Entra por la puerta
delantera. El chofer mira de reojo al que acaba de subir al ómnibus y mueve la
palanca de velocidades con agresividad. Ni siquiera se ocupa de cobrarle el
pasaje. Las llantas rebotan sobre el pavimento y todos rebotamos sobre el
asiento al pasar por encima de una valla de boyas. A la luz raquítica del
vehículo de segunda clase, parece un espantajo a punto de derrumbarse. El
chofer maneja y lo observa por entre las calcomanías pegadas al espejo
retrovisor, como dudando de que sea un hombre. Pero tiene cabeza de hombre, con
cabellos largos, en desorden, grises y tiesos. Todos los pasajeros coincidimos
sobre él, como en un teatro. Son las siete de la noche y la gente, saturada de
cansancio, se resiste a hacer movimientos innecesarios. Sin embargo, es
inevitable mirar esa cabeza montada sobre una camisa de mangas largas,
arrugadas y con manchas multicolores en la pechera.
Hay estupor,
compasión, o algún sentimiento menos claro en cada uno de nosotros.
El medio hombre avanza
hacia el fondo del ómnibus, columpiándose, apoyado en dos manos largas, nudosas,
color de pavimento. Tienen la misma piel salvaje, agrietada, de los pies que
siempre han andado descalzos. Plantado en su sitio —parece haberlo conocido
mucho antes de subir— mira hacia arriba y deja ver los tendones y las venas de
su cuello de toro. Mete la mano bajo la camisa "Es una armónica lo que va
a tocar", pienso. Pero saca la mano vacía y contrae los dedos, uno tras
otro. He visto a los pianistas tras de telones, nerviosos, antes de presentarse
al auditorio. Se complace en torturarnos con la espera. Veo la tensión en la
garganta de los pasajeros. Él todavía se atreve a pasear la mirada, lentamente,
advirtiéndonos que por fin ha llegado el momento.
"Quien responda..."
Sorprendido por la
luz roja, del semáforo, el pie se hunde en el freno y hace trastabillar a todo
el pasaje. El medio hombre queda tirado de costado y mira con rencor al chofer.
Se incorpora de un solo impulso y vuelve a la carga.
"Quien responda
antes de haber escuchado tendrá estulticia y confusión. Proverbios capítulo
.dieciocho desde que él mundo es mundo y todos sabemos o debemos saber desde
cuándo en las. piedras venimos rodando y creyendo subir cuando bajamos saltando
siempre por encima del sufrimiento sin abandonar el cuerpo caemos sobre el
lomo de la gran vaca desenfrenados espoleados por las esquinas sucias de los
instintos con los hocicos chorreantes de lascivia las orejas tapadas con lodo
aunque oímos por dentro el gluglú intestinal el pocpoc del deseo "ciudad
abierta y sin muros es el hombre que no sofrena su espíritu" esto tampoco
tenemos por qué dejar de saberlo aunque ,para una buena digestión le llamamos
destino y así cantando con voces de burro resbalamos resbalamos a diez mil y
tantas vidas por hora desconociendo la verdad anticuerpo..."
¡Qué es esto!
Principia a marearme la maraña de la perorata. Miro hacia afuera para alejarme
de aquel torrente de palabras; busco detalles curiosos en los transeúntes: un
hombre se apoya en un poste y le habla amistosamente. Pero la voz sigue
golpeando mi nuca. Creo haberlo oído antes. No obstante, jamás había visto
—estoy seguro— un hombre sin más cuerpo que para una camisa. Y faltan diez
cuadras; cuando menos, para que yo llegue a mi casa. Debería bajarme y tomar
otro vehículo, o caminar, lejos de la avalancha que arroja sobre nosotros. Pero
he comprada un servicio .y no tengo por qué renunciar a él. ¡Dónde está la
policía! Esto es un asalto. En la puerta de salida una mujer, con su bolsa de
pan colgando de un dedo, echa upa última mirada al predicante antes de bajar.
Coincido con ella: se ha escapado del manicomio o de alguna escuela de
abstinentes. Poseído por su sermón golpea el piso con el puño y hace saltar la
capa de polvo. No se detiene a respirar; no tiene la menor duda sobre lo que
dice.
"...para que yo
«vinagre sobre una úlcera» con todo mi con todo mi con todo mi ser mi alma que
puede alojarse en lo que queda a la derecha de las ruedas de aquel tranvía
ciego puedo sentir la negrura del abismo porque hemos olvidado que «pequeña es
cualquier maldad en comparación de la maldad de una mujer» y algo más que
«ella delante de cualquier palo se sienta y ante la flecha abre el arco» de lo
que obtenemos la primera conclusión escrita con fuego sobre el muro invisible
«no hay veneno peor que el veneno de la serpiente no hay rabia peor que la
rabia de mujer» en mis pulmones caben dos pares de pulmones y tengo aire
suficiente para apagar la mentira que nadie me diga que faltan ganas de
escupirlo pero dónde está el hombre sin vicios aquí por eso no me sucede
aquello de que «aquí está el mandado en mi vientre contestó el sapo y en
seguida hizo esfuerzos pero no pudo vomitar solamente se le llenaba la boca de
baba y no le venía el vómito» Popol Vuh capítulo siete quemar el vicio..."
Hastiado por el
discurso, el chofer esboza una sonrisa y abre el escape del motor. Un ruido
furioso inunda la calle y por un momento apaga el mensaje del medio hombre.
Como herido por un insulto, reacciona con violencia concentrada en el tono
elevado de su voz. Nuestros indefensos tímpanos no pueden más que recibir los
golpes, en medio del velado duelo entre motor y predicante. En ningún país
administrado con orden se cometería semejante atraco a la tranquilidad
pública, pero vamos por una estrecha calle del "tercer mundo" y todos
aceptamos el estrépito con la estúpida resignación de gente educada para no
protestar.
Estos ómnibus de
segunda clase, que surcan la ciudad bajo la jurisdicción absoluta del chofer,
suelen recibir toda clase de modernos juglares; tríos, duetos, guitarristas,
acordeonistas, maraqueros, flautistas, y hasta declamadores me ha tocado
soportar en tan infelices viajes, pero un frenético vendedor de su verdad
anticuerpo es algo que jamás había encontrado.
La saña con que
fustiga las monstruosidades que pueden encerrar dos piernas me recuerda algo,
y me inquieta no saber qué. ¿Me ha contagiado su paranoia? En alguna parte he
visto esos brazos que se abren y se cierran iracundos; he oído su voz. ¡Lo he
visto! Sí, Carlos Sanz es un detestable actor pero un magnífico imitador. Con
todo y la estrechez del cuarto en Que estábamos hacinados, la fiesta
principiaba a decaer. Por la puerta del baño, Carlos salió de rodillas, y entre
carcajadas y aplausos imitó el sermón. Luego hizo un llamado a la misericordia
y contó la historia del medio hombre. Antes del accidente fue actor, tratante
de blancas y contrabandista de ropa íntima. Un día parado en una acera, vio que
dos policías se acercaban corriendo, y empujado por sus propias dudas cayó bajo
las ruedas del tranvía. Durante seis meses se negó a morir. Cuando salió de las
tinieblas de la agonía y se vio tan vergonzosamente amputado, tuvo la
revelación: vio con nitidez la animalidad de los apetitos que lo habían poseído.
Arrepentido, anduvo, anduvo sobre sus castas ingles por un sendero anegado de
sabiduría; escuchó la voz que con divina energía condenaba la debilidad del
hombre que persigue y se entrega a la podredumbre que la mujer encierra.
Decidido a cumplir la misión para la que había sido creado salió a arrastrarse
por las calles.
La luz roja del
semáforo silencia el escape del motor y el predicante aprovecha la pausa. Su
cabeza salta desesperadamente sobre el cuello queriendo dirigirse a todos los
pasajeros que lo rodeamos. El chofer, escéptico, lo observa por entre las
calcomanías. Saca un paliacate y se suena la nariz, procurando hacerlo con la
mayor sonoridad posible, pero el apagador de la mentira arremete con más
encono.
"...liberarse
del peso animal con piel sabrosa la que confunde lo negro con lo verde y subir,
subir al deleite legítimo que nunca puede ser contacto carnívoro para alcanzar
la pureza anticuerpo que bien sabemos del placer se origina el pesar del
placer se origina el temor quien está libre de placeres no conoce ni pesares ni
temores Dhammapada capítulo dieciséis sin miedo a perecer en la soledad vamos
hacia..."
Un hombre precavido
—"vale por dos"—, dos veces toca el timbre, dos cuadras antes de la
esquina en que debe bajar. ¿Bajará? ¿No bajará? ¿Bajará? Ocultando la boca con
la mano, un fornido cobarde grita: "¡Bajen a ese loco!" Inmutable, el
anticuerpo sigue asperjando sus frases matricidas.
Ciertas inflexiones
de la voz me hacen suponer el final, y con mal disimulada alegría mi mano va
metiéndose en el bolsillo derecho. Después de todo, nadie sabe cuántas
variaciones puede alcanzar el trabajo. El predicante tiene la suya y es justo
pagárselo. Entre los paroxísticos gritos de ¡Abstinencia! ¡Abstinencia! ¡Abstinencia!,
mis dedos bailotean entre cuatro monedas. Con las venas de la frente hinchadas
por la excitación, humedeciéndose los labios, el predicante mira la puerta de
salida. Cuando pasa frente a mí le tocó un hombro y extiendo la mano con dos
monedas. Nada me había turbado tanto como el gesto de autosuficiencia con que
rechaza la limosna y sigue su camino hacia afuera. La lección es enteramente
gratuita. ¿De qué vive, entonces? Es el más soberbio de todos los poseedores de
verdades que he conocido. Todos piden, exigen o, indulgentes, aceptan algo a
cambio, pero éste... Carlos Sanz también lo dijo: trabaja ocho horas diarias
en una fábrica de sombreros de palma.
Con agilidad de mono
salta del estribo .de la puerta al pavimento y cae sobre sus dos manos
poderosas. Se columpia varias veces, arrastrando el vuelo de la camisa, y va a
quedar plantado al pie de un arbotante. La luz mercurial le cae perpendicular y
lo convierte en chimpancé vestido con la chaqueta del director del circo.
¿Cual es la reflexión del narrador ante el discurso del predicante?
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