnudos, trotaban por las veredas con cargas acordes a su resistencia, que mantienen sobre sus espaldas mediante una banda que se ciñen en la fren­te, pues es regla invariable entre los indígenas de toda Améri­ca Central requerir de su prole una cierta cantidad de trabajo desde el primer momento que se muestran capaces de ello.

Masaya es uno de los pueblos principales de Nicaragua y cuenta con una población mayor que la de Granada misma. Está habitada casi exclusivamente por indios, que se distinguen por su habilidad y diligencia. Poseen no sólo vastas plantaciones que abarcan varias millas en torno al pueblo, cultivadas con el mayor esmero y de las que Granada obtiene gran parte de sus víveres, sino que también se dedican mayormente a la manufac­tura de sombreros de palma, petates o esteras, hamacas y jarcias de pita (henequén), aparejos de montura, calzado y muchos otros artículos. Cuentan también con varios plateros muy dies­tros, artífices que labran en oro y plata y que fabrican, entre otras cosas, un género de filigrana de oro trenzado que se conoce como cadenas panameñas. Conservan muchas de sus costum­bres aborígenes, entre otras la del tiangue, que es un mercado o feria diaria. Una hora antes de caer el sol, vendedores de toda suerte de mercaderías, frutas, carnes y todo tipo de enseres y abastos que se producen en la ciudad y en sus alrededores, se empiezan a reunir en la plaza del pueblo, donde tienden su mercancía a la venta. Pronto la plaza se llena de una multitud de gente de lo más alegre, tanto como puede verse en cualquier parte del mundo, todos animosos y departiendo con el mejor humor. Por aquí se sienta una anciana con una batea repleta de las ricas semillas pardas del cacao; más allá, una risueña muchacha se arrodilla en un petate con una enorme pila de dulces; otra tiene un entramado de cañas engalanado con chorizos; a su lado, una vendedora de piezas de alfarería local de barro, alegremente policromadas y de graciosas formas, vocea su mercancía:

—¡Cántaros! ¡Cántaros nuevos!

¿Quiere comprar?  

Y acullá, una Ceres morena, con la cabellera adornada de flores, exhibe una docena de canastas pletóricas de frutas lozanas y deliciosas, y entona con melodiosa voz:

—¡Tengo naranjas, papayas, jocotes, sandías, melones, zapotes! ¿Quiere comprar?

A uno y otro lado se ven rimeros de sombreros de diferentes formas, hamacas, fibra de algodón trenzado, jarcias de pita, mantas típicas, petates y una inmensa variedad de lo que los yanquis llamamos “abarrotes”; allí un talabartero expone los rústicos productos de su arte; el zapatero vocea sus zapatos; el herrero, sus machetes, bridas para caballos y otros artículos de hierro; un sujeto alto merodea por ahí portando un reloj de pared de Connecticut de recargada carátula, y al pasar nos hace un guiño cómplice; y una acicalada señorita se nos acerca tímida con una caja de estilo extranjero, y aparta el papel de seda para mostrarnos unos finos zapatos de satín y unos rollos de listones, y con su voz suave y su sonrisa dulce nos sugiere que nada sería más conveniente para las “apreciadas señoras” de nuestras “respetables mercedes” y, como humanos que somos, le hacemos una compra. Me pregunto si la encantadora Dolores apreció aquellos zapatos de satín, si los pisó levemente con sus diminu­tos pies, recordando al forastero que se los envió, ex profeso con un mensajero indio, allá desde el tiangue de Masaya. ¿Quién sabe?

Empero, la cosa más notable en lo que concierne a Masaya es su laguna, de la que escribieron los antiguos cronistas con exaltadas notas. Es de origen volcánico, enclaustrada desde to­dos los costados por acantilados perpendiculares, que sólo se pueden descender, con dificultad y peligro, tomando las veredas labradas a medias en la roca. El viejo Oviedo, quien la visitó en 1529, calculó el descenso hasta la superficie del agua en “más de ciento treinta brazas” y la mayoría de los visitantes en tiempos recientes, que la han escalado hasta abajo y han vuelto a subir a duras penas, están prestos a jurar solemnemente que no mide ¡ni una pulgada menos de mil pies! Pero en el barómetro son en verdad apenas 480 pies. H __ admitió que el barómetro tal vez fuera preciso en cuanto a la distancia hasta el agua, pero que la altura de las barrancas era otro asunto, — “¡una milla, por lo me­nos!” —mientras se secaba el sudor de la frente y abanicaba su lustrosa faz con el ala de su panamá.

“Fui con el jefe de Nindirí —dice Oviedo— a visitar esta hermosa laguna. Para llegar a ella, tuvimos que bajar por el sen­dero más empinado y peligroso que imaginarse pueda, pues hay que descender por sobre rocas que parecen ser de hierro sólido, y en ciertos trechos es por completo perpendicular y se tienen que usar escalas de seis o siete peldaños. El trayecto entero del descenso está sombreado por árboles y son más de ciento trein­ta brazas hasta la laguna, que es muy bella, y su diámetro tal vez mide más de legua y media. El cacique me hizo saber que en los alrededores de la laguna hay otros veinte senderos o más, aún peores que el que tomamos, y que los habitantes de los pueblos vecinos, más de cien mil en número, vienen todos aquí para abastecerse de agua. Debo confesar que durante el descenso me arrepentí más de una vez de mi falta de cautela, pero persistí más que nada por la vergüenza de declarar abiertamente mis temores, y en parte debido al estímulo de mis compañeros, y admirado también de ver a los indios cargando arroba y media de agua (unas 40 libras), subir tan campantes como si anduvieran en un llano. Al llegar al fondo hallé el agua tan caliente que sólo una intensa sed me hubiera inducido a beberla. Pero en el acarreo se enfría pronto, y es entonces la mejor agua para beber del mundo. Entre los bajaderos, hay uno formado por una única escala de cuerdas. Por no existir en varias leguas a la redonda ninguna otra fuente de agua y siendo la tierra fértil, los indios sobrellevan la inconveniencia, y obtienen su provisión de la laguna.”

Ni la laguna ni la gente han sufrido cambio alguno desde que Oviedo escribió esto, hace más de trescientos años. Igual que antaño, las mujeres de Masaya transitan a mañana y tarde por el camino sombreado y espacioso que lleva desde el pueblo hasta la orilla de la barranca. Los cántaros de agua, tan celebrados por la belleza de sus formas y la excelencia de su material, se llevan por lo general en un saco de red, acolchado por el lado que descansa sobre la espalda de la aguadora, y sostenidos por una banda ancha que se ciñen a la frente. De ese modo llevan las manos libres para asirse de las rocas y de los trozos de madera que se han fijado aquí y allá para ayudarse en el ascenso. Algunas de las acarreadoras se ponen los jarros sobre la cabeza, y, con las manos apoyadas en la cadera, avanzan hasta arriba a paso resuelto y firme, donde muy pocos extranjeros osarían aventurarse bajo ninguna circunstancia. Ascienden, dice Oviedo, con aparente sosiego; el esfuerzo, empero, es grande, lo que se hace evidente cuando llegan a la cima, con la frente empapa­da en sudor y el pecho agitado por los jadeos. En la cima hay una cruz, y ante ella las cargadoras se inclinan en señal de gratitud por haber podido subir sin percance.

Abundan los relatos populares sobre accidentes acaecidos a personas que en el trayecto se han visto acometidas por súbitos mareos o desmayos, y se sospecha que en más de una ocasión alguna aguadora se ha librado sin mayor escrúpulo de su rival dándole un discreto empujoncito sobre el precipicio. Pero la­mentaría pensar tan mal de las cobrizas coquetas de Masaya.

Creo necesario agregar que la laguna de Masaya no tiene desagüe y es de evidente origen volcánico. El volcán de Masaya o Nindirí, se alza sobre su borde noroeste; en ese lado no se ven acantilados, y a causa de la lava que ha escurrido hasta la laguna durante alguna antigua erupción, se ha formado un terraplén que coincide con la pendiente de la montaña. Es mucha la profundidad de la laguna. La primera vez que visité Masaya bajé hasta la orilla del agua, donde me topé con muchas aguadoras. Estaban tomando un baño y llevaban sus cántaros a varias brazadas de la orilla, donde los llenaban para proceder a su acarreo. Mi presencia no las desconcertó en lo absoluto, así que me senté en las rocas a conversar con estas náyades cobrizas.

Pregunté a una de ellas si la laguna era profunda. Me respondió que era “insondable” y, para darme prueba de ello, chapoteó hasta la orilla y, tomando una gran piedra en cada mano, nadó un trecho laguna adentro y se dejó hundir. Desapareció tan largo rato que comencé a sentirme nervioso por temor de que le hubiese acontecido algún accidente en esas ignotas profundidades, cuando súbitamente emergió casi en el mismo sitio donde había desaparecido. Jadeó un instante para tomar aliento y entonces, volviéndose hacia mí, exclamó: “¿Se fija?”

Adelante de Masaya nuestra ruta nos condujo por una avenida ancha y hermosa, bordeada en ambos costados por campos exuberantes que se extienden hasta el pueblo de Nindirí. Había en ella una buen número de mulas, hombres, mujeres y niños; todos cargados de frutas, provisiones u otros artículos de venta, en su ruta a los mercados de Masaya o Granada; pues el indígena no vacila en cargar su mercadería —que acaso valga medio dólar— a lo largo de veinte millas, o aún más lejos.

El pueblo mismo de Nindirí es uno de los lugares más bellos de la tierra. Naranjos, plátanos, marañones, nísperos, mameyes y esbeltas palmeras, todos con sus frutos variopintos mostrando su lustre castaño o dorado entre el follaje, y aquí y allá un árbol de jícaro de escasa altura con sus verdes esferas colgando de cada rama; todos estos apiñados, literalmente resguardando entre su follaje los pintorescos ranchos de caña de los sencillos y hacendosos habitantes. Las mujeres indígenas, con el torso des­nudo y sentadas bajo los árboles, hilaban un algodón blanco co­mo la nieve, o bien fibra del maguey, mientras sus bulliciosas criaturitas retozaban desnudas y alegres en el suelo apisonado, donde los rayos del sol caían en titilantes y fugaces laberintos, y los vientos doblegaban las ramas de los árboles con sus invisi­bles dedos. ¡Primitivo Nindirí! sede de los caciques de antaño y sus bárbaras cortes, aún ahora— en medio del barullo de la atestada ciudad, y el apretujamiento y el bregar de miles; en me­dio de la tenaz avaricia y la pertinaz miseria, la hipocresía des­carada y el corazón inclemente; donde la virtud es recatada y la maldad insolente, donde el fuego, el agua y aún los rayos del cie­lo son esclavos de la voluntad humana— cómo te evoca mi me­moria, cual dulce visión nocturna, cual Arcadia de ensueño, na­cida de la ilusión y casi irreal.

Tras dejar Nindirí, empezamos a ascender una de las lade­ras o estribaciones del volcán de Masaya, caminando sobre lava desmoronada y piedra pómez, convertidas ahora en suelo que nutre una exuberante floresta. A una distancia de casi una legua llegamos al sitio conocido como “mal país.” Es éste un inmenso campo de lava que, en la última erupción, escurrió a lo largo de muchas millas por las laderas del volcán, en dirección al Lago de Managua. El camino cruza el campo de lava en su parte más angosta, pero la lava se extiende a ambos lados por una extensa área. Sólo puede compararse con una vasta planicie de hierro colado recién enfriado, o con un océano de tinta que se hubiese congelado de súbito durante una tormenta. En ciertos lugares la lava se pliega en negras y ceñidas masas; en otros se acumula en placas menudas, como el hielo primaveral en las riberas de nuestros ríos del Norte. Aquí y allá extensas planchas irregulares parecen haber sido volteadas al revés cuando se enfriaba su superficie, mientras la corriente derretida fluía por debajo, mostrando una faz de estrías regulares, semejante a las rizadas fibras del roble o del arce. Ni un solo árbol se miraba entre nosotros y el volcán, ¡nada más que un extenso yermo de lava, negro y escabroso!

Desmonté y me aventuré a andar por las crujientes masas, pero no llegué lejos, pues los bordes y puntas filosas traspasaban mis botas como si fuesen navajas. En cierto lugar observé que la lava a medio enfriar se había plegado capa por capa en torno a un árbol, que luego debió haberse quemado o podrido, dejando impreso en la lava ya sólida un molde perfecto de su tronco y sus ramas principales.

Como he dicho ya, el volcán de Masaya es ancho y de esca­sa altura, y muestra inconfundibles indicios de actividad recien­te. Su última erupción, que dio origen al vasto campo de lava que he descrito, tuvo lugar en 1670. Durante nuestra visita se mantuvo calmo, pero desde entonces, en el lapso de los últimos dieciocho meses ha hecho erupción de nuevo. Enormes nubes de humo emergen ahora de su cráter, que por las noches res­plandece iluminado por los voraces fuegos que arden en su fon­do; y no sería improbable que pronto recuperase la fama que por muchos años gozó tras la Conquista, cuando se mantuvo en constante erupción, y recibió por ello el mote de “El Infierno de Masaya.”

El viejo cronista Oviedo nos ha dejado una detallada e inte­resante narración de ello, por haber ocurrido al tiempo de su visita en 1529· Cuenta que había visitado el Vesubio y el Etna, y enumera muchos otros volcanes: “...pero me parece —dice su relato— que ninguno de estos volcanes pueden compararse con el de Masaya, el que, como tengo dicho, he visto y examinado en persona. He aquí lo que vi. Era cerca de la medianoche del 25 de julio de 1529 cuando salimos de la casa de Machuca, y al amane­cer habíamos llegado casi hasta la cima. La noche era muy os­cura, por lo que el fuego de la montaña se veía brillar muy viva­mente. He sabido, por gentes dignas de todo crédito, que en no­ches muy oscuras y lluviosas la luz que irradia del cráter es tan intensa que a media legua de distancia una persona puede leer, pero esto no podré afirmarlo ni negarlo, pues en Granada, en noches sin luna, se ve alumbrada toda la región por las llamas del volcán; y doy fe que se le divisa a dieciséis o veinte leguas; pues yo mismo lo he visto a esa distancia. Mas no por eso podemos llamar fuego a eso que exhala el cráter, pues más que fuego es humo, aunque parezca llamarada.”

“Iba yo en compañía de un cacique indio de nombre Nacatime, quien, al acercarnos al cráter sentóse a unos quince o veinte pies y señaló hacia el espeluznante orificio. La cumbre de la montaña forma una planicie cubierta por rocas rojas, amarillas y negras, moteadas de diversos colores. El boquete es tan extenso que, a mi juicio, un tiro de mosquete no podría cruzarlo. Su profundidad, según mis cálculos, es de unas ciento treinta brazas; y, aunque por los espesos humos y vapores era difícil ver el fondo del cráter, aun así logré discernir allí un espacio perfectamente redondo y lo bastante grande para contener a más de cien caballeros combatiendo con sus espadas y a más de mil espectadores, y aún podría dar cabida a muchos más, si no fuera por otro cráter todavía más profundo, que se halla en el centro del primero. En el fondo de este segundo cráter contemplé un fuego, tan líquido como el agua y del color del bronce. De vez en cuando esta materia derretida se alzaba por los aires con fuerza prodigiosa, arrojando grandes masas a muchos pies de altura, como pude observar. A veces estas masas iban a dar a los costados del cráter, y permanecían allí, antes de extinguirse, en el tiempo que toma rezar seis Credos. Una vez enfriadas, semejaban las escorias de una fragua”.

“¡Me es difícil pensar que un cristiano pudiese contemplar este espectáculo sin pensar en el infierno y sin arrepentirse de sus pecados; más todavía si se compara esta vena de azufre con la eterna inmensidad del fuego sempiterno que aguarda a quienes no son gratos a Dios!”

“Machuca y fray Bobadilla me relataron un hecho curioso; dicen que la materia derretida sube a veces hasta el mero borde del cráter, aunque yo solamente la he visto a gran profundidad. Haciendo las indagaciones del caso, supe que cuando llueve mucho, el fuego en verdad sube hasta el borde.”

“De labios del cacique de Nindirí he sabido que él ha subido varias veces, en compañía de otros caciques, hasta la orilla del cráter; y que veían salir de ahí a una vieja casi desnuda, y con ella celebraron un monéxico, o concilio secreto. La consultaban para saber si habrían de hacer la guerra, o si acordar o rechazar una tregua con sus enemigos. Ella les decía si habrían de con­quistar o ser conquistados; si habrían de tener lluvia; si la cose­cha de maíz sería abundante; y en fin, predecía todo lo que ha­bía de acontecer. En tales ocasiones era costumbre que uno o dos hombres, y algunas mujeres y niños, se ofrecieran por pro­pia voluntad a que les sacrificasen en honor a ella. Dijo también el cacique que al llegar los cristianos al país, la vieja no volvió a aparecerse. Preguntéle cómo era su apariencia, y me dijo que era muy vieja y arrugada; que los pechos le colgaban hasta el vien­tre; que tenía el cabello ralo y erizado; que sus dientes eran lar­gos y agudos como los de un perro; su piel más oscura que la de los indios; los ojos hundidos pero fieros— en pocas palabras, la describió como si fuera el mismo diablo, ¡Y por cierto que así de­be haber sido!”

Pasados los extensos campos de lava, el camino hacia Mana­gua atraviesa un territorio ondulado, con ocasionales sabanas salpicadas de arboledas, a cuyo través lográbamos atisbar los distantes lagos y montañas. A lo largo de muchas millas, la esco­ria y la lava desmoronada mostraban hasta dónde había llegado la acción del volcán en tiempos remotos. El camino en su mayor parte recibe la sombra de los árboles y es ancho y llano.

Lo reco­rrimos veloces y alegres, causando de vez en cuando la alarma de alguna manada de monos que reposaban en las copas de los árboles, o procurando atinar con nuestros revólveres a los pavos salvajes que pululaban por doquier en los bosques. El Doctor nos defraudó a todos, y nos privó de una suculenta cena al dis­pararle a un tentador y rollizo “zaíno” chancho de monte con el cañón equivocado de su escopeta, salpicándole apenas los jamones al pobrecillo con perdigones, en lugar de matarlo de una vez con una bala.

Arribamos a Managua justo cuando las campanas repicaban la hora de la oración, y nos detuvimos, con las cabezas descubiertas, a la sombra de un tamarindo denso de frutos, hasta que el último tañido se disipó en el aire. Con estas sencillas y muy propias muestras de deferencia a las costumbres del país y a los sentimientos de su gente, ganamos siempre su simpatía y buena voluntad, y nos evitamos muchas de esas incómodas situaciones que figuran en las columnas de nuestros diarios, magnificadas con toda la fanfarria de las mayúsculas “!Ultrajan a ciudadanos americanos!” Y aquí puedo decir, como resultado de mi algo amplia experiencia, tanto oficial como privada, que en nueve de diez casos los problemas en que se ven de continuo involucrados los americanos se deben a su jactancia o a su imprudencia. No son pocos quienes creen necesario mostrar desprecio por una religión que no profesan —tan sólo porque nacieron bajo la influencia de otra— y entran a las iglesias con el sombrero puesto, tocan las efigies y las ánforas de los altares. No logran apreciar la hermosa costumbre de descubrirse la cabeza cuando pasa una carroza fúnebre, sino que se esmeran por mostrar su falta de respeto a las costumbres locales, y se calan aún más el sombrero hasta los ojos. Pocos de nuestros compatriotas pueden entender cuántos de sus prójimos guardan un decente respeto por las leyes y reglas del decoro simplemente por las restricciones de la opinión pública, hasta que tienen ocasión de observar su conducta en el extranjero, donde se piensan a salvo de tales leyes. Hombres que en casa pasan por ser personas muy respetables, caen de pronto en hábitos y modos de conducta de los que nadie les hubiera creído capaces. Olvidan que hay en todo sitio cierto respeto que se deriva de la buena conducta y de los actos honorables, y que éstas son cualidades aceptadas y apreciadas incluso en las sociedades donde menos prevalecen.

Managua es un pueblo grande, y debido a la rivalidad entre Granada y León es la capital nominal del Estado. Es decir, la Cámara Legislativa sesiona en Managua, pero el personal, los funcionarios y los archivos del gobierno se encuentran todos en León. Su ubicación, a orillas del Lago de Managua, fue muy bien escogida. Del lago obtiene la gente grandes cantidades de una variedad de pescaditos, no mayores que un dedo meñique, llamados sardinas, los que, fritos como el whitebait de Inglaterra, o revueltos en una omelette, hacen un apetitoso plato, apreciado en toda Centroamérica.

Managua se distingue también por sus bellas mujeres; cir­cunstancia que sin duda se debe en gran parte a una mayor in­fusión de sangre blanca. Se atavían además con mejor gusto que en la mayoría de los otros pueblos, pues no incurren en torpes intentos de imitar o adoptar las modas europeas. La hija menor de nuestra anfitriona, a quien de inmediato bautizamos “La Fa­vorita” era un modelo de belleza juvenil, tanto en el vestir como en su figura. Las mujeres tienen esa corpulencia que caracteriza a las féminas del trópico. Su vestimenta, amplia y suelta, deja a la vista el cuello y los brazos. Por lo general es de color blanco puro, pero la falda o enagua suele ser de género estampado, en cuyo caso el güipil (en inglés, vandyke) es también blanco, pro­fusamente guarnecido de encajes; calzan zapatillas de satín, un holgado cinto rojo o púrpura en la cintura, un rosario del que pende una cruz de oro, y para sujetar el cabello —que las más de las veces cae en opulentas ondas hasta los hombros— una sutil cadena dorada o un cintillo de perlas, lo que resulta en una ves­timenta a la vez original, elegante y pintoresca.

Los hombres de ascendencia europea emulan todos la vestimenta europea, y en las grandes ocasiones, vestidos de levita negra y coronando su testa con un alto sombrero negro de co­pa, se sienten de lo más peripuestos. Pero son de verdad felices sólo cuando visten camisa y pantalón de impecable blanco, ce­ñido éste último por una banda roja o verde, y calan sombrero barnizado ornado con un ancho cintillo trenzado con hilos do­rados, que se encasquetan ladeado con airosa inclinación. Y aquí puedo decir en confidencia que, en ausencia de extraños, la camisa puede ir con los faldones por fuera o por dentro del pan­talón, práctica sin duda grata y fresca, ¡si no estrictamente clá­sica!

Los varones de las capas sociales bajas no usan camisa del todo, excepto los domingos o en días festivos; de hecho no usan ropa alguna, a menos que merezcan tal nombre unos pantalo­nes ceñidamente abotonados a la cintura, con los ruedos arriscados hasta los muslos, un par de caites, y un sombrero de pal­ma. Empero, en ocasiones de fiesta se visten mejor que los “dandys” de Broadway, con camisas de encendidos colores, y así, con pantalones no menos llamativos y una chaquetilla autócto­na tejida por los indios de Quetzaltenango, de vistoso diseño y flecos a la cintura, consideran haber agotado el repertorio del buen vestir.

Los primeros pasajeros entre California y los Estados Uni­dos, vía la “ruta de Nicaragua” desembarcaban en El Realejo y de ahí pasaban por tierra hacia Granada, haciendo en Managua una parada intermedia. A raíz de esto, la gente, con la misma sa­gacidad de la vieja que mató a la gallina de los huevos de oro, de inmediato transformaron sus casas en hoteles, y cobrando pre­cios exorbitantes, imaginaban que pronto se harían ricos. Las propiedades duplicaron y cuadriplicaron su valor material, y to­do transcurría conforme al más común principio de la alta pre­sión mercantil. Los timados pasajeros, empero, escribían a los suyos en California para hacerles la reseña y disuadirles de se­guir sus pasos. Por consiguiente, pronto Managua tornó a su an­terior monotonía; con todo, se animó un poco con nuestra visi­ta. Permanecimos ahí dos días, disfrutando de catres sin sába­nas ni almohadas ni mantas, y haciendo dos comidas al día —lujos por los cuales nos cobraron a cada uno la modesta suma de cuatro dólares per diem. La hospedera no había tenido hués­pedes en varias semanas, y era obvio que había decidido repo­nerse con nosotros. Las tarifas, sin embargo, eran una imposición tan obscena que por una mera cuestión de principios resolvimos no aceptar, y delegamos en H___, quien se había ofrecido voluntariamente, la tarea de procurar una rebaja.

Habida cuenta de que él no hablaba ni una palabra de español, y tampoco la anfitriona hablaba inglés, sentíamos curiosidad por ver cómo se las arreglaría. Se abotonó el saco, se atusó de un tirón los bigotes, se sacudió la melena que le caía sobre los ojos, adoptó un gesto indignado, y dio comienzo. Nosotros observábamos en sigilo el encuentro. Marchando hacia la vieja, puso ante ella con grave solemnidad, la cuenta sobre la mesa, y se puso a recitar del modo más melodramático el soliloquio de la daga de Macbeth. Ella escuchaba con los ojos desorbitados, luego se puso pálida, se santiguó cuando el declamador empuñó en el aire la fantasmal daga, pues evidentemente pensaba que el gesto iba destinado a su propia garganta. Cuando hubo concluido el soliloquio, H ____señaló con gesto severo el papel. La vieja lo tomó, lo miró vagamente y lo puso de nuevo en la mesa. “No le bastó con eso, musitó H ____.” ¡Aquí le va otra dosis! y recitó el monólogo por segunda vez, con ímpetu acrecentado, que remató con un “¡Too mucho! ¡Too mucho!” —mientras ilustraba su exclamación alzando cuatro dedos de una mano, dos de los cuales se doblaba luego con la otra mano.

A duras penas contuvimos las carcajadas cuando la vieja, que temblaba por la vehemencia de la oratoria, tomó su pluma y con mecánico ademán ¡sustituyó con un dos, aquellos execrables cuatro dólares por día!

“—¡Aceptaré el diez por ciento por lo que acabo de hacer, si os place!” nos dijo H ____con aire triunfal, mientras nos entregaba la expurgada cuenta. 

Las mañanas del trópico, en las secas laderas continentales del Pacífico, son siempre frescas y hermosas, y el viajero pronto aprende a madrugar para gozar de su frescor y belleza. Aún estaba oscuro cuando salimos de Managua y emprendimos rumbo al pueblo de Mateare, a dieciocho millas de distancia, donde nos proponíamos tomar el desayuno. En las primeras seis millas el camino es ancho y empedrado, luego asciende una cresta ele­vada, que atraviesa esa zona en diagonal para internarse de lle­no en el lago, y aquí el trayecto es empinado y rocoso, transita­ble sólo a lomos de mula. El camino carretero toma un largo desvío por la izquierda. Desmontamos y subimos a pie, dete­niéndonos varias veces para gozar los magníficos panoramas del lago y de las distantes montañas de Segovia, que se divisa­ban entre los árboles colosales.

Más allá de la cima, el descenso se hace suave y fácil, lo que nos permitió cabal­gar raudos por el sendero llano y bien apisonado. Nos detuvi­mos apenas para observar un par de rústicas cruces de madera que se levantaban en un sitio del descampado, y supe que de seguro señalaban el escenario de algún hecho violento. Al llegar a Mateare hallé en ruinas mi antigua posada, donde me había convertido en padrino para el hijo de la regordeta y menuda hos­telera, y me enteré de que las cruces en el descampado a la orilla del camino señalaban las tumbas de dos americanos, asesinados allí mismo por ladrones, uno de los cuales se sospechaba que era el guardador de la posada. Éste había sido arrestado y condena­do; su quebrantada y menuda esposa había desaparecido, y la posada misma, vencida bajo la doble maldición de la Iglesia y de la Ley, había sido abandonada a la desolación y la ruina.

Al partir de Mateare, el camino bordea por un buen trecho las riberas del lago, revestidas de piedras pómez en tonos blan­co y rosáceo, pulidas por obra de las aguas. Desde aquí se divi­san bien el majestuoso volcán Momotombo y el pequeño cono de la isla de Momotombito, alcanzando el primero una altura mayor de 6,000 pies. Emergiendo al filo de las aguas, sin obs­táculo alguno que interrumpa su elevación, el Momotombo es sin duda la montaña más imponente de toda Nicaragua. Nunca ha sido escalada, pues las sueltas cenizas y escorias que inte­gran más de la mitad de su masa impiden cualquier acercamiento a su cumbre. El perfil de su cráter, que ostenta un perenne penacho de humo, es visible desde todas las direcciones. En otros tiempos el Momotombo retumbaba y hacía erupción a menudo, pero en los últimos doscientos años ha estado adormecido y casi inactivo.

 El Lago de Managua le sigue en tamaño al Lago de Nicaragua, y mide entre cincuenta y sesenta millas de largo por unas treinta y cinco de ancho. Tiene una elevación de veintiocho pies sobre el Lago de Nicaragua, al que está conectado por un canal natural, interrumpido por una imponente caída de agua. En años muy secos, poca o ninguna agua pasa por este canal, pero en otros fluye a su través una corriente considerable, el río Tipitapa. Durante mi primera visita, en 1849—50, el agua que desembocaba en el lago, procedente de varios afluentes caudalosos en su costa norte, apenas bastaba para compensar la evaporación de la superficie, y su nivel era tan bajo que por varias millas a lo largo de la ribera occidental podía verse el camino. En esta ocasión estaba relativamente colmado y el agua alcanzaba seis u ocho pies sobre su nivel anterior.

La franja de tierra que hay entre el Lago de Managua y el Pacífico es angosta y de ella surgen unos cuantos arroyuelos que apenas merecen el respetable nombre de ríos. El más caudaloso de ellos y el único que no se seca en el verano cruza el camino a una legua al sur de Naga­rote (río Tamarindo). Por tales circunstancias, es sitio predilecto de viajeros y muleros para acampar en él, y su hondo y fresco valle es tam­bién refugio favorito de aves y bestias salvajes, que encuentran aquí agradable escondite y siempre frondoso resguardo. Entre las aves hay centenares de lapas y loras; aquí se halla también el elegante “guardabarranco” y el tucán de pesado pico. El Doctor se detuvo para cazar lo que él llamaba “especímenes,” cuyas pie­les ¡oh lector!, ¿acaso no se encuentran en el Museo de la Acade­mia de Ciencias Naturales de Filadelfia?

Nagarote se distingue en particular por un árbol inmenso, el Palo de Genízaro que se encuentra a orillas del ca­mino, cerca del centro del pueblo. Su tronco mide siete pies de diámetro, y la extensión de su ramaje es de ciento ochenta pies. Pertenece a una variedad perennifolia, y no hay viajero, tropa de soldados o hatajo de mulas que pasen por Nagarote sin detener­se a disfrutar de su generosa sombra. En el verano, los muleros y carreteros acampan a su vera, doce grupos a la vez, pues prefieren acogerse a su resguardo antes que pernoctar en las chozas del pueblo, infestadas de pulgas.

Dejamos a nuestro grupo descansando bajo el célebre árbol, y me dirigí a la casa principal del pueblo, donde me había alojado en mis anteriores viajes por el país. La anciana dama que administra el establecimiento con minuciosa pulcritud me reconoció al instante y corrió a mis brazos con tanta efusión que hubiera dañado mi reputación y la suya si contase ella menos de cincuenta años de edad, o si pesara menos de doscientas libras.

Antes de poder pedirle que nos preparara algo fresco o cualesquier cosa rica de beber, comenzó a hurgar en un oscuro armario en busca de ciertas “cosas antiguas”. Según me dijo, recordaba el profundo interés que yo había mostrado por las antigüedades del país, y había colectado y atesorado para mí muchas cosas que eran “muy preciosas” sacó entonces una cantidad de vasijas antiguas, comales y cabezas de ídolos de terracota o penates indígenas, menoscabadas y rotas, y las dispuso sobre la mesa con aire triunfal. No eran nada maravilloso, pero aprecié su amistoso gesto y fingí inenarrable deleite. La pobre anciana estaba feliz, y lo estará más aún cuando mire sus “cosas antiguas” retratadas y expuestas en las amplias páginas del “Harper’s Magazine”. El objeto más valioso de todos era un hacha de cobre, de unas diez libras de peso, que quedó al descubierto cuando se excavaba un pozo en el acicalado patio de su misma casa.



Luego de empacar y acomodar debidamente las “cosas antiguas” que H ___ describió irreverente como “cacharros y cachivaches” mi vieja anfitriona nos preparó una enorme jarra de algo fresco, es decir, una bebida refrescante hecha a base de zumos de marañón y caña de azúcar, combinados con rodajas de naranjas frescas y maduras. Acompañado de un sirviente que portaba este reconfortante y oportuno agasajo cubierto con un níveo lienzo para protegerlo del sol, regresé al grupo que se había reunido bajo el Genízaro. Encontré que H __ había con­seguido una guitarra, y que había invitado a un grupo de mu­chachas de los ranchos vecinos, y para deleite de ellas se lucía con una demostración de una Juba o contradanza de Virginia. Comentaban que era “un hombre muy vivo,” y de haber permane­cido allí, hubiese alcanzado una popularidad ilimitada entre las morenas beldades de Nagarote.

Pernoctamos esa noche en Pueblo Nuevo (actualmente La Paz Centro) poblado carente de distinción alguna, excepto sus hermosos setos de cactos columnares, y a la mañana siguiente partimos temprano rumbo a León, ahora distante ocho leguas. La gran planicie de León comienza propiamente en Pueblo Nuevo, pero debido a que en casi todo el trayecto entre ambas ciudades el camino discurre a través de una floresta ininterrumpida, no se logra una vista ade­cuada de la planicie sino hasta que el viajero se encuentra a diez leguas de la ciudad, cuando se despliega ante sus ojos en toda su vastedad y belleza. Finalizaba ya la estación seca, la vegetación lucía agostada y los caminos secos y polvorientos. Aún así, la enorme llanura era grandiosa y bella.

No olvidaré nunca la impresión que causó en mi mente cuando la vi por vez primera. Me había adelantado a mis com­pañeros y detuve mi caballo frontero a ese mar de verdor. Tendi­da en la lejanía, cuadriculada por hileras de setos vivos y tacho­nada por arboledas y altas palmeras, mis ojos recorrieron leguas y leguas de verdes campos, orlados de florestas y rematados a la derecha por los encumbrados volcanes, cuyos conos regulares se erguían al cielo como chapiteles, y suaves colinas de un verde esmeralda la circundaban por la izquierda, como las gradas de un anfiteatro. Al frente no había obstáculo para la mirada; mis ojos se esforzaban en vano por descubrir sus límites. Una bru­ma purpúrea se cernía a lo lejos, y bajo ella, las olas del gran Pa­cífico arribaban incesantes desde la China y las Indias.

Daba ya comienzo la estación de lluvias, y la vegetación se erguía con renovado vigor y lozanía; el polvo aún no opacaba el verde translúcido de las hojas, ni el calor marchitaba las frágiles hojas de hierba ni las agujas del maíz que tapizaban los campos llanos, ni los tiernos zarcillos que se enroscaban sutiles en las ramas de los árboles, o que pendían de los vástagos cundidos de flores y capullos. Sobre todo ello brillaba esplendoroso el sol, y la explanada entera parecía bullir de vida bajo sus gratos rayos. Nunca antes había contemplado un paisaje tan grandioso y magnífico. Fue veraz y certero el antiguo cronista que la descri­bió como “una región llana y hermosa, tan plena de amenida­des, que aquel que por ella transita siente que viaja por las sen­das del Paraíso.”



Aunque hay muchas rutas para llegar a León, preferimos tomar el camino real, o camino de carretas, que hace un desvío para sortear la profunda barranca que constituye la defensa natural de León por su lado sur. Al fondo de esta barranca fluye una corriente inagotable, que se nutre de manantiales que corren bajo las rocas (el rio Chiquito). Aquí viene la gente a abastecerse de agua, y es el sitio preferido de las lavanderas, cada una de las cuales tie­ne su propia pila excavada en la roca, en vez de la tradicional batea que usan allá en casa sus contrapartes hibernias (Irlandesas). Las lavanderas de todos los países son poco inclinadas a usar ropa mientras lavan, pero en Nicaragua su desparpajo es tal que asombra a los forasteros. Mientras se ocupan de su faena, su indumentaria es aún más escasa que la del Mayor de Georgia, que ha sido descrita como “un cuello de camisa y un par de espuelas”.

El camino carretero emerge de la Barranca de las Lavanderas y del bosquecillo que la bordea y desemboca en la Calle Real o calle principal de León, que corre directa desde el adscrito poblado indio de Subtiava hasta la plaza y la gran catedral de León. Este sector de la ciudad ha padecido mucho durante las numerosas guerras que han asolado al país, y muchas de sus casas yacen en ruinas. Apuramos el paso por la ancha y empedrada calle y media hora más tarde éramos huéspedes bienvenidos bajo el hospitalario techo del Dr. L_, compatriota nuestro, y uno de los pocos que portan con honor su condición de ciuda­dano americano.

León tiene un aire mucho más metropolitano que Granada. Es al mismo tiempo más grande y mejor construida y sus igle­sias, que suman no menos de veinte, son todas bellas y algunas de ellas son edificaciones en verdad espléndidas.

Por cierto, puede decirse que en cuanto a su estructura, la gran catedral de San Pedro no va a la zaga de ninguna otra en toda la América española. Su construcción, que tardó treinta y siete años, fue concluida en 1743, ¡a un costo superior a los $5,000,000! Ocupa una cuadra entera, y su fachada se extiende a todo lo ancho de la plaza. Está construida de piedra cantera, y es una sólida pieza de mampostería. Nada puede ilustrar mejor su solidez que el hecho de haber resistido las tormentas y terre­motos de todo un siglo, y con la salvedad de que la cúspide de una de sus torres fue una vez destruida por un rayo, se encuen­tra hoy tan cabal como cuando salió de las manos de sus cons­tructores. Aún así, varias veces se ha usado como fortaleza, y ha soportado más de un cañonazo y bombardeo por parte de las fuerzas sitiadoras. Cuentan que en 1823 más de veinte balas de cañón impactaron en su techo, y en su flanco más expuesto di­fícilmente se halla una pulgada de sus muros que no esté mella­da por los disparos. Su interior no desmerece de su exterior, aunque en términos comparativos su ornamentación es escue­ta. Rematando la nave principal, bajo una majestuosa cúpula, se encuentra el gran altar de plata, primorosamente repujado. Las capillas laterales no destacan por su riqueza o su hermosura. Durante las conmociones civiles del país, las iglesias no se libra­ron de las garras saqueadoras de la soldadesca; Y aunque la ca­tedral poseyó alguna vez extraordinarias riquezas, cuyo costo y variedad de ornamentos eran proverbiales aún en España, hoy tiene poco de qué enorgullecerse, como no sean sus enormes dimensiones y su diseño arquitectónico.

León fue fundada en 1523 por (Francisco Hernández de) Córdoba, el mismo conquistador que fundó Granada. El sitio original se hallaba en el extremo de la bahía occidental del Lago: de Managua, en una región llamada Nagrando, cerca de las fal­das del gran volcán Momotombo, donde todavía pueden verse sus ruinas. El sitio fue abandonado en 1610, trasladándose al que ocupa hoy la ciudad y que fue en aquel entonces asiento del ex­tenso poblado de Subtiava. Narra una leyenda que el Papa pro­firió una maldición contra la ciudad antigua, al enterarse del asesinato de Antonio de Valdivieso, tercer obispo de Nicaragua, ocurrido ahí a manos del renegado Hernando de Contreras, pues el obispo se oponía a la crueldad de los Contreras hacia los indios, por lo que incurrió en su odio. Cuentan que a causa de esa maldición la ciudad fue azotada por una serie de calamida­des que llegaron a ser insoportables; y sus habitantes, llevados por la desesperación y tras guardar solemne ayuno, marcharon el dos de enero de 1610 con el estandarte de España y con la mu­nicipalidad a la cabeza, hacia el sitio que ocupa hoy la ciudad, y allí procedieron a trazar el nuevo poblado. Los hechos crue­les y sacrílegos de Contreras aún hoy se mencionan con horror, y son muchos los que creen que las manchas de la sangre que vertía el obispo cuando huía herido de muerte hacia la iglesia, en cuyo altar cayó muerto, son todavía visibles entre las ruinas —¡evidencia indeleble de la ira de Dios!

León está situado en el centro de la gran planicie que ya des­cribí, equidistante del lago y del océano. A ambos lados de la ciudad se hallan profundas barrancas que sirven el doble propó­sito de defensa y abastecimiento de agua para la ciudad. El subur­bio o “Barrio de Guadalupe” se encuentra al sur de la “Barranca de las Lavanderas”, pero está unido a la ciudad por un elevado puente.

Este puente fue diseñado hace muchos años a una escala grandiosa, pero jamás se concluyó. Visto desde el fondo de la barranca, hace recordar al viajero los gigantescos puentes en ruinas que el tiempo ha dispensado en Italia, para atestiguar el poder de los antiguos romanos.

Por cierto parece que alguna vez floreció la arquitectura en León, lo que justifica las observaciones del viejo fraile Thomas Gage, cuando a su paso por aquí escribió que uno de “los deleites principales de la población son sus casas”. Y aunque ninguna ciudad en América ha sufrido más guerras que León, y pese a que sus mejores edificios, que se alzaban cerca del centro de la ciudad, han sido destruidos, muchos de los que están todavía en pie son bastante pretenciosos. Por las razones antedichas, las casas son, por necesidad, de escasa altura, el buen gusto y la maestría se manifiestan sólo en los portales o entradas principales, que suelen ser altos e imponentes y profusamente ornamentados. Algunos son réplicas de los arcos moriscos tan comunes en España, otros son de estilos griegos más severos, mientras que muchos de fecha más reciente son mara­villosos dechados de lo que H_ llamó “el estilo que brilla por su ausencia.” Sobre estos arcos solía la antigua aristocracia po­ner sus escudos de armas; aquellos de espíritu militar tallaban armamentos varios, mientras que los píos plasmaban una imagen de la Virgen, una plegaria, o un versículo de la Biblia.

Durante las contiendas entre aristócratas y liberales acaeci­das a raíz de la declaración de la independencia en 1821/1823, una gran parte de León, incluida la zona de mayor afluencia, fue destruida por el fuego. Más de mil estructuras ardieron en una sola noche, y en torno a la catedral todavía pueden verse en ruinas manzanas enteras de lo que alguna vez fueron palacios. Calles completas, hoy casi desiertas e invadidas por la maleza, están flanqueadas por los vestigios de grandes y hermosos edificios. En sus patios se alzan rústicas chozas de cañas, que parecen mofarse de su antigua opulencia. En verdad, al recorrer las rui­nas del antiguo esplendor, el viajero percibe claramente cuán cierto es lo que el viejo Gage dejó escrito hace doscientos años sobre la ciudad y sus habitantes:

“La ciudad —relata— está construida muy curiosamente, pues el mayor deleite de sus habitantes consiste en sus casas, en lo placentero del solar aledaño, y en la abundancia de todas las cosas para el buen vivir del hombre. Se contentan —añade—­ con bellos jardines, con la variedad de aves canoras y papagayos, disponen de carnes y peces en abundancia, y de briosos caba­llos, y así llevan una vida placentera, despreocupada y ociosa, sin mucha inclinación por comerciar o traficar, aun teniendo cerca el lago y el océano. Los señoritos de León son tan frívolos y fatuos como los de Chiapas; y es debido a los placeres que brinda esta ciudad que la provincia de Nicaragua fue llamada el Paraíso de Mahoma.”

Y aun del viejo y curtido pirata Dampier obtuvo León un elogio.
“En verdad —dice— si consideramos las ventajas de su ubicación, podemos juzgarla superior a la mayoría de los luga­res de América en razón de su salud y sus placeres.”

Uno de los mejores panoramas del mundo se observa desde la cúspide de la catedral; y estando ahí de pie, el viajero que vie­ne del Atlántico contempla por vez primera las aguas del Pací­fico: un hilo de plata rematando el horizonte occidental. Hacia el norte y el oriente se erizan los nueve volcanes de la gran cor­dillera volcánica de los Maribios, con sus perfiles netamente de­lineados contra el cielo, emulando en la regularidad de sus for­mas la simetría de las Pirámides. Allí se alzan el volcán El Viejo (San Cristóbal) en un flanco de la cordillera y el Momotombo en el otro. Entrambos se hallan los conos del Axusco (Asososca) y el Telica, la extensa mole del Arota (Rota), y el adusto volcán Santa Clara (Casita), hendido por recientes erupciones. El panorama contiene quizá el mayor número de volcanes que puede abarcar la mirada en cualquier parte del mundo; pues además de aquellos que constituyen hilera de los Maribios, se divisan en la distancia no menos de otros cuatro más —¡trece en total!

Es difícil hacer un cálculo preciso de la población de León. La ciudad se esparce sobre un área tan extensa, y está tan arrebujada entre los árboles, que el viajero puede residir ahí por meses y descubrir a diario nuevos y apartados grupos de vivienda. El censo de 1847 determinó una cifra de 35,000 habitantes, lo que quizá no esté muy lejos de la verdad. Pero ese número incluye a la población del municipio indio de Subtiava, que suele considerarse, aunque erróneamente, como un pueblo aparte de León.

Aquí, lo mismo que en el resto de Nicaragua, la población india y mestiza (ladinos) es la predominante, y los habitantes de raza blanca pura suman apenas un décimo del total. La sangre india se muestra no tanto en el color de la piel, sino en cierta opacidad de los ojos, un rasgo que se manifiesta más en aque­llos mezclados con indios que en cualquiera de las castas origi­nales. Ha sido tan completa la fusión entre todas las porciones de la población de Nicaragua que, pese a la diversidad de razas, las distinciones de castas apenas se pueden notar. Los blancos mantienen cierto grado de exclusión en el contacto social, pero en todo lo demás prevalece la más completa igualdad. La pro­porción de ciudadanos que se ufanan de ser “de alcurnia” es muy pequeña, y no es muy estricta en su adhesión a los conven­cionalismos que prevalecen en las grandes ciudades de México, en Sudamérica y en nuestro propio país; aun así, en los aspectos esenciales de la hospitalidad, la generosidad y la cortesía, no he hallado que merezcan segundo lugar entre las diferentes comu­nidades que he conocido. Las mujeres están lejos de tener mu­cha educación, pero son sencillas y de modales llanos, de ágil entendimiento y prontas en la conversación, lo que compensa en cierto grado sus carencias en cuanto a conocimientos gene­rales.

Mis amigos de antaño dieron un baile para festejar nuestra llegada, lo que dio a mis compañeros ocasión de ver algo de los recreos sociales de la gente. Como suelen ser los eventos españoles de este tipo, el comienzo fue un tanto tieso y ceremonioso, pero antes que dieran las once en la campana de la catedral, creo que jamás he visto reunión más animada. La polca y el vals, como también el bolero y otras bien conocidas danzas españolas se bailaron con brío y elegancia. Además de estos bailes, y tras mucho insistir, tuvimos una danza india; expresión singular, lenta y compleja, que dejó en mi mente la clara impresión de ser de origen religioso. Durante toda la velada las ventanas estuvieron engalanadas de pilluelos, y las puertas atestadas por los mirones, que toda vez que se sentían especialmente complacidos, aplaudían con el mismo entusiasmo que vemos en la “gallinera” de nuestros teatros, como si todo el evento hubiese sido concertado para su particular entretenimiento. La policía los hubiera desalojado, pero gané una duradera popularidad al intervenir a su favor, y en consecuencia se les permitió quedarse.

Entre las clases bajas, los fandangos y otras diversiones peculiares son frecuentes y suelen ser bastante bulliciosos y promiscuos. Por razones obvias, no presenciamos ninguna de éstas en la ciudad, aunque las encontrábamos con frecuencia en los villorrios.

La gente española, en todas partes del mundo, es de costumbres morigeradas. En ese particular, los nicaragüenses no desacreditan a sus progenitores. Los licores fuertes se consumen poco, excepto entre las clases bajas, y aún entre ellos, bastante menos que entre los nuestros. La venta de licor y “aguardiente” o ron local es monopolio del gobierno, y su expendio está confinado a los “estancos” o establecimientos autorizados, que pagan altos impuestos al Estado. No recuerdo haber visto borracho a ningún ciudadano respetable durante toda mi estadía en Centroamérica, un período de más de dos años.

No hay en León diversiones “oficiales” salvo la gallera, que abre los domingos por la tarde. Está siempre repleta, pero la flor y nata de la población no suele visitarla. No se permite el licor en el local, y el gobierno, con sabia previsión, mantiene siempre presentes un alcalde y una guarnición de soldados para preser­var el orden.

Pero el hecho de que las gentes respetables de León no frecuenten el “patio de los gallos” no significa que repudien el tipo de entretenimiento que allí se practica. Por el contrario, en los corredores traseros de las mansiones –y en ninguna con más frecuencia que en las casas de los padres— casi siempre se pue­den hallar, o en todo caso escuchar, si no mirar, docenas de ga­llos finos. Después de la cena, cada domingo por la tarde se reú­nen pequeños grupos, se echan a pelear los gallos, y cosa nada infrecuente si son ciertos mis informes, las onzas de oro cam­bian prontamente de una a otra “bolsa.”

Sin embargo, las fiestas, los días de santo y las festividades de la Iglesia aportan la diversión que el público de otros lugares encuentra en el teatro, en los conciertos y en otras distraccio­nes. En estos eventos se presenta a veces lo que se conoce por “Sagradas Funciones” o “Sainetes,” que corresponden justamente a los Sagrados Misterios de la Inglaterra de antaño. Las fiestas son en verdad multitudinarias y se celebran de un modo que dista mucho de ser serio. Son en verdad días de fiesta general, en que todos lucen sus mejores atuendos, y mientras más bombas o cohetes se disparen, y más recio y prolongado sea el repicar de las campanas, más “alegre” es la ocasión y mayor la glorificación de los santos. Así pues, por estar nuestra casa en la vecindad de las principales iglesias, cada tercer día éramos convidados a lo que H __ describió como “un cuatro de julio.”

La Semana Santa, con su cortejo interminable de ceremo­nias, acaeció mientras estábamos en León. Tomaría muchas pá­ginas contar los pormenores de las funciones, las procesiones, el estallido de las bombas, el tañer de las campanas, y los rezos, y los cantos, y la celebración de la misa, que conformaban la correcta celebración de tan importante “función”. Ya había presenciado yo las ceremonias propias de la Semana Santa, no sólo en León, sino en la misma Roma, donde el ingenio humano se extrema concibiendo medios y accesorios para darle excelencia y majestad, por lo que ahora consideraba la repetición como algo tedioso. Pero mis compañeros no. Para ellos todo era novedad y entretenimiento, y disfruté sus relatos y comentarios más, acaso, de lo que hubiese gozado el espectáculo mismo.

Sin embargo, todos fuimos a observar la procesión nocturna en la que se representa el entierro de Cristo. La soldadesca marchaba portando sus armas y encabezando el desfile, seguidos por los músicos, y el Obispo, con su vestidura púrpura, avanzaba bajo un palio de seda suspendido por varas de plata que sostenían los canónigos de la catedral. Tras ellos venía toda una legión de santos, con San Pedro a la cabeza, llevados en andas por varones que en su mano libre portaban antorchas. Luego seguía una litera con una figura de Cristo, coloreada de modo que semejaba un cadáver; y a continuación, ángeles de extendidas alas, suspendidas por delgadas varillas de metal, invisibles en la oscuridad. Venían después las Marías, y una hilera de dolientes discípulos y conversos del nuevo Evan­gelio. Les seguía una procesión aparentemente interminable de hombres y mujeres, aunque predominaban ellas, revueltos con una multitud de chiquillos, vestidos como monjas y frailes, to­dos con una crucecita de madera en una mano y una candela en la otra. En los flancos de la procesión rondaba un grupo de mo­zos imberbes disfrazados de diablos, que blandían sus lanzas con gesto amenazante, pero eran gallardamente repelidos por igual número de ángeles guardianes, que eran muchachas vesti­das de blanco, con alas de gasa atadas a los hombros.

La procesión avanzaba al compás de un canto fúnebre, y se detenía a intervalos, mientras los sacerdotes elevaban sus plega­rias y quemaban incienso, y así fueron, de estación en estación, pasando la mayor parte de la noche celebrando la ceremonia. Para hacerse una idea de la longitud de la procesión, baste decir que tardó más de dos horas su paso frente al balcón donde nos encontrábamos sentados. Las antorchas, la gravedad en los ros­tros de los devotos, la plañidera música y los cantos solemnes, causaban en verdad un efecto impresionante; y, bien podemos comprenderlo, capaz de producir una impresión perdurable en la mente de un pueblo supersticioso.

Los Diablos, o más bien, representaciones de éstos, figuran destacadamente en muchas fiestas. El día de San Andrés —”día del alegre San Andrés” — salen en tropel, y lucen particularmen­te horrendos y vivaces. Usan máscaras, por supuesto, y se ciñen puntiagudas colas. Uno de ellos, envuelto en negra mortaja, ex­hibía bajo su velo entreabierto una calavera gesticulante, y mar­caba el paso con un par de genuinos fémures entrecruzados. La danza parecía haber sido tomada de los indios. La música cier­tamente lo era. Es tosca y no parece de este mundo, como la que escuchara Cortéz en su retirada de México, cuando música como esa “sembró el terror en la propia alma de los cristianos”.

Tiene León una extensa colección de santos, y entre ellos, uno de los más populares y de mayor poderío es San Benito, pro­bablemente nacido en Etiopía. En todo caso, es un negro de pu­ra raza, de abultados labios y cabello crespo o “murruco,” Fue una astuta medida por parte de los antiguos sacerdotes aceptar aquellas ceremonias indias que no lograron abolir, y a la vez adoptar y santificar las efigies de los dioses aborígenes que no pudieron prohibir ni destruir.

En Nicaragua, como en todos los países españoles, las ceremonias fúnebres tienen poco de esa lúgubre parafernalia que dictan nuestras costumbres. La juventud, la inocencia y la belle­za, como trofeos en el rostro de la ancianidad o en los brazos de la deformidad, sirven sólo para dar pábulo a los terrores de nuestra sombría concepción de la muerte. Entre nosotros, el Ángel de la Paz y Guardián de las puertas del Cielo es un tirano tétrico y despiadado, que se refocila cual enemigo con las vícti­mas de su descarnado brazo. Pero en estas tierras se concibe la muerte de un modo más feliz. La muerte libera piadosamente a los infantes de las penas y peligros de la vida. Marchita la rosa en las mejillas juveniles para que así retengan su flor y su fragan­cia en la suave atmósfera del cielo. Lágrimas de congoja se vier­ten solamente por aquellos cuya prolongada permanencia en el mundo ha endurecido su espíritu, cuyas pasiones han llagado su corazón, desviando sus anhelos del cielo hacia la tierra, y de las magnificencias de la eternidad a las frivolidades del tiempo.

La hija menor del Licenciado B_ falleció y fue sepultada durante mi estadía en Nicaragua. Era joven, apenas frisaba los dieciséis, y fue la adoración de sus padres. Su funeral bien hubie­ra podido ser su boda, por la total ausencia de manifestaciones de congoja. El cortejo se congregó frente a mi ventana. A la ca­beza iban los músicos ejecutando un alegre compás, les seguían los sacerdotes que entonaban un himno triunfal. A continua­ción, a hombros de un grupo de jóvenes varones, venía una lite­ra, forrada de satín blanco y cubiertas de manojos de azahar; y en ella, vestida de blanco como para una fiesta, con las sienes coronadas de frescos capullos de azahar y una cruz de plata en­tre sus manos, venía la marmórea figura de la niña muerta. Atrás venían los padres, hermanas y parientes de la difunta. No había lágrimas en sus ojos, y aunque las huellas de tristeza eran visibles en sus rostros, había en todos ellos una expresión de es­peranza y fe en las enseñanzas de Aquel que declaró “¡Benditos sean los puros de corazón, pues ellos verán a Dios!”

Los funerales de los infantes son todos parecidos. El difun­to va siempre ataviado de blanco y cubierto de flores. Al frente va un cortejo de hombres que hacen estallar bombas, y músicos tocando alegres tonadas, y detrás van los padres y parientes. La explicación de esta aparente carencia de sentimientos se halla en la doctrina romana de la regeneración bautismal, según la cual, por estar el espíritu en el cielo, hay más motivos de felici­dad que de tristeza.

Hay, sin embargo, algo muy repugnante en los entierros, particularmente en el modo que se estila en León. Vecino a la mayoría de los pueblos se halla el llamado Campo Santo, un ce­menterio amurallado y consagrado, donde se entierran los muertos tras el pago de una pequeña suma que se destina al mantenimiento de las instalaciones. En León, empero, ha preva­lecido siempre la práctica de hacer los enterramientos en las iglesias, y esta costumbre se ha perpetuado gracias a la influen­cia de los curas, que por cada entierro perciben una jugosa su­ma. En consecuencia, el suelo en el interior y en torno a las igle­sias está literalmente saturado de muertos. Según sea la cantidad que se pague a la iglesia, los enterramientos pueden perma­necer en el sitio por un período que varía de seis a veinticinco años, al cabo de los cuales la osamenta, junto con la tierra que la contiene, se venden a los fabricantes de nitrato, y al fin retor­nan ruidosamente al mundo ¡en forma de un vil petardo!

Los ataúdes rara vez se usan. El cadáver se deposita en el fondo de la tumba, se le cubre toscamente de tierra que luego se apisona con pesados mazos, y todo se hace con tal indiferencia, por no decir brutalidad, que resulta en verdad chocante, al punto que no toleré presenciarlo por segunda vez.

Aunque las masas populares conservan todavía resabios de su antiguo fanatismo, esto va cediendo paso a sentimientos más liberales, y en materia de religión no ponen objeción a los ex­tranjeros, siempre y cuando éstos muestren un decoroso respe­to por las ceremonias de la Iglesia, y no ultrajen los preceptos de la educación y las costumbres, que no son más numerosos ni más severos que entre nosotros, si bien los suyos siguen otros derroteros.

Muchos objetos antiguos se han hallado en los alrededores de León; y ocasionalmente, al perforar pozos y hacer otras exca­vaciones, los peones se han topado con depósitos de cerámica y rimeros de idolillos de terracota, que parecen haber sido ente­rrados con premura para salvaguardarlos del celo fanático de los conquistadores. Las imágenes adjuntas muestran una vista frontal y lateral de una de estas reliquias, hallada cerca del pue­blo indio de Telica, distante unas dos leguas de León. Aquí aparece a un tercio de su tamaño real. El material es una arcilla fi­na de buen temple, horneada y luego policromada con colores duraderos. En el mismo sitio se hallaron también otros intere­santes enseres, cuyas figuras se muestran abajo. Uno de ellos es una suerte de vasija que representa a un hombre cuyo cuerpo se ajusta de tal guisa que conforma el cuerpo de la vasija, sosteni­da en brazos y piernas. Al decir de los artistas, la idea fue bien lograda. La vasija está primorosamente policromada en rojo, amarillo y negro.

Una vez al año los pobladores de Nicaragua celebran una es­pecie de carnaval, el “Paseo al Mar” o visita anual al Pacífico. La gente bien de nuestras ciudades escapa en bandada hacia Newport, o a “los Manantiales”, pero los de León van al mar; y aun­que el “Paseo” es cosa muy distinta de una temporada en los Manantiales, es asimismo una institución que incita al coqueteo y al amor en general y en particular; en pocas palabras, es el festival de San Cupido, cuyos devotos en todo el mundo son más numerosos y sinceros que los de cualquier otro santo del santo­ral. El “Paseo” se lleva a cabo en ocasión de la última luna llena de marzo, los preparativos, empero, comienzan con mucha an­telación. Hay en esos días una movilización general de carretas y sirvientes en dirección al mar, y el Gobierno envía a un oficial con su destacamento para que supervise el montaje de un cam­pamento anual sobre la playa, o mejor dicho, sobre una cresta arenosa cubierta de arbustos que conforma la costa. Las fami­lias, en vez de reservar habitaciones en el “OceanHouse,” o en el “UnitedStates,” o una cabaña en la “Calzada”, levantan un ran­cho temporal hecho de cañas, con un liviano techo de hojas de palma y el suelo cubierto de petates o esteras. Todo esto va ama­rrado con bejucos, o tejido como cestería, lo mismo que sus di­visiones, que a veces consisten en cortinas de algodón. Esto constituye la penetralia (sancta sanctorum o cámara sagrada) y está consagrada al “bello sexo” y a los nenes. Las damas más extravagantes traen consigo camas rica­mente guarnecidas, y hacen no poco alarde de elegancia en sus improvisadas viviendas. Por fuera hay una especie de amplio co­bertizo abierto, que en algo semeja a un corredor. Es ahí donde se cuelgan las hamacas, meriendan las familias, las señoras reciben a las visitas y donde duermen los varones.

Las instalaciones aquí descritas son propias solamente de los paseantes más adinerados, representantes de la clase alta. Hay todo tipo de variaciones intermedias de alojamiento hasta para el mozo y su esposa, quienes tienden sus mantas al pie de un árbol y arman sobre sus cabezas un techito de ramas —cosa de apenas diez minutos. Otros hay que desdeñan incluso este esfuerzo y se acomodan en la arena suelta y seca.

Así transcurren los días del “Paseo” entre chapuzones y bai­les a la luz de luna en la playa, fumando, coqueteando, cabalgando, comiendo, bebiendo y durmiendo, y la despreocupada mul­titud, deleitándose con la refrescante brisa marina y con el ale­gre resplandor de la luna, se entrega con absoluta libertad al go­zo y al retozo.

Por desdicha, arribamos demasiado tarde para el “Paseo”, pero aun así cabalgamos hasta el mar, y atravesamos el abando­nado campamento. Los zopilotes eran ahora sus únicos habi­tantes, merodeando hoscos entre los silenciosos ranchos. El ru­mor del mar parecía lamentarse, como en simpatía, y la playa lucía solitaria. Dimos un tirón a las riendas de nuestras montu­ras y nos alejamos contentos de dejar atrás una escena de tan triste y sombrío influjo.

En León nuestro grupo se dividió; un destacamento tomó la dirección del montañoso distrito de Segovia, mientras que la división principal, de la que yo mismo formaba parte, nos dirigi­mos al gran Golfo de Fonseca, para cruzar desde allí el continente rumbo al norte a través del Estado de Honduras, magnífico aun­que casi del todo desconocido. Enrumbamos primero hacia el gran pueblo de Chinandega, a ocho leguas de León, sobre el camino que conduce al bien conocido puerto de El Realejo. El pueblo de Chinandega cubre un área muy extensa, está trazado de manera uniforme en “cuadra”, que a su vez se subdividen en algo que bien podríamos llamar jardines; cada uno de los cuales alberga una vivienda de algún tipo, construida por lo general de cañas y con techo de palma, aunque también suelen ser de ado­be, diestramente techadas con tejas. El centro o zona comercial del pueblo, en la vecindad de la gran plaza, es compacto y tan bien edificado como cualquier parte de León o Granada. Hace veinte años, empero, apenas había en la ciudad una sola casa de tejas. En general, Chinandega tiene un aire frugal y emprendedor que no se observa en otras partes de Nicaragua.

El Realejo dista unas dos leguas de Chinandega, pero los comerciantes que manejan los negocios del puerto residen sobre todo en Chinandega. Es un pueblo pequeño, ubicado en la ribera de un estero salobre, a unas buenas cuatro millas del puerto propiamente dicho, y sólo se llega allí en los ordinarios bongos o barcazas, cuando la marea está alta. El poblado origi­nal se erigió cerca del fondeadero, pero por ser vulnerable a los ataques de los piratas que en otros tiempos merodeaban por estas costas, fue trasladado a su actual ubicación. La población de El Realejo suma apenas mil almas, que hallan empleo en la carga y descarga de navíos, a los que además abastecen de provisiones.

Como puerto, El Realejo es uno de los mejores en toda la costa del Pacífico de América. Cuenta con dos entradas, una a cada lado de la elevada isla del Cardón, que lo guarece de las marejadas del Pacífico. Dentro se halla una magnífica bahía, que en ningún punto tiene menos de cuatro brazas de profundidad, por lo que se dice que ahí “unos doscientos navíos de línea pue­den fondear en todo tiempo con perfecta seguridad”. La vista del puerto y del interior del país desde la isla del Cardón, con sus elevados y característicos volcanes, es imponente y bella.

El señor Montealegre, nuestro estupendo anfitrión, había fletado de antemano un bote para nosotros en un sitio llamado “Puerto de Tempisque”, sobre el Estero Real, que penetra a Nica­ragua desde el Golfo de Fonseca. Dejamos pues su hospitalaria morada al amanecer del 3 de abril de 1853 y partimos rumbo al “Puerto”. La distancia es de siete leguas; las primeras tres con­ducen por una región abierta y bien cultivada, y una vez remon­tadas éstas, nos adentramos en una selva colosal, abundante de cedros, ceibas y caobas, entre los cuales el camino serpentea con la sinuosidad de un laberinto. Esta selva está guarecida por el gran volcán El Viejo,(hoy conocido como San Cristóbal) y casi todo el año caen ahí grandes chubascos que son la causa de su exuberancia. Aquí nos adelantamos al patrón y a sus hombres, que avanzaban en fila india, cada uno con su alforja al hombro, abastecida con queso, plátanos y tortillas para el viaje, y sobre el otro hombro una manta y su inseparable machete acomodado en la cavidad del brazo izquierdo.

A una o dos millas de Tempisque el terreno se eleva y el camino cruza una ancha cresta de lava que, siglos atrás, expelió el volcán El Viejo. Está cubierta parcialmente por un suelo seco y árido, donde medran apenas unas cuantas palmeras de coyol, algunas pencas de Agave americana y una variedad de otros cactos, que logran prosperar donde ninguna otra planta puede crecer.

Desde la cima de esta cresta el viajero avista por primera vez los extensos aluviones que bordean el Golfo de Fonseca. Están cubiertos por una floresta ininterrumpida, y la mirada, cansada por la inmensidad del panorama, remonta un inmóvil océano de verdor, copa tras copa, legua tras legua, en sucesión aparentemente infinita.

Descendiendo la cresta por un escabroso sendero, pronto arribamos al “Puerto de Tempisque”. Aunque lo dig­nifican con el título de puerto, no hay más que un único ran­cho, un mero cobertizo con te­cho de palma y abierto por tres lados, donde moran un mesti­zo de muy mala catadura, una viejuca y una muchacha india con el torso desnudo, que se ocupa de acarrear agua y moler maíz para las tortillas.

En la falda de una colina cercana hay un excelente ojo de agua, donde topamos con un grupo de marineros que prepara­ban su desayuno. El terreno atrás del rancho es elevado y seco; pero justo al frente comienzan los pantanos de manglares. Aquí también, cavado en el limo, hay un estanque pequeño y poco profundo, y un estrecho canal se extiende desde éste hacia las profundidades del pantano, conectándolo con el Estero Real. Era bajamar, y en el fondo fangoso del estanque y del canal, al descubierto y putrescente bajo el sol, yacían varios bongos de mala traza. En conjunto, era aquel un sitio que concitaba fiebres y mosquitos; y nunca sentimos mayor alegría que cuando nues­tra tripulación arribó, y la marea alta nos permitió embarcarnos y zarpar del “Puerto de Tempisque.” A medida que la choza de­saparecía entre los manglares, alzamos los sombreros y con un adieu nos despedimos del suelo de Nicaragua, ¡quizás para siempre!

NOTAS

Una explicación necesaria: Hemos reducido el número de notas al mínimo e incluido en el texto por un lado, las correcciones de lo que se ha considerado equívocos en el original de Squier, y por otro, los nombres actuales de los accidentes geográficos que él menciona, los cuales se ubican a continuación del nombre que le da Squier.
Aunque hemos tenido a la vista además del texto en inglés, dos traducciones— la del lingüista Luciano Cuadra W. que consideramos más completa y amena, y la de Jacinto Ramón Salcedo, más literal y apegada al texto original, hemos realizado nuestras propias interpretaciones de cierto pasajes de esta obra e incluido en algunas partes una versión que contribuya a una mayor comprensión de lectores no especializados que es el objetivo de este blog.

1.   E.G. Squier narra su segundo viaje a Nicaragua —Marzo de 1853—, esta vez no como diplomático N. A. En esa época, Gran Bretaña por la fuerza de las armas ya había impuesto protectorado sobre la costa mosquita o Caribe de Nicaragua y Honduras, creando artificiosamente un Reino Mosquito. Por lo tanto, San Juan del Norte o Greytown como la llamaban los ingleses en honor al gobernador de Jamaica, era ocupado entonces por militares británicos. De ahí la referencia de que “entra a Nicaragua”, a partir de El Castillo, donde funcionaba la aduana nacional.

2.   Es criterio del Dr. Jaime Ïncer Barquero –erudito historiador, geógrafo y conocedor de otras ciencias–, que en este tiempo no existe ninguna laguna cratérica a esa elevación en la cumbre del Mombacho. Que posiblemente la ilustración sea de la laguna de Apoyo, aunque mas bien pareciera que tal descripción corresponde a la laguna de Pichichá, situada en dirección opuesta, en la base suroriental del volcán.


GLOSARIO MÍNIMO

Abluciones, lavado o purificación ritual por medio del agua.
Aciaga, infeliz, triste.
Agostada, secar el excesivo calor las plantas:
Alicaída, débil, falto de fuerzas
Alisios, vientos regulares que soplan en dirección NE o SE, según el hemisferio, desde las altas presiones subtropicales hacia las bajas del ecuador.
Apero, conjunto de instrumentos y herramientas de cualquier oficio
Arrebujada, cubrirse bien y envolverse con la ropa.
Arriar la vela, Bajar las velas
Atizado, avivado o estimulado (referido a una pasión o una discordia)
Aves canoras, [Ave] de canto grato y melodioso.
Brazas, medida de longitud equivalente a 2 varas o 1, 6718 m.
Cestería, oficio de fabricar cestas.
Chapiteles, remate de las torres en forma pirámide
Cimbraba, movía una vara u objeto flexible haciéndolo vibrar.
Comodoro, capitán de navío cuando manda más de tres buques.
Dar pábulo, dar comida o alimento.
Drizas, cuerda o cabo para izar o arriar las velas o banderas
Emulan, imitan las acciones de otro procurando igualarlo o superarlo
Engullen, tragan la comida atropelladamente y sin masticarla.
Enjuto, muy flaco
Eólica, del viento o producido por él
Esmirriados, flaco, debilucho, con aspecto enfermizo
Fanfarria, banda de música generalmente de instrumentos de metal
Frugal, [Comida] sencilla y poco abundante
Fulgurante, que brilla intensamente
Hoscos, huraño, áspero:
Ignotas, No conocido o no descubierto:
Imberbe, [Joven] que todavía no tiene barba o tiene muy poca. Inexperto
Labán y Jacob, personajes de la Biblia. Cuenta el relato que Jacob compró a su tío Labán, a su esposa Raquel a cambio de catorce años de trabajo, pero Labán lo engañó y después de siete años le entrego a su hija Lea y hasta siete años después le entregaría a Raquel.
Marmórea, de mármol o parecido a él en algunas de sus cualidades:
Medraban, mejoraban de fortuna, prosperaban
Medrar, mejorar de fortuna, prosperar:
Mellada, que carece de uno o más dientes:
Mofarse, burlarse de modo hiriente o despectivo:
Morigeradas, templar o moderar los excesos en los sentimientos y en las
acciones.
Mosquete, arma de fuego de infantería que se empleó desde el siglo XVI.
Náyades, ninfa o divinidad que residía en los ríos y en las fuentes.
Nimia, insignificante, sin importancia:
Níveo, de nieve o semejante a ella:
Ocres, [Color] entre amarillo y marrón.
Palio, dosel rectangular de rica tela que, colocado sobre cuatro o más varas largas, se utiliza en ciertos actos religiosos.
Panamá, sombrero de hombre, flexible y con el ala recogida, hecho de pita
Parafernalia, excesivo lujo o aparato con que se desarrolla un acto o con que se acompaña una persona.
Perennifolia, [Árbol o planta] que conserva su follaje todo el año.
Peripuesto, que se arregla y viste con esmero y afectación rayanos en lo excesivo.
Pío, devoto, inclinado a la piedad
Pirámides, se refiere a las pirámides de Egipto.
Pletóricas, que tiene abundancia de alguna cosa
Puritanos, individuos de un partido político y religioso formado en el siglo XVII en Inglaterra, que se precian de observar la religión más pura que la del Estado.
Raudo, rápido, veloz:
Recoleto, legar apartado, solitario y tranquilo
Refocila, recrea, alegra.
Remisos, reacios, indecisos
Rimeros, pilas de objetos puestos unos sobre otros
Rutilante, que brilla o resplandece mucho
Se atusó los bigotes, se igualó los biotes con la mano o el peine mojado
Sigilo, secreto con que se hace algo o se guarda una noticia
Soliloquio, discurso o reflexión en voz alta y sin interlocutor:
Tachonadas, salpicadas, inundadas o cubierta (una superficie)
Tañer de las campanas, tocar las campanas
Tonos opalinos, de color blanco azulado con reflejos irisados
Tropel, movimiento acelerado y ruidoso de varias personas o cosas que se mueven con desorden.
Yermo, inhabitado, no cultivado
Zaga, atrás o detrás:
Zarcillos, órgano largo, delgado y voluble que tienen ciertas plantas para asirse a tallos u otros objetos. También significa aretes.


NOMBRES PROPIOS

Arcadia era una provincia de la antigua Grecia. Con el tiempo, se ha convertido en el nombre de un país imaginario, creado y descrito por diversos poetas y artistas, en donde reina la felicidad, la sencillez y la paz en un ambiente idílico habitado por una población de pastores que vive en comunión con la naturaleza.
Ceres, diosa de la agricultura, las cosechas y la fecundidad.
Compañía del Tránsito, empresa del comodoro Cornelius Vanderbilt que obtuvo una concesión del gobierno de Nicaragua para con vapores operar la ruta del río San Juan y el lago Cocibolca hasta el Pacífico.

Dampier, William Dampier fue un capitán de barco inglés, ocasional bucanero y corsario.



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