La dramática vida de Rubén Darío

De Edelberto Torres Espinosa

Sólo un pedagogo —es decir, un maestro de formación y convicción— podía haber escrito este libro que, a pesar del paso del tiempo, continúa siendo la biografía fundamental de Rubén Darío, pero también mucho, mucho más. Porque fue gracias a su visión totalizadora, en la que se conjugan la pasión, el rigor y la sencillez, que Don Edelberto Torres Espinosa pudo producir esta obra monumental que combina el apasionante relato de la vida de Darío con la exploración de los múltiples factores humanos y literarios que confluyeron en su trabajo; obra indispensable para comprender como, en tan pocos años de vida —y a pesar del tiempo robado por un alcoholismo que, con rectitud histórica, Don Edelberto no intenta ocultar— pudo Rubén acumular esa gigantesca obra de miles y miles de páginas que apuntalaron la renovación de la lengua de Castilla y de Hispanoamérica, y le permitieron a nuestro poeta nacional consolidarse como uno de los más grandes poetas de lengua española de todos los tiempos.

Anastasio Somoza García: Un dictador made in USA


Síntesis

Este estudio echa una mirada escrutadora a los eventos ocurridos en torno al ascenso de Anastasio Somoza García al poder. Busca comprender la dinámica operativa de la sociedad nicaragüense que hizo posible este acontecimiento. Se enfoca en cómo Anastasio Somoza García utiliza a los Estados Unidos para conseguir sus objetivos y apoderarse del poder en vez del cómo los Estados Unidos sean quienes lo usen a él.

El estudio también examina el comportamiento de la élite política de ese período que incluía —y no se limitaba a— los usos de los vínculos familiares, el mecenazgo político y el nepotismo, y el uso del Estado como patrimonio familiar.

Los años en que Somoza sube al poder son examinados en el contexto de las políticas de esa época. Estas políticas incluyen el comportamiento de los dictadores en América Central, así como las reacciones de las naciones centroamericanas en lo referente a la toma del poder por los dictadores vecinos.

El Negro Simón - Cuento


—AGARRENLO, agárrenlo. El ladrón, el ladrón, no lo dejen escapar.

La criatura tierrosa y vestida de harapos se abría pasos deses­peradamente entre la muchedumbre que en pocos minutos se había reunido para cerrarle el paso. La mujer que así gritaba le señalaba desde lejos:

—Ese es; sí, ese es; se acaba de meter en mi casa y me ha robado. No lo suelten, hasta que venga la policía.

Pero la policía no llegaba y el pequeño ladronzuelo hacía esfuerzos desesperados para deshacerse de aquellas miles de manos que le aprisionaban y de aquellas miles de voces que le echaban maldiciones.

—Tiene por que ser así —dijo alguien—, si es el hijo de una ladrona.

—Su madre es una ladrona —dijo otro.

—Su padre es un borracho que no sabe ni los hijos que tiene —gritó un tercero.

Y siguieron las voces y los gritos:

—Le haríamos un bien si le damos una buena apaleada para que se acuerde de ella toda su vida.

—Ya que los padres no le reprenden démosle hasta que se muera.

—Ya no le tiene miedo ni a la policía.

—Y que le va a tener si está curtido. Ha estado más de cien veces preso.

—Démosle palo. Que pasen la verguetoro.

—Que lo desnuden, para que sepa lo que es castigo.

Entre gritos de alegría y de burla, la muchedumbre empezó a desnudar al ladronzuelo. Le quitaron totalmente los harapos, en los harapos no llevaba nada oculto. El flaco cuerpecito lleno de cicatri­ces quedó al descubierto. Totalmente desnudo fue difícil para la muchedumbre sujetarlo y el pequeño rapaz logró la ocasión para desprenderse de las manos que lo aprisionaban.

La muchedumbre salió tras él. Las voces, los gritos y las maldi­ciones le iban dando alcance.

—Agarren al ladrón, detengan a ese bandido.

—No lo dejes escapar que se lleva mis prendas, me ha robado, me ha robado.

En medio de la muchedumbre un hombre corpulento se abrió paso. Era un negro cargador de bultos conocido por toda la muche­dumbre.

—Paren, paren —gritó alguien—, ya el negro Simón le va a dar alcance.

La muchedumbre se detuvo. Los gritos de entusiasmo conti­nuaron:

—Ahora sí.

—Ahora no se escapará.

—Ya lo agarró.

—Que viva el negro Simó000nnnn

—Que viva el negro Simó000nnnn

—Que vivaaaa.

—Así se hace negrito, dele duro, arréele palo a ese maldito. —VamosSimoncito, pórtate como hombre, así se hace. —Viva el negro Simó000nnnn

—Viva aaa

La muchedumbre se acercaba entusiasmada hasta el lugar en que el negro Simón castigaba salvajemente, o hacía que castigaba salvajemente, al pobre ladronzuelo. El negro Simón era incapaz de matar a nadie, menos de maltratar a un niño, pero el negro Simón hacía (pie castigaba al pequeño ladronzuelo con su grueso torsal que se había desenrollado de la cintura.

La muchedumbre seguía lanzando gritos histéricos.

El negro Simón tomó por los cabellos al ladronzuelo y presen­tándolo a la muchedumbre que le rodeaba, como quien presenta un trofeo, le gritó:

—Aquí tienes al ladrón, ya está castigado.

El muchacho manaba sangre por la boca, era sangre que le había hecho manar la muchedumbre; cuando el negro le atrapo ya el pequeño ladronzuelo manaba sangre. El negro era incapaz de ha­cerle daño a nadie. Todos los niños querían al negro. El negro era amigo de todos los niños pobres y desamparados. El negro les daba consejos a todos los muchachos que caminaban por la senda del mal.

Pero el muchacho manaba sangre por la boca y cuando el negro le soltó de los cabellos, el cuerpecito débil y desnudo y lleno de cicatrices, se desplomó o hizo que se desplomaba.

La muchedumbre dio un paso horrorizada.

Alguien gritó:

—Este negro bandido ha matado al muchacho.

Todo fue oír aquello para que la muchedumbre rodeara al pobre negro. Todos estaban en silencio, todos tenían caras terribles, todos amenazaban al negro con los puños, todos enseñaban los dientes, todos querían ser los primeros en caer sobre el negro.

El ladronzuelo logró la ocasión para evadirse.

El negro Simón se fue poniendo pálido en medio de aquel círculo de ojos amenazantes, le comenzó a temblar el cuerpo, co­menzó a sudar copiosamente, quiso reaccionar, pero no tuvo fuerzas para enfrentarse a la enfurecida muchedumbre que continuaba en silencio, cerrando pulgada a pulgada su círculo de muerte.

El negro ya no se movía, estaba pálido, por instinto hizo un ademán amenazador. La muchedumbre cayó sobre él y lo aplastó.

Cuando llegó la autoridad todos se dispersaron.

El parte fue lacónico: "No hay culpables, lo mató la muchedum­bre".

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CUENTO 4: LA POZA CEBADA

La quema - cuento

"LOS SOLES" estaban tan bajos que la tierra ardía como un me­chero. La tierra grietosa no aguantaba más, y abría sus profundas heridas de barro. Por esas heridas respiraba un baho caliente.

Un pochote solitario se afanaba en darle sombra de esqueleto a un borrico, que se espantaba "la calor" con las orejas; por los ojos le salía la morriña. El borrico tosía y babeaba como un motor en ruinas; su cabeza, un péndulo sin norte, por los hijares le sudaba la tristeza.

Los conejos, inquilinos morosos de los matorrales, veían pasar el correo transeúnte del viento, que les dejaba noticias de angustia.

Por entre las negras heridas de las grietas los corales, hembras y machos, pintados de arco-iris, bebían sol por la hojita menuda de su lengua mortífera.

Las arañas, pulpos de negro barro que no llegaron a la costa marina, espiaban los cascos de las bestias.

Allá, en el altito, se planeaba la quema. El viento soplaba de Sur a Norte y la emoción dormía tranquila en el pecho de los quemadores.

El sol dolía la cabeza y nublaba la vista. El sol caía perpendicu­larmente y se bajaba por la savia de los árboles a quemarle sus raíces.

Era el momento: el viento fuerte, sol caliente y el monte seco, ardiente, tostado, con sed y calor en sus hojas y temblores en su cuerpo.

Los hombres que llevaban un tizón de ocote, con un canario de fuego en la punta, comenzaron a picotear el monte con la llamita, y el fuego corría y ellos también corrían por la amplia ronda; se encontraron en el extremo opuesto y dando un rodeo bajo el humo, regresaron al altito.

Su primer "tarella" había terminado.

Agora ispiaban.

Desde el altito vieron la silueta del borrico: era el mañoso, el rompe cercas, el animal del vecino que no tiene ni párel y tiene demonio dañino.

El borrico, como un tirabuzón de nervios, quería meterse en el corazón del pochote.

Mientras los quemadores "chileaban" el fuego tronaba, brama­ba, quebraba los arbolitos tirándolos a su terrible hoguera. Las llamas corrían como locas, brincaban, saltaban, volvíanse para atrás a buscar nuevas víctimas; en las hondonadas sonaban sus terribles matracas de hojalata y subían a los árboles altos por los secos bejucos a buscar los nidos de los pájaros.

Los murciélagos volaban y caían como pájaros ahumados, y los pájaros caían y volaban reventando luciérnagas en el aire.

Las columnas de humo eran blancas, negras, azules y se hacían nubes rojas en el cielo.

El pobre borrico corría sin Norte, como alma que se le lleva el diablo, ardía como un rancho de paja, saltaba como una liebre y chillaba como una mona herida; brincaba, pateaba, hacía maromas de trapecista en el aire, y por último, pegó la cabeza en la cerca del alambre y se deshizo en brasas.

Los quemadores rieron a carcajadas.

La huerta quedó como un carbón inmenso.

El fuego puso fuego a las viejas rencillas del vecino, quemán­dole parte del chagüite.

La quema había terminado.

El sol bajábase por la escalera de la tarde, hundiéndose en la roja piscina del crepúsculo.

Carne de conejo asada comieron aquel día sin joderse.

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CUENTO 3: EL NEGRO SIMÓN

ENTRE LAGOS Y DIOSES

Introducción

Era el año de 1982, y yo tenía entonces trece años de edad cuando regresé a Nicaragua, mi entrañable y querido país, la tierra de mi madre, y donde yo vi la luz por vez primera. Llegué desde Honduras, mi otro país, la tierra de mi padre, tierra a la que también quiero tanto. Y en mi retorno, no recorrí mucho, pues apenas crucé la frontera por Las Manos, llegué a Nueva Segovia, a la ciudad de Ocotal y de allí, enrumbé hacia la remota Jalapa, mi pueblo de origen, ubicado en un valle de tierras muy fértiles y paisajes maravillosos.

Podría decir que mi infancia entre Nicaragua y Honduras fue feliz. Fueron años memorables aquellos, en ambos países. Sin embargo, justo en la pubertad y a las puertas de la adolescencia, me encontré con la cruda realidad de un mundo cruel y absurdo. Me refiero a la guerra. Se suponía que en julio de 1979 se había abierto una nueva página en la historia de Nicaragua, donde se irían escribiendo líneas y párrafos referidos a la paz, prosperidad, fraternidad y alegría. No obstante esta expectativa, de a poco se fueron torciendo estas líneas y entonces supimos de guerras, pobrezas, contiendas y tristezas. La frontera entre los dos países hermanos nunca había sido tan infranqueable e inaccesible para la gente, excepto para aquellos que con armas en mano, las cruzaban mimetizados entre las agrestes montañas y la oscuridad de la noche, para luego entablarse interminables combates fratricidas.




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