Encuentro con el Sisimique

Por Mauricio Valdez

Este cuento está basado en algunos hechos reales, vivencias con mis hermanos cuando éramos adolescentes. El Sisimike o Sisimico, según creencia de la zona Caribe de Nicaragua es un "Hombre Mono", quizás una versión del famoso pie grande. Un cuento más del libro Cuentos y Mitos de Nicaragua. Al final "La Sisimique y el hombre".

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La quebrada no quedaba muy lejos, solo había que cruzar un potrero, llegar a un cominito pedregoso y seguir caminando hasta llegar a otro potrero y a la lejanía se veía un gran árbol de Genísaro bajo el cual yacía una pequeña casa con algunas tablas desencajadas y tejas que se le caían, luego estaba una bajada que daba a unas piedras entre las cuales fluía el agua sonora y limpia del riachuelo que llamábamos la quebrada. La casita estaba abandonada, nadie se atrevía a volver a habitarla, ni la remendaban, ni se llevaban nada de ahí, ella sola se iba consumiendo, iba desapareciendo con el paso del tiempo. Los que pasábamos por ahí, lo hacíamos de prisa, evitando pasar de noche por temor a que nos sucediera lo que les sucedió a los que antes vivían ahí, en la casa que ahora decían; estaba embrujada.

Esa tarde, como muchas otras anteriores, nuestra única intención era pescar. Mi hermano mayor y dos amigos recorrimos la quebrada aguas arriba buscando posas en donde sabíamos que estaban los más hermosos peces que llamábamos guapotes, en una de esas posas, la más grande, es en la que permanecíamos por más tiempo, cada quién ocupaba su lugar alrededor de ella, pero eso sí, todos callados. No faltaba quien se metía al agua para despegar su anzuelo de una roca; —Este fue un cangrejo— decía mientras metía su brazo y la mitad de su cara al agua, a veces se zabullía por completo cuando el anzuelo pegado estaba en aguas más profundas.

Era invierno y nos sorprendió la lluvia, calló un aguacero y el agua de la quebrada se tornó achocolatada, entonces los barbudos, unos peces con apéndices en la cara, comenzaron a picar y uno a uno se pegaban a nuestros anzuelos comiéndose las mazamorras (lombrices de tierra) que poníamos de carnada, estábamos entusiasmados, pues nunca habíamos tenido tanta suerte. En tiempo récord, cada uno de nosotros teníamos al menos cinco pecados más o menos grandes, pero luego dejaron de picar y nosotros queríamos obtener más, pues todo el día no habíamos pescado nada y solo fue en ese corto periodo de tiempo, mientras duró la lluvia, que logramos pescarlo lo que teníamos. Así, esperando obtener más barbudos, se nos pasó la hora en que debíamos de regresar, cuando comenzó a oscurecer nos acordamos de la casa embrujada y de los coyotes que rondaban la zona, casi corriendo nos dispusimos a irnos, al divisar la casa cuesta arriba, nuestros corazones comenzaron a palpitar aceleradamente, nadie decía una sola palabra, a medida que nos acercábamos nos parecía escuchar ruidos que provenían desde adentro de la supuestamente abandonada casa, no mirábamos luces, ni bulto, ni nada de lo que podría suponer que alguien estaba en la casa o que algo estaba acechándonos al pasar.

—¡El Simiseque! gritó Goyo que iba adelante, al mismo tiempo que echó a correr, tras él los demás le seguimos corriendo también. Pasamos el susto, no era nada o por lo menos no vimos nada, corrimos hasta que nos cansamos, nadie se quedó rezagado.

—Caminemos rápido —dijo nuevamente el alborotista que nos había hecho pegar la carrera y el mismo que llevaba un pedazo de machete sarroso, seguro creía que con eso podía defenderse o defendernos de cualquier cosa que nos saliera al paso, como los coyotes que quizás eran perros descarriados, semisalvajes que se hacían escuchar en la lejanía.

Ya un poco calmados pregunté:

—¡Oe, Goyo! ¿y qué cosa es el Siquequique?

—Sisimique —me corrigió— es un animal que se parece a un hombre mono y que tiene los pies al revés, él fue el que se llevó a las dos mujeres que vivían en esa casa, se las robó, eran chavalas bonitas.

—¿Sisimique?, hasta ahora lo escucho.

—Pues dicen —continuó Goyo con su relato— que en esa quebrada vive un Simisique que sale buscando alguna mujer que se esté bañando en horas de la noche o que le haya agarrado la tarde lavando ropa. Cuando ese señor que construyó esa casa le dijo a algunas personas que eso es lo iba hacer, muchos le dijeron que no lo hiciera, que no construyera en ese lugar, que era peligroso y que ya antes había pasado una tragedia por culpa de ese Sisimique a otra familia que tenía su casita cerca de la quebrada, pero el señor no hizo caso y le pasó lo que le pasó.

—¡Ala! y hasta ahora nos decís eso, si hubiera sabido, no vengo a esta quebrada —Dijo Raúl, al parecer el más miedoso de todos.

Acababa de decir eso cuando el mismo Goyo, siempre a la cabeza, se detuvo callándonos con un fuerte ¡Ssshh! Luego dijo: Ahí viene alguien.

—Yo no veo a nadie —dijo Eddy mi hermano, nadie veíamos bien, pues la oscuridad estaba opacando la poca luz que del sol quedaba.

—¡Caminemos hombre, si no es nada! No ven que los coyotes nos van a alcanzar, ellos huelen los pescados que llevamos —dijo el que iba en la cola.

Comenzamos nuevamente a caminar, el regreso me parecía más lejos que la ida y de seguro que más de alguno pensaba lo mismo que yo. También estaba casi seguro que habíamos extraviado el camino.

El baquiano machetero de nuevo dijo ¡Ssshh! —Ahí viene alguien.

Pero esta vez no se detuvo y todos continuamos la marcha a pasos agigantados, en fila india, sobre el caminito donde a veces pisábamos alguna que otra plasta de vaca y estiércol de caballo.

¡Schack!

—¡¿Y ese ruido?!

—Eso fue un conejo.

¡Schack!

—¡¿Y ese otro?!

—Es una lechuza.

Preguntaba uno y respondía otro, hasta que un ruido en particular, como un gruñido, nos dejó con ganas de salir corriendo, pero solo nos quedamos pensando que animal podría ser.

—¡¿Qué fue ese ruido?! Al fin se hizo la pregunta…, pero nadie respondió.

Sin una linterna a mano y nada para alumbrarnos, con miedo y caminando de prisa, nuestro pensamiento estaba enfocado en llegar a nuestra casa, sé que íbamos por el sendero correcto y eso me tranquilizaba de cierto modo.

La sensación de que algo nos seguía estaba latente, más porque nos parecía escuchar pisadas tras de nosotros.

—¡El Sisimique! —de nuevo el grito seguido de la carrera, pero esta vez la cosa fue diferente, pues Goyo corriendo tropezó con algo, posiblemente con una piedra, y cayó sobre el sarroso pedazo de machete que llevaba, objeto que ahora sí, al parecer, se había convertido en un arma letal.

Nosotros nos reímos de él creyendo que se levantaría enseguida sacudiéndose la tierra de su cuerpo, pero solo escuchamos un quejido de dolor y Goyono no se movía.

—¿¡Qué te pasó!?—le preguntamos mientras nos agachábamos para asistirlo.

—¡Creo que me ensarté el machete! —nos dijo aterrado, y con ambas manos en su estómago se incorporó sentándose.

No podíamos ver con claridad, pero sabíamos que estaba sangrando, presentíamos lo peor.

—Solo es una cortadita —dijo Goyo poniéndose de pie, sentimos alivio al saber que no se había ensartado por completo el susodicho machete. Recogió los peces que en el suelo había dejado y nos disponíamos a continuar la marcha, cuando divisamos una enorme figura emitiendo un fuerte gruñido que nos dejó a todos paralizados, al parecer el Sisimique nos había seguido desde la quebrada. En ese momento, con más pánico que nunca, a la voz de ¡corran! De quien sabe quién, pegamos carrera una vez más pasando un alambrado sin saber cómo.

Exhausto dejamos de correr, jadeante como todos, Goyo levantó la vista y nos dijo:

—Ahí viene alguien.

Sobre el zacate que se extendía a lo largo y ancho del potrero, se escuchaba acercarse el galopear de unos cascos de caballo. Ante la penumbra pudimos divisar a un jinete alumbrándonos con una lámpara y saludándonos con un ¡Joo! Era mi tío.

—¡Ideay chavalos! Iba a buscarlos, pensábamos que se habían perdido.

—El Sisimique —dijimos todos en voz alta casi en coro, aún muy asustados.

—¡¿Qué?! Eso no existe —dijo mi tío con incredulidad.

¡Sí!... nos siguió y nosotros lo vimos, era grande y peludo, y salimos corriendo, casi nos atrapa.

Mi tío solo se puso a reír, se bajó del caballo, miró a Goyo que se apretaba la panza.

—Me hice una herida con el machete —le dijo éste.

—¡Aaaala! Se te van a salir las tripas —le dijo mi tío en tono de broma.

Lo montó al caballo, luego se montó él y nos dijo:

—Hay llegan ustedes, voy a llevar a Goyo.

Dimos unos pocos pasos y divisamos las luces que iluminaban la casa. Nuestros amigos Raúl y Goyo, cuya casa quedaba bastante cerca de la nuestra, se despidieron de nosotros. Esa noche cenamos pescado frito mientras no parábamos de relatar a nuestros padres, con detalle, nuestro encuentro cercano con el Sisimique.

Vídeo del cuento


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A continuación una leyenda de Costa Rica:

La Sisimique y el hombre

Érase una vez, un hombre cazador que fue a una montaña lejana a cazar animales, muy lejos de su casa, y cuando se dio cuenta, andaba perdido en la montaña sin encontrar el camino de regreso. En su andanza por el bosque encontró la fuente de un río y siguió río arriba. Después de haber caminado un buen rato, escuchó un ruido extraño, era como que si alguien levantaba piedras y las tiraba al río. El hombre pensó que había alguien cerca de él, y en eso vio a una persona muy extraña, parecía una mujer, pero de muy alta estatura, con el cuerpo cubierto de pelo, los pies grandes y un extraordinario sentido del olfato. Al ver esto, el hombre se asustó, y escondiéndose huyó del lugar, pero lo que este hombre no sabía, es que este personaje era una Sisimique, un ser sobrenatural que vive solo en la montaña y se alimenta de carne cruda. La Sisimique ya se había dado cuenta de que alguien se había corrido de allí porque ella olfatea y distingue a los humanos de los animales. Entonces la criatura usó su olfato para seguir al hombre hasta que lo alcanzó, y enseguida se lo llevó a su escondite para tenerlo como su hombre. Lo mantenía constantemente bajo estricta vigilancia, pero con el paso del tiempo le fue dando cierta libertad, aunque siempre limitada.

Le permitía andar solo alrededor de su escondite en la búsqueda de cangrejos y de miel. Para ese entonces la Sisimique ya estaba embarazada del hombre. Él, sin embargo, tenía una sola meta: encontrar cómo escaparse lo más pronto posible de ese lugar. Un día por fin logró salir, muy temprano en la mañana, siempre con el pretexto de buscar cangrejos, y aprovechó la oportunidad para correr y librarse de las manos de esa malvada. La Sisimique, al ver que no regresaba, sospechó que el hombre había escapado y salió en su persecución, corriendo rápidamente bajo los árboles, pero aun así no lo pudo alcanzar. El hombre, cansado y con miedo, seguía corriendo, y de pronto se encontró con una playa, vio el inmenso mar, y miró que iba pasando un barco y lo llamó desesperadamente haciendo señal de auxilio. Los tripulantes del barco vieron la señal y se acercaron para recogerlo. El hombre se sintió muy alegre, y cuando ya iba nadando en alta mar, la Sisimique apareció en la orilla de la playa, y pensando que él regresaría le gritó con una gran voz: “Mirá aquí traje a nuestro hijo, vení a recibirlo, y si no lo hacés lo partiré por la mitad”, pero en ese instante el hombre nadó más rápido hasta subir al barco, y entonces la Sisimique le enseñó a su hijo desde la playa y, llena de furia, agarró a la criatura, lo levantó de ambos pies, y lo partió en dos pedazos. La Sisimique regresó nuevamente a su escondite sin el niño y sin su amor.


METEMPSICOSIS EN OTOÑO - Eunice Shade

"Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre",
Roque Dalton.
Mis dedos están obligados a tocar claves para que Isis suene en tu cabeza. Tengo que tocar la partitura de nuestro reencuentro. El primer ensayo se escuchó así:
Vengan a rescatarme, hace frío y mis labios se agrietan y balbucean unas palabras de acabo de llegar, necesito una brújula en Santiago, y ahí estaban, examinando la contextura y el barro de mis gestos. Siento hambre. Echo de menos el frijol de montaña cuando olisqueo el extraño puré de algo. Vaya, no sabía que Suramérica era tan extravagante. Y se me ocurre un verso a lo pobre y apunto: No dejes que tus labios hallen mis once letras.
Me lo guardo bajo la lengua mientras contemplo con miedo las preferencias de los extranjeros a mi mundo. Después de todo qué eran once letras para Santiago... respiro profundo y asumo el absurdo libreto de mi generación.
Diluyo mis ansiedades en el metro y ¡Qué panorama, guevón! ¡Lindo se mueven los chilenos por el metro! Pero no voy al pasillo a conocer chilenos, voy a conocer a Isis, sí, a Isis, a eso voy, y ella ya no es chilena, es algo más. Así que sonrío como yo sé hacerlo. Me bajo del tren y esto es el tercer mundo en otoño.

Ejército 333
Dejo las maletas y la Centroamérica bajo llave. Tengo que concentrarme en Don Santiago. Tengo que contradecir sus clichés y figurarme que no estoy en una canción de Los Prisioneros. Me van a introducir a la Pérgola del Olvido. Pero antes debo leer cuarenta y pico de obras de población esperanza, debo leer una vida clandestina después del setenta y tres.
¿Alcanzás a ver un caos de papeles a mi alrededor? Son las fotocopias de la vida de Isis. Hasta ese momento no he encontrado la aguja del pajar, la tensión, la sonrisa de un fantasma pistola en mano. No he encontrado el templo donde rezarle a la Diosa.
Aburrida, sin hierbas mágicas por ningún lado y con edificios por docena me abruma el vértigo. Se asoman los mapuches y juegan con mis dedos. No existen los mapuches en Santiago pero te adivinan el tiempo los barbudos. Lo que abundan son los peruanos y ellos viven del frío, por eso les compro una bufanda verde olivo. También una tapadera de nariz porque los árboles, las flores y la tierra odian Santiago. Alerta ambiental: la capital nubla sus ojos con espuma negra. Arde respirar.
Dos enviados de Anubis me cautivan mientras mueven los labios así:
"Bienvenida. Te vamos a presentar a Isis, la Señora de los países del sur, la Señora de Hebet, la gran Isis". ¿Con velo o sin velo?, me pregunto. "Antes debes esperarnos en Ejército 333. Llévate este manuscrito: Carta a Roque Dalton".
¿Mirás la banca blanca al final de la calle? Ahí estoy yo con la misiva, dudando de cada una de sus letras. Dudando y dudando hasta enfrentarme con la página destinada: "... No dejes que tus labios hallen mis once letras".
Entonces escuché gritos y disparos. Escuché armas de todos los colores, uniformes, escondites, guerrillas, secuestros y muertos. Escuché la voz de Villalobos dando la orden. Escuché a mis amigos interpretar su mejor sinfonía. Escuché mi sonrisa cuando la tierra me recibía brazos abiertos.
Ahí fue cuando cambió la perspectiva, el tono, el movimiento. Se me erizaron los pelos y la lengua se me puso tiesa. Dejaron
de sonar los tambores de feria y la música fúnebre subió de volumen.
Alguien me está jugando una broma pesada. "No dejes que tus labios hallen mis once letras".
Busqué el Internet al tiro, le di clic y ahí estaba el poema completo: Alta Hora de la Noche y no era de Isis, sino de él, que podría ser yo, el pobrecito poeta que era yo. Porque hoy hace luna de diez de mayo. Hoy es diez de mayo y mis amigos le dispararon un diez de mayo y corrieron los minutos más largos hasta que los enviados de Anubis sacudieron mi cuerpo aturdido.
"Ella fue tu affaire chileno", escucho sin pisar suelo. ¿Cómo así? "Nada de cómo así, ella fue tu gran amor de por aquí". Y como buen centroamericano agaché la cabeza y dije sí, puede ser. Necesito acorralarme frente a sus ojos.
Rengo con Salvador
"Es aquí. Vaya usted y toque la puerta. Nosotros vamos detrás", me indicaron.
Y ahí estaba ella envuelta en un manto mortuorio tejido por Aimaras. Ahí estaba tachonada de líneas en el rostro, con las manos ásperas de política y un tecito de hierbas para calmar los nervios.
"Los estaba esperando. Pasen. Tengo galletitas y té a la inglesa".
Sus muebles, los libros y la pintura de su madre antigua podrían valer algunos miles. El aire de la casa, estancado, es el mismo de hace cincuenta años. Nada ha cambiado. Con excepción de un reflejo en el espejo cada vez más inflado.
¿Y yo alguna vez te amé? ¿Qué he venido a buscar a tu casa? ¿Vine acaso a despedirme? No gracias, no quiero té.
Isis sonrió con desconfianza y nunca supo que era yo quien había regresado desde la oscura tierra por su voz.
Por más que le gritaba con la timidez del recién llegado nunca lo supo y escogió confundirme con sus complejos. La perdoné y fue en ese momento de compasión que comprendí el porqué de mi regreso. Ella se había atrevido no sólo a pronunciar mi nombre, sino a escribirlo infinidad de veces y por eso me encontraba justo frente a ella, frente a Isis con muchos velos. Y pensé que fui un loco por haberte amado alguna vez, porque ignoraba que eras otra frívola en busca de la reverencia. Con ese descubrimiento me habías salvado sin querer.
Me senté a tus pies. Decidí anclar mi voz un rato para escuchar el monólogo de tu vida. Empezaste diciendo mentiras: "Yo hablo con los muertos. Tengo una bola de cristal crepúsculo". Pero yo sabía que mentías. Yo sabía de tu anhelo por lucir prendas imaginarias en tu cuello de garza. No te reproché nada y escondí mi cabeza de avestruz en el abismo.
"Yo he sido la musa de un gran poeta. Yo soy gloria nacional y me envidian. Yo soy Isis, la gran Isis de Chile".
Repasaste los episodios de tu película como quien alardea fotos en blanco y negro. Alardeaste de tu origen europeo y modelaste un diseño mapuche para que te aceptara en mi cabeza porque sospechabas que algo no cuajaba entre vos y yo.
Y te pensé estos versos: Ella no imagina que puedo alargarme y mezclarme con su molestia / Ella no imagina que puedo mezclarme con sus gusanos internos.
Después, cedí a escucharte y estaba sorda, no me sorprendiste y me reproché el haberte besado con pasión centroamericana. Esa tarde abandoné tu casa con una bomba en la garganta.

Paseo Ahumada
Como estaba muda de dolor por vos, por vos Isis, pensaron que estaba loca. Y tal vez lo estuve. Y tal vez lo estoy. Así que
opté por ubicarme donde me correspondía. Soplé la llama de Anubis y sus enviados se apagaron en los pasillos de Santiago.
Me iba libre todas las tardes sin tu voz al Paseo Ahumada, a mezclarme con la prole de andar austral, a hilvanar tonterías literarias, a incrementar supersticiones sobre RD y mi supuesto yo.
En una esquina de esa alameda tercer mundista me leyeron el tarot. "Guevón, las cartas dicen que sí, dicen que sí pero no te creas todo lo que dicen porque a veces falla el estómago", me aconsejó el barbudo. Ni la moneda de quinientos pesos me esclareció el destino aunque adentro lograba alumbrar un mapa secreto. Por eso me mordí los labios. Me los mordí hasta provocarme sangre en los ojos.
Todas las tardes de Ahumada a Lastarria y viceversa gastaba las miradas sobre las hojas del otoño, crujientes y amarillas, como imagino deben ser las almas de los desaparecidos del setenta y tres. ¿Ven las hojas recortadas en zig-zag flanqueando la acera? Yo las salpicaba de nosotros, cuando iluso creí amarte.
Vuelta y despedida en Rengo con Salvador
Cubrí las ruinas que me causaste con la bufanda verde olivo y regresé a tu casa. Quería darte la última oportunidad. Quería escucharte murmurar un te recuerdo. Pero nada. Tus manos relucían de blancas. Te mordí varias veces y no te diste cuenta. Te empeñaste en ambientar el único acto que compartiste con Silvio y Pablo.
¡Si pudiera tener a Silvio como horizonte! ¿Me reconocería? Tu memoria desatada no escatimó detalles de esa noche.
Mientras te perdías en la música de Silvio corrí al baño y me senté en la taza del inodoro a contar con la intuición. Conté una y otra vez lo que tenía que contar... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. ¡Once letras! ¡Once malditas letras! ¡Once malditas letras tenían y tiene mi nombre!
Las agarré con un martillo imaginario y me las clavé una a una en el pecho. La profecía era una realidad. Pronuncié once veces mi nombre y nací en tu casa un catorce de mayo. Era tiempo de celebrar.
¿La ven recostada en su cama evocando? Es ella, es Isis con variedad de velos. La abracé a tiempo luz y le ofrecí mi beso triste. Ambas nos estremecimos al contacto. Le dije con mis manos que no la amaba, que nunca la había amado, que por favor no volviera a pronunciar mi nombre: no pronuncies mi nombre /porque se detendrá la muerte y el reposo /por favor, no vuelvas a pronunciar mi nombre. Y me exilié de sus recuerdos para siempre.
Con la botella de vino que me robé detrás de su cama celebré mi reencuentro. Caminé hacia la intersección del destino con la urbe a las espaldas. Me curé las heridas y decidí empezar de nuevo. Retoqué mi identidad con versos de carretera.

Ya no soy el mismo. Otras sombras me persiguen. Otras deudas. Otra música de Isis solitaria. ¿Se escucha?

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EUNICES SHADE

(1980), fue editora de Líteratosis, Revista Literaria de Nicaragua y Conductora del programa de radio Letroscopio en la desaparecida Radio Pirata. Se desempeñó como periodista cultural de El Nuevo Diario durante dos arios. Es miembro de www.marcaacme.com y contraparte en Nicaragua del proyecto latinoamericano de narradores Entresures. Ha publicado un libro titulado El Texto Perdido, Editorial Amerrisque, 2007.

PIEDRAS - Yahoska Tijerino

En los últimos días de abril, un poco antes de regresar a Nicaragua, recibí una tarjeta que decía:
Te esperamos el 17 a las 5 de la tarde.
Atentamente,
Consejo de Análisis de la Poesía.
—¡Qué invitación más extraña!— Pensé, mientras la colocaba con rapidez en mi archivo de correspondencia.
El 10 de mayo, ya en Nicaragua recibí otra nota:
Sólo queremos recordarte que te esperamos el 17 a las 5 en punto.
Atentamente,
Consejo de Análisis de la Poesía.
Nuevamente me llamó la atención lo impreciso del mensaje, igual al primero estaba incompleto: ¿Quiénes integraban el Consejo de Análisis de la Poesía? ¿Para qué querían encontrarse conmigo? ¿Por qué me citaban sin especificar el lugar de encuentro?
Empecé a averiguar entre todas las agrupaciones de poetas si había alguna con aquel nombre. Mi investigación parecía en vano hasta que el sábado 16 por la noche conseguí una página en Internet y un número telefónico. La voz comercial y fría —en ese caso femenina— que caracteriza máquinas contestadoras de respetables instituciones decía: Usted ha llamado al Consejo de Análisis de la Poesía. Lamentamos no poder atenderle en este momento. Si desea escuchar nuestro horario de atención al público marque 1. Si desea dejar un mensaje puede hacerlo después de la señal. Pum....
Me aseguré de dejar dos mensajes para El Consejo de Análisis de la Poesía (uno en su máquina contestadora de teléfono y otro en su correo electrónico) especificando en ambos los medios para que me localizaran con más facilidad (el número de mi teléfono portátil y la dirección de mi cuenta electrónica). En pocas horas sería domingol7 —el misterioso día— y mis mensajes serían recibidos hasta el lunes. El horario del Consejo de Análisis de la Poesía, según me acababa de enterar, era de lunes a viernes. Eso podía definir en algo el encuentro; las posibilidades de haber sido invitada a una reunión de trabajo para dicho consejo eran pocas.
Faltaba media hora para las 5 de la tarde del día 17 y yo continuaba sin mayor información. Me sentía angustiada. Traté de reconfortarme diciendo: —No tiene caso preocuparte por una reunión sin saber cuál es su objetivo. La poesía es un tema muy amplio y tus piedras no dependen de esa organización o consejo, ni siquiera sabés quienes lo conforman. No te preocupés Eva, salí, caminá, respirá.—
Salí de mi casa y dirigiéndome al lugar que visito con frecuencia, especialmente cuando siento esa inestabilidad en el pecho provocada por desbordante alegría o arrasadora tristeza, crucé la calle.
Entré a la Iglesia. ¡Cuál fue mi asombro! Junto a un grupo de señores estaba yo. Estos señores vestían sofocantes trajes smoking con peculiares aplicaciones de papel de lino, los surcos del ceno destacaban la amplitud de las frentes. Al verlos recordé las palabras leídas en alguna parte: Idénticos a su celebridad. Todos estaban en torno a una mesa rectangular, de apariencia muy antigua, donde la otra yo colocaba hojas de papel blanco con muchas letras. Comentaban entre ellos que ésos eran mis poemas: muchas hojas con muchas letras algunas, con pocas otras. Así eran mis poemas, al menos eso decían.
Mientras tanto yo me les acercaba. Enronquecía gritándoles al oído: —Mis poemas tienen formas de pequeñas rocas como piedras lisas de los ríos. Piedras suavemente redondeadas por el agua y pulidas por no sé qué oscuridad. Mis poemas son agrupaciones de tiempo que caben en una mano. Rocas suaves en su dureza, todavía mojadas, conservando el sonido del agua de donde las saque.—
Pero de nada servían mis explicaciones, ellos estaban sordos, sólo podían oír sus palabras.
Me acerqué a la otra Eva, a la que lucía como yo. Le halé el pelo, la tomé fuertemente de un brazo, le rasguñé la espalda. No me contestaba, entonces la insulté, la llamé impostora y aunasí continuaba indiferente, sin darme señales de alegría o enojo, inmersa —junto a los señores— en su afán analítico.
Luego con esperanza casi infantil pensé en voz alta: —Si les muestro mis verdaderos poemas quizá me entiendan y por un momento alejen sus miradas de esas hojas sobre la mesa. Así lograré que dejen de atribuirme las letras y el papel.—
Siempre cargo en mi bolso piedras a medio labrar; en esa ocasión tenía algunas recién terminadas. Cuidadosamente las apoyé en el piso, una a una las fui colocando juntas.
Ellos además de sordos eran ciegos. No miraban mis rocas ni la línea blanca con un silencio azulado recorriendo la dura superficie negra. Entonces volví a explicar: —Miren como al colocar las piedras una a la par de la otra se crea la superficie común. Vean sobre dicha superficie, la unión de líneas blancas formando calculadamente una sola línea larga y gruesa como una trenza que en la cabeza de la luna abarca todas las hebras de su nocturna cabellera. Quizá éstas son las piedras que no lanzaron los fariseos, las que guardaron en sus bolsillos para que el tiempo me las lanzara hoy. O pueden ser las rocas del sepulcro, las que se abrieron luminosas al tercer día.—
Pero ellos continuaban sordos a mi voz y ciegos a mis gestos.
De tanto hablar me fui quedando sin voz. De tanto moverme me fui quedando sin cuerpo. Creo que lo único que tengo, son oídos; escucho sus análisis y discusiones. Me divierto cuando alguno de ellos dice: —Si alguien tuviera el oído de la escucha, o si las palabras mías llegaran a esa voz, o si esa voz se comunicara con quien escucha...— Luego otro opina: —A este poema es necesario aplicarle la definición de los encuentros a favor de las materias universales para perfilar...—
Recuerdo a mis roommates discutiendo que receta de panqueques es mejor: harina, leche, huevos...o simplemente comprar la mezcla a la que se le agrega agua. Ambas coincidían en que los panqueques se sirven calientes con mantequilla y por supuesto miel; Aunt Jemima es la mejor. Ellas tenían al menos un punto en común, estos señores y yo sólo coincidimos en estar en desacuerdo.
Y así hemos pasado, ellos hablando y yo escuchando. He llegado a pensar que tal vez tengan razón. Tal vez la otra yo es la verdadera y quizá un poema es sólo una hoja manchada y no una suave roca con un río blanco recorriéndola.
Afuera el atardecer está llegando a alba, lo presiento. Por estar aquí he perdido una cita. Si todavía es domingo, tal vez usted pueda ayudarme: ¿Sabe dónde se reunía el Consejo de Análisis de la Poesía hoy 17 a las 5 en punto de la tarde?
A la tarde otra visitante le llegó con el mismo cuento de la estela de dolor que indicaba el camino hasta su casa. Al día siguiente llegaron cuatro plañideras desde Masaya que se atacaron en llanto limpio en el jardín y no hubo manera de contenerlas durante cuatro horas. Dijeron que habían llagado siguiendo sus huellas sobre el camino. A la mañana del otro día tuvo dos visitantes y al otro día tres mujeres llegaron y al otro también, pero esta vez sólo fueron dos las visitantes. Todos los días de los siguientes nueve que transcurrieron desde el funeral Susana estuvo ocupada recibiendo visitas. Mujeres todas, con historias idénticas a sus recuerdos de hija doliente.

Al décimo día nadie tocó a su puerta, pero no nacía falta. La pena se había disipado, extinguido o repartido entre todas esas mujeres que habían acudido para quitarle un peso de encima. Al parecer, su estela de dolor ya no morcaba el camino del cementerio hacia su casa y viceversa. Susana ya no siente que le punzan el alma. Se siente liviana de aquella pesadumbre, esa carga triste que asomaba en sus ojos la semana pasada. Su cuerpo disfruto del día soleado y ella hasta cantó un estribillo de un popular jingle de la radio.

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YAHOSKA TIJERINO

Poeta y narradora nicaragüense que actualmente estudia en los Estados Unidos. Colaboradora permanente del Nuevo Amanecer Cultural, donde publica textos de diversos géneros. Ha publicado además.

LA TAPITA DEL LAGARTO - Bertilda Páez

Este Chepito Corona era todo un aventurero. Contaba que antes, cuando los tiburones, peces sierras y sábalos llegaban casi hasta la orilla del Lago y los lagartos se asoleaban en la arena de la playa, era muy peligroso bañarse ahí por los lavanderos o debajo del muelle de palo y tablones. Pero que la necesidad de pescar para comer y vender, obligaba a los pescadores a arriesgarse y a veces se enfrentaban o se corrían de los tiburones o de los lagartos, en la arena.
Era común oír la gritería o el llanto cuando aparecía un tiburcio o un trompudo, así llamaban a estos animales y peces sierra. Muchas lavanderas y niños perecieron en las fauces de los tiburcios y lagartos.
En esa época, el transporte a la isla era más espaciado, llegaba lancha cada 15 días o a las tres semanas, y ese día era como una feria, ir y venir, subir y bajar. En esa laucha venían pasajeros, sacos, canastas con verduras, barriles, gaseosas, cajas de provisiones, kerosene y hasta guarón. También viajaban animales domésticos, trastes y muebles. Todo un revoltijo colorido, mal oliente, folklórico.
Y con ese trajinar también circulaban pesos y centavos. Y los tutreros y marineros o más bien playeros ganaban sus buenos reales. Y allí estaba Chepito Corona, trabajando.
Un día se estaba alistando para el trabajo diario: salir a pescar, y al llegar a la playa por la bajada de la Quinta, con espanto alcanzó a ver cómo un lagarto tenía atrapado a un chavalito con la gran tapa y éste no gritaba del miedo y su mamá no se daba ni cuenta. Entonces Chepito corrió y le abrió la tapa al lagarto y le metió la mano para sacarle la patita del niño. El niño se zafó pero el lagarto cerró la tapa y prensó el brazo de Chepito que lo tenía metido hasta adentro y empezó a triturarlo con los grandes colmillos. Chepe, en medio del dolor, con la mano le buscó la tapita que los lagartos tienen al fondo del galillo, como la campanilla que tenemos nosotros y se la jaló con fuerza y el lagarto empezó a tragar y tragar agua y se estaba ahogando, entonces él sacó su brazo y tomó un garrote que estaba por ahí cerca y pías, pías, apalió al lagarto hasta matarlo. Después del susto, descansó un rato y con cuidado le quitó el cuero, lo saló y lo puso a asolear, para llevarlo a vender a Granada cuando estuviera seco.

Mucha gente decía que Chepito era brujo. La verdad es que era muy inteligente y a cada situación le buscaba una salida adecuada y siempre estaba de buen humor.

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El cuento ha sido tomado del texto Ornetepe - La tierra prometida, INC 1999.

LAS VISITANTES - Mildred Largaespada

Un día tan soleado, con canto de pájaros a lo lejos y jardines adornados con flores coquetas no es el mejor escenario para un funeral, Los dolientes que aquella tarde enterraban a su ser querido habrían preferido una tarde opaca, con amenaza de lluvia y cielo encapotado para que la vida reflejara el estado de sus almas. En cambio la naturaleza parecía estar de fiesta 'y la claridad del día semejaba una burla a la despedida del muerto.
El ambiente no evitó que el dolor se le calase en los huesos a Susana quien cumplió con el rito del entierro a punto del desmayo. La soledad empezaba a invadirla en la medida que las paladas de tierra caían sobre la loza que sepultaba al féretro. Los condolientes empezaron a despedirse y ella, sola corno estaba, se quedó hasta que el último grumo de cemento quedó colocado. Experimentó la sensación de abandono y desconsuelo que acompaña a los vivos que despiden a un muerto. Esa soledad sola solitaria se le pegaba al cuerpo como vestido mojado. Se acomodó los anteojos oscuros, salió caminando del Cementerio Oriental bordeando tumbas de distintos tamaños. Atravesó el portón, subió a su carro y sólo el ruido del motor en marcha la devolvió a la realidad. Condujo en silencio por la calles sin percatarse del atribulado correr de los buses que la toreaban Pudo haber chocado con alguno pero por primera vez en su vida ningún carro hizo amago de venírsele encima. Llegó a su casa de Altamira, abrió el portón, metió las llaves a su bolso otra vez, se quitó los zapatos y se lanzó a la cama con los ojos idos en el techo. En el camino quedó su estela de dolor. Larga, densa, penosa y amarga construyendo un camino fabricado por la tristeza. Y por el llanto.
El corazón no tenía fuerzas ya para aguantar tantos recuerdos. El día se proponía como un tormento. Quizá por eso durmió un poco. Quizá por eso, o porque tenía sueño. Los músculos se le fueron aflojando y tal vez logró soñar un rato.
No habían pasado dos horas desde su regreso cuando sonó el timbre de la puerta. Susana pensó que alguien vendría a darle las condolencias y abrió confiada. Una mujer de baja estatura, vestida con falda floreada y camisa blanca, de ojos pizpiretos, le brindaba una sonrisa cómplice. La hizo pasar contagiada de una intimidad inusitada ante una extraña. La mujer le explicó que no se conocían, ni conocía al muerto, su padre, pero logró dar con su paradero gracias a su estela de dolor que todavía cubre la carretera. "Sentí un estremecimiento cuando usted pasó veloz frente a mi casa. Y tuve que venir a verla". Susana no entendía nada y creyó estar soñando todavía. La mujer continuó su relato: En el momento en que pasó por mi casa usted recordaba cuando su padre la acompañó a su primer día de clases. La vi vestida con el uniforme escolar y con cara de miedo evitando llegar a la entrada del colegio. Con sus pequeñas manos usted se aferraba a su padre, quien le daría a valentía necesaria para entrar a ese edificio. Todo eso me dijo la estela de dolor que usted salpicó por el camino. Yo lampaceaba el piso cuando sentí una leve punzada en mi propio recuerdo y el detalle de la niña que camina hacia el colegio cogida de la mano de su padre era la imagen viva de yo y mi hijo, muerto recién por una gastroenteritis. Nada más querrá decirle que comparto su dolor", manifestó a mujer dándole un beso. Y se marchó.
Susana quedo intacta como una recién asustada. No conocía a esa mujer que le había adivinado su vida. No la había visto jamás hasta hoy. No comprendía como una total desconocida a visitar atrayéndole sus recuerdos más íntimos el cansancio, la confusión y esas fuerzas debilitadas que produce el llanto continuado la tiraron a la cama con todo y ropa Ya era de noche había pensado demasiado Susana durmió inquieta.
Al día siguiente, un sábado fresco y claro, algunas de sus amigas la llegaron a acompañar desde el desayuno. Entre todas intentaron conducir la conversación por temas un tanto frívolos para evitar que la muchacha se hundiera en sus recuerdos. Cocinaron untas un almuerzo y disfrutaron de la sobremesa. Terminado el café la dejaron sola.
Estaba a punto de anochecer cuando el timbre de la puerta de entrada sonó. Afuera se encontraba una mujer tan joven como ella vestida de Luto y con un sobre color blanco en sus manos, Susana la saludó cordial y la otra joven pidió disculpas por llegar a esa hora pero aclaró que durante todo el día de ayer permaneció ocupada y no había podido acudir. Le comentó que vivía a un kilómetro y medio de su casa, sobre le carretera y que tarde por la noche cuando regreso de su trabajo percibió su dolor abandonado sobre el asfalto.
—¿Cuál dolor? —Susana pide explicaciones —Pues el suyo. Ahí lo ha dejado tirado en el camino.
"Latente estaban sus recuerdos corno los míos anoche", expresó la mujer con un brillo en los ojos que amenazaba con llanto. Hace poco, prosiguió la joven, murieron mis padres en un accidente automovilístico y todo el amor apoyo que he recibido en los últimos días no han sido capaces de regresarme a ese estado de natural protección que una tiene cuando su madre y padre viven. La soledad que usted dejó en la calle frente a mi casa es la misma que hoy me acompaña y por eso he venido a decirle que la comprendo.
La joven habló extrayendo del sobre una foto en las que aparecía con su madre difunta. Susana exclamó para dentro de sí del asombro que producen las coincidencias. En la foto de la visitante aparecía la madre de esta con ella en la misma posición y en el mismo Parque Central de Managua donde Susana y su madre se tomaron una foto hace algunos años. Quién sabe si hasta en el mismo día, dada la juventud de la joven. La visitante se fue luego de darle un abrazo.
Susana cerró y se recostó en la puerta cerrada. Al momento abrió, salió a la calle esperando encontrar rastros de esa huella de dolor que suponía dejó en el ambiente, pero no percibió nada. Ni una nube de lágrimas. Ni una señal de angustia. Ni una lineo de recuerdos tristes. La noche era una noche cualquiera y ni Luna había. Todo lo que pasaba era difícil de entender.
El día siguiente, un domingo Susana despertó con la certeza de tener nuevas visitantes y se vistió para la ocasión. También preparó unas reposterías y refresco de cacao con leche para ofrecer a quien viniera. En efecto. Alguien toco a la puerta y ahora Susana hizo pasar hasta la sala a la desconocida de turno. Esta era una mujer un poco mayor que ella con el cabello corto y maquillada en exceso quien aceptándole una torta de leche y un vaso con agua empezó a contar que a la anura del barrio El Dorado, es decir no tan largo de esta casa, habla sentido a Susana con apenas 16 años Recuerda cuándo estaba decidiendo su carrera universitaria? Preguntó tan tranquila la mujer con esa confianza de quienes te conocen desde que usabas pañales. Pues a ella le había pasado algo parecido con su hermana mayor. Recordó que en aquella época su hermana actuó como sustituta da una madre que las había abandonado y ambas eran una a la hora de tomar decisiones. Pues ella -dijo a mujer- repitió las mismas frases que su padre dijo en el recuerdo que pasó frente a mi ventana la mañana de ayer Era un recuerdo triste y usted lo dejó por ahí vestido de nostalgia. Por eso vine, para decirle que yo también había vivido un apoyo total en horas cruciales. Ella me había dicho: ya que no podemos meterle mucho a nuestros estómagos ni nada, ni menos metámosle algo a la cabeza". Según entendí. Su padre le dijo lo mismo, concluyó su relato la mujer. Susana no cabía en su asombro. Cabeceaba insistentemente ante lo que la mujer decía persiguiéndole mentalmente las palabras sabedoras que continuaría igual que si ella lo habría dicho. Era demasiada coincidencia, se repetía, negando la verdad que tenía frente a sí. Y es que esa extraña mujer recitaba tal cual lo que su padre dijo.
A la tarde otra visitante le llegó con el mismo cuento de la estela de dolor que indicaba el camino hasta su casa. Al día siguiente llegaron cuatro plañideras desde Masaya que se atacaron en llanto limpio en el jardín y no hubo manera de contenerlas durante cuatro horas. Dijeron que habían llagado siguiendo sus huellas sobre el camino. A la mañana del otro día tuvo dos visitantes y al otro día tres mujeres llegaron y al otro también, pero esta vez sólo fueron dos las visitantes. Todos los días de los siguientes nueve que transcurrieron desde el funeral Susana estuvo ocupada recibiendo visitas. Mujeres todas, con historias idénticas a sus recuerdos de hija doliente.
Al décimo día nadie tocó a su puerta, pero no nacía falta. La pena se había disipado, extinguido o repartido entre todas esas mujeres que habían acudido para quitarle un peso de encima. Al parecer, su estela de dolor ya no morcaba el camino del cementerio hacia su casa y viceversa. Susana ya no siente que le punzan el alma. Se siente liviana de aquella pesadumbre, esa carga triste que asomaba en sus ojos la semana pasada. Su cuerpo disfruto del día soleado y ella hasta cantó un estribillo de un popular jingle de la radio.

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MILDRED LARGAESPADA

Periodista, narradora y escritora con residencia en España. Ha publicado en diversos periódicos del país, así como en la Revista ARTEFACTO, entre otras de mucho prestigio intelectual.

POLVO DE ÁNGEL - Cynara Michelle Medina

Para Álvaro Joaquin, parte de mis recuerdos.
Él era invisible.
Se llamaba Joaquín, aunque pudo llamarse de cualquier otra manera. El nombre hace a la persona. En aquel país, los Joaquines habían dado mucho de qué hablar. Estaba Joaquín el poeta, Joaquín el estratega militar, Joaquín el presidente, Joaquín el mártir.
En resumen, era un buen nombre para un ciudadano. Sin embargo, Joaquín tenía alas y plumas, y era invisible.
O al menos, eso parecía.
La mayor parte del tiempo, Joaquín dudaba de su invisibilidad. Ella era la responsable, con esa forma extraña de mirar. Lo tenía confinado al rincón más oscuro del cuarto, deseando tener una mesa que lo ocultara mejor. Cuando ella estaba agobiada, sus ojos lo buscaban más, como queriendo preguntarle algo que él, aun deseándolo, no podía contestarle.
Desde el triste episodio con la francesa quemada en la hoguera, todos los seres corno Joaquín habían decidido ser más cuidadosos. Desde que el psicoanálisis, por fin, había bautizado la psicosis y la paranoia, el cuidado de los alados era extremo, porque hablar con los humanos era muy imprudente equivalía a firmanes una ficha de ingreso al sanatorio de enfermos mentales más cercano, por oír voces sin ver cuerpos y rostros.
Otro problema más serio preocupaba a Joaquín: ¿parecía que ella podía olerlo?. Empezó a notar que cada vez que se le acercaba, ella tosía y olfateaba a su alrededor, igual que un sabueso persiguiendo a un zorro. Joaquín hacia lo posible por mantener las plumas bien secas, pero aquel país pasaba en un diluvio casi perpetuo, desde mayo hasta noviembre. La invisibilidad no era una coraza contra el moho.
En los días más lluviosos, Joaquín sentía su olor natural, a incienso y cera, combinarse con el moho. La mezcla producía un tufito insoportable. Los estornudos de ella aumentaban su frecuencia.
El incienso sólo era un problema. Los jueves en la iglesia. Ella se sentaba en la última banca y ocultaba su nariz tras un pañuelo para huir cada vez que se agitaba el incensario. Aquella nariz era muy delicada, podía detectar molestias en el polvo, el perfume, las flores...
La familia intentó varias recetas. La hicieron pasar por una breve etapa naturista, a recomendación de un amigo cercano. El yerbero que debía examinarla, daba consultas en una pocilga que olía fuertemente a ajo. Ella no pudo entrar: sus estornudos resonaron incontrolables desde la puerta. Aunque, el yerbero no alcanzó a darle su pócima secreta para el té que curaba todos los males, Joaquín adivinó que el ajo era el ingrediente prioritario.
El siguiente paso fue recurrir a la ciencia.
El doctor Menuhim era judío. Se definía a sí mismo como un "agnóstico contradictorio", porque no creía en la Torah, pero respetaba el Sabat y no comía cerdo —por motivos higiénicos.
Se convirtió en alergiólogo por razones prácticas: la sangre le daba náuseas, las heces le eran repugnantes y la medicina, en general, le aburría. Sólo había estudiado para complacer a su abuelo. La alergiología estaba dentro del rango que Menuhim podía tolerar.
Para evitar la desgracia de tener un paciente terminal, y contagioso, el doctor había borrado la palabra inmunología de su título universitario, con mucho cuidado y corrector blanco. Así,
Menuhim se declaraba ante el mundo como un especialista en alergias y sólo alergias; la inmunología era una parte no solicitada de su entrenamiento.
Como medida adicional de precaución, Menuhim abrió su clínica en la esquina de la plaza de aquel pueblo, ubicado a una cómoda distancia entre la nada y el vacío. Tenía garantizada una raquítica clientela porque casi todos preferían consultar al yerbero. El doctor mataba la tarde en interminables juegos de ajedrez con el conserje.
Era martes por la tarde cuando llegó ella, con su nariz. Encontró al doctor enfrascado en decidir la mejor forma de cerrar un jaque mate elegante. Joaquín estaba a cinco pasos de distancia, oculto en su invisibilidad.
El juramento hipocrático y la necesidad de pagar la cuenta del carnicero obligaron al doctor a sonreír. Como impulsado por un resorte, se puso en pie y la hizo pasar a un despacho oloroso a antiséptico.
Los reactivos estaban ordenados igual que soldaditos en una guarnición de juguete; perfectos; alineados sobre una bandeja. También había algunas jeringas pequeñas e inofensivas, sin sus agujas.
El doctor supo en seguida que su paciente sufría de una tremenda alergia; estornudaba sin control. Probablemente habría necesidad de inflarle la resistencia a punto de vacunas a aquella nariz enrojecida. Menuhirn procedió a explicar con lujo de detalles la necesidad de unas pruebas para descubrir el alergeno.
El alergeno podía ser cualquier cosa: pelusa, moho, ácaro, polvo de libros. Pelo de gato, incienso...
Joaquín y ella escucharon todas las explicaciones con mucha atención. Sin interrumpir, aunque ambos estaban confundidos. Joaquín no entendía que cosa era el alergeno, pero, por lo que decía el doctor, se trataba de la fuente de todos los males.
La jerga médica dejó de fluir cuando el doctor comenzó a preparar sus reactivo —Menuhim no podía hablar y preparar al mismo tiempo, porque su cerebro desafortunadamente, era unifocal. Con el ceño fruncido, aplicó seis piquetitos en el brazo de su paciente, quien cerró los ojos del puro pavor ante las agujas de cualquier tamaño. Minutos después, tres de los piquetes se habían convertido en enormes ampollas rojas.
El doctor explicó, que ella era alérgica a las plumas, al incienso y al moho.
Los tres formaban una combinación explosiva.
Joaquín sintió que el cielo se le venía encima. Él cargaba la combinación explosiva.
Antes de empezar su vida como ángel guardián, le habían dicho que la misión siempre traía sus complicaciones. Los hombres y mujeres que los ángeles como Joaquín debían acompañar eran criaturas con talento para meterse en problemas. Sin embargo, la posibilidad de que su persona fuese alérgica a las plumas, al incienso y al moho, nunca se le había ocurrido.
Ahora estaba seguro de que ella podía olerlo.
Joaquín sabía que sus opciones eran limitadas. La misión era quedarse con ella, pero la única forma de cumplirla era arrancándose las plumas. Manteniéndose seco y dejando de oler a incienso. Sin plumas, quedaría tan indefenso como un pavo navideño listo para el horno. La otra opción era marcharse, hasta que alguien, más sabio, inventara un sustituto sintético para las plumas.
Epílogo
Ella despertó sobresaltada tres noches después del diagnóstico de Menuhim. Buscó con la mirada la sombra tenue de las alas que tantas veces la habían tranquilizado desde el rincón de su cuarto. Esta vez la sombra no estaba. El cuarto tenía un huecopeculiar y ella sintió que le iba naciendo un charquito de agua salada en la esquina de los ojos.
Se acercó a la ventana. El cielo lucia espléndido, con una luna en forma de uña, apenas brillante y opacada por las estrellas. "Qué lindo" —Pensó, y sonrió mirando al cielo.
Una de las estrellas le devolvió la sonrisa, entonces se dio cuenta que llevaba varios minutos sin estornudar.

"Gracias Joaquín" —dijo— y así, Joaquín el ángel, al oír su nombre supo que ella lo comprendía todo.

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CYNARA MICHEL MEDINA

(Jinotepe, Carazo 02 de Junio de 1971). En 1991 inicio estudios de Medicina en la universidad de Rostock. Alemania. Después de abandonar la carrera en 1993, regresó a Nicaragua. Todavía considera que lo más valioso de su época en Europa fue aprender a cocinar y ver la Torre Eiffel desde abajo. En 1999. se graduó de licenciada en Diplomacia y Relaciones Internacionales, en la Universidad Americana. Aunque siempre se interesó por la literatura sólo comenzó a escribir narrativa en la universidad. Desde entonces ha publicado en La prensa Literaria y en la revista 400 elefantes. Sus cuentos le valieron dos menciones de honor en los Certámenes ínter universitario de Cultura en 1994 y 1995, y el segundo lugar I juegos Florales Centroamericanos, León, en la rama cuento en el año 2000.

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