Prólogo
Por grandes que sean las acciones que atribuyamos a los héroes que ha tenido la Historia, si pudiéramos desplazar los resultados prácticos de su vida, de su propia personalidad, nos quedarían por siempre con el hombre, con su carácter, con la lección de su propia humanidad.
Y es que al juzgar al héroe, no lo hacemos desde un punto utilitario, sino bajo los reflejos ele una luz moral, de un sentido dramático, cal contemplar las fuerzas puestas en juego por el personaje para luchar contra el vendaval de un destino adverso. Lo que admiramos más bien no es el éxito; sino la fuerza de la voluntad y del esfuerzo, la magnitud de un espíritu. Importa al hombre, más que la realidad de las ventajas obtenidas, mantener su fe en el mismo manantial espiritual de la vida, en la personalidad, en sus móviles, su idealismo, su capacidad de desinterés y de abnegación. Contra la vulgaridad y el materialismo de la vida corriente, contra el soplo del escepticismo que quiere ver el egoísmo y el sentido práctico en todas las acciones humanas, la vida y los ideales del gran hombre serán fuente eterna de inspiración humana, como una lección de idealismo y cono un consuelo contra la pequeñez cotidiana. El gran hombre nos hace saltar por encima de la frase mefistofélica: “No es el hombre digno de inmortalidad”, y tener fe en los destinos humanos. Por eso la eficacia de los resultados prácticos es secundaria. Con todo el éxito de sus conquistas, Napoleón no pasará de ser un vulgar aventurero cuya obra se desmorona como un castillo de naipes. En cambio, Guillermo Teil, Daoiz, Velarde, Morales, De Valera, Abd-el-Krim o Sandino quedarán en la Humanidad como símbolos del espíritu indómito de libertad y como un ejemplo de grandeza moral.
No cabe duda que si los americanos, en cualquier forma, hubiesen querido aplastar a Sandino, lo hubieran hecho en poco tiempo. Si en vez de los quince mil hombres que enviaron a Nicaragua hubieran desembarcado cincuenta o cien mil y unos cuantos cientos de aeroplanos, los rebeldes no hubieran podido resistir sino muy pocos meses. Sandino hubiera perecido y la fuerza bruta hubiera triunfado inmediatamente. Pero el gesto inmortal del guerrillero hubiera quedado, lanzando sus destellos sobre un futuro más propicio, y esto es lo que no hubiera podido anular la fuerza de los invasores. Con eso contaba Sandino.
Hoy, sin embargo, y aun pesando la táctica oportunista del imperialismo, la fuerza evocadora y la enseñanza del héroe nicaragüense no es menor que si hubiera sucumbido a la presión arrolladora de la máquina militar de aquel país. La grandeza de Sandino está, más que en los resultados, en su actitud; más que en sus éxitos de guerrillero, en su elevación moral. El caudillo se ha levantado solo, en un pueblo cuya clase política estaba moralmente degradada y donde un pueblo escéptico se disponía a sobrellevar con resignación el collar de sus dominadores. Sandino sabía perfectamente, al iniciar su rebelión, que no podía triunfar, que el éxito era imposible, que fatalmente tenía que perecer, y, sin embargo, inicia su lucha en la forma novelesca que se cuenta en estas páginas, poniendo su mira no en el poder de sus armas, sino en la fuerza de su ejemplo y de su sacrificio, en su fe en el triunfo lejano de la justicia.
Y cuida pinta tan bien, con perfiles tan puros, el carácter de Sandino como las siguientes líneas que, desde su campamento de El Chipote, dirige a un amigo; líneas que merecían aparecer, en todas las escuelas hispanoamericanas, cono un ejemplo magnífico del espíritu de libertad:
«Puede usted estar seguro —decía el caudillo— de que no depondré mi actitud hasta que no arroje de mi patria a los invasores... Mi aspiración es rechazar con dignidad y altivez toda imposición en mi país de los asesinos de los pueblos débiles... Nicaragua no debe ser patrimonio de imperialistas y traidores, y por ello lucharé mientras palpite mi corazón... Y si por azar del destino perdiera todo mi ejército, en mi arsenal de municiones conservo cien kilos de dinamita, que encenderé con mis propias manos. Sandino morirá sin permitir que manos criminales de traidores e invasores profanen sus despojos. Y sólo Dios omnipotente y los patriotas de corazón sabrán juzgar mi obra.»
Hacía mucho tiempo que el autor de estas páginas trató de ir al campamento de Sandino con el objeto de ver de cerca los motivos que inspiraron a este adalid de la libertad, poniéndome al efecto en comunicación con su representante. Pero los meses pasaban y no recibía las cartas necesarias para entrar en el abrupto refugio del caudillo.
Más tarde, un extraño y desgraciado incidente retrasó aún más mi viaje. Con motivo de una fiesta en una ciudad mexicana, en que nacionales y españoles convivíamos, como de costumbre, con la más grande familiaridad, un papelucho de escándalo lanzó una mísera calumnia, esparciendo la especie de haberse pronunciado frases ofensivas contra el país. Y la ridícula falsedad hubiera quedado en seguida patente sin la felonía de dos o tres españoles, de los de arriba, que, ausentes o ajenos a la ciudad y llevados de un odio malsano, dieron, sin embargo, pábulo a tal creencia.
Los hechos quedaron aclarados, pero pasaron unos meses, y el que esto suscribe había perdido un tiempo precioso. En viaje ya hacia Nicaragua, se iniciaban entretanto las negociaciones de paz. Todavía, sin embargo, cuando llegué al campamento, el aparato militar continuaba, y pude ver y tratar a Sandino en el mismo escenario de sus luchas, apreciando, en momentos en que muchos obstáculos se oponían a la paz y la Guardia Nacional atacaba a las columnas sandinistas, su espíritu elevado de patriota, decidido a no convertir la guerra de la libertad en una guerra civil.
Estas líneas tienden a reflejar lo que ha sido la guerra nicaragüense y, sobre todo, a dar a conocer la personalidad de Sandino, el hombre que, sin temperamento de guerrero nato, enemigo de la guerra por la guerra y apreciando sinceramente al pueblo americano, ha levantado su bandera contra todo el poder del imperialismo yanqui.